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Unos contundentes tacones fueron acercándose hasta el comedor.

[…]

Una mujer madura, bien vestida de los pies a la cabeza.

Pelo caoba, muy brillante y recogido en una coleta

a la altura de la nuca.

Su rostro transmitía fuerza; sus ojos, cansancio, tristeza.

[…]

Un nuevo caso para Enrico.

Abrí los ojos y volví a cerrarlos con fuerza. No podía creer lo que había visto. El corazón comenzó a latirme a mil por hora y la ansiedad se apoderó de mi pecho.

«¡Mierda, mierda, mierda!», pensé.

Quise comprobar con la mano lo que había visto durante un segundo. Alargué el brazo lentamente y allí estaba, el último hombre sobre la faz de la tierra que me habría gustado encontrar aquella mañana en mi cama. La náusea estrujó mi estómago y se dirigió hacia mi garganta.

«Pero ¿qué coño has hecho, Ada?»

Me deslicé afuera del colchón como pude, tratando de no hacer nada de ruido. Con muchísimo cuidado, saqué del armario unos vaqueros, una camiseta negra y la ropa interior, y me vestí silenciosamente en el salón. Fui hacia la puerta para coger del armario de la entrada las botas, la chupa de la moto y mi mochila.

«Las llaves, las llaves… ¿Dónde están las putas llaves?»

Me paré a pensar. Aquélla no sería ni la primera ni la última vez. Abrí la puerta y miré la cerradura por fuera. Nada. Salí al rellano de la escalera, encajé la hoja para evitar que se cerrara y di cuatro pasitos. Pulsé el timbre de mi vecina, rezando para no tener que volver allí dentro y poner patas arriba la casa en busca de las llaves.

Flor me hizo esperar unos segundos, y supe muy bien que no era porque estuviera liada. ¡Estaba haciéndome sufrir!

—Flor —dije tratando de no levantar la voz—. Flor, soy Ada. Sólo quiero saber si anoche me dejé las llaves puestas por fuera en la cerradura.

Oí una risita aguda al otro lado de la puerta. En efecto, me hacía sufrir. Sabe perfectamente que, casi siempre, salgo con el tiempo justo a la calle. Dice que me pesa el culo y que un día mis despistes me van a regalar un susto. Si ella supiera que el susto estaba en ese momento durmiendo en mi cama…

Abrió la puerta y me regaló una gran sonrisa de «carita lavada». Tenía mis llaves en la mano y me las dio con recochineo.

—Anda, toma. Pero prométeme que vas a tener más cuidado. Recuerda que las mujeres que vivimos solas tenemos que cuidarnos el doble.

Se lo agradecí. Flor es una de esas personas especiales que el universo ha tenido a bien colocar justo enfrente de mi casa. Ahora rondará los sesenta y siete. Acababa de jubilarse después de muchos años como enfermera en el centro de salud del barrio. Es una gran amiga y, como la mía está lejos, me hace las veces de madre.

—Muchísimas gracias —le dije mientras cerraba la puerta de mi piso—. Y, Flor, una cosilla más…

—Dime, mi niña.

—Prométeme que no te enfadarás —le pedí medio en broma, medio en serio.

—Obviando tu lamentable aspecto de esta mañana, ¿qué has hecho, Ada?

—Tú, prométemelo.

Le estampé un beso en la mejilla y salí corriendo. Se me hacía tarde, y Enrico necesitaba las fotos.

Mi pequeña me esperaba en la cochera. Normalmente la dejo en casa cuando tengo algún encargo de Enrico, pero en aquella ocasión la cosa era sencilla. Aparqué en la zona para motos que hay junto a la calle Ganivet y fui caminando hasta la puerta del edificio de Correos. Me senté en uno de los escalones laterales y esperé leyendo.

Él apareció pronto. Llevaba una pequeña bolsa con el emblema de Loewe y parecía nervioso. Yo saqué mi Nikon ultracompacta y, sin el flash, comencé a hacer fotos con disimulo.

Unos quince minutos después, el hombre de la bolsita de Loewe se quedó mirando embobado en dirección al hotel Victoria. Mientras, yo continuaba sacando instantáneas a diestro y siniestro. Sabía de sobra que mi aspecto me haría pasar desapercibida; además, tendrías que haber estado allí para poder contar cuánta gente llevaba una cámara en la mano. También ayudaba el hecho de que su mujer se encontrara fuera de Granada, por trabajo, lo que a él le hacía ser menos cuidadoso que de costumbre. ¿Cómo iba a suponer que su querida esposa había pedido ayuda externa para confirmar su infidelidad?

