Flashes de cámaras.
Periodistas gritando diferentes nombres.
El brazo de Roberto que me agarró la cintura con fuerza.
Al principio me extrañó bastante no ver el tránsito de coches habitual por aquella zona. Luego me explicó Roberto que habían cortado las calles de acceso al Sojo Rivera y sólo estaban permitiendo la entrada a gente con invitación. El motivo no era la fiesta en sí, sino la presencia en la misma de Andrea y Charlotte Casiraghi quienes, por si no lo sabes —puede que existan mortales sobre la faz de la tierra que lo desconozcan—, son los tremendamente atractivos, guapos y ricos hijos de Carolina de Mónaco. Se me haría raro verlos en persona en lugar de en fotos hechas en Ibiza. Por lo que parece, y digo por lo que parece porque yo no vi a nadie, había un montón de rostros conocidos del mundo de la moda y de la interpretación. Otra constatación de que veía muy poco la tele.
La acera que rodeaba el edificio del Sojo Rivera había sido cubierta con moqueta roja. Me sentí momentáneamente importante.
¡Yo, sobre la alfombra roja!
Sin embargo, lo de la importancia me duró poco. En un instante comencé a sentirme muy pequeña.
Flashes de cámaras.
Periodistas gritando diferentes nombres.
El brazo de Roberto que me agarró la cintura con fuerza cuando se dio cuenta de que titubeaba. Quería largarme de allí.
Por suerte, todo aquello duró un instante. El instante más largo de mi vida, eso sí. Pronto estuvimos frente a un gorila con cara de persona malhumorada. Apartó una cinta de color rojo y nos dejó pasar.
En el ascensor, cuatro plantas de aparcamiento fueron suficientes para reducir mi estrés a niveles aceptables. La taquicardia remitió y las ganas de salir corriendo disminuyeron lo suficiente para no querer pulsar el botón de la planta baja. Claro que, si lo pensaba bien, en la planta baja había comenzado todo. Prefería estar allí arriba con Roberto.
Al llegar a la planta más alta, respiré hondo y me preparé para sumergirme en una atmósfera tenue, con luces estroboscópicas y música electrónica de la comedida; creo que sonaba un tema de Björk.
Roberto seguía muy pegado a mí tratando de aplacar mi inseguridad con su desparpajo en aquel tipo de ambientes. La barra quedaba a la izquierda en una gran sala con paredes de cristal. Avanzamos hasta ella y nos sentamos en dos bonitas banquetas.
—No estás muy acostumbrada a este tipo de eventos, ¿verdad? —me preguntó mi acompañante subiendo un poco la voz.
—¿Tanto se me nota? —le respondí con una mueca de terror en la cara—. Pero bueno, yo a lo mío, que acabo de recordar por qué estoy aquí. ¿Ves a alguien interesante con quien pueda hablar?
La sala estaba llena a rebosar de gente guapa. Tantas sonrisas brillantes, cabellos sedosos y cuerpos esculturales le daban a una ganas de tirarse por una ventana.
—¿Ves a aquél? —me preguntó señalando con el dedo otra sala decorada con un estilo más rococó, con enormes lámparas colgantes y grandes sillones orejeros en torno a mesas bajas de forja y cristal—. Ése es Miguel, el ex novio de Maria. Pensé que no vendría, tenía trabajo en Milán. Es el único que sabe lo nuestro, y desde que Maria ha desaparecido, hablamos casi todos los días para apoyarnos mutuamente y también para tratar de averiguar si el otro sabe algo.
—¿Te importa presentármelo? —le dije inocentemente, y él puso cara rara.
—Sólo te voy a presentar a Miguel. Al resto de la gente tendrás que trabajártela tú. No es por no hacerlo, sino porque no quiero que me relacionen con las preguntas que harás sobre Maria. Necesito que todos sigan pensando que soy simplemente su agente. Un agente muy hasta las pelotas de las niñerías de Mari Vila. Así me evito interrogatorios de más, sobre todo por parte de la prensa. Lo entiendes, ¿verdad?
