Sola.
Estaba sola.
Enamorada aún de él como el primer día.
Pero sola.
Esperé unos minutos a que Roberto se recompusiese en el aseo y adoptase, de nuevo, su papel de organizador y anfitrión. Le robé unos últimos instantes para que me ayudase a localizar a otros invitados con los que pudiera ser interesante hablar.
En el resto de las conversaciones de la noche no obtuve resultados notables. Por no decir que podría haberme ido al hotel justo después de mi último momento con Roberto.
Eso sí, me di cuenta de lo mucho que había aprendido en el curso de lenguaje no verbal. Casi nadie era sincero. Todo allí era pura fachada. ¿Recuerdas que te dije que la sala estaba llena a rebosar de gente guapa y que tantas sonrisas brillantes, cabellos sedosos y cuerpos esculturales le daban a una ganas de tirarse por una ventana? Pues arañando un poco la superficie, era muy fácil darse cuenta de que aquella fiesta estaba llena a rebosar de inseguridades, rencores y envidias.
Estuve charlando, por separado, con un par de chicos muy guapetones. Los dos habían sido acompañantes sexuales fugaces de Mari Vila y los dos emitieron por su boquita palabras de indiferencia mientras su lenguaje corporal mostraba a la legua que estaban tremendamente jodidos por haber sido plato de una sola noche.
Otra chica, una modelo bastante famosa cuyo nombre no recuerdo y que se definió a sí misma, literalmente, como la «superamiguísima number one» de Mari, me comentó lo de su tremenda preocupación por la desaparición de su, repito, «superamiguísima number one». También me dijo que se sentía fatal por la cantidad de trabajo que estaba desperdiciando Maria y que, mira tú por dónde, se lo estaban dando a ella.
—Muy amable por tu parte al ofrecerte para cubrir a Maria —le dije irónicamente.
—Es lo que hacen las amigas —me respondió con una de sus sonrisas gatunas tan frecuentes en los cinco minutos de charla que compartimos.
Hablé con cinco o seis personas más y, básicamente, lo que obtuve fueron comentarios sacados de los programas del corazón. Algunos exagerando un poquito. Otros con muy mala leche. «Cuentan que la ha secuestrado el Asesino de la Hoguera. Pobrecita…», decía una chica. «Se lo ha buscado ella solita. Aparecerá muerta cualquier día», comentaba alguien que, intuí, fue un amante despechado. A más de uno me apeteció darle una hostia.
¿Es que nadie sentía aprecio por Maria salvo Miguel y Roberto? ¿De verdad era tan bestia el mundo de la moda? Pues yo no me sentía nada cómoda en un mundo así, aunque sólo fuese por una noche.
Sería cerca de la una de la madrugada cuando fui consciente de que allí ya había hecho todo lo que podía hacer. La fiesta no daba para más y mi energía tampoco.
Me apalanqué en la barra, sola. Pedí un mojito, y cuando me lo sirvieron mi cabeza empezó a funcionar.
Roberto y Maria comenzaron siendo el eje central de mi pensamiento. Los dos, a pesar de quererse muchísimo y de haber hecho numerosos esfuerzos el uno por el otro, distaban de ser la pareja perfecta. Después de haber huido de la realidad que los rodeaba y del pasado que no hacía más que ahogar a Maria, consiguieron que su vida fuese realmente bonita. Caminaron juntos por el sendero que ambos habían elegido y, al parecer, eran felices. Sin embargo, cuando el pasado llamó a la puerta de Maria, la relación idílica desapareció. Todo acabó en una bofetada y una huida infantil. Más tarde, en una preocupante desaparición.
Yo estaba casi segura de que Roberto era incapaz de hacer daño a Maria. Aunque no podía descartar ninguna posibilidad.
Y la síntesis de todo aquello derivó en una pregunta: ¿eso era el amor? ¿El amor no era más que sufrimiento?
Di un repaso mental a las parejas que me rodeaban.
Luisa y Alfredo, esa pareja tripulada por uno solo: él. Una relación en la que la libertad y el respeto eran algo que brillaba tremendamente por su ausencia. Él decía, ella hacía.
Mabel y Pedro. Ellos sí se querían, pero se pasaban la vida discutiendo. Aunque debía reconocer que sí que se notaba entre ellos un respeto y un cariño especiales. Sin embargo, una relación como la suya debía de ser increíblemente agotadora. Siempre demostrándose el uno al otro quién tenía la razón.
