SEGUNDA PARTE

EL MUCHACHO

ME DESPERTÓ el extraño y sordo gruñir de Toby.

Fuera, la arena golpeaba las paredes de la jaima, y el viento aullaba sin fuerza, con ese lamento triste y obsesionante con que acostumbra romper el silencio de las noches del Sáhara.

El perro continuaba inquieto, y, procurando no molestar a Lorca, que dormía un poco más allá, le chisté para que callara. Al ver que estaba despierto, Toby entró en la jaima y me lamió una mano, mirando después hacia fuera con fijeza, como si quisiera señalarme algo.

Presté atención. Durante un rato escuché, tratando de distinguir algún ruido extraño, o de oír la carcajada de una hiena próxima; pero como nada rompió el lamento monótono del viento estuve tentado de arrebujarme de nuevo en la manta y seguir durmiendo. Toby, sin embargo, continuaba inquieto, y después de años de cazar con él, y de cientos de noches de tenerlo tendido a la puerta de la jaima, en lo más solitario y lejano del desierto, sabía que algo extraño debía de ocurrir para que se mostrara tan nervioso.

Me detuve a pensar qué podría ser lo que lo alarmaba, y no llegaba a dar con una razón convincente. Hienas y culebras, por muy próximas que estuvieran, eran algo a lo que el perro estaba acostumbrado: ahuyentar a unas y cazar a las otras eran parte de sus diversiones favoritas. Tampoco era probable que un lince o un gato salvaje le hiciesen molestarme, y aún no estábamos lo suficientemente cerca de las montañas como para temer la presencia de jabalíes.

Éstos eran el motivo de nuestro actual viaje. Desde hacía casi un año, Lorca había estado dándole vueltas a la idea de llegarnos hasta las montañas en que se refugiaban y conseguir unos cuantos ejemplares.

Los viajes de ida y vuelta y la cacería completa nos ocuparían casi un mes, y hacía tan sólo ocho días que habíamos salido de Cabo Juby. Ahora nos encontrábamos sobre la ruta de las caravanas que van de Atar, al sur, al Uad Nun, al norte, ya cerca de Ifni.

Habíamos montado el campamento en las proximidades de Meseied: tal vez un poco apartados de nuestro camino y del normal de las caravanas. Nuestra alimentación se basaba en la caza, y era necesario ir buscándola aquí y allá, aunque perdiéramos jornadas, siguiendo siempre las indicaciones de Mulai, el guía, un regueibi que siempre nos acompañaba: uno de los hombres que mejor conocían aquella zona del Sáhara.

Toby comenzó a dar vueltas en el interior de la jaima, amenazando con despertar a Lorca, por lo que decidí salir; así tranquilizaría al perro y sería yo el único desvelado.

Tanteé, buscando el rifle entre las sombras, y cuando di con él salí arrastrándome de la jaima, precedido del perro. Fuera hacía fresco, ese fresco de las noches del desierto, y la hoguera que habíamos encendido se había consumido por completo.

Metí la mano en la jaima y tiré de mi manta; me envolví en ella como pude, procurando cubrirme al menos los hombros y el pecho. Toby me golpeó la pierna con el hocico y lo seguí cuando se dirigió a lo alto de la duna a cuyo resguardo habíamos montado el campamento.

La luna estaba en su cuarto creciente y alumbraba a medias, haciendo destacar la blancura de la arena y dejando en sombras las zonas de pedregales y matojos.

Subí tras el perro y me detuve junto a él, que miraba hacia el sur, volviéndose de vez en cuando, como queriendo preguntarme si no advertía nada anormal.

Lo acaricié y presté atención. Durante un largo rato permanecimos muy quietos uno junto al otro, forzando la vista al máximo y tratando al mismo tiempo de oír algo que superase el rumor del viento.

Pasaron los minutos, y, cuando ya me cansaba de aquel juego que a nada conducía, Toby irguió las orejas y pareció que su inquietud iba en aumento.

A los pocos instantes también yo me di cuenta de que algo anormal ocurría. Se escuchó un tintineo lejano y una voz humana llegó hasta nosotros, sin que se pudiera precisar lo que decía ni en qué idioma hablaba.

Lentamente una sombra se fue perfilando en la oscuridad, un poco a nuestra izquierda; por su aburrido paso y su cansino vaivén deduje que se trataba de un camello muy cargado, al que un hombre conducía.

A este camello siguió otro, y otro, y poco a poco fueron surgiendo ante nosotros en gran número, de modo que llegué a contar unos cincuenta, y aún faltaban muchos. Marchaban en hilera, silenciosos, y en ellos había algo extraño que no les hacía parecer una simple caravana. No era aquélla, hora de cruzar el desierto, sino de descansar.

Hice callar a Toby, que gruñía por lo bajo, y procurando pasar inadvertido descendí de la duna. Entré en la jaima y desperté a Lorca, recomendándole silencio.

Se irguió y quedó sentado. No podía verle la cara, pero sabía que estaba frente a mí y que me distinguía perfectamente, recortado contra la luz del exterior.

—¿Qué hora es? —fue lo primero que dijo.

—No lo sé —respondí, muy por lo bajo—. ¡Venga! Una caravana está pasando por aquí mismo.

—¿Una caravana? ¡Tú sueñas! Vuelve a acostarte y déjame en paz —gruñó de mal humor.

—Salga y lo verá. No haga ruido, que están bastante cerca —insistí.

Lorca pareció dudar un instante, pero al fin se decidió y se arrastró fuera de la jaima.

—Veamos esa caravana de espectros. Como sea una de tus tonterías, te vas a acordar —me advirtió.

No tuvimos necesidad de subir a la duna. Ya los camellos se alejaban hacia el norte, y desde donde estábamos los podíamos distinguir perfectamente.

Los indiqué a Lorca.

—Hay más de cincuenta —dije.

Lorca maldijo por lo bajo.

—Esto me huele mal —añadió—. ¿Has visto algo más, muchacho?

—No. Me pareció que procuraban no hacer ruido y pasar inadvertidos —respondí.

—Eso lo ve cualquiera —comentó—. Una caravana que marcha de noche con tantos camellos y tan poco ruido no es una caravana honrada.

Hablábamos en voz baja y nos habíamos tendido en la duna, procurando no hacernos visibles. El perro estaba a nuestro lado y parecía haberse compenetrado con nuestra quietud y silencio.

Un cuerpo cayó muy cerca de mí. Di un respingo, pero me tranquilicé al momento: era Mulai, el guía, que se había despertado y se tendía junto a nosotros, observando.

Durante unos instantes permanecimos los tres en silencio.

—¿Qué te parece esto, Mulai? —preguntó a poco Lorca.

—Cosa sucia, Manolo —respondió el moro, utilizando, como siempre, el tuteo y el nombre propio.

—¿Puedes distinguir quiénes son? —volvió a preguntar Lorca.

—No lo sé, Manolo; pero yo pienso que son gente de muy al sur.

—¿Por qué? —intervine.

—No podría decirte por qué, guayete; pero yo creo que son del sur, tal vez de más allá de Atar.

Lorca parecía preocupado.

—¿Qué harán por aquí? —preguntó.

—Buscan los pozos, Manolo. Necesitan agua hasta que lleguen al Draa.

El río Draa era la frontera entre la zona francesa y la española. La dirección de la caravana, hacia el norte, indicaba que se dirigían allí y que pensaban cruzarlo, porque no había ningún otro lugar, a esta orilla, que pudiera constituir el término de su viaje.

Aún permanecimos unos minutos tendidos, hasta que el último camello se perdió en la oscuridad y la caravana se hundió por completo en la noche.

Cuando nos pusimos en pie, Lorca continuaba preocupado. Él, como militar, aunque estuviese de permiso, tenía una responsabilidad, y no podía quedarse indiferente ante un hecho como aquél, que presentaba todo el aspecto de un delito.

—¿Qué hacemos? —pregunté.

—¡Calla! —gruñó—. Estoy pensando.

Aproveché para vestirme el tiempo que Lorca utilizó en pensar. Hacía fresco y sabía que, hiciésemos lo que hiciéramos, no dormiríamos más aquella noche. Estaba acabando cuando Lorca entró en la jaima.

—Vístete —dijo.

—Ya lo he hecho —respondí—. ¿Qué ha decidido?

—Nos vamos —contestó, mientras buscaba su ropa.

—¿Adónde? —insistí.

—No lo sé. Por ahora seguiremos a la caravana, y cuando amanezca y los podamos ver mejor ya decidiremos.

Le dejé acabando de vestirse y salí. Mulai, que acostumbraba dormir vestido, ya estaba atareado en ensillar los camellos y había recogido los útiles de cocina, amarrándolos a uno de ellos.

Lorca salió. Cogimos las mantas, las escopetas y los rifles. Desmontamos la jaima a oscuras, lo que resultó molesto y engorroso, y la cargamos en otro de los camellos, repartiendo el peso entre los tres.

Ya listos para la partida encendimos unos segundos una linterna y nos aseguramos de que no habíamos dejado nada olvidado. Los camellos chillaron molestos porque se les hiciese trabajar desde hora tan temprana; pero Mulai los hizo callar rápidamente, con aquel extraño lenguaje que usaba para tratarlos, y que nunca pude comprender.

Nos pusimos en marcha, a pie, llevando los camellos por el ronzal, y nos dirigimos al norte, sobre las huellas de la caravana, deteniéndonos de vez en cuando a escuchar, para que en la semioscuridad no fuésemos a tropezarnos con alguno de ellos.

No hace falta ser un indio para seguir las huellas de más de cincuenta camellos en la arena del desierto, y la senda que habían dejado era tan clara que se podía andar sobre ella sin ni siquiera mirar al suelo, tantos eran los desniveles que las anchas patas de los animales habían dejado sobre la uniformidad del terreno.

Anduvimos durante un par de horas, hasta que Lorca miró el reloj, inquieto. Pronto amanecería, y en la inmensa llanura seríamos vistos en cuanto la primera claridad hiciese su aparición.

Nos detuvimos, y Lorca decidió que Mulai se adelantase a pie y les fuera siguiendo los pasos, mientras nosotros escondíamos los camellos y esperábamos su regreso.

De esta forma no nos verían, y podríamos saber qué era lo que los caravaneros nocturnos pensaban hacer durante el día.

Continuamos aún un par de kilómetros hasta encontrar un campo de dunas, y allí, en la hondonada que dejaba un grupo de ellas, fuera del alcance de quien no estuviera a menos de cien metros, dejamos los camellos, y Lorca y yo nos subimos a una de las dunas a esperar, mientras Mulai continuaba su marcha.

Un moro solitario no se hace sospechoso, y en el caso de que le viesen nada harían, porque aunque pertenecía a la policía del desierto iba vestido de paisano, y, por muy delicado que fuese el asunto que se traían entre manos, no se dedicarían a molestar a todos los indígenas que se tropezasen en su camino.

Comenzaba a teñirse de gris el cielo cuando Mulai se alejó tras las huellas de la caravana, y nosotros decidimos armarnos de paciencia y aguardar todo lo que fuera necesario.

A medida que aumentaba la claridad podíamos ir distinguiendo todo lo que nos rodeaba, y al fin la caravana se perfiló a lo lejos, y la veíamos avanzar ahora más rápidamente, mientras dejaba tras de sí un ancho camino de huellas.

Mulai nos resultaba más difícil de localizar: únicamente de vez en cuando le veíamos dar una corta carrera al pasar por algún lugar al descubierto, y me dije para mis adentros que debía de divertirse mucho con aquella extraña cacería.

El campo de dunas en que nos encontrábamos era enorme y se extendía por más de cinco o seis kilómetros; vimos cómo los camellos bordearon una de las más altas y, poco a poco, todos fueron desapareciendo tras ella, sin que volvieran a salir por ningún otro lado. Supusimos, pues, que habían acampado allí, en lo más intrincado de aquel laberinto de arena, lejos de las rutas de las caravanas y ocultos a las miradas de cualquier esporádico caminante.

Lorca sacó los prismáticos, hasta aquel momento inútiles, y enfocó el punto por el que habían desaparecido. Estuvo mirando un rato, y cuando los dejó se rascó la calva.

—Esto pasa de castaño oscuro —comentó—. Ahora se ocultan de tal forma que ni un lince podría advertir su presencia.

—¿Quiénes podrán ser, para que tengan tanto interés en pasar inadvertidos? —pregunté, aunque no esperaba respuesta.

Lorca sacó un cigarro y lo encendió. Tardó en contestarme:

—No se ocultan ellos, sino lo que llevan. ¿Te has fijado en los camellos?

—Se caen de peso —dije—. Me parece que los han cargado más de la cuenta. Las huellas son demasiado profundas.

—¡Chico listo! Vas aprendiendo —me respondió, con una sonrisa—. En los pocos minutos que hemos podido verlos, dos o tres se han dejado caer al suelo; eso quiere decir que no nos equivocamos: la carga es excesiva.

—¿Y qué? —interrogué, interesado.

Lorca pareció meditar la respuesta. No dijo más que una palabra:

—Contrabando.

Aquello me desilusionó. El contrabando es un delito que va contra el Estado, pero nunca he juzgado a los contrabandistas como gente peligrosa, y el hecho de seguir por el desierto las huellas de una caravana que tal vez fuera cargada de tabaco rubio o medias de cristal le quitaba todo interés a la aventura.

Descendimos de la duna y preparamos un ligero desayuno a base de galletas y carne en conserva. Lorca tuvo que tomarse el café frío, renegando, pues no eran más que los restos de la noche anterior. No se atrevió a encender una hoguera para evitar que los caravaneros advirtiesen nuestra presencia.

Habíamos terminado de desayunar y nos disponíamos a dormir un rato cuando Mulai surgió de improviso a nuestro lado. Venía fatigado, con la lengua fuera, y parecía haber corrido un gran trecho. Se dejó caer al suelo, sentado, y tomó aliento antes de hablar.

—Armas, Manolo —dijo, agitado—. Miles de fusiles y municiones: setenta camellos cargados…

Lorca se puso en pie de un salto.

—¿Armas? —repitió, incrédulo.

Mulai asintió con fuerza, y tomó aliento de nuevo antes de responder:

—Lo he visto bien claro, Manolo. Descargaron los camellos: los fusiles los llevan envueltos en lonas, para hacer menos peso; las municiones van en grandes cajas…

—¿Cómo sabes que son municiones? —preguntó Lorca.

Mulai le miró sorprendido.

—Si llevan fusiles, no llevarán piedras en las pesadas cajas; llevarán balas para esos fusiles… —respondió, con evidente lógica.

—Tienes razón. No me había dado cuenta.

Lorca quedó pensativo. Se rascó la calva, como solía hacer cuando estaba perplejo.

—¿Cuántos son? —preguntó al fin.

Mulai meditó la respuesta; se entretuvo en matar una pulga que le corría por una pierna antes de contestar:

—Tal vez veinte, tal vez más…

—¿De dónde? —insistió Lorca.

El moro se encogió de hombros.

—Muy del sur —dijo—. Más allá del Territorio.

Lorca le miró, incrédulo.

—¿De Mauritania?

—No lo sé, Manolo. Creo que de la zona francesa.

—¿Qué quieres que hagan aquí si son de la zona francesa? —le atajó Lorca, airado.

—Son franceses, Manolo; seguro que lo son —afirmó Mulai, convencido.

Lorca no respondió. Encendió un cigarro y se alejó unos pasos. Estaba hondamente preocupado. Yo lo sabía: llevaba mucho tiempo a su lado y había llegado a conocer al máximo cada una de sus expresiones. Subió a lo alto de la duna y miró largamente con los prismáticos hacia donde debía de estar el campamento de la caravana.

Mulai seguía sentado, descansando. Me miró y arqueó las cejas en un cómico gesto, como queriendo indicar que todo aquello le parecía un juego.

—¿Qué pasará si nos ven? —le pregunté.

Apuntó con la mano en forma de pistola.

—¡Pam, pam! —respondió—. Nos harán correr.

