No había nada.
Ni una sola de aquellas imágenes
[…]
Nada relacionado con mujeres calcinadas
[…]
Todo se había esfumado.
Desperté sobresaltada gracias al timbre del móvil, empapada en sudor y sin tener muy claro dónde me encontraba.
Pronto recordé: en Córdoba, en un hotel.
Aún llevaba el moño de la noche anterior. Me quité las dos gomitas y me froté la cabeza con las manos, con fuerza, para tratar de arrancar la angustia que la pesadilla me había dejado. No recordaba haber tenido jamás un sueño tan desagradable como aquél.
El móvil seguía sonando en la mesita de noche. No contesté. Necesitaba tiempo para recobrar el aliento. Aunque sí recé un agradecimiento silencioso para quienquiera que me hubiese despertado.
El sonido cesó.
Me levanté y fui hasta el baño para lavarme la cara con agua fría. Salí de allí y me agaché para abrir la puerta del pequeño frigorífico. Eché un vistazo y me decidí por una botella de agua mineral. La bebí de un trago.
Cogí el teléfono cuando la sensación se hubo disipado un poco.
—¡Joder! —grité.
El móvil marcaba las doce menos cinco de la mañana. Tenía cinco llamadas perdidas, un e-mail, un montón de mensajes de WhatsApp y un SMS.
¿Cómo podía haber dormido tanto?
Antes de hacer nada, llamé a recepción y me excusé por no haber abandonado la habitación a tiempo. Les dije que me había indispuesto y, con lo fino que suena eso de estar indispuesta, se apiadaron de mí y me dieron una hora más.
[Nota mental: Debo acordarme de poner cara de enferma cuando baje a pagar la habitación.]
Solucionados los problemas menores, me tiré en la cama para enfrentarme al móvil. Tenía una llamada perdida de Susana, otra de Enrico y tres de Roberto. Los tres habían dejado una huella escrita.
Susana me mandó unos cuantos WhatsApp:
Susana: Perdona por haber tardado tanto en llamarte. Sólo quería decirte que soy muy feliz.
Susana: Gracias por no oponerte a que saliera con Nico, ¡es maravilloso!
Susana: Te quiero, ¡amiga!
Susana:
Susana:
Me decía que me quería, por haber permitido que un león entrase en su vida disfrazado de cordero. Me sentí fatal, pero me lo quité de la cabeza enseguida. Hasta que llegase a Granada no podía hacer nada. Era mucho mejor sentarme con ella para hablar tranquilamente y contárselo todo. Le respondí con un:
Yo: Ten cuidado, Susanita. Nico no es lo que parece.
Yo: Ahora estoy en un viaje de trabajo. Te llamo en cuanto regrese a Granada y almorzamos juntas.
Yo: Yo también te quiero mucho
El e-mail era de Enrico. Por fin daba señales de vida y yo, dormida. Decía lo siguiente:
¿Dónde andas, Ada? Quería haber hablado contigo antes de coger el avión a Nápoles. Voy a estar unos días fuera. Cuando me necesites, localízame por e-mail o por WhatsApp. Ánimo, preciosa. Estoy seguro de que lo estás haciendo muy bien. P.D. Siento mucho no poder acompañarte más en tu primer caso importante.
«¡Mierda!», pensé. Necesitaba oír su voz, así que intenté hablar con él. En su lugar, una voz femenina, que ya comenzaba a resultarme irritante, me dijo que el teléfono móvil al que llamaba estaba apagado o fuera de cobertura en aquel momento. Enrico ya habría embarcado e iría rumbo a Italia. Me preocupé mucho al recordar su historia y ser consciente de qué lo esperaba en Nápoles: su pasado.
¡Pasado, pasado y más pasado! Llevaba tres días enteros viviendo en el pasado. En el mío, en el de Enrico, en el de Mari Vila… Estaba un poco harta del pasado. Necesitaba retomar el contacto con el presente. Cualquier presente. El de Maria y Roberto, por ejemplo.
Y mis deseos se hicieron realidad. El SMS era de Roberto:
Ada, llámame en cuanto puedas. Maria se ha puesto en contacto conmigo.
¿Has tenido alguna vez la sensación de que te da un vuelco el corazón? ¿De una forma tan intensa que casi te hace vomitar? Pues eso mismo sentí yo. ¿Significaba aquel mensaje que Maria estaba bien?