«¡Madre mía!», pensé cuando me fijé en la hermosura que se dirigía hacia nosotros. Una mujer guapa, elegante y con un leve toque de guarrilla en la mirada y en los labios. Una mujer en condiciones para un hombre como él, unos treinta años mayor que ella, con dinero (no suyo, sino de su esposa) y con ganas de experimentar emociones nuevas al margen del matrimonio.

Unas cuantas fotos más. Que si un besito en la mejilla acompañado de un buen agarrón en el culo, que si la entrega de un regalo presumiblemente muy caro por parte de él, que si un abrazo por parte ella con un intenso contoneo de caderas rozando la entrepierna del caballero. Sí señor, unas buenas fotos que culminaron con la parejita entrando en el mismísimo hotel Victoria. Por lo que parecía, el polvo le saldría bastante caro.

Trabajo concluido con éxito. Próximo destino: el despacho de Enrico.

Vale, te miento, hice una parada de avituallamiento en La Qarmita para desayunar. ¡Madre mía! ¡Qué riquísimas estaban esas tostadas de tomatito! Y qué a gusto me siento siempre en ese lugar. Ya lo viste durante nuestro primer café.

Lo descubrí, hace algunos años ya, en una de las calles paralelas a Recogidas, y desde el momento en que miré al interior a través de la cristalera, se convirtió en mi rinconcito especial.

¿Que qué tiene de particular La Qarmita? Pues que es una librería-café en la que puedes sentarte, coger un libro y leer plácidamente mientras saboreas un exquisito trozo de tarta y un café. La banda sonora se compone de buena música al volumen adecuado, murmullos respetuosos del resto de los clientes y la preciosa risa de su dueña, a quien jamás le falta una expresión de alegría en la cara. Desde aquel día, si estoy en la ciudad, Lidia me sirve el desayuno por las mañanas y Javi me ofrece el té de la tarde. Es el lugar en el que monto mis reportajes y también el lugar en el que estoy escribiendo esto en este momento.

Estuve hablando con Lidia hasta cerca de la una de la tarde, hora a la que había quedado con Enrico.

—Tengo que irme ya, nena. No sé si esta tarde vendré a veros.

Y salí de allí en dirección al restaurante de Enrico, en la plaza de Gracia.

La baraja de La Napolitana aún no estaba abierta por completo. Supuse que Carmina estaría dando un repaso a los baños y a la cocina.

—Carmina, soy Ada —dije en voz alta.

Entré sin esperar a que saliera a recibirme. Pronto apareció por el pasillo que conducía a los aseos, con sus voluptuosidades bien patentes y su melena negra recogida en un moño alto. Te juro que muchas veces no sé si la gente va a La Napolitana por su exquisita comida o para alegrarse la vista un rato con su imponente camarera.

Es la sobrina de Enrico, y creo que es la única familia que le queda. Tenía sólo quince años cuando llegó a Granada. Ella, por lo general, es muy reservada. No suele entrar en detalles sobre su antigua vida en Nápoles, supongo que por el mismo motivo que Enrico tampoco lo hace. Pero se ha adaptado muy bien al territorio andaluz y, exceptuando expresiones tan típicas granadinas como «qué pollas haces» o «qué pollas dices», domina la jerga de la tierra a las mil maravillas.

Se casó hace unos años con un español, Sebastián, y tienen dos mellizas preciosas. En bonitas han salido a su madre; en traviesas, no sé decirte a quién.

—¿Qué dices, Ada? —Expresión muy típica granadina que viene a significar «qué te cuentas» pero que, en realidad, es más bien un «hola», porque ningún granaíno espera que le cuentes nada después de esa frase.

—Pues aquí, a ver a Enrico. —Ésta es la respuesta adecuada, y te lo cuento porque tu acento dice que no eres de la provincia, ¿o me equivoco?

—Ahora está ocupado con una señora. Me temo que te va a tocar esperar. Mientras tanto… —Puso cara de pillina—. Mientras tanto, puedes ayudarme a preparar las mesas, que se me hace tarde y hoy habrá mucho jaleo.

Y eso hice, ayudar a Carmina a preparar las mesas. Los jueves y los viernes al mediodía el restaurante suele tener mucho movimiento, y cuando no está Sebastián para echar un cable, como era el caso, suelo ser yo la que se queda para ayudarla a servir las mesas.

La cocina es el territorio del jefe. Nadie se atreve a adentrarse en sus dominios salvo Óscar, un chaval de diecinueve años a quien Enrico sacó de las calles hará ya casi cinco años y que, a cambio de un lugar cálido en el que vivir y un sueldo muy modesto, hace de pinche la mayor parte del tiempo. Enrico le costeó los estudios en la escuela de hostelería y ha sabido contagiarle la pasión por la cocina. Confía plenamente en él, y lo cierto es que el chaval le ha dado motivos para ello.