Medité las palabras del moro. No sabía si lo había dicho en broma o si hablaba convencido, pero de todas formas no me gustó. Los árabes suelen tener muy buena puntería; son, sin duda, las gentes que más uso hacen del rifle, y para muchos caravaneros es casi una prenda de su indumentaria, como lo puede ser la gumía o el turbante.

Convertirme en blanco de unos árabes traficantes de armas no me parecía en absoluto agradable.

Dejé a Mulai, que seguía buscándose pulgas, y subí junto a Lorca.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Se ve algo?

—Han puesto un centinela sobre aquella duna —me respondió—, pero me parece que está más atento al norte que hacia este lado. No le he visto mirar hacia acá más de una vez.

Me tendió los prismáticos y busqué al centinela. Sentado en la arena, con su jaique de color claro, resultaba difícil distinguirle, pero al fin le localicé y estuve un rato observándole.

Parecía muy atento al norte, como había dicho Lorca, y ni una sola vez le vi mirar hacia nosotros. Junto a él, tapado a medias por su cuerpo, asomaba la culata de un rifle; pero desde donde yo estaba no se podía precisar qué clase de arma era.

Lorca se dejó deslizar por la arena, duna abajo, hasta donde estaba Mulai. Le seguí de igual manera.

—¿Cuánto tardarías en llegar a Tantan, Mulai? —preguntó Lorca, mirando fijamente al moro.

Éste respondió con rapidez, como si tuviera meditada la respuesta desde hacía mucho rato:

—Yo solo podría llegar esta noche, o de madrugada. Mi camello corre bien y bebió agua ayer tarde.

—¿Podrías marchar ahora, sin que te viera el centinela?

—Sí, Manolo; claro que podría… Además —añadió—, si el centinela ve pasar a lo lejos a un hombre en un camello, procurará esconderse y no hará nada para que éste advierta su presencia. Yo no voy de uniforme: soy un viajero cualquiera.

Lorca pareció decidirse.

—Come algo y ponte en marcha —ordenó—. Revienta tu camello, si es preciso, pero quiero que mañana de madrugada salga un avión de reconocimiento desde Cabo Juby y un destacamento desde Tantan. Despierta hasta al mismo comandante del puesto: no importa la hora que sea…

Mulai no pareció muy contento con esto último.

—¿Y si me arrestan? —inquirió, un tanto inquieto.

—No seas tonto; si corres mucho, te darán una medalla. Habla directamente con él y dile que yo te envío.

—¿Y vosotros?

—Nosotros los seguiremos. Calcula dónde estamos ahora y el lugar donde pueden montar mañana el campamento. Sus camellos van muy cargados y no avanzan mucho…

Mulai meditó un momento.

—Estarán a media jornada del Draa —dijo.

—Que el destacamento se dirija hacia allá, entonces —continuó Lorca—. Nosotros iremos dejando señales en los puntos más altos, para que el avión y vosotros las podáis reconocer.

El moro se puso en pie.

—Está bien, Manolo —dijo—. Correré todo lo que pueda.

—Como no lo hagas así, pedazo de vago, te pasarás dos meses a la sombra —le advirtió Lorca, bromeando.

—Prefiero la medalla —aseguró el guía.

Preparamos algo de comer y aligeramos su camello de la carga, para evitarle todo peso superfluo.

Cuando hubo comido, Mulai cargó unas cuantas provisiones y una cantimplora con agua y se dispuso para la marcha.

—Los camiones son rápidos —dijo, a modo de despedida—. Tal vez mañana por la tarde nos veamos.

—Procura que así sea —respondió Lorca.

—¿Qué señales pondrás? —inquirió el moro.

—Unas cuantas piedras, un palo de la jaima y un trozo de manta.

Mulai obligó a su camello a ponerse en pie.

—Suerte, Manolo —dijo mientras se alejaba a paso rápido, tirando del camello—. Suerte, guayete —añadió.

—Date prisa —recomendó Lorca por última vez.

—Adiós, Mulai. Suerte —respondí yo.

Subimos a la duna y Lorca observó con los prismáticos al centinela, que continuaba en la misma posición, atento al norte.

Mulai se había apartado ya bastante de nosotros, pero esperaba nuestra señal. Lorca se volvió y agitó la mano, indicándole que podía seguir. El moro inició entonces una marcha rápida, llevando del ronzal al camello.

Se perdió entre las dunas, y poco después le vimos surgir a lo lejos, ya en la llanura. Bordeaba la arena y estaba fuera de la visual del centinela.

Cuando, rato después, hombre y camello sólo eran dos pequeños puntos en el horizonte, se detuvieron. Miré con los prismáticos y vi cómo Mulai obligaba a arrodillarse al camello y subía a él; después se irguieron de nuevo e iniciaron un rápido galope, levantando tras de sí una nube de polvo que, a través de los prismáticos, me pareció escandalosa, pero que en realidad era apenas visible.

El camello, a pesar de ser un animal de movimientos torpes y que no suele correr, puede sin embargo desarrollar grandes velocidades, semejantes a las de un caballo, y su resistencia supera la de éstos.

Cuando ya Mulai desapareció por completo, Lorca decidió que no podíamos hacer otra cosa que esperar; por lo que bueno sería que montásemos la jaima y nos dedicáramos a dormir unas horas cada uno, mientras el otro hacía la guardia.

Me dejó descansar primero. En realidad lo necesitaba. Nos habíamos despertado casi a medianoche, y el día anterior había sido largo y pesado: toda una jornada de desierto y camello, y en lo que iba de ésta habíamos andado ya bastante y me moría de sueño.

Me metí en la jaima, y Toby se echó a mi lado, buscando la sombra. Casi instantáneamente me quedé dormido.

Sobre las dos, Lorca me llamó. El sol brillaba con tal intensidad que por un par de minutos no pude abrir los ojos. El aire estaba caldeado, sin un soplo de viento que lo renovase.

Lorca me tendió los prismáticos.

—Vigila bien —me aconsejó—. No sólo la duna, sino todo alrededor. Llévate tu rifle; si pasa algo, dispara a asustar; pero sobre todo no te dejes sorprender.

Salí al exterior. Me puse el sombrero y cogí el rifle. Bebí un trago de agua, que estaba caliente; daba asco y la escupí.

—Ten cuidado que el cañón del rifle no brille con el sol —me advirtió Lorca—. Estos tipejos son más listos que las gacelas…

Asentí en silencio y subí a la duna. Lorca se metió en la jaima y casi inmediatamente le oí roncar.

El centinela ya no era el mismo, aunque estaba en idéntica posición. Recorrí con los prismáticos todo lo que alcanzaba a ver. Distinguí un rebaño de gacelas que dormitaban tranquilamente y me entretuve en observarlas. Lamenté que aquel jaleo nos hiciese perder una ocasión tan magnífica. Rodeándolas nos podíamos haber situado a menos de cien metros de ellas y hacer una buena cacería.

Cuando a un rebaño de gacelas se les dispara se las puede ir matando una por una sin que las demás se espanten, siempre que no vean al cazador, o que anteriormente no hayan sido ya tiroteadas y asocien la idea de disparo con la de peligro.

En una ocasión, de aquello hacía ya más de un año, habíamos matado ocho de ellas de un rebaño de diez, por ese sistema; y, mientras una a una iban cayendo muertas, sus compañeras continuaban indiferentes, contentándose con alzar las orejas y prestar atención cada vez que sonaba un tiro.

Empecé a sentir hambre y bajé a prepararme algo que comer. Por lo que pude ver, Lorca ya lo había hecho. Después de tomar unos bocados volví a mi duna.

El centinela hizo un movimiento, y el rifle que ocultaba bajo su jaique brilló al sol como un espejo, deslumbrándome y haciéndose visible en diez kilómetros a la redonda. Al fin lo advirtió y volvió a cubrirlo.

Pasaron las horas. En una ocasión el centinela se volvió y miró hacia donde yo estaba. A través de los prismáticos me pareció que me veía tan bien como yo a él; pero sabía que no era así. A poco volvió a su antigua postura.

El sol fue declinando en su camino por el horizonte, y sus rayos, cada vez más oblicuos, perdían fuerza. Comenzó a teñirse de rojo el cielo por poniente, y a simple vista se podía seguir el rápido avance por la arena de las alargadas sombras de las dunas.

Súbitamente hicieron su aparición los primeros camellos de la caravana oculta, más allá de la gran duna, y pude ver cómo el centinela se ponía en pie y dirigía una última mirada a su alrededor, para luego descender.

Uno a uno los camellos comenzaron a alejarse, y cuando no me cupo duda de que habían iniciado la jornada descendí de la duna y llamé a Lorca, agitándole violentamente.

Se despertó al instante.

—¿Qué sucede? —preguntó, alarmado.

—Se han puesto en marcha —dije—. Ya hay más de veinte en camino.

Miro el reloj.

—¿Cuánto queda de sol?

—Unos diez minutos —respondí.

Salió de la jaima y subimos a la duna. La caravana era ya una larga hilera de hombres y bestias que se dirigían al norte.

Levantamos el campamento y cargamos los camellos. Rompimos en jirones una de las mantas y dejamos los palos de la jaima a mano para poderlos utilizar en el momento oportuno.

Con las primeras sombras nos pusimos en marcha, procurando siempre bordear las dunas, y así llegamos a lo que había sido campamento de la caravana.

Tras cerciorarnos de que ya no había nadie en los alrededores, estuvimos buscando algo que nos diera una pista.

No encontramos más que una caja de cartón que había contenido dátiles, con un marbete en francés, y unas profundas huellas en la arena, como de cajas muy pesadas.

Perdimos allí más de diez minutos, y cuando nos convencimos de que no hallaríamos nada de interés reanudamos la marcha en pos de la caravana.

Como la noche anterior, las huellas eran profundas y quedaban muy claras y visibles, por lo que las seguimos andando lentamente, y de vez en cuando nos deteníamos para hacer tiempo, ya que íbamos más aprisa que la caravana y no queríamos tener una sorpresa desagradable con cualquier camellero retrasado.

Un par de horas después la luna brilló; aunque su luz era escasa, nos facilitaba mucho la tarea. En un par de ocasiones escuchamos los bramidos de un camello enfurecido, y eso nos dio idea de la distancia que nos separaba de los perseguidos.

Comenzó a soplar el viento de todas las noches, que como venía del sur nos perjudicaba, ya que nos impedía oír con claridad, y en cambio llevaba hasta la caravana los ruidos que pudiéramos hacer.

Lorca se puso a mi altura y en voz muy baja me preguntó:

—¿Tienes miedo?

—Un poco —respondí.

—Es natural —me animó—. Te estás portando muy bien.

—Lo que siento es lo de los jabalíes —dije—. Me parece que estos líos nos van a estropear la caza.

—Otra vez será. No se van de ahí…

—¿Cree que corremos peligro? —pregunté.

—No lo sé, muchacho; no lo sé. Tu tío me va a armar un buen jaleo por meterte en este asunto.

—Usted no tiene la culpa. Las cosas han salido así —repuse.

—De todas formas, no debiera haberlo hecho —insistió.

—Lo que no se debe hacer es lo que verdaderamente vale la pena —dije.

Me miró, sorprendido. Tardó un rato en volver a hablar. Cuando lo hizo parecía un niño con un juguete.

—Es emocionante, ¿verdad? —preguntó.

—Lo más maravilloso de mi vida —respondí, entusiasmado.

Y era cierto…

Anduvimos dos o tres horas en silencio, atentos únicamente a las huellas en la arena.

Lorca rabiaba por fumar, y en un par de ocasiones nos detuvimos al abrigo de una duna y apuró rápidamente un pitillo, procurando siempre ocultar la lumbre, porque en la monótona llanura sin accidentes el más pequeño punto luminoso destaca en la oscuridad de la noche.

No habíamos encontrado hasta aquel momento ningún lugar apropiado para dejar señales, y forzamos la vista tratando de hallar algún montículo destacado o una duna más elevada que las otras; pero no nos preocupamos demasiado, porque las huellas que dejaba la caravana eran muy visibles, y únicamente en el improbable caso de que soplase el siroco se podrían borrar en un solo día.

Hacia las dos de la madrugada, cuando más confiados íbamos, oímos voces y rumor de gente que se agitaba de un lado a otro, y nos detuvimos de repente.

La caravana había hecho un alto, y apenas quinientos metros nos separaban de ella.

Me puse a la altura de Lorca, que iba delante.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Se encogió de hombros y me hizo señas de que callara. Permanecimos un rato escuchando atentamente, y al fin hicimos arrodillar a los camellos y nos dispusimos a aguardar.

Los camellos se inquietaron y Toby agitó el rabo y dio vueltas a nuestro alrededor.

—El perro ha olido algo —advertí.

—Los camellos también —afirmó Lorca. Permaneció unos segundos silencioso y añadió—: Únicamente hay una cosa que un camello huela tan bien como un perro.

—¿Agua? —aventuré.

Afirmó en silencio, con la cabeza.

—Creía que estábamos lejos de la ruta de los pozos —dije.

—Y lo estamos —respondió, preocupado—. La ruta principal pasa por Betana, y la otra por Meseied. Estamos a mitad de camino de ambos sitios.

—¿Entonces?

Se encogió de hombros.

—No conozco esta zona —confesó—. Puede que haya algún pozo fuera de ruta.

Un camello enfurecido comenzó a chillar a lo lejos, y escuchamos cómo se formaba una algarabía de voces y llamadas mientras otros camellos hicieron coro a su compañero. Pese a la distancia que nos separaba, pudimos darnos cuenta de que algo anormal ocurría en el campamento de los caravaneros.

Los gritos fueron en aumento. Se percibían claramente los reniegos de los camelleros y las órdenes dadas en árabe, y a poco se encendió una hoguera. Desde donde nos encontrábamos pudimos ver cómo camellos y hombres corrían de un lado a otro.

Todo cesó tan bruscamente como había empezado, y echaron tierra a la hoguera, apagándola. Pudimos entonces oír cómo la caravana se ponía en marcha de nuevo y se alejaba hacia el norte: siempre hacia el norte.

Dejamos transcurrir poco más de diez minutos; luego nos levantamos y nos dirigimos al lugar donde la caravana se había detenido.

Hasta que estuvimos casi dentro no pudimos distinguir una pequeña gueleita[5], revuelta y fangosa, que los camellos aprovecharon a toda prisa, y bebieron largamente, con esa inacabable ansia que los acosa al probar el agua.

Mientras los camellos y el perro bebían nos dedicamos a inspeccionar los alrededores, y en un lugar donde se notaba claramente que un camello había soltado su carga, con seguridad enfurecido, notamos la arena revuelta, como si hubieran escarbado, y al hacerlo nosotros también dimos con unos trozos de madera que desenterramos.

A la escasa luz de la luna pudimos darnos cuenta de que se trataba de una caja de municiones, destrozada y a medio quemar. Algunos trozos aún estaban calientes, y donde no había llegado el fuego se podían distinguir una gruesas letras negras grabadas profundamente.

Lorca estuvo examinando largo rato los pedazos de tabla.

—Debió de derribarla el camello y se destrozó —dijo—. Al parecer tienen prisa, porque no se han entretenido en quemarla del todo, conformándose con enterrarla…

—¿Y las municiones? —pregunté, interesado.

—Las habrán recogido; busca bien, por si se ha quedado alguna entre la arena.

Me agaché y comencé a tantear el suelo por los alrededores. Posiblemente encontraría alguna bala, ya que no se habrían dedicado a contarlas. Lorca me ayudó, y durante largo rato estuvimos revolviendo la arena, casi a oscuras.

De repente exclamó, alborozado:

—¡Aquí hay algo!

Lo alzó para que le diera de lleno la escasa luz, y pude ver una larga bala, extraña y reluciente.

—Es muy grande —comenté.

Lorca le dio vueltas entre los dedos.

—Parece de ametralladora: es muy rara —dijo a poco.

—Encienda la linterna —pedí—. Yo le cubro.

Con muchas precauciones para que no hiciera reflejo, la encendió y examinamos la bala.

De nuevo a oscuras, Lorca se rascó la cabeza, pensativo. La inspección de nuestro hallazgo no nos había servido de gran cosa.

