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Vestido negro con escote trasero y delantero

y ceñido hasta la rodilla,

medias push up negras y tupidas

[…]

y zapatos de charol rojo con tacón de aguja.

En un principio, Roberto no fue capaz de darme demasiada información. En lo referente a ex novios sólo había uno que pudiera ser considerado como tal. Su nombre era Miguel Nández, también modelo. Fue el novio de adolescencia de Maria. Ambos trabajaban para la misma agencia en Madrid y se conocieron cuando ella estaba recién llegada en la ciudad. Por lo visto el chico era homosexual y se lo confesó a María al poco de comenzar a salir juntos. Sin embargo, su relación duró algo más de año y medio por dos motivos: a él le favorecía de cara al trabajo tener pareja femenina, y Anna se subía por las paredes cada vez que los veía juntos, con lo cual Maria decidió prolongar lo máximo posible el sufrimiento de su madre. Rompieron cuando Miguel se enamoró de un chico alemán recién llegado a la ciudad, con el que, según me comentó Roberto, aún formaba una bonita pareja. Maria y él conservaban una amistad indestructible, mezcla de querencia y lealtad. Pensé que sería interesante hablar con él, por si pudiera darme alguna información que incluso Roberto desconociese, y pedí a éste un teléfono de contacto, que me proporcionó enseguida.

En el apartado «Compañeras de profesión celosas», la respuesta de Roberto fue tajante: muchísimas. Al parecer, mi definición de Mari Vila como la niña mimada de la moda no iba mal encaminada. Eran muchos los enfrentamientos que había tenido con otras modelos, pero no demasiado diferentes de los que las demás modelos tenían entre sí. Siempre había alguna que pensaba que otra le había quitado un contrato. En el caso de Maria, no era ella quien se envenenaba con la abundancia de trabajo de otras chicas, sino su madre, siempre dispuesta a armar gresca como si de una adolescente inmadura se tratase.

¡Madre mía! Menuda prenda parecía ser aquella elegante y guapa señora que fue a buscar a Enrico preocupada y temerosa de que a su niña le hubiese pasado algo.

Finalmente, en el apartado «Locos fanáticos obsesionados con Mari Vila», Roberto tan sólo habló de admiradores. Me contó que Maria guardaba en casa, en una caja, todas y cada una de las tarjetas de los ramos de flores que recibía. La mayoría de ellos llegaban a lugares más o menos fijos de trabajo. Algunos, a su misma casa. De un modo u otro, ninguno de los envíos parecía haberlos alarmado lo más mínimo. Los tenían como algo normal; era lógico que una modelo de éxito como ella tuviese muchos admiradores.

Pese a su tranquilidad, le pedí las tarjetas para leerlas una a una yo misma por si daba con alguna o algunas que pudieran ser sospechosas.

—Claro que sí. Puedes acompañarme al piso y llevártelas tú misma —me dijo Roberto y, de pronto, su cara me mostró antes que su boca que se le había ocurrido una idea—. Ada, esta noche acudo a una fiesta, de esas que ahora organizo por aquí. Va a venir mucha gente del mundo de la moda, y muchas de esas personas han estado de un modo u otro en la vida de Maria. Se me ocurre que podrías venir conmigo.

No pude evitar ponerme un poco nerviosa. Jamás había acudido a una de esas… cosas. Hasta pensé por un instante en negarme poniendo cualquier excusa burda. Sin embargo, no era mala idea de cara a obtener alguna información útil en torno a Mari Vila. Finalmente acepté.

El trayecto hasta su piso fue corto en conversación. Ambos estábamos lejos de nuestros pasos, muy lejos de la realidad, en lo más profundo de nuestras mentes. Roberto, supuse, en sus recuerdos. Yo, en algo completamente ajeno a Mari Vila, Maria Villani, Roberto o cualquier otra cosa relacionada con el caso. Mi mente estaba en cómo narices me las iba a arreglar para ponerme mona para aquella noche. En mis maletas no había nada lo más remotamente parecido a una indumentaria para una fiesta rodeada de gente acostumbrada a ser y ponerse muy guapa. Miré el reloj: las seis. Y para colmo tenía muy poco tiempo para ir de compras.

—Ya hemos llegado. —Roberto interrumpió mis pensamientos.