—¡Pues esto ya está!

Justo cuando iba a preguntar a Carmina si necesitaba que hiciese algo más, oí que se abría la puerta del despacho de Enrico.

—Haga lo que pueda, por favor —dijo una voz de mujer, en italiano; por supuesto, me lo tradujo Carmina porque ese idioma y yo no nos llevamos demasiado bien.

Unos contundentes tacones fueron acercándose hasta el comedor. Carmina y yo nos las arreglamos para encontrárnosla de frente; fue una casualidad que la única mesa que quedaba por montar fuese la que daba al pasillo. Pronto apareció una mujer madura, bien vestida de los pies a la cabeza. Pelo caoba, muy brillante y recogido en una coleta a la altura de la nuca. Su rostro transmitía fuerza; sus ojos, cansancio, tristeza. Supuse que sería un nuevo caso para Enrico. Sin embargo, era la primera vez que lo veía atendiendo a alguien de nacionalidad italiana en el despacho. La cosa me olió mal.

Y peor me olió cuando me asomé al despacho abierto para dejarle la SD con las fotos: Enrico parecía haber envejecido veinte años de un plumazo.

—¿Pasa algo? —le pregunté.

Al principio, un largo silencio no hizo más que aumentar nuestra distancia. Mirada pensativa. Gesto de resignación. Ojos fijos en mí.

—Acompáñame, Ada. Vamos a comer fuera —dijo por fin.

—Pero ¿y el restaurante?

Aún sentado en el sillón, un nuevo silencio; cara de determinación.

Enrico se levantó, rodeó la mesa y salió en dirección al comedor dejándome en la puerta de su despacho.

—Carmina, Sebastián ya habrá salido de la oficina, ¿no?

Afirmación con la cabeza.

—Pues llámalo para que te eche un cable. Y dile a Óscar que hoy le va a tocar estar solo en la cocina. Ada y yo vamos a comer fuera y a charlar un rato.

—Sí —fue lo único que salió de la boca de Carmina antes de volver a funcionar.

Enrico miró hacia atrás y con un gesto me indicó que lo siguiera.

—¿Tienes la SD? —me preguntó de camino a la calle, como tratando de no perder del todo el contacto con su realidad de hacía tan sólo una hora.

—Sí, aquí la tienes. —Se la di.

La guardó en un bolsillo del pantalón y, a continuación, sacó un sobre del bolsillo interior de la americana y me lo entregó.

—Tu minuta.

Lo metí directamente en la mochila; no era momento de contar el dinero. Además, ni siquiera tenía la necesidad de hacerlo.

Cuando llegamos a la calle, Enrico echó a andar.

Silencio absoluto.

Yo pensaba que caminábamos sin rumbo. De plaza de Gracia, por Ancha de Gracia, hasta Pedro Antonio de Alarcón, la calle de los pubes por excelencia. La recorrimos hasta toparnos con Recogidas, y de allí fuimos hacia el centro comercial Neptuno. Claro está, tuvimos que cruzar Camino de Ronda, antigua arteria principal de Granada venida a menos a causa de las obras del metro. Muchos negocios de toda la vida habían cerrado y otros tantos agonizaban aguardando la muerte definitiva.

No sé si quienes proyectaron y ejecutaron las obras realmente creían que una infraestructura como ésa facilitaría las comunicaciones de la provincia y que, por tanto, favorecería el crecimiento económico. ¿Arruinar para enriquecer? Sigo sin verlo claro, ¿y tú?

Ojalá dentro de diez años, cuando vuelva a leer estas páginas, el efecto de las obras se haya diluido y Camino de Ronda, con o sin metro, haya recuperado su esplendor.

Continuamos andando, rodeamos el centro comercial hasta el hotel Nazaríes y desde allí seguimos por la avenida que va de la glorieta de Neptuno al Parque de las Ciencias.

Silencio sepulcral, y yo muriéndome de ganas de hablar, como siempre. Quería contar a Enrico la cagada de la noche anterior, con Nico. Hasta se me había pasado por la cabeza pedirle que se hiciera pasar por mi novio y que me acompañara a casa, por si Nico seguía allí, para darle un buen susto aprovechando su pinta de macarrilla cincuentón.

Sin embargo, sabía que él estaba poniendo en orden sus ideas y no quise interrumpir sus silencios. Ya tendríamos tiempo de hablar de intrascendencias. Ya encontraría el momento de darle los argumentos necesarios para convencerlo de que se hiciera pasar por el matón de mi novio. Aunque, en ese punto, sabía que yo tenía las de perder. Todo se resumiría en un «tú lo que eres es tonta». Y yo tendría que contestar: «Pues sí, Enrico, lo soy». Pero ¡tonta, tonta! ¡Nico en mi cama de nuevo!