Bueno, podía entenderlo a medias. Si yo estuviese en una situación parecida, probablemente habría tratado de evitar tanta habladuría peyorativa. Maria ya no era una niñata engreída, entonces ¿por qué no defenderla y tratar de limpiar su nombre? ¿Por qué no hacer pública la relación, si tan bien estaban? ¿No se había planteado que la verdad en torno a la actual Maria Villani podría servir incluso para que la propia policía se tomase en serio lo de la desaparición?
Fue entonces cuando lo vi claro. Roberto no daba determinados pasos por miedo. Seguía temiendo que aquel año mágico acabara desapareciendo para siempre. No confiaba plenamente en Maria y pensaba en la posibilidad de que se hubiese cansado de él. En el fondo creía que ella se había largado de verdad e intentaba convencerse a sí mismo de que la modelo lo amaba y que no lo dejaría jamás.
Comencé a sospechar que el día en que Maria desapareció no salió simplemente para ir a la piscina a nadar. Algo había pasado que Roberto había omitido durante nuestra larga conversación. Y no es que sospechara de él. En ningún momento creí que le hubiese hecho daño a Maria, porque tenía la sensación de que la quería tanto que incluso la habría dejado escapar.
Observé a Roberto mientras caminaba hacia la otra sala en busca de Miguel. Se le acercó sigiloso y le tapó los ojos desde atrás con ambas manos. Le dijo algo al oído, y entonces él retiró las manos de Roberto y se volvió para darle un efusivo abrazo. Era evidente que tenían una relación excelente.
Cruzaron palabras y gestos animados. Se separaban, se miraban el uno al otro y se abrazaban de nuevo. Hasta que la efusividad y las sonrisas desaparecieron tras unas palabras de Roberto al oído de Miguel. Entonces reinó el estatismo. Roberto le explicó algo que, deduje, tenía que ver conmigo. Miguel volvió la cabeza hacia mí y me saludó levemente. A continuación se excusó ante sus acompañantes y vino a mi lado.
No es que fuera un hombre guapo, es que era bonito. Miguel tenía una cara preciosa, con cierto toque infantil. Cabello castaño claro, facciones no demasiado angulosas, cejas finas y ojos grandes, tan grandes que pude distinguir su color azul a una distancia considerable. Naricilla respingona y brillante, generosa en pecas, según pude comprobar de cerca. Pómulos no demasiado marcados y barbilla con un diminuto hoyuelo. La boca y la forma en que la movía desprendían alegría. Era un chico cuya mera presencia animaba el espíritu.
—Hola, soy Miguel, amigo de Maria. Me ha dicho Roberto que estabas interesada en hablar conmigo. —Su voz también era muy bonita, jovial.
—Pues sí, Miguel. Mi nombre es Ada y trabajo con el detective privado que ha contratado Anna para encontrar a su hija —le expliqué, nombrando a Anna con toda la intención del mundo.
—Vaya, no me digas que esa arpía ha decidido gastarse el dinero por primera vez en su hija. —La ironía y la malicia sustituyeron a la alegría—. Esa mujer jamás ha querido a mi Mari. Le ha hecho la vida imposible desde que nació, y si se está gastando los cuartos seguro que es porque pretende sacar mucho más si consigue dar con ella.
Miguel estaba claramente enfadado. Se notaba a la legua que guardaba hacia Anna muchos sentimientos, pero ninguno de ellos era de cariño o ternura. Más bien se trataba de odio, resquemor, deseo de venganza y un largo etcétera de sentimientos catalogados como poco sanos.
—A mí me da igual Anna o lo que ella quiera —me apresuré a decir—. Lo único que me interesa es encontrar a Maria sana y salva. Después, lo que ella haga cuando su hija esté de vuelta es su problema. De todos modos, según me contaba Roberto, la relación entre Maria y Anna había cambiado mucho en los últimos meses. ¿Es verdad eso?