—Éstas no son balas francesas —comentó al fin—. Ni españolas, ni francesas, ni inglesas, ni nada que yo recuerde —añadió.

—A lo mejor en la caja pone algo y nos lo aclara —observé.

Encendimos de nuevo la linterna e inspeccionamos los restos de madera.

Lorca silbó por lo bajo, admirativamente.

—Esto viene de Checoslovaquia —dijo—. Bien lejos ha ido a parar…

Apagó la linterna y permanecimos en silencio.

Encendió un cigarro y escondió la lumbre rápidamente; le dio largas chupadas. Estaba preocupado.

—No me gusta nada esto —dijo al fin—. Cada vez menos…

—¿Qué importancia tiene que las balas sean de un lugar o de otro? —pregunté.

Pareció meditar la respuesta. Aun a la escasa luz, podía distinguir su rostro preocupado.

—Si fuesen belgas, francesas e incluso suecas, no pasaría de ser un simple contrabando. Pero conseguidas en Checoslovaquia y en esta cantidad, quiere decir que se trata de algo muy bien organizado.

—¿Adónde cree que llevan las armas?

—¡Cualquiera sabe! —respondió, malhumorado—. Puede que a Marruecos; quizás a Argelia…

—Sí que han escogido un camino largo —comenté.

—Sus razones tendrán —replicó—. No es fácil hacer entrar esa cantidad de armas en un país. Es la carga de un barco…

—Si no nos damos prisa, se nos van a escapar —advertí—. Nos llevan casi una hora de ventaja.

Se puso en pie y, recogiendo los trozos de madera, se acercó a los camellos.

—¡Vamos! —dijo.

Envolvió las maderas en un trozo de manta y las cargó; después nos pusimos en marcha rápidamente, siguiendo las huellas de la caravana, bien definidas en la arena.

Al amanecer se repitió el juego del día anterior: la caravana se escondió entre unas dunas, y nosotros, que ya le habíamos dado alcance, lo hicimos a tres o cuatro kilómetros de distancia.

Habíamos plantado una de las señales convenidas en una alta duna junto a la que cruzamos un par de horas antes, y nos dispusimos a esperar.

Montamos la jaima y me eché a dormir. Lorca hizo la primera guardia, procurando no perder de vista a los centinelas de la caravana.

Éstos eran ya tres, en lugar de uno como el día anterior, lo que nos hizo pensar que temían algo, o que la proximidad de la frontera, que no podía estar muy lejos, los hacía ser precavidos.

Me pareció que acababa de cerrar los ojos cuando Lorca me llamó, haciéndome salir; estaba muy agitado, y me señaló un punto lejano, al sur.

Un avión volaba a poca altura, describiendo amplios círculos, y poco a poco se fue aproximando hacia donde nos encontrábamos. No pudimos contenernos y saltamos de alegría. Mulai había cumplido bien su cometido. Era apenas mediodía y ya el avión estaba allí; eso quería decir que por lo menos hacía tres o cuatro horas que el destacamento había salido de Tantan.

Observamos a los centinelas de la caravana. Habían advertido la presencia del avión y dos de ellos desaparecieron, mientras el tercero continuaba vigilando atentamente.

Pronto vimos cómo los camellos, conducidos por moros agitados y presurosos, se desperdigaban entre las dunas, buscando sin duda pasar inadvertidos aisladamente, sin formar un gran campamento, visible desde el aire.

Lorca rió por lo bajo, regocijado.

—¡El miedo que estarán pasando! —comentó.

—Me gustaría ver cómo desmontan las jaimas a toda prisa… Se les deben de ir cayendo los calzones —dije a mi vez.

El avión se fue aproximando, y descendimos de la duna desde la que observábamos.

Protegidos de la vista de los caravaneros, desplegamos entre los dos una manta oscura y corrimos con ella por el corto espacio que teníamos, haciéndola destacar contra la blancura amarillenta de la arena.

El avión, un viejo Junker pesado y rugiente, descendió aún más y viró sobre una de sus alas; después describió un círculo completo por encima del campo de dunas en que nos encontrábamos y, pasando otra vez muy bajo, el piloto nos saludó con la mano. Luego se alejó hacia el sur, para perderse en la distancia.

Ascendimos de nuevo a nuestro observatorio y pudimos ver cómo la caravana se reunía de nuevo. Apenas media hora más tarde se puso en marcha, continuando su camino hacia el norte.

Lorca murmuró:

—¡Maldita sea! Se han asustado y están dispuestos a arriesgarse. Ya se saben descubiertos y quieren llegar a la frontera cuanto antes.

—¿A qué distancia está el río? —pregunté.

—¡Yo qué sé! —respondió, malhumorado—. Esto de andar a oscuras me ha despistado; pero creo que a buen paso pueden llegar esta misma noche.

—Los camellos van muy cargados —dije—. No han tenido tiempo de aligerarles el peso.

Un brusco pensamiento pareció asaltarle.

—¡Rayos! —exclamó, y rápidamente enfocó los prismáticos hacia la caravana que se alejaba.

Cuando me miró estaba radiante. Me tendió los prismáticos.

—Mira eso —dijo—. ¿Qué notas en los camellos?

Presté atención. Cuando levanté la cabeza había comprendido.

—No van ni la mitad de cargados —respondí.

Asintió con la cabeza, y, con acento triunfal, razonó:

—Eso quiere decir que…

—… Han escondido parte del cargamento para ir más aprisa —terminé yo la frase, en el mismo tono.

—Y por tanto lo han escondido exactamente aquí, donde han acampado.

Asentí en silencio.

—¡Vamos, pues! —dijo, y nos apresuramos a desmontar la jaima y cargar los bultos en los camellos.

Echamos un último vistazo a la caravana antes de partir. Se había alejado rápidamente y no corríamos peligro.

Nos internamos por entre el laberinto de dunas, aproximándonos al lugar en que habían montado el campamento. Ya bastante cerca, Lorca se detuvo.

—Espera aquí —dijo—. Puede que hayan dejado a alguien de guardia.

Aquello no me gustó.

—Quiero ir —protesté.

—No. Te estás portando muy bien; pero no eres más que un muchacho… Ya te he metido en bastante jaleo. Espérame aquí —ordenó.

Yo conocía bien a Lorca y sabía cuándo era inútil insistir. Arrugué el ceño, sin responder. Me miró.

—Súbete a esa duna y ten el rifle listo para protegerme si es necesario. Si te ves apurado, dispara sin miedo; pero procura no hacerlo a matar. ¿Entendido?

—De acuerdo.

—Ten los camellos listos por si tenemos que salir de estampida —me aconsejó—. Me llevo a Toby, por si acaso.

Se aseguró de que el rifle estaba cargado y se alejó entre las dunas. Comprobé el mío y me instalé donde me había indicado. Era un buen observatorio, y tenía ante mí las dunas tras las que se habían ocultado los caravaneros.

Pasaron cinco o diez minutos increíblemente largos. Comenzaba a impacientarme cuando sonó un disparo. El corazón me dio un vuelco, y agucé la vista aferrando con fuerza el rifle. Tenía miedo; las manos me temblaban, y di gracias a Dios de no estar de pie, porque creo que se me habrían doblado las piernas y hubiera caído al suelo.

Sonó otro disparo, y distinguí el rifle de Lorca, que tiraba mucho más cerca, un poco a mi izquierda. Un moro asomó tras una duna y le vi trepar por ella.

Yo no había imaginado, ni por un momento, que tuviera que disparar, pero pronto me asaltó la realidad: pensé que podían matar a Lorca, y decidiéndome me eché el rifle a la cara.

El moro estaba llegando a lo alto de la duna, arrastrándose lentamente, y llevaba en la mano un fusil corto y pesado.

Calculé la distancia. Habría unos setenta y cinco metros, y el tiro no era nada fácil. Apunté cuidadosamente a las piernas, y rogué a Dios para que no tuviese la desgracia de matarle.

Las manos me seguían temblando, y afirmé el fusil en la arena. El moro estaba ya en lo alto de la duna y asomaba la cabeza con cuidado, tratando de atisbar más allá, hacia donde estaba Lorca.

Puse mis cinco sentidos en apuntar, y cuando estuve seguro disparé.

El moro tiró a un lado el fusil y se llevó una mano al pie izquierdo. Miró hacia donde yo estaba y, dando un salto, se lanzó de cabeza al otro lado de la duna. Unos segundos después apareció más lejos, al galope sobre un camello. Se dirigió hacia la caravana; de ésta se habían destacado otros dos jinetes, que le salieron al encuentro.

Los observé mientras se detuvieron los tres unos segundos; después volvieron grupas y se unieron a la larga hilera de camellos.

La caravana entera aceleró la marcha y rápidamente se alejó, levantando tras de sí una nube de arena.

Lorca me llamó desde la duna donde había estado el moro.

—¡Trae los camellos! —gritó—. Aquí ya no hay nadie.

Hice lo que me pedía y al poco me reuní con él. Estábamos en una amplia explanada entre las dunas, en la que se advertía claramente la estancia de los caravaneros: aquí y allá había trozos de madera y hasta alguna lata de conserva.

Lorca me felicitó cuando llegué a su lado.

—¡Buen disparo! —dijo, y me señaló el rastro de sangre sobre la arena—. Ése tiene cojera para un mes.

Sentí una violenta contracción en el estómago: una cosa es cazar gacelas y jabalíes, y otra muy distinta dispararle a un ser humano.

Lorca se percató de ello.

—No estés tan amarillo —me consoló—. Al fin y al cabo no le has matado; ha sido un simple rasguño, seguramente…

Comenzamos a buscar a nuestro alrededor, intentando dar con el lugar en que habían escondido el exceso de carga, si es que teníamos razón en nuestras suposiciones.

Lorca, que había subido a una duna para hacerse mejor cargo de la situación, me llamó.

—Mira —dijo, indicando unos trozos de madera desparramados por el suelo—. ¿Qué te parece esto?

—Restos de caja, como los que encontramos anoche —respondí.

—¡No, hombre, no! —Se impacientó—. ¿No ves cómo están colocados? ¡Fíjate bien!

Hice lo que me pedía.

—Parece como si formaran ángulo —contesté al rato.

—¡Exacto! ¡Chico listo! —dijo—. ¿Te das cuenta del truco? Aunque la arena avance, siempre quedará visible algún trozo de madera, y en cuanto tengas dos sabrás hacia dónde apunta el ángulo.

—Hacia aquella duna pequeña —respondí.

Lorca se dejó resbalar por la arena y se dirigió a ella.

—Esta duna es muy rara —dijo—. Se ha formado al abrigo del viento, detrás de una grande. Me juego la cabeza que es más artificial que el tabaco que fumo…

Ya en la duna nos decidimos a escarbar con las manos. A poco tropezamos con algo duro: era una caja de madera, pesada y no muy grande. La sacamos, y Lorca la abrió con una de las escarpias que utilizábamos para sujetar la jaima en el suelo. Estaba repleta de municiones idénticas a las que habíamos encontrado, y se alineaban una junto a otra, relucientes, formando largas hileras.

Continuamos escarbando; aparecieron muchas cajas de iguales medidas y características.

Lorca se detuvo.

—Han dejado las municiones, que es lo menos importante —dijo—. Daría cualquier cosa por ver uno de esos fusiles…

Cogí un puñado de balas de la caja y me las eché al bolsillo: eran un bonito recuerdo. Lorca hizo otro tanto y volvimos a enterrar la caja junto a las otras.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté.

—Tendremos que seguirlos —respondió Lorca—. No podemos regresar ahora y perdernos lo mejor.

Me dispuse a subir al camello.

—Lo malo es que ya saben que vamos detrás —comentó.

—Por eso corren —dije—. Mientras ellos tengan más miedo que nosotros, todo irá bien… Lo malo es que resulta difícil…

—Probemos —respondió, sonriendo, y subió al camello.

No pusimos en marcha.

Siempre hacia el norte, buscando la frontera y el río Draa.

Tuvimos que galopar largamente hasta que conseguimos dar alcance de nuevo a la caravana. Habíamos perdido mucho tiempo en desenterrar las municiones, y la caravana ya no marchaba a paso tranquilo, sino que se alejaba rápidamente, buscando la seguridad de la frontera.

Muy perdidos se veían, o mucho miedo debían de tener, para arriesgarse de aquel modo por la zona que sabían más vigilada. Me pregunté qué sucedería si tropezaban con una de las patrullas de vigilancia.

Al coronar un grupo de altas dunas los vimos, y no tratamos ya de disimular nuestra presencia.

Seguimos tras ellos y nos internamos en una región pedregosa, sembrada de matojos de poca altura, que se extendía a todo lo que alcanzaba la vista.

La caravana marchaba a unos tres kilómetros delante nuestro, y decidimos dar un descanso a los camellos, por lo que continuamos a pie, llevándolos del ronzal.

No era nada agradable andar aprisa por entre aquellos pedruscos y matojos espinosos, pero estábamos ya acostumbrados y era preferible tener los camellos a punto para un caso de necesidad.

Llevaríamos una media hora internados en aquella zona cuando Toby, irguiendo las orejas, dio muestras de nerviosismo y echó a correr, adelantándose a nosotros. Se detuvo doscientos metros más allá y ladró furiosamente hacia unos arbustos.

Lorca me hizo señas de que me detuviera y llamó al perro; pero éste no le hizo caso y siguió ladrando. Bruscamente Toby echó a correr y vino hacia nosotros. Sonó un disparo, y vimos la nube de polvo que la bala levantaba a pocos centímetros de sus patas traseras.

Rápidamente nos echamos al suelo e hicimos arrodillar a los camellos. Me refugié tras una roca, y Lorca corrió hacia un desnivel que le serviría de parapeto.

No había recorrido tres metros cuando se oyó un nuevo disparo, y la bala le pasó silbando sobre la cabeza. Se echó al suelo y fue arrastrándose hasta el lugar que había elegido.

Desde allí podíamos vernos perfectamente: nos separaban unos diez metros. Me miró, mientras se limpiaba la cara llena de arena.

—Parece que eso va en serio —dijo.

Asentí en silencio. Empezaba a estar asustado.

Cargó el rifle y asomó la cabeza, intentando localizar a los que nos atacaban. Una nueva bala pasó muy alta y silbó largamente antes de perderse a nuestras espaldas.

Se agachó y me miró, preocupado.

—Por lo menos son dos o tres —comentó—. Menos mal que tienen mala puntería…

—No se fíe —advertí—. Parece que tiran a dar.

Se arrastró unos metros más allá, se asomó rápidamente y disparó. Pudimos oír el choque de la bala contra un arbusto y el chasquido de éste al romperse.

Durante unos segundos no se oyó el más mínimo ruido. El tiempo pasaba despacio, y comenzaba a impacientarme. Asomé la cabeza: la curiosidad había vencido al temor.

Tuve tiempo de ver cómo un moro apuntaba, y me escondí. La bala pasó un par de metros más allá y se clavó en el suelo. Volví a mirar: el moro se había ocultado tras el arbusto.

Con cuidado saqué el rifle por la derecha de la roca y, sin asomar la cabeza, fui calculando de memoria la posición del arbusto. Cuando creí tenerlo enfilado apoyé la culata en una piedra y disparé.

El rifle se encabritó y no pude saber si el tiro había sido certero.

Lorca miró hacia mí y me recomendó que tuviese cuidado. Después se irguió y, llevándose el fusil a la cara, hizo tres disparos.

Se oyó una maldición, seguida por voces que hablaban rápidamente. Me asomé y pude ver a un moro que corría agachado a refugiarse tras unos matojos, un poco a mi derecha. Se detuvo un instante y de nuevo echó a correr. Me di cuenta de cuál era su intención.

—Quieren rodearnos —advertí a Lorca.

Asintió con la cabeza.

—Tira sin contemplaciones —ordenó—. Esto ya no es un juego. Cázale, o nos cazarán a nosotros.

Pareció como si una mano me oprimiera el pecho. Estaba angustiado, y pensé que no me sentiría capaz de disparar otra vez a un ser humano.