Llamé a Roberto inmediatamente con los dedos cruzados. Por desgracia, ni los dedos ni mi necesidad de volver a casa y olvidarme de todo aquello sirvieron para nada.
Cuando cogió el teléfono, el pobre estaba al borde de un ataque de nervios.
—¡Tienes que encontrarla, Ada! ¡Tienes que encontrarla! —gritaba sin parar.
Me costó un par de minutos tranquilizarlo y conseguir que me contara lo que había pasado. Maria lo había llamado a eso de las siete de la mañana. Él lo único que había podido decirle fue: «Maria, cariño, dime dónde estás para que vaya a por ti». Maria lloraba. Se había dirigido a Roberto con un hilo de voz, como tratando de que nadie más que él la oyera. Sus palabras exactas habían sido: «No sé dónde estoy, Roberto. Pero tienes que venir a por mí. Él ahora ha salido, pero volverá. ¡Está loco! Caza brujas y cree que yo soy su… ¡No! ¡No, por favor!». A continuación, Roberto oyó un «eso no se hace, mi amor» y la llamada se cortó.
Me fue imposible centrar a Roberto para continuar hablando con él. Acabó cogiendo el teléfono Miguel, quien, al parecer, llevaba toda la mañana a su lado.
Algo más calmado, Miguel me dijo que no sabían nada más de Maria. Habían tratado de llamar al mismo número desde móviles diferentes, pero debían de haberlo apagado.
—Necesito que me des el número de teléfono desde el que ha llamado Maria. Se lo voy a pasar a mi socio por si puede hacer algo con él —le dije, sintiéndome un pelín extraña dando órdenes—. Y ahora, en cuanto me cuelgues, quiero que cojas a Roberto y os acerquéis a la comisaría. Contádselo todo a la policía. Y todo, Miguel, es todo. ¿Me has entendido?
—No te preocupes, ya no habrá más mentiras —me contestó con la fortaleza recuperada en la voz.
En cuanto colgué el teléfono redacté un e-mail para Enrico. Le mandé el número de móvil que me había pasado Miguel por si alguno de sus contactos en la policía podía averiguar quién era el propietario de la línea y le hice un breve resumen de lo que sabía hasta entonces. Le pedía algún consejo porque lo cierto es que andaba muy perdida.
«Ando muy perdida», le dije tal cual.
Sorprendentemente, tuve respuesta inmediata:
O.K. En cuanto sepa algo, te lo digo. Lo estás haciendo bien. Ánimo.
Su respuesta me supo tan lejana… Él ya en Nápoles, y yo en Córdoba.
—¡Joder, Enrico! —exclamé—. ¡Que el detective eres tú!
Sacudí la cabeza y me dije a mí misma que aquello era lo que había. Me había comprometido a ayudarlo y debía cumplir con lo pactado.
Miré mi Smartphone. A pesar de que Miguel me había dicho que habían tratado de contactar con Maria sin éxito, no pude resistirme a la idea de probar yo misma.
Marqué uno a uno los dígitos, con lentitud, como si de ese modo aumentase mis posibilidades de encontrar respuesta. Sentí cómo se me aceleraba el corazón cuando pulsé la tecla de llamada. Me llevé el auricular al oído y aguanté la respiración.
«El número al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento».
Casi sentí alivio. No encontré respuesta, pero de haberla tenido, ¿qué podría haber dicho? «Ejem, a ver… ¿Hola? ¿Es usted el secuestrador de Mari Vila? No, lo digo porque, si no le importa, me gustaría que me diese su dirección y ya paso yo a recogerla. No por nada, sino para que no tenga usted que matarla y eso». Lo cierto es que no tenía nada que decirle y me sentí un pelín ridícula por haber hecho la llamada.
Me conformé con el golpe de suerte de aquella mañana. La voz de Maria indicaba que estaba bien, al menos, hasta ese momento, y además nos había proporcionado la primera pista real desde que desapareciera. Aquel número sin duda provocaría que la policía se pusiese a funcionar.
Me encontré plantada en medio de la habitación. Eché un vistazo a mi alrededor y localicé encima de la mesa la caja roja de lata y mi portátil. Ellos deberían proporcionarme el siguiente paso a dar.
Miré el reloj: las 12.40. Se me agotaba el tiempo.