¡Ole! Vaya pregunta para contrastar información. ¿Pues no iba a resultar que se me daba bien lo de investigar? Claro que, muchas flores me estaba echando encima cuando aquello era lo único mínimamente profesional que había sido capaz de hacer desde mi comienzo con el caso de Mari Vila. Sí me sirvió para darme cuenta de que tenía que esforzarme mucho por mantener las conversaciones en el camino correcto, es decir, que debía aprender a llevar yo el control. Con Roberto me había dedicado a escuchar, había creído a pies juntillas todo lo que me contaba simplemente porque parecía convincente. En aquel instante decidí esforzarme más y dejar de dar las cosas por hechas.
—Bueno, eso es cierto en parte —me respondió Miguel—. Maria ha puesto kilómetros de por medio y ha conseguido que su vida comience a rodar con el rumbo que ella le marca. Pero Anna sigue teniendo poder sobre su hija.
—¿A qué te refieres?
—Es muy sencillo. Desde que conozco a Maria, Anna ha conseguido manejarla a las mil maravillas usando el chantaje emocional. Ella siempre ha sido el perrito faldero de su madre. —Al oírlo pensé en lo que Roberto me había contado del padre de Maria; ella se había convertido en lo mismo—. Por mucho que Maria piense que ha conseguido huir de las garras de Anna, por mucho que crea que la odia y que puede vivir sin ella, siempre acabará queriendo demostrarle lo feliz que es sin ella, lo claras que tiene las ideas y lo poco que necesita a su madre. Sin embargo, Anna conoce tan bien las debilidades de su hija que acabará encontrando el modo de volver a destrozarla emocionalmente y a dominarla.
—Vaya… —dije, tratando de mostrar interés. No obstante, mi concentración se debía al esfuerzo que estaba haciendo para captar cada gesto de Miguel, cada signo de incomodidad, de enfado o falta de sinceridad. Algunos años atrás había seguido un par de cursos relacionados con la programación neurolingüística y el lenguaje no verbal, y traté de recordar algo de lo aprendido mientras Miguel hablaba. Lo ideal era dar con el momento idóneo para reconducir la conversación hacia donde a mí me interesaba. Debía mantener el control.
—A mi Mari le han hecho algo. Estoy seguro.
¡Toma pérdida de control de la situación! Toda una serie de preguntas en torno a Anna y a la relación con su hija en mi cabeza, en un orden lógico y coherente, raro en mí. Un orden que acababa de irse a la mierda.
[Nota mental: Mejorar mi capacidad de adaptación al cambio. Repasar mis conocimientos en lenguaje no verbal y PNL.]
—¿Por qué piensas que le ha pasado algo, Miguel? —Adaptación improvisada fácil.
—Pues porque mi niña y yo hablamos todos los días desde hace catorce años —me contestó con un dato nada despreciable—. Si no podemos hablar por teléfono, lo hacemos por Skype o con mensajes de texto. Cualquier cosa nos basta, siempre que tengamos noticias el uno del otro a diario. No ha habido ni un solo día desde hace catorce años en el que no haya sabido de ella.
Insistió en el tema. Continuó con un «te lo juro, jamás». Volvió a nombrar lo de los catorce años. Hasta que lo interrumpí.
—Bien…
Traté de controlar mi nerviosismo al ver que mi disparatado pálpito del día anterior acababa de encontrar un pequeño apoyo.
—¿Me estás diciendo que durante los diez días que Maria lleva desaparecida no has tenido noticias de ella?
—No exactamente. No sé nada de ella desde hace algo más de una semana. Con el día de hoy, han pasado ya ocho días.
Aquello era imposible. Anna, Roberto y la prensa del corazón (nada despreciable en ese dato concreto) hablaban de diez días. Bueno, once con el que estaba a punto de terminar.
—¿Cómo que ocho días? Se supone que con el de hoy van a ser once —le dije extrañada.