Mi madre no era el mejor ejemplo para mí. De hecho, amorosamente hablando, era el peor. ¿Libertad? Para ella, ninguna. ¿Respeto? Hacia ella, ninguno. ¿Felicidad? Creo que nula para los dos. Por suerte, llegó un día en el que mi madre sí que se convirtió en uno de los mayores ejemplos a seguir para mí: ella decidió ser libre, decidió aprender a ser feliz. Y lo estaba consiguiendo. Sola.
Magda. La pobre Magda era la resignación personificada. El amor para ella era una condena y, para colmo, su condena (Susana) jamás le proporcionaba satisfacción alguna. Se alimentaba tan sólo de esperanza y se envolvía permanentemente en un halo de tristeza, siempre afectada por el síndrome de perrillo abandonado.
Susana era masoquista, sin más. Siempre acababa caladita hasta los huesos por el que menos bien podía hacerle. Aun así, seguía buscando incansablemente el amor. Era una romántica. Añoraba que la quisieran, y tras cada fracaso, tras cada caída, se levantaba con fuerzas renovadas para seguir luchando por encontrar el amor. Pobre Susana.
La última era Flor. Ella defendía a capa y espada el amor a primera vista. No fueron pocas las ocasiones en las que rememoró en mi compañía aquella tarde de domingo en la que se cruzó, cerca del muelle de Cádiz, con un apuesto marinero. Tenía diecisiete años y supo desde ese mismo instante que ese marinero sería su compañero para siempre.
Flor sí disfrutó de un amor sano y verdadero. Libre, respetuoso y lleno a rebosar de cariño y pasión. Imagínate si se querían y se necesitaban que decidieron no tener hijos por no tener que compartirse con nadie más. Ellos lo tenían todo, porque se amaban.
Sin embargo, ahí estaba Flor. También sola, como mi madre. Sola, como yo.
Morfeo se llevó una noche y para siempre a su amado Salvador. La excusa que puso para robárselo a Flor: un ictus. Ella despertó junto a su mitad a la mañana siguiente, cuando el frío había ya robado el color rosado de su piel.
Sola.
Estaba sola.
Enamorada aún de él como el primer día.
Pero sola.
¿Quería yo para mí alguna de las relaciones que conocía? Por supuesto, rechazaba la de Luisa y Alfredo de plano. Y, cómo no, la de mi madre, a pesar de haber estado a punto de caer en una muy similar por no haber estado atenta. En el caso de Mabel y Pedro, me agotaba sólo con imaginarlo; siempre luchando el uno contra el otro a pesar del amor. Tampoco me veía en el papel de Magda, la atormentada. Yo era, y soy, demasiado orgullosa para ir arrastrándome por las esquinas. De Susana ni hablemos. Pero ¿qué había de Flor? Ella sí había sido feliz en el amor, y parecía que su recuerdo la consolaba. ¿Realmente merecían la pena unos cuantos años de felicidad plena y el resto de una vida de nostalgia y dolor? Yo no lo tenía tan claro. Lo del masoquismo no iba demasiado conmigo.
Sentí la vibración del móvil dentro del bolso.
¡Adivina quién! Enrico seguro que no. Era Bruno, muy oportuno el colega. Me había mandado una imagen por WhatsApp: unas correas de cuero para inmovilizar las muñecas junto a una rosa roja.
¿Qué era aquello? ¿Me prometía un sexo ardiente con cuerdas y nudos e interminables horas de cariño y romanticismo?
Preferí no contestar. Ya le diría al día siguiente que me había pillado dormida en el hotel y que no había tenido energía para responder.
Y, claro, por culpa de la fotito, mi línea de pensamiento acabó inevitablemente en Bruno. Regresé a la noche anterior, a mi necesidad de su abrazo; su protección. Recordé lo bien que me había sentado su ternura y lo mucho que me había gustado encontrarlo a mi lado al despertar. Aquella mañana de sábado que ya se había convertido en domingo. Aquel sexo sin correas y con cosquillas en la barriga.
¿Qué era Bruno para mí? Ya no era un amigo; me había sorprendido demasiadas veces al cabo del día con una sonrisa en la boca y algún recuerdo de nuestro despertar juntos en la cabeza. Pero aquello no tenía por qué significar nada. ¿O sí?
Desde luego, si realmente significaba algo, era algo que yo no quería que ocurriese. Me había hecho a mí misma una promesa, y no sería Bruno quien me hiciera romperla. Ni Bruno ni una necesidad afectiva. Para necesidad de afectos ya cruzaba yo el rellano de la escalera y le pedía un abrazo a Flor.