Me di una ducha rápida y me coloqué el equipo de la moto. Guardé todo lo demás de cualquier forma en las maletas laterales y bajé con todo, haciendo malabarismos, a recepción.
No me cobraron el exceso de tiempo en el aparcamiento porque me encargué de cambiar convenientemente mi cara para parecer enfermita.
—¿Se encuentra mejor? —me preguntó la chica de recepción sinceramente preocupada. Yo debía de estar fingiendo muy bien.
—Sí —le dije como forzando un poco la voz—, he pasado la noche entera vomitando, pero parece que ya estoy mejor.
Pensándolo bien, habría preferido los vómitos a aquella horrible pesadilla.
Me despedí y, de camino hacia la calle, pasé junto a un espejo. «¡Madre mía!», pensé. Con razón la chica se había preocupado. Parecía un auténtico cadáver. La piel blanca-grisácea, unas ojeras hasta la barbilla y los labios extremadamente secos.
[Nota mental: Tengo que descansar.]
Ya en la calle, después de haber sacado la moto del aparcamiento, me dio por pensar por qué coño habría dejado el hotel si no tenía ni idea de adónde ir. Era consciente de que no volvería a casa a dormir, con lo que quizá habría sido buena idea quedarme aquella habitación por si acaso. Pero bueno, a lo hecho…
Me acordé del pequeño Clemente. Al día siguiente le tocaría desayunar de nuevo con Flor. ¿Me echaría de menos? Concluí que no.
«Bien, ¿adónde voy?», pensé.
Recordé la caja y el portátil. Necesitaba algún lugar con WIFI para poder conectarme a internet. La cafetería en la que el día anterior había quedado con Roberto quizá tuviera conexión, pero la descarté ante la posibilidad de encontrármelo a él y a sus nervios.
Me subí a la moto y tiré hacia la zona con más concentración de estudiantes universitarios, rezando para localizar un cartel de WIFI con facilidad. Recorrí Ciudad Jardín y, finalmente, encontré un buen sitio en la calle Medina Azahara donde, además, podría comer algo.
Aparqué justo en la puerta, sobre la acera, para tener la moto a la vista. Pronto se acercó el camarero y pedí un menú. Olía muy bien, y mis jugos gástricos comenzaron a funcionar antes de tener un plato sobre la mesa.
Mientras comía, les eché un vistazo a las tarjetas que había en la caja roja de lata. No encontré nada que me pareciese preocupante. Muchas de ellas incluso me arrancaron alguna que otra sonrisa. Varias pertenecían a los mismos remitentes. En concreto hubo un grupo de ellas que me pareció especialmente tierno. Todas estaban dentro de pequeños sobres con la misma frase: «A mi ninfa». De éstas había en torno a veinte, fechadas como mucho un año atrás y con textos del tipo de: «Belleza como la tuya sólo ha podido salir de un mundo de fantasía» o «Por fin doy con un ser sobrenatural».
Tenía razón quienquiera que hubiese mandado esas notas; Maria tenía una apariencia etérea que recordaba mucho a las elfas que Tolkien describía en El Señor de los Anillos.
Deduje que había muchos hombres a los que Maria había dejado totalmente prendados de ella.
Leer tantas cosas bonitas me levantó el ánimo. Soñando con la posibilidad de que fuesen dirigidas a mí, acabé topándome de nuevo con la realidad: la mujer a la que se las habían mandado ahora estaba pasándolo realmente mal. Así que llegué a la conclusión de que era mejor no recibir ramos de flores anónimos en casa.
En la cajita no había nada o, al menos, yo no supe verlo. La dejé a un lado cuando me sirvieron el postre y un café.
«Un par de minutos de desconexión», pensé.
Saboreé el flan con nata y los sorbos de café con tranquilidad. Puede que aquel postre y aquel café fueran lo más pausado de aquellas últimas cuarenta y ocho horas.
Cuando acabé, comencé a prepararme mentalmente para adentrarme, de nuevo, en el horror que había ido dejando a su paso el Asesino de la Hoguera, a quien comencé a llamar Hogui, tratando de quitarle importancia a la sensación que tenía de estar jugando con fuego.