Lorca disparó, y, apenas se hubo agachado, una bala rebotó frente a él, a menos de medio metro de su cabeza.

Vi al moro que corría hacia mi derecha y se escondía de nuevo rápidamente. En la mano llevaba uno de aquellos rifles que ya me habían llamado la atención. El espacio que tenía que recorrer ahora quedaba al descubierto, y pensé que si no le detenía entonces se refugiaría en un pequeño desnivel, ya casi a nuestras espaldas, y nos tendría completamente a tiro.

Lorca se había dado cuenta del peligro.

—No dejes mover a ése —apremió—. ¡Dispara!

Me eché el rifle a la cara y apunté cuatro metros por delante de donde debía aparecer el moro; procurando serenarme, esperé a que se decidiera a salir.

Lo hizo a poco, y dio un salto hacia el frente, echando a correr todo lo aprisa que le permitían sus piernas.

Disparé y el moro dio un traspié; gritó y cayó de bruces, quedando tendido en la arena, retorciéndose de dolor y llevándose la mano al trasero, donde se estaba formando una gran mancha de sangre.

Su rifle había saltado por los aires y caído un par de metros más allá.

Cesó en sus quejas y trató de arrastrarse hacia el fusil, intentando recuperarlo. Disparé entre medio de los dos y retrocedió rápido. Lorca me gritó que le dejase, a no ser que volviese por el fusil. El moro desapareció entre los arbustos.

Lorca mantenía a raya al que había intentado rodearnos por la izquierda, inmovilizándole tras unas piedras, de tal modo que ni asomar la cabeza podía.

El tercero no daba señales de vida, y me arriesgué a mirar. Le vi alejarse cargado con su compañero herido, y disparé sobre su cabeza, lo que le hizo apretar el paso.

Se perdieron entre los matojos y a poco distinguí dos camellos que se ponían en pie, uno de ellos con el moro boca abajo a sus espaldas, y huyeron definitivamente.

Había quedado, pues, uno solo, agazapado tras las piedras.

Lorca me hizo señas de que me aproximase, y de una pequeña carrera me puse a su lado.

—Dispárale una vez a la derecha y otra a la izquierda —dijo en voz baja—. No le dejes asomar. Voy a sorprenderle por la espalda.

Se alejó muy despacio. Durante un largo rato hice lo que me había ordenado, disparando ininterrumpidamente, y el moro no se movió de donde estaba.

Lorca gritó, y el árabe se puso en pie de un salto, timando lejos el rifle y alzando los brazos.

Nos acercamos. Era uno de tantos indígenas saharauis, sucio y maloliente: un clásico caravanero delimi.

Lorca le hizo desnudar para cerciorarse de que no llevaba arma alguna entre sus ropas; después recogió el rifle y la cartuchera.

—¿Quién eres? —preguntó, con cara de pocos amigos.

El caravanero tragó saliva y no respondió.

—¿Por qué has querido matarme? —preguntó Lorca, aferrándole por un brazo.

—¡Yo no quería matarte, zahbi[6]! ¡No queríamos matarte! —protestó, escandalizado.

—¿Ah, no? ¿Qué era esto, pues? ¿Un saludo? —Lorca se aproximó tanto al indígena que éste tuvo que dar un paso atrás.

—Sólo pretendíamos asustaros y que no nos siguieseis. De verdad… Eso es lo que nos ordenaron.

—¿Quién os lo ordenó? —La pregunta de Lorca fue muy rápida.

El árabe no contestó. Lorca hizo ademán de levantar la mano, e inmediatamente nos dijo:

—Fue el caíd que llevaba la caravana, zahbi. Es de la zona francesa; un caíd muy poderoso: Abdel-lah ben Ai-nin

—¿De dónde venís? —inquirió Lorca.

—De Ksar Terchan, cerca de Atar; pero las armas las traen de muy lejos…

—¿Es la primera vez?

—No, zahbi; hemos hecho ya otros cuatro viajes.

—¡Diablos! —exclamó Lorca, impresionado; cuatro caravanas de setenta camellos son muchas armas.

El moro quiso protegerse un poco y aclaró:

—Ésta es la primera vez que pasamos por el Territorio español; siempre vamos por el otro lado.

—¿Quién recoge las armas?

—Camiones, grandes camiones que van al norte, en la zona francesa. Allí nos pagan y regresamos…

—¿Qué más sabes? —insistió Lorca.

—Yo soy un caravanero, zahbi: sé poco… El jefe es el caíd, y tiene mucho dinero; pero alguien manda más que él, que sólo lleva las armas de Atar al Draa. No puedo decir más, zahbi… Verdad.

Lorca buscó un papel y un lápiz entre los enseres que transportaban los camellos. Acostumbraba llevar siempre un cuaderno a mano, e iba apuntando en él cuanto veía de curioso o extraño. Regresó con ambas cosas.

—No podemos llevarte con nosotros —dijo al moro—; pero tendrás que presentarte por las buenas, si no quieres que sea peor para ti. Dime quién eres y a qué tribu perteneces, y no me mientas, porque lo sabré enseguida.

El indígena recitó rápidamente:

—Soy Brahim Salem ben Mohammed, de los Ahl Taleb Tahar de los Ulad El Hach ben Demuis.

Lorca apuntó el nombre, y tuvo que hacerle repetir varias veces la familia y la tribu. Cuando hubo acabado dijo:

—Veinte kilómetros al norte te dejaremos el camello. Cuando lo recojas, dirígete a Tantan y preséntate allí.

El moro afirmó con la cabeza. Luego pidió humildemente que le dejásemos comer y beber.

Recogimos su rifle y el que el herido había dejado abandonado y le acompañamos hasta su camello, del que descargó parte de sus provisiones. Luego Lorca y yo nos alejamos con los tres camellos, dejándole sentado en el suelo, comiendo.

Cuando nos hubimos apartado doscientos metros me acerqué a Lorca.

—¿Cree que hará lo que le ha ordenado? —pregunté.

—No —respondió, convencido—. Pero abandonará rápidamente el Territorio, y es un bandido menos que tendremos aquí.

Volví la cabeza y miré al moro. Seguía en la misma posición en que le habíamos dejado, al parecer indiferente a todo.

Lorca miraba y remiraba el fusil que había quitado al moro. Lo cargó y, apuntando a una piedra lejana, disparó. La piedra saltó por los aires.

—Si esos imbéciles hubieran sabido emplearlos, no habríamos podido dar un paso —comentó.

—¿Será cierto lo de las cuatro caravanas? —interrogué, curioso.

Lorca se mostró preocupado.

—Me temo que sí… Ése no se atrevía a mentir.

—¿Para qué querrán tantas armas?

—Para lo que quiera que sea, no me gusta —respondió—. Si van a Argelia, no tenemos por qué preocuparnos; pero si se quedan por aquí o las llevan a Marruecos, tendremos problemas. Esto es muy grave.

—¿Cree que el destacamento llegará a tiempo? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo—. Éstos se están dando mucha prisa. Probablemente esta misma noche llegarán al río.

Miré al cielo: comenzaba a oscurecer, y el sol hacía ya rato que se había ocultado. Resultaba imposible que dieran con ellos de noche, y una vez cruzado el río todo sería inútil.

Si Lorca no se equivocaba y llegaban aquella noche, no habría nada que hacer.

—Es una lástima, ¿verdad? —comenté.

Lorca sonrió tristemente.

—Sí —respondió—. Una verdadera lástima.

—Hemos de darnos prisa si no queremos perderlos del todo —dije.

—Es cierto —respondió, distraído—. ¡Vamos!

Emprendimos un rápido galope, tratando de aprovechar la escasa luz que quedaba.

La noche también corría hacia nosotros, porque en el desierto los crepúsculos son cortos y pronto la oscuridad lo invade todo.

A nuestra izquierda, viniendo del oeste, muy lejos aún, brillaron dos focos.

Marchábamos a paso rápido siguiendo a la caravana, que nos llevaba más de veinte minutos de ventaja, y Lorca, que fue el primero en advertir las luces, se detuvo.

En la distancia podían confundirse con dos estrellas que naciesen en el horizonte; pero a poco, tras aquel par de focos, aparecieron otros dos, y los vimos avanzar rápidamente, desvaneciéndose hacia el sur a nuestras espaldas.

Pronto estuvimos seguros de que se trataba del destacamento que enviaban desde Tantan, y que venía en nuestra ayuda, tras la caravana. Lorca maldijo por lo bajo, según su costumbre.

—Esos idiotas se van hacia el sur, mientras la caravana ya ha pasado —comentó.

Me senté en el suelo. Estaba rendido, y creo que deseaba que todo aquello terminase de una vez, y no me hubiera importado que la caravana y las armas se fueran al diablo. Llevábamos más de seis horas de marcha ininterrumpida aquella noche; primero a galope en los camellos, y después a pie, a paso rápido, tropezando con las piedras y matojos, pese a que la luna ya estaba en su cuarto creciente y permitía distinguir con bastante claridad cuanto nos rodeaba.

Pasaron cinco largos minutos, y cuando a Lorca no le cupo duda de que los camiones se desviaban demasiado, alejándose de nosotros, encendió la linterna y, subiéndose a una duna, comenzó a hacerles señales. La linterna era de poca potencia; me pareció que no conseguiría nada, y así se lo dije.

—Busca matojos secos y súbelos —replicó desde la duna—. Vamos a hacer una hoguera.

Me puse trabajosamente en pie e hice lo que me pedía. Los camiones se alejaban y era necesario avisarlos.

Lorca descendió de la duna y entre los dos amontonamos suficientes arbustos para encender la fogata. Les prendimos fuego rápidamente, y pronto la hoguera alcanzó gran altura y se hizo claramente visible desde muchos kilómetros a la redonda, en la llanura.

Los camiones parecieron ser los únicos que no advirtieron nuestra presencia.

Lorca maldecía a voz en cuello. Cogió el rifle y disparó al aire, en rápida sucesión, hasta que agotó la recámara.

—¡Maldita sea! —exclamó—. Esto hará correr más aún a los caravaneros, y esos imbéciles sin enterarse.

En parte tenía razón. Los fugitivos habrían escuchado los disparos, y eso los prevendría, haciéndoles apretar aún más el paso. Pero finalmente los de los camiones nos habían oído, y los focos parpadearon cuatro o cinco veces, en muda señal de comprensión.

Rápidamente se fueron aproximando, hasta que el rugir de los motores rompió el silencio de la gran llanura dormida. La hoguera se consumía rápida, pero aún bastaba para indicarles la ruta, y dejamos de alimentarla.

—Descarga el camello y amárralo —ordenó Lorca—. Seguiremos en los camiones.

Me apresuré a obedecerle, y en un instante dejé al camello libre de carga y le trabé las patas para que no pudiera alejarse mucho.

Dejamos allí todos los bultos y cargamos únicamente con los rifles y las cantimploras.

Yo cogí los dos rifles, el mío y el que habíamos quitado al moro herido, y Lorca se dio cuenta de lo que hacía.

—¿Cuántas balas cogiste? —preguntó.

—Diez o doce.

—Yo tengo menos. —Echose la mano al bolsillo y, tendiéndome las suyas, añadió—: Toma: úsalas tú.

Le di las gracias y las guardé, después de cargar el rifle a tope.

—Procura no disparar si no es imprescindible —me advirtió.

—¿Quiere que deje el rifle? —pregunté—. Ya están ahí los soldados y no hago falta.

—Llévalo. Nadie sabe lo que puede pasar.

Los camiones estaban ya muy cerca, y distinguíamos perfectamente las cabezas de los soldados asomando en la trasera. Venían dando tumbos y saltos, tratando sin demasiado éxito de esquivar los baches y las dunas.

Frenaron junto a nosotros, y un capitán saltó a tierra. Saludó a Lorca y le pidió nuevas de la caravana.

—Deben de llevarnos media hora de ventaja —respondió éste—. Con los camiones tal vez podamos darles alcance antes de llegar al río.

Mulai se había aproximado. Se alegró mucho de vernos y me revolvió el pelo afectuosamente.

—¿Cuánto hay hasta el río, Mulai? —preguntó el capitán.

El moro hizo el leve cálculo mental:

—Cuatro horas de camello.

—¿Crees que podremos alcanzarlos? —preguntó Lorca a su vez.

—Con esa ventaja no lo sé, Manolo. Pronto vienen las dunas, y si se meten en ellas, los camiones de poco nos sirven.

—Hay que intentarlo —dijo Lorca—. ¿Qué tropas traes? —preguntó, dirigiéndose al capitán.

—Policía en su mayor parte. Fue lo primero que encontramos. Hay también algunos europeos de infantería.

—¡Vamos, pues!

Subimos a los camiones. El capitán mandó al chófer a la trasera y quiso conducir él. Nos sentamos a su lado. Estábamos rendidos y nos merecíamos aquella pequeña consideración.

Mulai no subió y echó a correr delante del primer camión, siguiendo las huellas.

La capacidad de correr de Mulai era inagotable, y, según él mismo dijo, después de todo el día en camión necesitaba desentumecer las piernas.

Durante un rato le vi corriendo, agitando los brazos de vez en cuando para indicar el camino. Poco a poco la fatiga hizo su aparición, y los saltos y el rugido del motor no bastaron para mantenerme despierto: apoyado a medias en Lorca, con el rifle entre las piernas, me quedé dormido.

Lorca me sacudió y abrí los ojos. Habíamos parado y los soldados estaban en tierra. No sabía cuánto tiempo había dormido, qué hora era, ni qué sucedía.

—¡Vamos, despierta! —apremió Lorca—. Esto se complica.

—¿Qué pasa? —pregunté, aún aturdido; pero ya se había alejado hacia donde le esperaban el capitán y Mulai.

Salté del camión y me aproximé a ellos. Poco a poco me fui despejando. Nos encontrábamos ante un enorme campo de dunas, y los soldados estaban preparando sus armas, mientras daban cortos paseos estirando las piernas.

Cuando llegué junto a Lorca oí que comentaba:

—Si se hacen fuertes, podemos perder muchos hombres. Son tantos o más que nosotros y van muy bien armados.

—No se detendrán, Manolo —argumentó Mulai—. Seguirán entre las dunas hasta llegar al río.

—Pero junto al río no hay dunas —opuso Lorca.

—Cerca, Manolo; muy cerca. Cuando salgan de las dunas no les faltarán ni tres kilómetros.

—¿Cuánto tardarán en llegar allí? —preguntó el capitán.

—Hora y media; tal vez más… —respondió el moro.

—¿Y nosotros, dando la vuelta a las dunas?

—A esta marcha, dos horas y cuarto. Corriendo mucho, hora y media escasa.

El capitán se volvió a Lorca.

—¿Lo intentamos? —preguntó.

Lorca estaba de mal humor.

—Llevo yo qué sé el tiempo intentándolo todo —dijo—. No voy a echarme atrás ahora; pero si lo hacemos tiene que ser sin focos.

—¿Sin focos? —El capitán le miró como si estuviese loco.

Lorca asintió, convencido.

—Si llevamos los focos encendidos, sabrán a cada momento dónde estamos, y tenemos la partida perdida —replicó—. Hay que sorprenderlos, y no que sean ellos quienes nos sorprendan a nosotros.

—Pero correr de noche sin focos por estos lugares es una locura —comentó, firme, el capitán.

—Lo sé; pero más locura es que nos estén viendo a cada instante y puedan esquivarnos o tendernos una emboscada.

El capitán estaba indeciso. En realidad tenía razón: aventurarse a toda velocidad por aquellos parajes, iluminados tan sólo por la luna, era una locura.

—Podemos dividimos en dos grupos —insistió Lorca—. Uno que los siga a pie, y el otro que vaya en uno de los camiones. De ese modo, si llegamos a tiempo, los cogeremos entre dos fuegos, y si no, siempre queda otra oportunidad.

El capitán aún lo pensó un instante.

—Lo peor es que todo este asunto me gusta cantidad… —comentó.

—¿Qué esperamos, pues? —apremió Lorca.

—¡Venga! —El capitán se decidió—. ¡Sargento! —llamó.