Comprendí enseguida por qué Maria había escogido aquel lugar a pesar de los años que tenía el edificio. Realmente transmitía alegría. A unos veinte metros del famoso restaurante Bodegas Campos te encontrabas con una reja de color verde vivo tras la cual un precioso patio típico cordobés te invitaba a entrar. En perfecta armonía, las plantas, sus flores y el barro pintado de las macetas. Había maceteros de pequeñas dimensiones por las paredes, y de mayor tamaño por el suelo, formando una especie de selva adornada. En torno al patio, dos plantas de pisos de ladrillo visto con ventanas de madera y diminutas terracitas de rejas verdes.

Me imaginé a mí misma saliendo cada mañana de casa, atravesando el patio inundado de flores y respirando profundamente la belleza. Una vez en la calle, trataba de imaginar hacia dónde ir a pasear. Si iba hacia la derecha, pronto encontraría una pequeña callejuela que me permitiría llegar al paseo de la Rivera, caminar en torno al río Guadalquivir, observando la vegetación acariciada por el agua en su orilla. Escuchando, levemente, el sonido de la corriente. Disfrutando de los patos y su graciosa forma de nadar. Sí, entendía a Maria. Sobre todo cuando, tras aquel paseo imaginario, regresaba al edificio y elegía caminar hacia la izquierda desde la misma puerta del bloque. La plaza de la Corredera, desde mi punto de vista mucho más espectacular que la afamada plaza de España de Madrid, con toda esa vida paseando sobre su anciano suelo. O, por qué no, la Judería, con esas callejuelas estrechas llenas a rebosar de curiosos rincones. O la Mezquita, tan bonita e imponente de noche, con esa iluminación tan bien escogida.

No sabes cuánto entendía a Maria. No se trataba del lugar en que vivía, sino de la vida que ese lugar le transmitía. Y allí, justo allí, había mucha vida. Las calles, las casas, el ambiente… todo desprendía luz, todo palpitaba a tu alrededor.

Sin duda habían escogido uno de los rinconcitos más especiales de Córdoba para vivir.

—Es por aquí —me dijo Roberto para que lo siguiera—. La puerta de la izquierda, en el segundo piso.

Me limité a ir tras él. Efectivamente, era un edificio antiguo con el típico suelo de terrazo. El ascenso hasta la segunda planta se me antojó oscuro. Poca iluminación artificial, y por las ventanas la luz natural entraba a duras penas.

Nada que ver con el piso en el que vivían Roberto y Maria. Era todo luz. Rojos y blancos en muebles, paredes y decoración. En total, unos noventa metros cuadrados de buen gusto. Pensé en lo pequeños que debían de haber sido los pisos por separado, porque el resultado era uno de un tamaño bastante modesto.

Él me mostraba ilusionado el resultado de su nueva vida con Maria. Creo que nadie más, salvo yo, lo había visto. Ellos seguían manteniendo en secreto su relación. De nuevo fui consciente de la hora y del poco tiempo que tenía para prepararme.

—Roberto, siento interrumpirte, pero voy a tener que ir al centro a buscar algo para esta noche. No tengo ropa adecuada. Yo viajo en moto, y lo último que se me habría pasado por la cabeza es acabar en una fiesta como la de hoy —le comenté, un poco apurada.

—Puedes mirar a ver si te gusta algo de la ropa de Maria —me dijo espontáneamente como si se le hubiese ocurrido una gran idea.

No quise negarme enseguida por no parecer poco agradecida y, un poquito, por curiosidad. Jamás había visto el armario de una modelo y quería saber si en realidad era como lo esperaba.

Descomunal. Simplemente tremendo. Tenía un espacio semejante al del salón tan sólo dedicado a ropa. Aunque no era exactamente como lo esperaba. Maria tenía ropa muy sencilla y poco llamativa. Incluso los modelitos de fiesta eran discretos. Eso sí, en aquella habitación había auténticas maravillas.

Roberto me explicó que buena parte de los vestidos de alta costura eran regalos de los propios diseñadores. La mayoría de ellos eran de Angelico Angelico. Él la adoraba, y muchas de sus creaciones estaban pensadas en hechuras, cortes y colores para que ella las luciera. Aun así, aquel vestidor era increíble. Sólo en pares de zapatos podría haber unos cien.

Increíble.

Después de husmear un poco entre tanta ropa bonita y cara, verbalicé lo que había estado rumiando desde que Roberto me había dado la opción de usar la ropa de Maria.