—No exactamente —repitió Miguel con un gesto mezcla de travesura y culpa—. Mi Mari pasó conmigo tres días antes de desaparecer.
Aquella noche obtendría mi primera gran lección como investigadora profesional en potencia: jamás te quedes con lo que una única persona te cuente; escucha muchas versiones y construye la tuya propia.
Según la versión de Miguel, Maria lo había llamado una mañana, muy nerviosa, porque había tenido la primera gran bronca con Roberto. ¿La causa? Anna, por supuesto.
Al parecer, la madre de Maria había estado llamándola durante varias semanas; conversaciones en las que se dedicaba a contarle machaconamente lo mucho que la necesitaba, que no sabía hacer nada sin ella y que había estado a punto de cometer una locura porque las ganas de vivir la habían abandonado.
Maria aguantó el tipo durante un tiempo. Había llegado a enfrentarse, una vez más, a su propia madre diciéndole que si estaba así de sola, la culpa era únicamente suya. Culpó a Anna de la mierda de vida que había tenido después de la muerte de su padre, y de muchas cosas más. Sin embargo, tras días y días de interminables llamadas de súplica por parte de Anna, la determinación de Maria fue sustituida poco a poco por una combinación de culpa y remordimiento cada vez más potente.
Roberto desconocía la existencia de esas conversaciones entre ambas. Cuando finalmente Maria acudió a él y le contó que lo había estado pensando e iba a volver a Madrid junto a su madre, por una temporada, para tratar de subirle el ánimo un poco y hacer que se sintiese bien, Roberto se cogió un cabreo acojonante. Básicamente, no comprendía cómo Maria, después de haber saboreado la felicidad junto a él, decidía sacrificarla por alguien que, según ella misma, jamás se había ganado el derecho a ser llamada madre.
Al parecer, tuvieron una gran bronca y Maria, como un perrillo enjaulado que encuentra un hueco entre los barrotes, salió huyendo. Cogió la bolsa del gimnasio, metió a escondidas unas cuantas prendas de ropa en ella y le dijo a Roberto que se iba a nadar para despejarse.
Una vez en la calle, llamó a Miguel para contárselo todo. Él estaba en Madrid trabajando y anuló las sesiones que le quedaban para coger el primer AVE con destino a Córdoba. Quedaron en verse en el hotel Meliá, donde permanecieron encerrados tres días.
Maria le contó toda la historia, lo de su madre y el enfado con su pareja. Miguel, sin pensárselo dos veces, se puso a favor de la postura de Roberto, ante lo cual Maria se sintió traicionada por su amigo. Terminó derrumbándose por completo. Pero, por lo menos, no salió de nuevo huyendo.
Tras horas y horas de conversación, intercaladas con horas y horas de sueño, Maria acabó dándose cuenta de que había estado a punto de caer de nuevo en su pasado, un pasado que odiaba y que la hacía temblar cada vez que recorría alguno de sus pasajes.
Después de aquellos días, decidió volver a casa con Roberto. Abandonaron juntos el hotel, a eso de las dos de la tarde. Miguel se subió a un taxi rumbo a la estación. Maria decidió volver a casa caminando a fin de prepararse mentalmente para algo a lo que estaba poco acostumbrada: pedir perdón.
Aquélla fue la última vez que Miguel vio a Maria.
—Viendo que no tenía noticias suyas, la llamé esa misma noche para preguntarle cómo había ido todo. No contestó ni a mis llamadas ni a mis mensajes. —Las facciones de Miguel mostraron un intenso desasosiego—. Al día siguiente decidí llamar a Roberto para quedarme más tranquilo. No era normal que mi Mari no diese señales de vida. Cuando le pregunté, me dijo consternado que hacía tres días que había desaparecido. Supuestamente, había salido a nadar y ya no había vuelto a casa.
—¿No le dijiste que había pasado esos tres días contigo? —le pregunté.