Se acercó un sargento indígena que venía en el otro camión.

—¿Se siente capaz de seguir a esa caravana por las dunas, sargento? —inquirió el capitán.

El otro pareció ofendido.

—Desde luego, mi capitán —respondió, rápido.

—Coja entonces la mitad de los hombres, los indígenas que le parezcan más ágiles y apropiados, e intérnese en las dunas, tras la caravana; nos llevan ventaja, pero deben de estar ya agotados. Nosotros intentaremos rodearlos y esperarlos al otro lado. ¿Me comprende?

—Perfectamente, mi capitán —respondió el sargento.

—¡Aprisa, pues! —apremió éste.

El sargento se alejó y empezó a gritar órdenes a voz en cuello. Fue llamando a los soldados por su nombre, y cuando los tuvo reunidos les habló rápidamente.

Dos minutos más tarde se alejaba una parte hacia las dunas, a pie, y el resto nos dispusimos a subir al camión. El capitán conducía, y Lorca iba de pie a su lado, en el estribo. Mulai subió sobre la cabina, para ir avisando desde allí lo que pudiera ver, y los soldados montaron en la trasera. Me senté junto al capitán y emprendimos de nuevo la marcha.

Lorca, desde el estribo, señalaba los pequeños obstáculos más cercanos; Mulai, desde lo alto, gritaba que nos desviáramos hacia uno u otro lado, y el capitán conducía prácticamente a ciegas, apretando a fondo el acelerador, con todos los sentidos atentos a lo que hacía, mientras el camión saltaba y crujía, amenazando con romperse en mil pedazos a cada instante.

Yo pensaba en los neumáticos: si uno de ellos reventaba, se iba todo al diablo, incluidos nosotros; y entre tanta piedra y tanto matojo no era raro que esto sucediera.

Inesperadamente entramos en un terreno liso como la superficie de una mesa. Lorca gritó que acelerase, y el capitán no se lo hizo repetir. Nos lanzamos por aquella llanura a una velocidad de vértigo; pero no había nada que temer, a no ser que de repente encontráramos una roca semioculta o un hoyo disimulado.

Aquello duró poco, y pronto nos encontramos de nuevo en terreno accidentado.

No tenía idea del tiempo transcurrido, cuando desde lo alto Mulai gritó que nos detuviéramos. Él creía que habíamos llegado.

Yo no pensaba que hubiésemos trazado un círculo completo; pero en la oscuridad, y distraído como estaba, no podía hacer caso de mis apreciaciones, y si Mulai lo decía, debía de ser cierto.

Echamos pie a tierra. Mulai señaló al norte, a nuestra derecha.

—El río —dijo.

No pude ver nada, pero no dudé de que así sería.

Lorca miró el reloj.

—Ya ha pasado casi la hora y media —dijo.

De repente Mulai señaló un punto, frente a nosotros.

—¡Allí, allí! —gritó.

Forzamos la vista. Las siluetas de los primeros camellos de la caravana surgían de las dunas y emprendían rápida marcha por la llanura, hacia el río.

—¡Al camión! —gritó el capitán—. ¡Vamos por ellos!

En diez segundos nos pusimos en marcha. El camión corrió hacia la caravana, sin intentar disimular nuestra presencia. Apenas habíamos recorrido cincuenta metros cuando sonaron los primeros disparos, y pude distinguir los anaranjados fogonazos, que se sucedían ininterrumpidamente.

—¡Agáchate! —me gritó Lorca.

En el momento en que lo hacía pude oír cómo una bala se clavaba en el radiador, y, tras recorrer diez metros escasos, el motor se paró, tosiendo convulsivamente como una persona a la que le hubieran atravesado los pulmones.

Lorca y el capitán bajaron, pero tuvieron que protegerse rápidamente, pues las balas silbaban muy cerca. Se veía bien a las claras que los caravaneros estaban dispuestos a todo con tal de salvarse.

—¡Fuego! —gritó el capitán.

Desde la trasera surgió un estruendo ensordecedor que me hizo echarme a tierra, pues dentro de la cabina se multiplicaba, haciéndose insoportable.

Fui a ponerme en pie, y Lorca, que estaba a mi lado, me dio una patada en cierta parte.

—¡Escóndete, idiota! —me gritó.

Corrí a refugiarme tras el camión, y una vez allí me asomé con cuidado. Las balas silbaban, y los soldados se habían tirado al suelo y se escondían detrás del camión, disparando contra los caravaneros, que se alejaban hacia el río protegiéndose tras los camellos.

En las dunas se organizó otro tiroteo considerable, por lo que deduje que los que iban a pie les habían dado alcance.

Me acordé de la advertencia de Lorca y consideré que no era necesario que yo disparase, por lo que me tendí en el suelo, tras las ruedas traseras, y me dediqué a observar lo que ocurría.

En realidad me estaba divirtiendo bastante. Aquél parecía un tiroteo muy poco peligroso, puesto que además los caravaneros se preocupaban más de huir que de causar bajas.

De pronto una bala atravesó uno de los grandes neumáticos del camión, frente a mí, y éste estalló con tal estruendo que, asustado, di un salto hacia atrás, golpeándome en la cabeza con la carrocería.

Cuando recuperé el sentido, Lorca estaba a mi lado gritándome y echándome agua a la cara. Parecía desesperado y me agitaba tratando de reanimarme.

Los disparos habían cesado, y varios soldados y el capitán me rodeaban.

—¿Qué pasa? —pregunté torpemente. Tenía la lengua pastosa.

Lorca pareció volver a la vida. Suspiró profundamente.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.

Me llevé la mano a la cabeza.

—Me duele mucho —dije.

Lorca me escudriñó a la luz de una linterna, apartándome el cabello.

—Estás sangrando —comentó—. Habrá sido alguna bala perdida.

Empezaba a sentirme mejor, y recordé lo del neumático; pero me pareció ridículo confesar que me había herido con el camión, y quedé en silencio.

Lorca me reprendió.

—Deberías tener más cuidado —dijo—. Podría haberte costado la vida.

Me senté en el suelo.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté—. ¿Dónde está la caravana?

—Han cruzado el río —respondió Lorca—. Se han escapado… Pero lo importante ahora es que tú te encuentres bien.

Efectivamente: los caravaneros habían escapado. Amparados por la noche, dispuestos a todo, y ya tan cerca del río, se habían desviado, alejándose de nosotros, y cruzando la frontera se pusieron a salvo.

Habían tenido muchas pérdidas: se recogieron veintitrés camellos, algunos de ellos heridos, y gran cantidad de fardos de armas.

Al día siguiente, reparado el camión, emprendimos el regreso hacia Tantan, y allí nos enteramos de que la caravana había caído en manos de las tropas francesas, que, prevenidas por radio, la estaban esperando.

Descansamos unos días y volvimos a Cabo Juby.

La cacería de jabalíes había concluido.

No había logrado ver ninguno.

Años después los vi… en un parque zoológico.

Antes de continuar adentrándome en el relato de lo que fue mi vida en el desierto, cuando llegué a conocerlo y a vagar por él en largas cacerías, quiero hablar de este desconocido Sáhara Español que para muchos no es más que una inmensa playa de arena, y que sin embargo presenta mil aspectos diferentes y está poblado por multitud de animales.

El clima del Sáhara no es, desde luego, envidiable; de hecho he soportado en el interior, a unos ciento cincuenta kilómetros de la costa, en días de calma en los que el viento se niega a aparecer, temperaturas de sesenta y cinco grados, y esto, junto a los tres o cinco grados a que puede descender el termómetro algunas noches, da idea de los fantásticos contrastes de aquellas tierras.

Una diferencia de cuarenta grados entre la puesta de sol y la madrugada del día siguiente es algo, si no corriente, posible en el interior, lo que indica los rigores a que están sometidos hombres, plantas y bestias.

Sin embargo en las zonas costeras, más habitadas, las temperaturas medias oscilan entre los treinta y dos grados de día y los quince grados de noche, en verano, y los veinte grados y diez grados en invierno.

Abundan en el desierto, sucediéndose con las zonas de arena y los campos de dunas, las llanuras pedregosas de tierra rojiza y las grandes extensiones de arbustos y matojos de muy diversas especies: hechos todos a la sequedad del lugar, en el que se calcula un término medio de cinco días de lluvia al año, aunque hay zonas en que no cae una sola gota en diez años.

El otro enemigo de la vegetación es el viento, y los arbustos crecen inclinados, desperdigados aquí y allá, protegiéndose ellos mismos con inverosímiles posturas, señalando con sus ramas la dirección de los vientos dominantes.

En conjunto, gran parte de la vegetación es espinosa e ingrata y carece de belleza o aprovechamiento para el hombre; aun así, el saharaui se ha acostumbrado a utilizar algunos arbustos y matojos como alimento.

Sería largo, agotador y aburrido nombrar tipos y especies, ya que en realidad ningún papel cumplen en este relato y carecen de importancia, sirviendo únicamente, en algunas ocasiones, como telón de fondo.

Interesantes son, en cambio, los animales que pueblan el desierto. En otra ocasión he hablado de ellos, sobre todo de los que estaban al alcance de mi mano en las proximidades del poblado. Pero ahora quiero dar una idea de aquéllos con los que se puede tropezar en la llanura, bien sea en los campos de dunas, bien sea en los pedregales.

Entre los animales salvajes del desierto destaca por su abundancia la gacela. De cortos cuernos y rápida carrera, es muy ágil y capaz de dar saltos de hasta ocho metros, y se asusta con suma facilidad. Suele vivir en manadas de un macho, varias hembras y las crías, o varios machos y hembras juntos. De un tono castaño claro, se confunde con el color de la tierra, y esto dificulta extraordinariamente su caza, pues cuando corre hay momentos en que no se distingue.

No es muy grande, aunque se pueden encontrar machos de algo más de un metro de alto. Tiene el oído y el olfato muy desarrollados.

Menos abundante que la gacela, el antílope reúne, en grande, características muy semejantes a aquélla en lo que respecta a vida y costumbres. Los indígenas los dividen en tres grupos: el «mahor», de cortos y gruesos cuernos; el «lehma», que, por el contrario, los tiene muy largos y afilados, y el «urg», grandes y con astas en forma de huso.

De gran tamaño, trepador y aficionado a las alturas, el carnero montés acostumbra vivir en los escasos montes del interior, aunque en raras ocasiones se han encontrado ejemplares en los acantilados de la costa, que les ofrecen seguros refugios y donde viven muy a gusto.

El jabalí, peligroso y de largos y afilados colmillos, limita su radio de acción a las montañas del norte, cerca del Draa. Se encuentra en muy escaso número, viviendo siempre en grupo, en el que se protegen los unos a los otros. Muy fuerte y de fiero aspecto, no duda en atacar, y al hacerlo en manada se convierte en una seria amenaza.

La hiena, el zorro, el chacal y el lince forman el conjunto de los merodeadores, y los dos primeros, junto al gato montés, suelen frecuentar los campamentos y poblados en busca de algún pequeño animal doméstico a quien atacar. Por su parte, el chacal y el lince acechan y cazan en la llanura, constituyendo el azote de los animales pequeños e incluso de gacelas y antílopes.

Por fin, el guepardo o «fahel», muy semejante al leopardo, claro moteado de negro, de larga cola y extraordinaria agilidad, es la fiera del desierto. Algunos de ellos alcanzan, desde la punta de la cola al hocico, más de dos metros. No dudan en atacar a cualquiera de los otros animales de la llanura, e incluso persiguen a la carrera a los veloces avestruces y antílopes.

Liebres, perdices, codornices, tórtolas y patos salvajes son los animales de menor tamaño más apreciados por el cazador.

Se pueden encontrar también flamencos, garzas reales, cigüeñas, águilas, halcones y cernícalos, y gran cantidad de aves de menor tamaño, como golondrinas, vencejos, papamoscas, abubillas y aucadones.

En temporada de emigración, enormes bandadas de aves pasan sobre el desierto, en su viaje de ida o vuelta a Europa, y se aprovecha cada época para cazarlas cuando se posan a descansar de sus largos vuelos.

El veloz y tímido avestruz tiende a desaparecer, y para lograr encontrarlos hay que emprender largas expediciones, ya que cada día escasean más y se alejan de la proximidad de los hombres, que le han hecho víctima de múltiples cacerías con el fin de aprovechar las plumas; además no se respetan sus huevos cuando esporádicamente se tropieza con un nido, porque el huevo de avestruz, debido a su enorme tamaño, es muy apreciado y nutritivo: se asemeja al de la gallina y el pato, sin la delicadeza del primero y sin llegar a la aspereza del segundo.

Un huevo de avestruz es equiparable a diez o doce huevos de gallina.

En cuanto a los animales domésticos más comunes entre los saharauis basta nombrar a las cabras, algunas ovejas, pequeños asnos en número bastante escaso, así como las yeguas. Ya muy al sur de la frontera de Río de Oro, cerca de La Güera, hay algunas vacas gibosas, o cebús, de muy buena carne y leche abundante.

Pero el animal del desierto por excelencia, y al que se debe nombrar en primer lugar y darle preferencia a todos, es el camello. Es necesario aclarar que el camello empleado en esta parte del desierto no es tal, sino el camello-dromedario, llamado simplemente dromedario, y que se distingue del anterior en que no tiene más que una giba.

Sin el camello no sería posible la vida en el desierto: él es el medio de transporte y de carga. Su leche es uno de los alimentos básicos del saharaui; éste come también su carne, de ligero sabor dulzón: la giba es un auténtico manjar para ellos, aunque en realidad no sea más que una nauseabunda acumulación de grasas, y de su piel y su pelo teje las jaimas, alfombras, lechos, y trenza cuerdas.

El dromedario, al que seguiré llamando camello aunque sólo sea por costumbre, es un animal antipático, solitario y pacífico, que busca apartarse de las gentes e incluso de sus congéneres, dedicado constantemente a pastar, y jamás llega a hartarse.

La cantidad que puede comer un camello es algo que no tiene medida. A cualquier hora, en cualquier instante, comerá, y, cosa rara, suele preferir los matojos espinosos y arbustos leñosos a la hierba fresca.

A medida que el camello se va alimentando, su giba crece, y es ésta la indicadora de su reserva alimenticia. Cuando pasa hambre consume esa grasa, de tal modo que los indígenas basan el precio del camello en su edad y en su giba, pues cuanta más tenga, más resistirá en el trabajo y en la marcha.

En cuanto a beber, tampoco tiene límite. Si se le deja saciar por completo, llega a ingerir más de cien litros de agua; pero esto no se le suele permitir, ya que al terminar de beber el animal queda ahíto y puede enfermar, e incluso morir.

Pastando, sin trabajar, y en tiempo que no haga demasiado calor, un camello puede pasarse hasta cuatro meses sin beber; lo normal, desde luego, son de dos y medio a tres, y si se le exige un esfuerzo en que desgaste energías, necesita abrevar cada cuatro o cinco días por término medio.

Es un animal de extraordinaria memoria y muy rencoroso; cuando alguien, aunque sea su dueño, lo maltrata, espera la ocasión, no importa los años que pasen, y se venga.

En época de celo —de noviembre a abril—, enfurecido, es muy peligroso. Persigue ferozmente a su víctima, la derriba y, echándose encima, la va aplastando lentamente, después de haberla mordido y maltratado. Nadie es capaz de obligar a un camello a abandonar su presa en uno de estos casos, y el único medio es matarlo.

En estado normal es muy dócil, y está dotado de infinita paciencia, aunque gruña constantemente. Cualquier chiquillo puede apacentarlo y lo maneja a su antojo, sin más armas que su voz y, a veces, una vara.

La fortuna o la miseria del saharaui se basa, pura y exclusivamente, en los camellos que tenga; y mientras aquéllos que poseen un rebaño se consideran ricos y son, de hecho, potentados, quien no tenga más que uno o carezca de él, es sin duda un hombre pobre.

Las tribus son poderosas según sus rebaños, y el hombre puede o no aspirar a la mano de cierta doncella conforme al número de camellos que posea.