—A ver, que yo te lo agradezco enormemente pero… ¿de verdad pretendes que mi pandero entre en uno de estos modelitos? —Se lo dije con los gestos más exagerados que encontré—. Vamos, que te lo agradezco de corazón, y me siento muy halagada, pero mis curvas no son las de Maria.

Roberto se echó a reír a carcajadas mientras yo le enseñaba las mollitas de mis caderas. Rió con ganas, como si llevase mucho tiempo sin hacerlo, y yo reí con él.

Me llevé del piso dos cosas: una envidia casi malsana por culpa de aquel fondo de armario y una lata de color rojo llena de tarjetas con dedicatorias para Mari Vila.

Como tenía muy poco tiempo, regresé a la plaza del Potro a por mi pequeña y fui directamente a coger habitación en el hotel Córdoba Centro. Ya lo conocía, y estaba lo suficientemente cerca de la zona comercial para hacer mis compras a pie. Me quité el equipo de la moto a toda prisa, me coloqué ropa cómoda y salí corriendo.

Roberto me aconsejó un par de boutiques del centro a las que Maria solía ir a comprar. Y precisamente porque Roberto me las aconsejó, decidí no ir a ninguna. Mi economía no era mala, pero tampoco era lo bastante buena para poder permitirme un vestido de mil euros, ni de trescientos. Lamentándolo mucho, no iba a entrar en ninguna tienda que no perteneciese al Grupo Inditex. Con un poquito de suerte y sabiendo escoger, podría aparecer en el Sojo Rivera vestida lo suficientemente elegante para no desentonar. Lo demás debía darme igual. Además, pagar una fortuna por un conjunto que no iba a volver a ponerme jamás no entraba dentro de mis planes, ni aun teniendo una economía desahogada. Ya gastaba lo mío en equipaciones de moto, que era lo que realmente me gustaba, y me sigue gustando.

En fin, que salí del hotel alrededor de las siete de la tarde y, después de no pocas vueltas, regresé en torno a las nueve. Tenía tres cuartos de hora para arreglarme y un cuarto de hora para coger un taxi de camino a casa de Roberto y Maria. El Sojo Rivera estaba muy cerca de allí, y yo preferí aparecer con él en lugar de ir sola.

Los tres cuartos de hora primeros se dividieron en:

Cuando estuve lista, me puse frente al espejo. En el reflejo me vi tan bonita que mi autoestima me permitió pensar que no tenía nada que envidiar a Mari Vila. Sin embargo, fuera del espejo, más bien en mi cartera, lo de los ciento cincuenta euros menos ya no me pareció tan bonito. Ciento cincuenta euros que podría haber invertido en las defensas para mi moto nueva. Aquello me iba a costar esperar al mes siguiente para poder mimar a mi pequeña.

Fuera como fuese, habían sido exigencias del guión, así que no merecía la pena ofuscarse. Además, no podía entretenerme o llegaría tarde a casa de Roberto. Bajé a recepción, pedí que me llamaran un taxi y pronto estuve de camino hacia aquella extraña cita.

Un gran invento el WhatsApp. Justo cuando me subía al taxi recibí un mensaje que me arrancó una gran sonrisa.

Bruno: Hoy me he acordado mucho de ti

Bruno: Me gustaría verte esta noche imagen

Yo: A mí también me gustaría verte, pero estoy un poco lejos imagen

Yo: [Foto hecha por la ventana del taxi]

Yo: Córdoba

Bruno: ¿No te estarás escapando otra vez?

Vaya, eso sí que no me lo esperaba. Le respondí con un:

Yo: ¿Es que crees que debo escaparme?

Yo: Mañana te llamo. Ahora, cena de trabajo.

Yo: Muax!! imagen

Aquélla fue la primera vez que me detuve a pensar en la noche anterior. ¿Quería o no escapar de Bruno? ¿Lo estaba haciendo en realidad? Definitivamente no era lo que estaba haciendo. Me encontraba en Córdoba por necesidad, y si hubiese estado en Granada, con toda seguridad aquella misma noche habría vuelto a pasarla con él. Lo que ocurría era que no estaba segura de por qué habría pasado de nuevo la noche con él. «¿De verdad me gusta, o sólo estoy así por el regreso de Nico y por lo protegida que me sentí anoche con Bruno?», pensé. No tuve tiempo de razonar una respuesta. El taxi había llegado a su destino, la calle Lineros, justo frente a la casa de Roberto, quien en aquel instante se acercaba a la cancela.

Bajé del taxi cuando mi acompañante puso un pie en la acera.