—No. —Fue un «no» a secas que taponó su boca llena de palabras y excusas.
—¿Cómo que no? ¿Por qué? —Por mi parte, incredulidad.
—Porque el día anterior, mientras Maria y yo hablábamos, Roberto me llamó angustiado preguntándome si sabía algo de ella y le dije que no.
—Pero ¿por qué? Es lo que no entiendo. ¿Por qué no lo tranquilizaste? ¿Por qué no le ahorraste tres días de sufrimiento? —le pregunté de nuevo sin entender nada.
—Ella me lo pidió —respondió—. Aún no había decidido volver a casa y no quería por nada del mundo que Roberto supiera dónde estaba. Luego, cuando fui yo quien llamó preocupado, continué con la mentira sin habérmelo propuesto. Me convencí a mí mismo de que Maria tarde o temprano regresaría, como siempre, y entonces podríamos contarle toda la verdad a Roberto. Una estupidez, ¿a que sí?
No sé qué piensas tú, pero a mí me resulta increíble lo fácil que es obviar el posible daño que puede ocasionar no decir la verdad. A veces, una pequeña mentira acaba teniendo consecuencias desorbitadas. Tanto Roberto como Miguel querían con locura a Maria, y sin embargo, por no enfrentarse a la realidad o por no quedar en evidencia, habían omitido detalles muy importantes. Pensé en la policía, y concluí que si los agentes hubiesen estado al tanto de las verdaderas versiones tanto de Roberto como de Miguel, puede que en aquel momento estuviesen ya buscando a Maria. Pero no, era mejor no quedar mal. Más sencillo.
Y precisamente, pensando en eso de lo fácil y lo sencillo, la imagen de la preciosa carita de mi amiga pelirroja se dibujó con intensidad en mi cerebro. Yo aún no había resuelto eso de obviar los pequeños detalles con Susana. Debíamos hablar. Tenía que tragarme el orgullo de mujer fuerte a la que nadie puede dominar y confesarle que hubo un tiempo en el que ese hombre que ahora la acompañaba había conseguido doblegarme con malas artes.
¡Sería hijoputa!
—¿Crees que podréis encontrarla? ¿Crees que mi Mari volverá a casa? —Miguel interrumpió mis pensamientos.
Seguí dándole vueltas al coco un instante, con la mirada fija en él. Tuve la sensación de que estaba participando en una gincana en la que los organizadores no se habían encargado de marcar con pistas el camino hacia la meta. «Vaya mierda de gincana», pensé. Me había metido en un sendero por el bosque en el que las miguitas de pan (las verdades) se las habían comido instantáneamente los pájaros hambrientos (los mentirosos).
—Lo siento, Miguel —le respondí al cabo de unos segundos, siendo de nuevo consciente del lugar en el que estaba, la semioscuridad, la música y la ropa que llevaba—. No puedo contestar a tu pregunta con un simple sí o no. Sin embargo, puedo hacer dos cosas. La primera es prometerte que intentaremos, con todas nuestras energías, encontrar a Maria. La segunda es darte un consejo: cuéntale a Roberto la verdad. Descarga un poco sus espaldas del miedo a haber sido abandonado. Puede que al principio no se lo tome demasiado bien, pero vais a poder apoyaros mucho más el uno en el otro si sois realmente sinceros los dos.
Miguel me miró con la expresión de «sé que tienes razón pero no es tan fácil». Yo lo miré a él con la de «venga ya, hombre, no me vengas con tonterías».
—Sólo tienes que pensar en Maria, en lo mucho que la quieres y en lo mucho que ella te ha querido desde siempre.
Después de lo que Miguel me había contado, llegué a pensar por un instante que Roberto tenía algo que ver con la desaparición de Maria. ¿Y si ella había regresado a casa? ¿Y si lo que se suponía que iba a acabar en una noche de pasión y amor había sido el final de Mari Vila y de Maria para siempre?