A lomos de uno de estos animales, que pueden transportar cargas de hasta doscientos kilos, se atraviesa el desierto, y no es aventurado decir que se hace con más seguridad que sobre cualquiera de los muchos inventos de la mente humana, porque los vehículos soportan mal los calores sofocantes, las piedras, las rutas sin camino ni carretera y las arenas que se hunden bajo su peso. El camello sigue siempre adelante, indiferente a todo, y lo más que hace es detenerse a comer un arbusto apetecible; es obediente a la voz de su dueño, al que mira a través de sus estúpidos ojos caídos, que le hacen parecer el más idiota de los seres de la Creación.

Por ello el saharaui vive por y para el camello. Sus afanes y sus luchas se cifran en conservarlo y en procurar su reproducción, y está más atento a las necesidades del animal que a las suyas propias. No duda en hacer dos días de marcha para que su camello abreve, y la muerte de uno de ellos es el peor mal que Alá puede enviarles.

Y esto es así desde muchos siglos atrás; lo seguirá siendo otros tantos, y no cambiará si la configuración misma del desierto no cambia y un cataclismo hunde las tierras y levanta los mares, o un milagro convierte las arenas en agua y los pedregales en vergel.

Pero el saharaui no espera que esto ocurra, y el camello lo es todo para él.

Comenzaron a llegar a media mañana. Las esperábamos y las vimos venir desde el norte, apareciendo primero como diminutos puntos casi imperceptibles, que poco a poco se iban agrandando, hasta hacerse perfectamente visibles sus alas, su forma y sus mil colores distintos.

Las fuimos contando, toda la mañana, y pasaban de sesenta. Venían de Ifni, como escala más próxima, y de Francia, como principio del viaje.

Las había de todas las nacionalidades; pero las que más abundaban eran las inglesas, francesas, italianas y suizas.

Se dirigían a Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, en una de las más largas y peligrosas competiciones que se habían realizado hasta el momento.

Cabo Juby era una etapa del largo recorrido, y permanecían en tierra el tiempo justo para abastecerse de combustible y alzar de nuevo el vuelo, de tal forma que, como eran varios los surtidores que prepararon para tal efecto, en ocasiones despegaban tres y cuatro a la vez.

Los pilotos y acompañantes tomaban un bocado y un refresco en un mostrador que se improvisó bajo el gran hangar, y en sus rostros se leía la fatiga y la emoción. Charlaban en cien idiomas distintos, y abundaban las mujeres, no demasiado jóvenes por cierto, e incluso en una de las avionetas, un poco mayor que las otras, iban dos niños.

Constituyó la diversión de los habitantes del poblado durante la mañana, y nos aproximábamos a verlas y curiosear, maravillándonos con la cantidad de modelos distintos: eran modernas y estaban dotadas de todos los adelantos imaginables. En un lugar tan inhóspito y aburrido, aquel alud de gentes y aviones constituyó un espectáculo inesperado y atrayente.

Fueron llegando y volviéndose a marchar, y al fin, al mediodía, todas habían pasado ya y continuaban su viaje hacia Villa Cisneros. La gente volvió a sus hogares y el tedio se apoderó de nuevo de las blancas casas que se levantaban en la arena del desierto, a la orilla del mar.

Pero aquella noche Lorca llegó con una trágica noticia: una de las avionetas que había salido de Cabo Juby en último lugar no había llegado a Villa Cisneros, y se temía que se hubiera extraviado en el camino.

Tal vez hubieran podido efectuar un aterrizaje forzoso; pero la avioneta en cuestión carecía de radio, y nada se sabía de ella.

Lorca había recibido órdenes de prepararse a salir en su busca al amanecer, si antes no se recibían noticias de que hubiese aparecido.

Eran tres los grupos que saldrían de Cabo Juby, y otros tantos desde Villa Cisneros y El Aiun. Cada uno de ellos debía recorrer una franja de unos quince kilómetros de ancho por un número ilimitado de largo, ya que, en el caso de no encontrarla, los de Cabo Juby tendrían que llegar a Villa Cisneros, y viceversa.

A Lorca, considerado como el europeo que mejor conocía el desierto, se le encomendó, recorrer la zona costera. Aunque en un principio se pensó en llevar camiones, luego se decidieron por los jeeps, que eran más rápidos y prácticos; pero la poca carga que éstos admitían y lo largo que podía resultar el viaje, hicieron que al final se prepararan los orugas, con la velocidad y fácil maniobra del jeep y la ventaja de ser mucho mayores y estar especialmente acondicionados para la arena y los terrenos más difíciles.

Acompañado como iba únicamente por Mulai, Lorca había obtenido permiso para llevarme también a mí, ya que apenas representaba más carga y podía serle útil. Estaba acostumbrado al desierto, tenía muy buena vista, y él, atento como debía estar al volante, necesitaba al menos dos ojeadores para no perder detalle en el ancho espacio que le habían encomendado.

Cuando llegamos al fuerte a preparar todo lo necesario y vi alineados los tres orugas, cargados ya con grandes bidones de gasolina y agua, se apoderó de mí un nerviosismo indominable, y, aunque me pareció que lo que pensaba era una monstruosidad, deseé que la avioneta no hubiese aparecido y pudiésemos emprender aquel viaje, hasta llegar a Villa Cisneros, que tanto deseaba conocer.

Cargamos los víveres, la jaima, las mantas y los útiles necesarios para el campamento; un gran botiquín, los rifles y escopetas, y una buena provisión de municiones, ya que, a pesar de la comida que llevábamos, necesitaríamos cazar para mantenernos.

Poco después de medianoche estábamos listos para partir. Lorca y los indígenas eran los únicos que se hallaban tranquilos, porque los otros europeos que formaban los dos grupos y yo aparecíamos bastante nerviosos.

Decidimos que ya era inútil acostarse y nos pasamos el resto de la noche pendientes de la radio, esperando noticias de Villa Cisneros.

Al fin, antes del amanecer, comunicaron que continuaban sin saber de la avioneta y que saliésemos en su busca lo antes posible.

Subimos, Lorca y yo delante y Mulai y Toby detrás, y nos pusimos en marcha, mientras los motores de los tres orugas atronaban el fuerte, despertando a todos los habitantes de los alrededores.

Enfilamos, aún noche cerrada, la carretera que conduce al poblado indígena, y allí torcimos hacia el sur por la pista de El Aiun.

Íbamos en fila india. Nosotros los últimos, puesto que hasta que nos hubiéramos alejado un poco y clarease el día no valía la pena separarse.

Veía brillar en la noche, un poco adelantados, los faros de los que nos precedían. Un escalofrío de gozo me recorrió la espalda al pensar que me encaminaba hacia el desierto y que durante no sabía cuántos días, mientras procurábamos cumplir nuestra misión, disfrutaría de la soledad, de la vida salvaje, y podría cazar a placer.

Al amanecer, el que marchaba en cabeza se detuvo y nos reunimos por última vez. Tras desearnos suerte nos separamos.

Unos siguieron por la pista, hacia El Aiun; los otros se abrieron a la izquierda, hacia el interior, y nosotros en el otro sentido, bordeando la costa.

La ruta seguida por la avioneta debía de estar dentro de este límite, puesto que para ir de Cabo Juby a Villa Cisneros, poblaciones costeras ambas, era el camino más seguro, y resultaba improbable que se hubiesen desviado hacia el interior.

Lorca era de la opinión de que los que más debíamos fijarnos éramos nosotros, ya que sin duda el piloto al verse perdido procuraría aproximarse al mar, impulsado por ese extraño temor que suelen tener al desierto los que lo desconocen.

Durante toda la mañana corrimos a buena marcha. Los arenales y las zonas pedregosas se fueron sucediendo, y de vez en cuando una gacela o alguna liebre asustada corría ante nosotros.

Nos detuvimos al mediodía, más para dejar que el motor se enfriase un poco que por comer, y tras media hora escasa reanudamos el viaje.

A media tarde llegamos a la playa de «La negrita», en la que habíamos estado en varias ocasiones. A esta playa va a morir una de las más fuertes corrientes del Atlántico, y allí llegan la mayor parte de los objetos que flotan en un radio de acción de miles de kilómetros de agua.

En «La negrita» se encuentran cientos de maderos podridos y restos de naufragios ocurridos Dios sabe dónde, y durante la guerra llegaron a la playa tal cantidad de bloques de caucho que se llenaron dos grandes almacenes.

También durante la guerra aparecieron allí lanchas de salvamento, botes de goma de los aviones, y en una ocasión uno de ellos llevaba al piloto muerto, con la mano agarrotada sobre una cantimplora vacía.

Acabada la contienda mundial siguieron encontrándose mil cosas: yo recuerdo haber visto allí aposentadas dos o tres jaimas, cuyos moradores se apoderaban de los objetos que aparecían, sin entregarlos al gobierno si les resultaban de alguna utilidad.

Mulai opinaba que el principal negocio de aquella gente lo constituía el ámbar que las corrientes arrastraban hasta allí en abundancia, y que periódicamente un comerciante de El Aiun iba a recoger, para hacerlo salir después ilegalmente del Territorio.

Encontramos la playa desolada, como si un tifón hubiera pasado sobre ella arrasándola, y las jaimas habían desaparecido. En un rincón se abría un profundo cráter, y muy lejos pudimos distinguir algo que parecía un refugio construido por los hombres.

Nos aproximamos. Una mujer salió del cobertizo de piedras y maderos y vino corriendo hacia nosotros, llorando y lamentándose. Otra mujer y un hombre vendado y manchado de sangre aparecieron, y se comportaron de igual forma.

El hombre estaba malherido, y Lorca le curó lo mejor que pudo y le puso un vendaje limpio en sustitución de sus andrajos.

Mientras, nos contaron lo sucedido.

Dos días antes, dijeron, vieron llegar flotando una enorme esfera metálica, de color cobrizo, que las olas arrojaron a la playa, dejándola allí, sobre la arena.

Entusiasmados por el hallazgo, ya que los árabes aprecian extraordinariamente el cobre, arrastraron aquel objeto grande y pesado hacia un rincón seguro, y, aunque tenía una forma muy rara, les pareció una simple e inofensiva boya marina, por lo que decidieron desmontarla, ya que debían dividírsela amigablemente, porque el hallazgo había sido común.

Hombres, mujeres y niños se reunieron alrededor, y uno de ellos, armado de un pico, se dispuso a comenzar la faena.

Los que nos contaban lo sucedido no se habían acercado, ya que las dos mujeres estaban moliendo cebada y desde la puerta de su jaima podían ver lo que sucedía. El herido había tenido la suerte de encontrarse a medio camino, y otro superviviente, un anciano que dormía en su jaima, no estaba lesionado. Le habían enviado ahora a pedir ayuda.

El herido nos refirió que al encaminarse adonde todos estaban reunidos vio de lejos cómo el moro que tenía el pico lo levantaba en el aire para dar el primer golpe. De pronto todo estalló con un ruido ensordecedor, y vio elevarse una enorme columna de humo y arena. Inmediatamente una fuerza incontenible le empujó, derribándole al suelo, y allí permaneció, perdida la noción de todo, hasta mucho más tarde.

El relato de las mujeres coincidía con éste. Ellas, que se hallaban más lejos, no habían perdido el sentido; y cuando, al calmarse y desaparecer la nube de polvo, se aproximaron temerosas no pudieron encontrar rastro alguno de sus maridos ni de sus hijos, pues todos, absolutamente todos, habían desaparecido.

Más tarde encontraron restos de carne ensangrentada, totalmente destrozada e irreconocible, y el lugar se había poblado de hienas y buitres que se disputaban los despojos. Incluso a más de tres kilómetros del lugar hallaron de aquellos trágicos restos humanos.

No nos costó trabajo deducir, por las explicaciones que nos dieron, que el misterioso objeto era una mina submarina, que, soltándose de sus amarras, había navegado a la deriva desde la guerra, hasta ir a morir a aquella playa perdida, para cumplir allí con la obligación de matar y destruir que le habían encomendado los hombres.

Las víctimas, como siempre, fueron los inocentes.

Mucho después de haber dejado atrás la Sekia el Hamra, o río Rojo —llamado así por el color de sus aguas, aunque normalmente está seco, y que en la antigüedad era conocido como río Verde por idéntica razón—, y la playa desembarcadero de El Aiun, alcanzamos a un camión que había salido de este último lugar con la misma misión que nosotros.

Nos detuvimos unos minutos a hablar con sus ocupantes y les indicamos que se desviasen hacia el interior, para así poder registrar mejor el lado que nos quedaba más alejado.

Mucho más lentos que nosotros, pronto quedaron atrás. Continuamos nuestro camino sin que nada mereciera particular mención, salvo el hecho de que los ojos nos dolían de tanto fijar la vista, y que más de diez veces tuvimos que desviarnos largamente, engañados por algún falso punto que desde lejos nos parecía que podría ser el avión siniestrado, y que quedaba reducido, a la hora de la verdad, a un arbusto o una roca al descubierto.

Deteniéndose a pensarlo fríamente, tratar de encontrar la avioneta italiana en la inmensidad de la llanura desértica era como buscar una aguja en un pajar, para después hacer pasar un camello por el ojo de esa aguja.

Continuamos nuestra marcha, y ya para entonces me había dado cuenta de que esta vez no se trataba de una cacería o una divertida aventura, sino de algo mucho más monótono y pesado, y me cansaba de tragar polvo y respirar arena, y me dolía la cabeza de soportar el viento.

En varias ocasiones vimos pasar sobre nuestras cabezas los pesados Junker de reconocimiento, que volaban muy bajos; uno de ellos describió un círculo a nuestro alrededor y, cuando estuvo convencido de que seguíamos con la vista sus movimientos, dejó caer un objeto.

Era un cilindro metálico, dentro del cual había una nota en la que nos indicaban que seguían sin noticias de la avioneta y que continuásemos hacia el sur, tal como lo hacíamos, sin descuidar la vigilancia.

De vez en cuando nos deteníamos a cazar algo, siempre piezas pequeñas, y cuando encontrábamos una zona de arbustos hacíamos un alto y nos proveíamos de liebres, perdices y gallinas salvajes.

Quien más revelaba el cansancio era Lorca, siempre al volante; era aquélla una zona en la que ni la más leve senda marcaba el camino, y marchábamos como buenamente podíamos, brincando en cada piedra y hundiéndonos en los hoyos. Lorca, que debía estar atento al terreno, tenía los brazos insensibles de conducir aquel pesado oruga de duro volante.

Llegamos a Cabo Bojador, en cuyo faro nos detuvimos. Los torreros nos atendieron muy bien. Yo, aun acostumbrado como estaba a la soledad y a la vida de Cabo Juby, no pude menos de compadecer a aquellos hombres, perdidos en el desierto, sin más compañía que el mar y las gaviotas; me pareció inhumano tenerlos allí, lejos de toda civilización, casi enterrados en el último rincón del mundo.

Habían recibido noticias por radio: el avión seguía sin aparecer, y empezaban a disminuir las posibilidades de que los tripulantes siguiesen con vida.

Los aviones indicaban que habían localizado a cinco de los nueve grupos expedicionarios. Dos habían tenido avería, y de los otros dos, uno de Cabo Juby, y otro de El Aiun, se ignoraba el paradero.

Los averiados eran de Villa Cisneros, por lo que dedujimos que probablemente tendríamos que recorrer el camino que ellos no habían podido hacer.

Dejamos Cabo Bojador y continuamos nuestra marcha, efectuando grandes eses de hasta veinte kilómetros de anchura, en el intento de abarcar el mayor campo posible.

Haría unas diez horas que habíamos dejado atrás el Cabo cuando pasamos junto a una gran duna, de unos treinta metros de altura: una de esas dunas que por su dureza y configuración podría considerarse casi una montaña. Decidimos subir a ella, como ya habíamos hecho en otras, y otear desde allí con más facilidad que desde el oruga.

Lorca se quedó en el camión, mientras Mulai y yo iniciamos la ascensión, que, si bien no presentaba demasiadas dificultades, tenía el inconveniente de que, cuando menos se esperaba, la arena cedía y resbalábamos, arrastrando tras nosotros un aluvión que nos envolvía, amenazando asfixiarnos.