Sacudí la cabeza e intenté buscar alguna distracción. Miré al suelo, y me fijé en los Camper de cordones que llevaba mi compañero de paseo. Un pie delante, otro atrás. Un pie atrás, otro delante. Pasos firmes y decididos. Elegantes. A continuación, miré mis pies. Botas de estilo militar, de las baratas. Uno de los cordones que parecía luchar por soltarse. También un pie delante y otro atrás; lógico, ¿no? Pasos como a saltitos, rítmicos; tendiendo hacia las nubes. ¿Seguridad? No sé. ¿Pájaros en la cabeza? En ese momento en el que no tenía con quien hablar, toda una bandada.

¿Sabes que hay una corriente en psicología que utiliza el silencio como forma de crecimiento personal? Claro que lo sabes, se me olvidaba que eres una de ellos. Pues en una ocasión me propusieron hacer un curso de un fin de semana en el que, a través del silencio absoluto y transmitiendo tus emociones sólo con el cuerpo, acababas llegando a conocerte desde un prisma completamente diferente. Supuestamente, aprendías a escuchar a los demás y a ti misma. En principio dije que sí, que me gustaría probar la experiencia. Sin embargo, aquella misma noche soñé que Carmina, disfrazada de hada madrina un poco cursi pero con el escote muy bien puesto, se me acercaba con su varita mágica y me decía que podía concederme el deseo que quisiera. Yo le pedí: «Quiero aprender a escuchar». Ella asintió con la cabeza y con un golpe de la varita me dejó muda. «Qué bien —pensé—, así podré canalizar mis emociones y mis ideas a través de mi cuerpo».

¡¿Sabes que acabé explotando, dejando como metralla confeti de colores?!

Cuando desperté, llamé a mi amiga Susana, con la que iba a hacer el curso y le dije que me rajaba. Le conté la verdad, que no me creía capaz de pasar dos días sin hablar. Bien mirado, si lo pienso fríamente, ¿qué podrían representar dos días en el resto de mi vida?

Pronto supe adónde íbamos a comer: a uno de los restaurantes preferidos de Enrico, el Arriaga. No sé si lo conoces, es el que está en lo más alto del Museo Memoria de Andalucía, a unos sesenta metros de altura. Es un restaurante alargado y estrecho, flanqueado por dos larguísimas cristaleras que regalan unas vistas espectaculares de Granada, mires hacia donde mires. Luminoso y muy estético. Con eso que llaman cocina de autor pero que no sólo ofrece platos ricos sino también abundantes. Buen vino y trato aún mejor.

Entramos por el inmenso portón del museo, bajamos la escalera y, a mano izquierda, localizamos el acceso. Enrico saludó con un gesto al chico de seguridad de la planta baja y me indicó que girara a la derecha, hacia los ascensores. Íbamos a la última planta.

Tanto Álvaro, el chef, como Daniel, el sumiller, nos recibieron con mucho cariño. Luego, Daniel nos acompañó a la sala acristalada donde, propuso Álvaro, estaríamos más tranquilos. Nos sentamos y uno de los camareros nos tomó nota.

Fue entonces y sólo entonces cuando Enrico comenzó a contarme lo que le rondaba la cabeza.

—Tengo un caso nuevo, Ada. Aunque, más que un caso, es un problema.

Se acercaba el camarero para servirnos el entrante, así que hicimos una pausa.

—Aquí tienen, jamón de bellota cortado a cuchillo, con panes de tomate y melón licuados.

¡Toma ya! Pero espera que, conforme avanzábamos, los platos iban siendo más sofisticados: «Taco de atún rojo de almadraba sobre crema de arroz de mar, migas de soja, shijemi y jugo de teriyaki». Y si hablamos de los postres, ni te cuento. Era sorprendente la memoria de los camareros, te narraban el plato exactamente igual que se describía en el menú. Que conste que yo he tenido que buscarlo hace un momento por internet. Eso sí, no sé si por la dedicación de los chicos, por las manos mágicas del chef, por la atención del sumiller que adecuaba la cerveza idónea a cada plato o por todo el conjunto, pero lo cierto es que todo me supo exquisito. ¡Qué digo exquisito…! ¡Para chuparse los dedos! Y diré más: no rebañé los platos con el pan porque me dio vergüenza hacerlo.

Cuando nos quedamos solos de nuevo, Enrico continuó hablando. Lo que me dijo me dejó de piedra.

—Mi cabeza tiene precio, Ada.

Lo que siguió me dejó sin respiración.