¿Que por qué decidí centrarme de nuevo en él? Pues, de nuevo, por un pálpito. No tenía ninguna prueba fehaciente que relacionase a Hogui con la desaparición de Mari Vila, únicamente una extraña sensación que me llevaba a pensar en esa posibilidad y una palabra: «bruja». Maria le había dicho a Roberto que aquel tipo se creía un cazador de brujas. ¿Y qué se hacía en la época de la caza de brujas con ellas? Quemarlas.
Puede parecerte que me agarré a un clavo ardiendo, nunca mejor dicho. Y es cierto, fue lo que hice. Pero necesitaba avanzar y no tenía nada más que eso, la palabra «bruja», un número de teléfono, el recuerdo de unas imágenes horribles en la cabeza y una extraña sensación que me instaba a tomar aquel camino desde el principio. Las historias de Roberto y de Miguel me habían llevado a toparme contra el gran muro que me cerraba el paso. Y además Miguel tenía una razón de peso para pensar que su Mari, como él la llamaba, estaba en apuros: la falta de comunicación entre ellos, una comunicación respetada religiosamente por ambos durante años.
El peligro podía deberse a Hogui o al vecino del tercero. Pero, desde luego, se me hacía más probable que fuese Hogui el cazador de brujas y no el pobre vecino.
Así que, mientras aguardaba mi segundo café de la mañana-tarde, anoté en mi cuaderno la fecha y la frase: «Segunda búsqueda de información sobre Hogui». Pretendía localizar a la persona que había colgado en la red todas aquellas fotos.
Ya con el café humeante junto al ordenador, inicié de nuevo la búsqueda, tratando de encontrar lo que fuera. Respiré hondo antes de pulsar la pestaña de Google «Imágenes».
Lo que encontré en esa ocasión sí que me dejó atónita. ¿Sabes por qué? Porque de pronto no había nada. Ni una sola de aquellas imágenes que me habían puesto el cuerpo malo la primera vez. Nada relacionado con mujeres calcinadas, muertas tras terribles sufrimientos. Todo se había esfumado, a excepción de alguna que otra imagen de las desaparecidas, a modo de enlace a noticias en periódicos digitales.
Repetí varias veces la búsqueda, por si la primera vez había usado palabras diferentes. Probé con «asesino hoguera», «asesinatos mujeres quemadas», «mujeres calcinadas córdoba sevilla»… y en ningún caso encontré lo que había visto la primera vez. Incluso llegué a pensar que me lo había imaginado todo.
Al cabo de unos cuantos intentos más, logré dar con una imagen. No había cadáver, sólo los restos de las cenizas entre las que, presumiblemente, había sufrido el abrazo de las llamas una de las mujeres secuestradas. La imagen pertenecía a un blog llamado La verdad más oscura, cuya dirección aparecía clara en el enlace, si bien al pinchar sobre él no llevaba a ninguna parte. Era como si la página en cuestión estuviese bloqueada. O se hubiese esfumado, como las fotos.
«Otra puerta cerrada», pensé. Y en ese momento se me ocurrió cambiar de la pestaña «Imágenes» a la pestaña «Búsqueda» de Google. Por fin di con algo: una noticia del día anterior.
Imputado José Luis Bayo por la difusión de imágenes del caso del Asesino de la Hoguera que estaban bajo secreto de sumario. Inhabilitado, por falta muy grave, el agente de la unidad científica cuya negligencia facilitó que las fotos de la investigación acabasen siendo de dominio público.
La noticia, repetida en varios periódicos digitales, decía poco más. Se centraba en hacer un breve recorrido por las víctimas del Asesino de la Hoguera y especificaba la inminente desaparición de todas las fotos difundidas a través de la red. Fue un alivio saber que no había sido una invención.
De José Luis Bayo únicamente se decía que era un periodista sevillano, pero no dónde trabajaba. Aunque, supuse, no sería demasiado difícil encontrar más información suya en internet.
No me equivoqué. J. L. Bayo trabajaba en el periódico regional Sevilla Sucesos, un diario con tirada en papel y portal web, en el que se daban a conocer las noticias de Sevilla de carácter social y todo lo relacionado con temas violentos. Era comprensible, entonces, que Hogui fuese tema fundamental entre las páginas del periódico.
Su sede, en pleno centro de Sevilla según Google Maps.
Mi próximo destino: la sede del periódico regional Sevilla Sucesos. No conocía Sevilla nada en absoluto, así que anoté bien la dirección para chivársela a mi Garmin, un excelente GPS.
Pedí la cuenta y salí pitando.