Llegamos arriba y fuimos fijándonos detenidamente en todo lo que nos rodeaba, hasta donde alcanzaba nuestra vista.

Allá, a lo lejos, en la playa, se veía algo oscuro tendido en la arena muy cerca del agua. Estuve mirándolo largo rato y enfoqué hacia allí los prismáticos.

Parecía un tronco o un gran pez varado. Dejé de prestarle atención y seguí en mi recorrido, pero un presentimiento me hizo volver la vista allá; y cuando, aun dudando, quise decirle a Mulai que se fijara me di cuenta de que él también parecía intrigado, con la vista fija en aquel mismo punto.

Le tendí los prismáticos.

Cuando me los devolvió parecía tan desorientado como antes.

—¿Qué te parece eso? —pregunté.

—No puedo decírtelo, guayete —respondió—. No lo sé.

—¿Crees que puede ser un tronco o algo que haya arrastrado el mar? —indagué de nuevo.

—Mira —dijo—: hay una ensenada más arriba, donde la corriente puede dejar las cosas, y ésa es costa libre, muy batida…

—¿Entonces…?

—¡Vamos a verlo! —respondió, y se dejó resbalar duna abajo.

Le seguí de igual manera, y cuando llegamos abajo tuvimos que sacudimos gran cantidad de arena.

Rápidamente nos dirigimos hacia la playa, y no vimos de nuevo lo que nos había llamado la atención hasta que estuvimos casi encima.

Era un hombre tendido boca abajo, semidesnudo e inconsciente. Nos acercamos y le dimos la vuelta con cuidado. En su rostro se advertía la fatiga y las privaciones: se le veía prácticamente agotado de hambre y sed.

Lorca le cogió la cabeza y, echándola hacia atrás, le abrió la boca, mientras derramaba en ella agua de una cantimplora. Inconsciente, el hombre bebió, y abría y cerraba los labios ávidamente, deseando más.

No parecía estar herido, y sí únicamente fatigado, por lo que decidimos que no había razón de preocuparse por él ahora que ya le habíamos encontrado.

No nos cabía duda de que era el piloto de la avioneta que buscábamos. En un bolsillo de la sucia camisa encontramos un paquete de cigarrillos, un puñado de dólares, liras y francos, y una tarjeta a nombre de Marco Bianchi, destinada a un tal Salvatore Romei, en Ciudad del Cabo, y en la cual se recomendaba al portador de la presente, cuyo nombre no constaba, tratándole de «vecchio e caro amico».

Libres ya de preocupaciones con respecto al hombre, nos quedaba por encontrar a su mujer. Tratamos de hacer volver a aquél en sí echándole agua de mar a la cara. Abrió los ojos pesadamente, pero el sol le hería en ellos y los volvió a cerrar. Le hicimos sombra, y nos miró, aunque le costaba trabajo hacerlo.

Lorca le preguntó por su acompañante, y pareció reaccionar y dio muestras de agitación. Quiso hablar, pero tenía la lengua tan hinchada que no podía articular palabra. Nosotros no hablábamos el italiano, ni él, al parecer, el español; pero intentamos hacernos comprender y le repetimos una y otra vez que nos dijera dónde estaba su compañera.

Se irguió a medias y cansadamente indicó el sur.

Lorca preguntó si muy lejos, y él no pareció comprender. Tras repetirle la pregunta varias veces, Lorca le habló en francés, y el hombre comprendió inmediatamente.

—¿A qué distancia? —preguntó Lorca.

El italiano, con gesto ambiguo, negó con la cabeza, a la par que se encogía de hombros.

Dedujimos que estaba pocos kilómetros más allá, y cerca del mar, al igual que él.

No perdimos más tiempo. Le extendimos en el asiento posterior y emprendimos una rápida marcha por la misma playa, acelerando el coche al máximo. Teníamos que esquivar las olas que querían llegar hasta nosotros, de tal modo que alguna de ellas nos lamía las ruedas, salpicándonos.

La playa lisa facilitaba extraordinariamente la marcha y corrimos a gran velocidad, de tal modo que escasamente media hora después distinguimos un cuerpo, y al aproximarnos vimos que se trataba de la mujer.

Se encontraba en peor estado que su marido, y por más que lo intentamos no conseguimos reanimarla. Tenía la lengua espantosamente hinchada y la boca seca y salitrosa. Nos dimos cuenta de que para calmar su sed había intentado beber agua de mar, y esto había hecho que la sed fuera aún más espantosa.

Decidimos montar allí mismo el campamento, ya que resultaba imposible emprender el viaje con aquellos dos seres destrozados.

Les cedimos la jaima para dormir, quedándonos nosotros al aire libre; pero no era esto cosa que nos preocupase. Los tres días que permanecimos allí nos dedicamos a cazar y descansar. Eché de menos mis cañas de pescar, por lo que hice un gran hoyo junto al agua, de tal forma que de vez en cuando caía en él un pez, arrastrado por las olas, y si no se retiraba a tiempo y quedaba allí, podía cogerlo con las manos.

Al segundo día un Junker cruzó sobre nosotros y les hicimos señas. Advirtieron perfectamente nuestra presencia y volvieron a pasar, ahora muy bajos. Escribimos en la arena con grandes caracteres la palabra «Salvados». Volaron aún sobre nosotros y dejaron caer cerca de la jaima un cilindro metálico idéntico al anterior. Nos felicitaban y deseaban saber cómo estaban los supervivientes; indicaban que respondiéramos trazando un círculo en la arena si estaban sanos y salvos, o una raya en caso de hallarse heridos o necesitados de asistencia rápida; en tal caso intentarían el aterrizaje, aunque era muy arriesgado.

Dibujamos el círculo en la arena, y, tras sobrevolarlo, agitaron la mano en señal de despedida y siguieron hacia el sur.

Al tercer día los italianos se sintieron mejor, sobre todo el hombre, y nos refirió su odisea.

Cuando se dio cuenta de que el avión fallaba hizo exactamente lo que Lorca había supuesto; es decir, se dirigió a la costa, y allí, mal que bien, intentó tomar tierra en la playa.

Esperaron un día y medio, y como no acudía nadie en su busca decidieron retroceder hacia Cabo Bojador, que era el último lugar habitado que habían visto; y cuando, sedientos y cansados, la mujer no pudo seguir adelante, él la dejó, intentando llegar a encontrar a quien pudiera salvarlos a ambos.

Habían visto varias veces los aviones de reconocimiento volar sobre ellos, pero no lograron llamar su atención, y la avioneta, que había quedado al borde mismo del agua, batida por las olas, no era tampoco muy visible desde el aire.

Cuando, emprendida la marcha, llegamos al punto en que había quedado la avioneta, ésta no era más que un montón de chatarra irreconocible que las olas habían zarandeado de un lado a otro.

Me llevé un par de tornillos de recuerdo. Los italianos la estuvieron contemplando largamente, con tristeza. Le tenían mucho cariño, dijeron, y les apenaba que acabara así.

Lo curioso del caso es que si en vez de dirigirse hacia el norte en busca de ayuda hubieran tomado la dirección contraria, en menos de cinco horas habrían llegado a Tatafed, donde podrían haberlos auxiliado.

Habíamos decidido dirigirnos a Villa Cisneros, mucho más próxima, para dejar allí a los italianos lo antes posible, ya que, aunque se habían recuperado bastante, no estaban en condiciones de soportar el largo y pesado viaje de vuelta a Cabo Juby.

Durante el camino nos hicimos grandes amigos del marido, que resultó un hombre cordial y hablador; chapurreando el español, nos contaba muchas cosas y nos daba las gracias repetidamente.

La mujer estaba muy impresionada y apenas si tenía ánimos para hablar. En la última noche, junto al fuego, nos confesó que había llegado a desesperarse, acosada por la sed, el miedo y el hambre, y que pensó incluso dejarse arrastrar por las olas, para terminar así con aquella pesadilla horrible.

Eran gente agradable y buenos compañeros: esa clase de personas a las que siempre se las recuerda con cariño.

Ella me tomó gran afecto y en un principio se extrañó de que anduviese por aquellos mundos; pero pronto se hizo a la idea de que el desierto también podía ser hermoso y agradable. Se acostumbró a llamarme «guayete», como había oído que lo hacía Mulai, y fue difícil convencerla de que ése no era mi nombre.

De vez en cuando, dondequiera que me encuentre, y a pesar de que han pasado muchos años desde entonces, recibo una carta en la que me dan noticias de su vida, del nacimiento de algún hijo, o me felicitan las Pascuas; y siempre, invariablemente, las encabezan así:

«Querido pequeño guayete…».

Llegamos a Villa Cisneros y Lorca pidió instrucciones con respecto al regreso. Le dieron plena libertad para que descansáramos el tiempo que juzgase oportuno, y aprovechamos los días que estuvimos allí para recorrer el poblado y pescar.

Villa Cisneros es uno de los lugares del mundo en que más abunda la pesca: cien clases distintas de peces de primera calidad se pueden conseguir con una simple caña, desde la corvina, que en ocasiones alcanza sesenta y setenta kilos de peso, al sargo, pasando por la riquísima baila, muy semejante a la trucha de río, el mero de gran tamaño, y tantas otras especies que hacen que la pesca allí se convierta en una constante sorpresa y una ininterrumpida emoción.

Muy fácil es que, sentados en el muelle, tratando simplemente de pescar algo para la cena, se enganche un tiburón, un pez martillo, un marrajo o una manta, que acaban con la pesca del día, llevándose de un brusco tirón anzuelo, hilo, boya y caña.

En la tarde del tercer día estábamos Lorca y yo pescando con unas cañas que nos habían prestado, y en una cesta a nuestro lado se iban amontonando las mejores piezas capturadas.

Acababa yo de pescar una corvina de casi cuatro kilos y volvía a cebar sin prestar siquiera atención, porque sabía que de cualquier manera acudiría la próxima pieza. Comenté:

—Me cansa pescar así: es demasiado fácil.

Lorca tardó en responder; estaba atento a su caña, que se curvaba peligrosamente.

Cuando pudo contestó:

—A mí también. Prefiero Cabo Juby: tiene más interés.

Durante un rato continuamos en silencio. Lorca parecía meditar.

—¿Quieres que volvamos? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—Había pensado —continuó— que podríamos marcharnos ya, yendo por el interior, sin prisas, cazando. Esta zona es muy buena.

Pensé la respuesta; en realidad un pez me había distraído con su larga y profunda picada, que había hecho desaparecer la pesada boya roja bajo las aguas.

—¿Sabe lo que me gustaría? —dije.

Negó con la cabeza, encogiéndose de hombros.

—Ir a cazar avestruces —aclaré.

Lorca sonrió.

—Yo estaba pensando lo mismo —dijo.

—¿Y…? —Me volví hacia él, ansioso.

—¿Quién nos lo prohíbe? —interrogó, sonriendo.

—¿Vamos?

—Vamos.

—¿Cuándo?

Sacó la caña del agua y comenzó a recoger los aparejos.

—Mañana mejor que pasado.

—¿Mañana?

—Mañana —afirmó—. No tenemos más que cargar gasolina, agua y algunas provisiones. Yo, por mi parte, ya estoy harto de esto.

Me apresuré a recoger la caña, y, llevando el cesto entre los dos, nos dirigimos hacia el poblado.

Lorca me envió a buscar a Mulai, mientras él se encargó de llevar el oruga a poner gasolina y a que le diesen un último repaso.

Encontré a Mulai con otros soldados, charlando y tomando té, y pareció alegrarse de nuestra decisión.

Lorca se proveyó de gran cantidad de cartuchos, tanto para los fusiles como para las escopetas de caza, y cuando nos fuimos a dormir ya estaba todo listo para partir a la salida del sol.

Aún era de noche cuando Mulai llamó a mi ventana, y, tras lavarme la cara de mala manera, salí.

En la calle el motor del oruga ronroneaba, y por el este comenzaba a distinguirse muy levemente la primera claridad del día.

Mulai había preparado té muy fuerte, y me ofreció una taza que tuvo la virtud de desvelarme instantáneamente. Diez minutos después abandonamos Villa Cisneros, a la que no he vuelto jamás.

Nos dirigimos al nordeste, con la intención de pasar al sur de Yerifia y encontrar la ruta de las caravanas entre Esmamit y Tiraclim, ya que si bien no nos interesaba marchar por zonas demasiado frecuentadas, tampoco era cosa de alejarnos mucho de ellas, exponiéndonos a una avería o cualquier otro contratiempo que pudiera dejarnos en la llanura, con la compañía de un vehículo estropeado y sin camellos.

Hasta muy entrada la mañana marché junto a Lorca, dando tumbos y bandazos, intentando descabezar un sueño, sin poder apenas conseguirlo; pero cuando ya el sol me molestó, hiriéndome insistentemente en los párpados, presté atención a la ruta y me fijé en lo que me rodeaba.

La llanura era distinta a la del desierto a que yo estaba acostumbrado; tal vez más llana, si eso es posible, y a veces cruzábamos grandes extensiones cubiertas de una hierba menuda, sucia, polvorienta y descolorida, que se prolongaban hasta donde podía alcanzar la vista, sin un solo desnivel que contrastase con aquella desesperante monotonía.

Me entretuve en repasar la escopeta, una reluciente arma de dos cañones que me acompañaba siempre desde que emprendí mi primera cacería, y de la que conocía cada detalle y cada muesca, de tal modo que la hubiese distinguido con los ojos cerrados.

Comprobé una vez más su perfecto funcionamiento, y apunté a algún imaginario blanco en la llanura.

Mulai, desde el asiento posterior, comentó:

—El guayete está impaciente. Tiene cosquillas en el dedo, y eso es malo.

Me volví hacia él.

—¿Cuándo encontraremos caza, Mulai? —pregunté.

—Mañana temprano veremos avestruces —dijo—, si es que quieren dejarse ver…

—¿No podremos cazar nada antes? —insistí.

—Más tarde —prometió el guía.

—¿Qué?

—No sé, guayete. No es cosa mía. Ya veremos.

Al mediodía nos detuvimos a comer algo. Hacía calor y apenas si corría el viento sobre la llanura. A lo lejos se distinguía un arbusto solitario, y más allá la recta planicie parecía sumida en la bruma.

Comimos rápidamente, sin gana, y reanudamos la marcha. Hacia las tres de la tarde distinguimos a lo lejos un espeso bosque verde, frondoso. Apareció de repente, como si hubiéramos llegado a lo alto de un repecho y nos lo hubiésemos encontrado delante, aunque estaba lejos.

Se distinguían perfectamente los árboles, distanciados unos de otros, con sus altas copas picudas y sus ramas oscuras.

En un principio llegaron a engañarme: no conocía la zona y era posible que hubiera un bosque; pero me fijé en la colina de la llanura, que aparecía húmeda, semejante a esas carreteras que diríase que están mojadas, por un simple fenómeno óptico, y tuve la seguridad de que cuando hubiéramos recorrido un par de kilómetros más el bosque desaparecería como por encanto; y así fue.

No me podían sorprender ya los espejismos; los había visto muy a menudo, e incluso en el campo de aviación de Cabo Juby se formaba uno en el que se distinguían claramente el mar y los rompientes. Y en pleno desierto, lejos de la costa, no es difícil poder ver en alguna ocasión un barco que navega sobre un mar de arena.

Más allá del bosque desaparecido continuaba la llanura, y durante un par de horas proseguimos la marcha, teniendo ante nosotros la monotonía.

Del sur llegó volando una bandada de patos salvajes. Iban muy altos y formaban su clásica figura en uve, con el conductor en el vértice y los demás abiertos escalonadamente, tan perfectos como aviones en un desfile.

Eran unos veinte, y se alejaron sin advertir nuestra presencia o sin que pareciéramos inquietarlos.

Diez minutos después apareció otra bandada. Apenas los vimos, Lorca se detuvo y nos apeamos, con las escopetas a punto.

