«Duermo».
«¿Por qué duermo?»
«¿Por qué no puedo despertar?»
«¿Por qué el reloj me castiga comiéndose mi tiempo?»
«¡Necesito despertar! Si no lo hago… morirá».
No quiero abandonar Córdoba sin pasear por sus calles, así que salgo del hotel y comienzo a caminar en dirección a la Mezquita. Pronto me encuentro vagando por la Judería. Me adentro en sus rincones, me mezclo con los viandantes y entro, igual que ellos, en todas y cada una de las tiendas de souvenires para echar una ojeada.
El bullicio es, a veces, ensordecedor, pero me encanta.
Llevo en la mano una pequeña bolsa para Flor. He escogido una bonita pulsera, fruto de algún maestro en orfebrería cordobés. Estoy segura de que le va a encantar.
Me siento bien, como si todos mis problemas se hubiesen esfumado. De hecho, ni siquiera recuerdo qué he venido a hacer a Córdoba. «Supongo que pasear», pienso. Aunque, no sé por qué razón, tengo la sensación de haber olvidado algo importante.
Aun así, decido seguir paseando. Las calles de la Judería me absorben.
Entro en una tienda más, atraída por un bonito pañuelo rojo. Me gusta su tacto, su color. Pero no me ha gustado su precio. Es caro.
Un momento.
Algo ha cambiado.
Ya no oigo el bullicio de la gente.
Me asomo a la calle y compruebo con asombro que viandantes y tenderos han desaparecido. De repente, todos los locales han cerrado sus puertas al público. Y cuando me vuelvo para cerciorarme de que, al menos, el dueño de la tienda en la que estaba sigue ahí, el establecimiento ha desaparecido.
Estoy sola. Las calles y los edificios se han convertido en un desierto.
—¿Hola? —pregunto en voz alta.
No hay respuesta.
—¿Hola? —Lo intento de nuevo.
Nada ni nadie responde.
De pronto, no sé cómo ni de dónde, ha aparecido un gran reloj en la pared de la casa que hay frente a mí. Un enorme reloj.
Estoy segura de que antes no estaba ahí.
Marca las doce del mediodía.
«¿De qué día?», me pregunto.
«¿Qué hago yo aquí?», trato de recordar.
«¿Habré quedado con alguien? Este regalo es para Flor, puede que haya quedado con ella», pienso.
Mi mente se esfuerza por recuperar el recuerdo mientras mis ojos se quedan clavados en el reloj. Las doce en punto.
Las doce.
Las agujas parecen un poco perezosas. Les cuesta avanzar.
«¿Por qué? ¿Se ha parado el tiempo?», me pregunto.
Un gran reloj, con la esfera blanca. Lo observo embobada.
«Las doce», pienso.
«Y siguen siendo las doce —repito—. En punto».
Mi alma se impacienta, pero no sé por qué.
Capto un leve movimiento con el rabillo del ojo. Dudo por un instante; no quiero apartar los ojos del gigantesco reloj.
Pruebo a mirar levemente a la derecha.
No parece haber nada.
Me vuelvo ciento ochenta grados y no puedo evitar dar un respingo. El reloj me ha acompañado. Sigue justo frente a mí, como si nada lo sostuviera, como en uno de esos planetarios a escala en los que los distintos globos están unidos con una varilla metálica al sol.
¿Soy yo el sol? ¿O lo es el reloj?
Cuando consigo despegar las pupilas de la inmensa esfera, localizo una larga melena castaña y ondulada cubriendo a modo de cortina un cuerpo acuclillado en la acera.
«¿Quién es?», pienso.
No sé muy bien si acercarme o seguir con los ojos clavados en mi reloj. Después de todo, ha decidido acompañarme.
«Las dos en punto. Qué curioso».
Oigo un leve sollozo. Parece salir de la cortina de cabello. Decido acercarme, poco a poco. Es un llanto triste, desconsolado.
Miro por última vez el reloj, como pidiendo permiso para abandonarlo un momento. Siento lástima por quien llora bajo la hermosa melena castaña y ondulada.
Conforme avanzo, intuyo las formas del cuerpo de una mujer. Hombros delicados. Brazos estilizados, en torno a las rodillas, pies descalzos y bien proporcionados.
Los hombros se mueven al son del llanto.
—¿Te ocurre algo?
Parece que me ha oído, porque ha dejado de llorar. Ha dejado de moverse. Uno de sus brazos abandona la presión sobre las rodillas y lleva la mano hacia su rostro. Supongo que para enjugarse las lágrimas que el lloro ha dejado a su paso.
—¿Te ocurre algo? —pregunto de nuevo, inclinando ahora mi mano para tocar su delgada espalda.
Niega con la cabeza y los movimientos balancean su pelo.
Vuelve el llanto, el desconsuelo. Y yo no sé qué puedo hacer.
Tengo la sensación de que todo eso está ocurriendo por algo. Sin embargo, no logro recordarlo. No es Flor con quien he quedado. «Entonces ¿con quién? ¿Con esta chica? —pienso—. Si ni siquiera sé quien es».
Me inclino hacia ella para tratar de darle consuelo. Un leve vistazo al reloj.
«Las doce. Las doce en punto».
—No llores, seguro que tiene solución —le digo, y extiendo la mano, la apoyo sobre su hombro, huesudo, delicado—. ¿Sabes? Tengo una amiga llamada Flor que siempre anda diciendo que lo único en esta vida sin arreglo es la muerte. Todo lo demás se puede superar.
De nuevo cesa el llanto. Contrae el cuerpo, aprieta con más intensidad los brazos a las rodillas, para acabar relajándose del todo. Respira hondo y levanta la cabeza para mirarme fijamente. Yo me encuentro agachada frente a ella.
—Duermes —me dice mientras aparta el cabello de su rostro contoneando el cuello.
«Pero qué bonita es», pienso. Su cara no parece de este mundo. Sus facciones… Sus ojos color verde agua… Tiene un aspecto sobrenatural.
«Pero espera… ¿Por qué me dice eso?»
—¿Duermo? —le pregunto—. ¿Qué significa que duermo?
Dos lágrimas resbalan por sus mejillas. Una se aloja en la comisura de sus jugosos labios.
—Duermes…
Espera.
Esos labios.
Esos ojos.
Esa aura sobrenatural.
—Ya sé quién eres. Eres…
Me interrumpe:
—Y si duermes… yo moriré.
Maria se esfuma ante mis ojos. Desaparece sin dejar huella.
«¿Morirá?», pienso angustiada.
«¿Estoy durmiendo?», me pregunto mientras busco con desesperación a Maria. Las calles vuelven a estar abarrotadas. El bullicio me ahoga.
Me acuerdo del reloj. Busco refugiarme en su quietud. Pero ya no son las doce. Ahora las agujas barren la esfera blanca a toda velocidad. Los segundos se convierten en minutos en un instante. Las horas surgen de los minutos en lo que mis ojos tardan en parpadear.
«Duermo».
«¿Por qué duermo?»
«¿Por qué no puedo despertar?»
«¿Por qué el reloj me castiga comiéndose mi tiempo?»
«¡Necesito despertar! Si no lo hago… morirá».