—¿Te ha dicho alguien que eres preciosa?
Cuando sentí el leve toque en el hombro, fui consciente de que la pregunta me la habían hecho a mí. Abandoné mis pensamientos y regresé al Sojo Rivera, a la banqueta en la que estaba sentada y al mojito entre mis manos. A mi lado, un chaval de veintipocos que se había acercado a ligar un rato conmigo. ¡¿Conmigo?! Con la de bellezones que había por todos lados allí.
Era muy guapo. Rubio, de ojos claros y facciones nórdicas. De hecho, su acento me había sonado como alemán o de por ahí.
—Hola —le dije—. Pues la verdad es que, esta noche, hay infinidad de chicas mucho más «preciosas» que yo. Pero gracias.
En aquel momento recordé una de esas frases de Flor que nunca se olvidan. Una tarde, cuando me hablaba de su marido, me dijo algo como «cuando encuentras a tu mitad, ya no hay nada más en el mundo que la pueda sustituir».
Por esa regla de tres, si aquella noche era capaz de dejarme querer por aquel guapo jovencito con pinta de alemán, significaría que lo mío con Bruno podía explicarse de muchas formas pero, desde luego, no bajo el prisma del amor.
Decidí ponerle las cosas fáciles al chico y, de pronto, me sentí como si estuviese a punto de hacer una travesura. Jamás me había tirado a un hombre más joven que yo.
Cuando mi travesura, de nombre Evan, y yo salíamos hacia el ascensor, pasamos junto a Roberto y Miguel, quienes estaban fundidos en un abrazo. Miguel me sonrió al verme y levantó el pulgar en señal de que todo iba bien. Vi de reojo la cara de Roberto. Parecía haber estado llorando de nuevo.
Cogimos un taxi y fuimos directamente a mi hotel. Sus miradas melosas y empalagosas me estaban poniendo un pelín nerviosa. ¿Que había sido del típico refregón en el ascensor? ¿Y de la mano que, cual serpiente, se mete por debajo del vestido y juguetea entre los muslos en el taxi?
Respiré hondo y pensé: «Todo sea por mi libertad».
Además, aquella noche iba a tener la oportunidad de hacer dos cosas nuevas: primero, tener sexo con un chico más joven que yo, y segundo, estrenar «amigo meloso».
—Preciosa… —decía—. Hermosa… —continuaba.
Y yo venga a intentar meterle la lengua hasta la garganta para que se callara. «Tú toca y calla», pensaba. Y él venga a poner cara de bobo al mirarme. Y venga con el «preciosa» y con el «hermosa».
Si existe Dios, Él sabe que lo intenté. Pero no pude. No por Bruno, sino por el alemán «dulce de leche». Con aquella noche tuve dosis de azúcar para toda la vida.
Llegamos a mi habitación y tiré de él por el cuello de la camisa en dirección a la cama. Me costaba ya disimular la cara de «¡¿te vas a espabilar?!» cuando, de pronto, me agarró firmemente por los hombros y me sentó en la cama. Su rostro, serio. El mío, supongo que estupefacto.
Se sentó a mi lado y me agarró la mano derecha. Me abrió la palma con cuidado y la apoyó sobre su pecho, presionándola con su mano izquierda. De un modo lento, pausado, al borde de mi crispación, posó su mano derecha en mi pecho. No en mis tetas, para que quede claro, sino en medio de ellas.
—Es que…
Pausa.
Mirada intensa.
—Es que…
Pausa.
Vibración incómoda de su labio inferior.
—Es que…
Pausa.
Yo, nerviosita perdida con esa forma de arrastrar la ese.
Pausa.
—Es que me haces sentir tanto…
¡Eso me soltó el colega! Y se quedó tan pancho, tan profundamente satisfecho. Total, que ni polvo ni nada. Me levanté fingidamente emocionada, sonriendo como podía; entré en el servicio y salí al cabo de un minuto. «¡Uy! Lo siento. Pues no, que me ha bajado la regla…» —le dije—. «Tenía tantas ganas de hacerte sentir tanto…»
Y lo invité a marcharse, con una fingidísima lástima.
Pero que conste que no me lo tiré porque él me lo puso muy difícil, no por culpa de Bruno, quien a esas horas estaría dulcemente dormido y sin necesidad de fingir una menstruación inesperada porque, por supuesto, no quise plantearme la posibilidad de que estuviera en la cama con otra.