No me convencían demasiado esas posibilidades; sin embargo, me dije a mí misma que no podía descartarlas sin haber hablado antes con el novio aparentemente destrozado.
Dejé a Miguel a solas en la barra, jugueteando con una copa de un exquisito Ribera del Duero, y traté de localizar a Roberto. Estaba conversando con un par de chicas en uno de los sofás de la sala rococó. Me acerqué a él sin importarme en absoluto la posibilidad de interrumpirlos.
—¿Por qué no me dijiste que Maria y tú habíais discutido?
La cara de Roberto fue un poema. Miró a ambos lados como tratando de averiguar si alguien me había oído. Se disculpó con las chicas y se levantó, indicándome que lo siguiera hasta el descansillo del ascensor.
No parecía enfadado, sino más bien avergonzado.
—No te conté nada porque no soporto la idea de que Maria me haya abandonado por culpa de su madre —me dijo con los ojos fijos en los míos—. Esa hija de la gran puta había conseguido convencerla de que regresase a Madrid. Maria decía que iba a ser sólo por unos días, hasta que su madre hubiese recuperado la vitalidad. Pero yo sabía que, si salía por la puerta y cogía el AVE hacia Madrid, no volvería a casa. Esa mujer hace lo que quiere con ella.
Sus palabras parecían sinceras. Su cara reflejaba pura angustia, como si reviviese frente a mí aquel día.
—Discutimos por primera vez. Fueron dos horas de auténtica locura. Yo trataba de explicarle que el poder que su madre tenía sobre ella le impedía seguir adelante. Intentaba que comprendiera que Anna es como una cría pequeña, que llora para conseguir lo que quiere. Anna lloraba y lloraba, y Maria le daba todo lo que quería con tal de que dejara de llorar. La madre de Maria jamás aprendería si ella no se mantenía firme y en su sitio —me contaba Roberto—. Sin embargo, ella no estaba preparada para oír lo que le dije. Nunca había criticado a Anna en presencia de Maria, jamás había hablado de su madre como lo hice aquel día. Y no le sentó nada bien. Lloró, gritó como una histérica. Incluso me dijo que no la quería, que no sabía qué hacía conmigo cuando yo trataba de hacer lo mismo que su madre había hecho con ella. «Al menos ella es mi madre, tú no eres nada mío», me dijo. Me partió el alma. Sin embargo, cuando los ánimos se calmaron, me convencí a mí mismo de que lo había dicho sin pensar. La escuela de Maria ha sido la de su madre y, a veces, se comporta como ella. Aquel día, fue ella.
—¿Cómo acabó la pelea, Roberto? —quise saber.
—No demasiado bien —me respondió—. Después de sus palabras, yo estaba tan dolido que fui lo suficientemente imbécil para decirle que si seguía así lo único que tendría en esta vida sería la compañía de la vieja chiflada de su madre. Le dije que acabarían solas las dos, sin nadie que las quisiera.
—¿Y?
—Me soltó una bofetada con todas sus fuerzas. Después se me quedó mirando un instante, en silencio, como si no me reconociera —me dijo con entereza—. Al cabo de un rato fue al vestidor, cogió la bolsa del gimnasio y me dijo que salía un par de horas para ir a nadar, que necesitaba despejarse. Hasta hoy.
Se le rompió la entereza, y la tristeza inundó sus ojos hasta derramársele por las mejillas. Roberto estaba destrozado.
Él me insistía en que a Maria le había ocurrido algo cuando lo que realmente creía, y no quería admitir, era que lo había abandonado. Pensaba que había vuelto a su antigua vida de desfase y descontrol. Esa vez, sin él, sin su madre y sin Miguel.
Deseé con todas mis fuerzas que Miguel se acercara aquella noche a hablar con su amigo, porque de lo contrario sería yo misma quien le contase la verdad. Ya no por aliviar su angustia, sino porque estaba convencida de que los dos debían acudir a la policía con toda la realidad de sus versiones.