«¡Ay, omá, qué rico!», pensé de nuevo al verlo aparecer con un traje de color negro y una camisa blanca sin corbata, desabotonada en el cuello. Zapatos de charol negro… Desde mi punto de vista, un poco atrevidos, pero le sentaban mejor que bien. Definitivamente, su ropa estaba hecha a medida.

—¡Estás guapo! —le dije para ser cortés y comedida.

—Tú también lo estás. Estás más que guapa. Has sabido improvisar a la perfección —me contestó él, no sé si por ser educado o porque lo pensaba sinceramente.

No llevaba ni cinco minutos en pie sobre aquellos zapatos y ya comenzaba a sentir la presión en la parte delantera de las plantas. Iba a ser una noche dura para mí; no suelo ir vestida tan femenina muy a menudo. Reconozco que un buen zapato alto estiliza las piernas y le echa una mano al trasero para que parezca más suculento, pero vestir así no es lo mío, lo siento. Sobre todo desde que llevo una moto entre las piernas; mi vestuario está casi al completo adaptado a mi medio de locomoción.

Por suerte, llevaba en el bolso —también nuevo— dos sabrinitas rojas bien plegadas, a juego con la pañoleta y con mis labios.

—¿Vamos? —me preguntó Roberto, haciéndome un gesto con la cabeza.

En aquella ocasión retrocedimos un poco para llegar al paseo de la Ribera por una callejuela perpendicular. Anduvimos a bastante distancia lateral el uno del otro, disfrutando de la iluminación nocturna del Guadalquivir.

—Solíamos acudir a este tipo de fiestas por separado, para no levantar sospechas. —Me regaló una cálida sonrisa cargada de recuerdos—. Luego, siempre nos las apañábamos para encontrarnos en algún lugar. Era como una travesura, como cuando dos adolescentes se besan en la habitación contigua a la de sus padres.

De nuevo, Roberto se quedó sumido en un intenso silencio. Sus ojos se pusieron tristes, su sonrisa comenzó a destilar melancolía. Los recuerdos le dolían. La preocupación por Maria se lo comía por dentro.

—Habíamos decidido aparecer juntos hoy. Por eso organicé esta fiesta, era un día especial… —Creo que se tragó el llanto para continuar hablando—. De hecho, muchos de los invitados están aquí por eso. A unos les iba a encantar vernos juntos. Otros se iban a subir por las paredes. Maria y yo queríamos ver toda la gama de reacciones posible. Incluso hay invitada gente de la prensa, de la prensa más discreta, por supuesto. Hoy tendré que ser yo el discreto y no hacer ningún comentario que denote que estoy tan preocupado por su desaparición. —Me miraba a mí cuando pronunció aquellas palabras, pero me pareció que se lo decía a sí mismo—. Bueno, con un poco de suerte la encontráis sana y salva y podemos organizar una nueva fiesta, mucho más grande que ésta y con anillos de por medio. —Se obligó a sonreír—. Quiero que se case conmigo, ¿sabes?

Escuchar a Roberto no hacía más que aumentar la presión en mi pecho. No tenía ni idea de por dónde empezar a buscar, salvo el primer paso que había dado ya en Córdoba. Comencé a pensar que lo de haber accedido a ayudar a Enrico en ese caso había sido una de las mayores equivocaciones de mi vida. Me venía grande, sobre todo teniendo la certeza de que estaba sola, sin saber dónde se encontraba el verdadero detective al que habían contratado ni si llegaría a tiempo para echarme un cable.

Aunque creo que lo peor de todo fue la sensación de unión emocional con Maria. Ya sé que no nos parecíamos en nada, pero el saber que, a pesar de tenerlo todo, había sido una pobre infeliz me rompía el alma. Una chiquilla que creció con una única necesidad: que su madre la quisiera. Una niña que se convirtió de golpe en una mujer madura lo suficientemente fuerte para elegir ser feliz a pesar de todo. Y, cuando por fin lo consigue, cuando trasciende a su personaje y logra ser ella misma, cuando Maria Villani es feliz, el sueño que se había hecho realidad se rompe. Se les rompe a los dos.

Deseé con todo mi corazón que la ruptura de ese sueño no fuese irreparable. Incluso deseé que la desaparición de Maria fuese realmente fruto de una de las locuras de niña malcriada de Mari Vila. Lo malo es que, con este último deseo, no las tenía todas conmigo.