Se fueron aproximando, y nos estuvimos muy quietos. Pasaron justamente sobre nuestras cabezas, y en el momento preciso, aunque estaban un poco lejos y el tiro era muy largo, disparamos a un tiempo.

Uno de los que iban en segunda posición cayó a nuestros pies, como una piedra, y pude ver cómo otro que marchaba un poco más atrás abandonaba su lugar en la fila y, poco a poco, iba perdiendo altura, hasta posarse en tierra, a unos quinientos metros.

Recogimos el que había caído primero y corrimos hacia el herido. La bandada había girado al darse cuenta de que uno de ellos estaba en el suelo, aleteando, y se aproximó. El conductor se posó a su lado, mientras algunos hacían otro tanto y los demás volaban muy bajos.

Cuando vieron que nos acercábamos levantaron el vuelo. El herido hizo esfuerzos para seguirlos, aleteando, y dio dos o tres saltos, e incluso llegó a recorrer unos cinco metros; pero de nuevo cayó a tierra y Mulai lo recogió.

Le grité que no lo matase. El pobre bicho estaba terriblemente asustado y sangraba en abundancia. Tenía una pata rota, y probablemente un perdigón alojado bajo las plumas del pecho.

Mulai vino hacia nosotros con el pato en la mano, sin saber qué hacer. Lorca me miró y cogió el pato herido.

—Toma —dijo, tendiéndole a cambio el otro que había caído—. Aún está vivo.

El moro observó el que Lorca le había dado y se dio cuenta de que aún conservaba un hálito de vida. Entonces, volviéndose hacia el este, allá donde suponía La Meca, su Ciudad Santa, degolló al animal.

Es ésta una costumbre musulmana, ordenada por su religión, y que el árabe de todas las regiones cumple a rajatabla. Ninguno de ellos comerá carne de un animal que no haya sido degollado vivo mirando a La Meca. Y si no tiene completa seguridad de que así ha sido, no prueba bocado.

No es ésta una orden caprichosa, sino que, al igual que muchas otras dictadas por el Corán, está encaminada a proteger la salud del individuo.

Este rito es un medio de conseguir que se coman siempre animales sanos, que no hayan muerto de enfermedad, y que estén convenientemente desangrados para que no sean dañinos. Igualmente la prohibición de comer carne de cerdo está basada en lo terriblemente perjudicial que resulta en un clima tan caluroso como el africano.

Parecida razón higiénica es la que impide al musulmán tomar bebidas alcohólicas. Son éstas, medidas que denotan una preclara inteligencia y un gran conocimiento de la psicología del árabe, incapaz casi siempre de dominar sus apetitos, y que sin las restricciones que le impone su espíritu profundamente religioso, que le hace aceptar de buen grado las disposiciones del Corán, daría rienda suelta a sus deseos, sin medidas ni límites.

Con un pato había suficiente para la cena de los tres: era un animal grande, y el día había sido tranquilo, por lo que no teníamos demasiado apetito.

Lorca, tal vez por mí, se decidió a curar al herido. Le extrajo el perdigón y, tras desinfectarle la herida, le vendó fuertemente la pata.

Lo dejamos en la trasera del oruga, y allí quedó acurrucado y tembloroso, sin atreverse a mover siquiera la cabeza.

No encontramos aquella noche una sola duna con la que proteger el campamento, y al oscurecer decidimos montarlo en la pelada llanura. Asamos el pato, rústicamente, y muy temprano, como siempre en el desierto, nos acostamos.

Me despertó Mulai ya amanecido.

—Levanta, guayete —dijo—, que hoy veremos muchos avestruces.

Salí de la jaima y le encontré preparando el té.

—¿Por qué lo sabes? —pregunté, intrigado.

Se volvió hacia mí y guiñó un ojo picarescamente.

—Eso es secreto —dijo—. Los europeos no podéis saberlo, pero yo te digo que hoy es un buen día para la caza. Mira el sol, que acaba de salir… ¿Ves algo en él?

Hice lo que me indicaba y contemplé largamente el sol. Era el mismo de cada mañana, y lo había visto nacer muchas veces en el desierto, sin que pudiera distinguir un amanecer de otro.

—No veo nada —confesé al fin—. Está igual que siempre.

—Sin embargo —ahora habló con aire misterioso— hoy es un día distinto y habrá buena caza.

—Explícamelo —pedí.

—No puedo —negó—. No lo comprenderías.

Lorca, que había estado repasando el vehículo, se aproximó:

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Mulai dice que hoy es un buen día para la caza —expliqué—. Asegura que el sol está distinto.

—Manolo lo cree —dijo Mulai, convencido, y volvió a sonreír con picardía—. Él estuvo otro día, ¿verdad, Manolo?

Lorca asintió.

Yo lo miré sorprendido.

—Tiene razón —dijo—. Una vez, hace unos cuatro años, predijo un buen día de caza mirando al sol, y así fue.

—¿Por qué? —insistí.

Lorca se encogió de hombros al tiempo que decía:

—Nunca ha querido contármelo. Pero la verdad es ésa.

Acabamos de desayunar y desmontamos la jaima, cargándola en el oruga. El pato seguía en su sitio, y se diría que no había movido un solo músculo desde el día anterior. Le dimos unas migas de pan, y, aunque en principio se mostró reacio, se las dejamos sobre el asiento y las comió.

Emprendimos nuevamente la marcha, y sobre las diez de la mañana nos encontramos ante una pequeña colina cubierta de arbustos y maleza.

Me aseguré de que el rifle y la escopeta estaban cargados y puse esta última sobre mis rodillas.

—No te precipites, guayete —advirtió Mulai—. No dispares antes de llegar a lo alto de la colina. Puede haber avestruces más allá y los espantarías.

Antes de coronar la colina bajamos del oruga y seguimos la marcha a pie. Un par de liebres echaron a correr ante nosotros, pero las dejamos huir sin tirarles. Llegamos a lo alto y nos asomamos al otro lado.

Ante nosotros el terreno descendía suavemente, cubierto de arbustos y matojos, y al fondo, hacia la derecha, se extendía una gran llanura en la que, muy desperdigados, algún que otro núcleo de vegetación contrastaba con la monotonía de la planicie.

Mulai lo contempló todo largamente y al fin señaló a la llanura y a los arbustos que en ella se levantaban.

—Allí hay avestruces —aseguró—. Esconden sus nidos entre las matas, y si advierten el peligro, la madre o el padre echan a correr para alejar la atención de los huevos.

De nuevo subimos al oruga y nos dirigimos hacia el llano.

Nos aproximamos al primer grupo de arbustos y Mulai inspeccionó cuidadosamente entre las ramas de cada uno de ellos. Un par de perdices levantaron el vuelo asustadas, y estuve a punto de disparar a una liebre que dio dos saltos y se detuvo muy quieta, mirándonos desconcertada.

Cuando nos dirigimos al siguiente grupo, un avestruz surgió de él de improviso y, dejándose ver claramente, echó a correr por terreno descubierto, con las cortas alas un poco abiertas, volviendo de vez en cuando la cabeza para ver si lo seguíamos.

Mulai gritó a Lorca que no lo hiciera, y continuamos hacia el lugar de donde había salido.

Al verlo el avestruz se detuvo y volvió sobre sus pasos, deteniéndose a poca distancia.

Nos apeamos, y apenas Lorca frenó corrió Mulai hacia los matojos. Otro avestruz se levantó de donde estaba agazapado y echó a correr, yendo a reunirse con su compañero.

Mulai le vio marchar.

—Es la hembra —explicó.

Los dos animales nos contemplaron a cierta distancia, dando vivas muestras de inquietud. Bajo un arbusto estaba el nido, hecho de ramas. Había tres grandes huevos ovalados, de unos veinte o veinticinco centímetros en su parte más alargada.

Mulai los cogió y, después de darles vueltas entre las manos, a uno de ellos lo hizo sonar golpeándolo con una piedra. Aunque le dio con bastante fuerza no se rompió. Mulai quedó un instante pensativo, estudiándolo, y al fin volvió a dejarlo en el nido y se puso en pie.

—Ya tiene naama[7] dentro, Manolo —dijo—. Si lo cogemos, no servirá ni para nosotros ni para sus padres.

Lorca señaló a los dos avestruces que se habían detenido y nos contemplaban.

—¿Qué hacemos con ésos? —preguntó al moro.

—El naama desaparece del desierto, Manolo. Dejemos a los que tienen hijos, y será mejor para todos. Más allá encontraremos otros.

Nos alejamos, y apenas lo habíamos hecho cuando vimos a la pareja de avestruces correr hacia su nido.

Minutos después Mulai señaló un matojo que se alzaba solitario en medio de la llanura.

—Mira aquello —dijo—. No es un matojo: es un naama disfrazado.

Nos dirigimos hacia allí, y cuando estábamos a menos de cincuenta metros el matojo tomó súbita vida y echó a correr a toda prisa.

El avestruz tiene la costumbre de esconder la cabeza entre las alas; pero no lo hace, como suele decirse, porque sea tan soberanamente tonto que crea que no viendo el peligro éste no le ve a él, sino porque escondiendo la cabeza entre el plumaje y quedándose inmóvil se confunde fácilmente con un arbusto, y hay que conocerlos mucho y fijarse extraordinariamente para distinguirlos.

Lorca aceleró la marcha y nos lanzamos en persecución del fugitivo. En un principio logró aventajarnos, manteniéndose a distancia; pero poco a poco el cansancio le hizo aflojar la marcha y nos fuimos aproximando a él.

Se detuvo un instante a tomar aliento; volvió el largo cuello, nos vio e intentó un nuevo esfuerzo, lanzándose con más brío llanura adelante.

Mulai se puso en pie en el pescante del coche, por mi lado, e hizo señas a Lorca de que se acercara cuanto le fuera posible.

Durante unos minutos, que se hicieron infinitamente largos, el avestruz siguió aventajándonos; pero me di cuenta de que cada vez le resultaba más difícil mantener el ritmo de la carrera: le flaqueaban las patas y parecía que iba a caer en cualquier momento.

Poco a poco, imperceptiblemente, la máquina insensible fue ganando terreno, metro a metro, al animal agotado. El pobre bicho corría ahora sin volver ni una sola vez la cabeza, presa de pánico.

Diez metros, seis, tres, uno, las ruedas delanteras llegaron a su altura; el avestruz perdió velocidad bruscamente, y corrimos a su lado: vi sus ojos asustados y su largo cuello enhiesto lanzado hacia delante, sin atreverse aún a mirarnos.

Lorca hizo maniobrar el vehículo para aproximarnos aún más, y cuando lo tuvo a su alcance, Mulai dio un salto, se agarró al cuello del avestruz y, montado a caballo sobre su lomo, le hizo perder el equilibrio.

El animal dio un traspié, recorrió unos metros inclinado hacia delante y al fin cayó de bruces y se arrastró un par de metros por el suelo, con Mulai colgado a su cuello.

Lorca frenó bruscamente y nos acercamos rápidos. Mulai, que se había quitado el turbante, envolvió con él la cabeza del avestruz, que seguía en el suelo, agotado, sin ánimo suficiente para levantarse y reanudar la carrera.

Con una cuerda Lorca ató las patas del bicho, procurando que no le alcanzara con una de ellas, pues las coces de los avestruces son tan temibles, o más, que las de un caballo. Ya ligado, el animal se dio por vencido y se quedó extrañamente quieto, estremecido de vez en cuando por un temblor convulso que le agitaba la piel y las plumas, y no era más que miedo y fatiga.

Mulai se puso en pie, sacudiéndose la arena, y contempló satisfecho su obra.

—Buena caza, Manolo —dijo—. Es un macho joven y no tiene crías.

—¿Qué hacemos con él? —pregunté.

Lorca y Mulai me miraron, sorprendidos. Parecieron darse cuenta ahora de la realidad de mi pregunta.

Lorca se rascó la cabeza, pensativo.

—¡Vaya! —comentó—. Eso sí que no se nos había ocurrido.

Mulai contempló al avestruz, que seguía tendido en el suelo, y pareció medirlo con la vista.

—Podemos llevarlo en el asiento de atrás —aventuró.

—Y que se pase todo el resto del viaje picándome la calva —argumentó Lorca.

—Con la cabeza envuelta no picará —respondió el moro.

Lorca quedó pensativo, pesando el pro y el contra de lo que había propuesto Mulai.

—Bueno —dijo al fin—: dejémoslo aquí por ahora y tratemos de encontrar alguno más pequeño. Después decidiremos.

Mulai recogió su turbante, y dejamos al animal tendido en la arena, con las patas atadas para que no pudiera escapar.

Nos dedicamos a buscar huevos o crías de avestruz entre los matojos. Encontramos un nido con dos huevos, que Mulai reconoció como frescos, y nos los llevamos; pero no logramos hallar ninguna cría ni vimos más avestruces.

Nos habíamos alejado bastante, y cuando dos horas después regresamos junto al que habíamos cogido lo encontramos muerto, destrozado.

Un enorme charco de sangre se extendía a su alrededor; tenía las entrañas abiertas y los intestinos al aire.

Nos quedamos inmóviles, sorprendidos, y fue Lorca quien estalló primero:

—¡Malditas hienas!

Mulai le interrumpió, señalando las huellas que abundaban alrededor del cadáver:

—No, Manolo; no son hienas.

Lorca se agachó. Mulai lo hizo a su lado.

—Ha sido un guepardo, Manolo: un guepardo muy grande —y mientras hablaba parecía impresionado.

Observé las huellas que Mulai indicaba; eran semejantes a las de un gato, pero de mayor tamaño: las clásicas huellas de los felinos.

No era difícil ver de dónde había venido ni por dónde se había alejado: las huellas eran profundas y claras. Lorca se puso en pie y las siguió con la vista. Se perdían en la distancia.

—¿Crees que es grande? —preguntó a Mulai.

—Mucho —respondió éste—. Mucho, Manolo: de los mayores.

—¿Por qué lo sabes?

—Mira —dijo Mulai, señalando de nuevo las huellas en la arena—: son las más grandes que he visto nunca.

Lorca se encaminó decidido al coche.

—Ésta es una auténtica cacería —dijo, y sacando el rifle miró que estuviese bien cargado.

—El fahel acorralado es peligroso —advirtió Mulai, llamando al animal por su nombre indígena.

—Por lo menos habrá alguien que se defienda —comentó Lorca mientras ponía el motor en marcha—. Siempre gacelas y antílopes aburren.

Subí al coche y cogí mi rifle. Lorca se detuvo con la mano sobre el cambio de marchas y me miró. Imaginé lo que estaba pensando y me adelanté a él.

—¿Qué pasa? —pregunté—. También tengo yo derecho, ¡qué demonio!

No se atrevió a contradecirme y arrancó. Seguimos las huellas durante un cuarto de hora; al fin se perdían en un pedregal, cubierto de matojos y pequeños arbustos, de unos trescientos metros de extensión.

Rodeamos el pedregal con el coche y no encontramos nuevas huellas frescas, lo que nos confirmó que la fiera estaba allí, escondida en alguna parte.

Nos apeamos. Lorca se puso a mi derecha y Mulai a mi izquierda. Nos abrimos, dejando entre cada uno unos veinte metros de separación, y nos dispusimos a adentrarnos en el pedregal.

—Cuidado con los disparos —advirtió Lorca—. No tiréis si existe alguna posibilidad de herirnos unos a otros.

Quité el seguro de mi rifle. Recorrimos unos cincuenta metros sin que nada sucediese. Antes de pasar más allá de cada matojo me aseguraba de que el animal no estaba allí escondido, y continuaba entonces mi camino.

Mulai gritó a mi izquierda algo que no llegué a comprender, y me volví justamente a tiempo de ver al guepardo que corría. Antes que me pudiera echar el rifle a la cara sonó un disparo, y la fiera, alcanzada en los cuartos traseros, resbaló yéndose de lado, como un coche que patina en la carretera; pero inmediatamente se puso de nuevo en pie y cruzó ante mí, dirigiéndose directamente hacia donde Lorca estaba.

Grité previniéndole y apunté cuatro metros delante del animal. Éste dio un salto y llegó a mi línea de tiro. Disparé y vi cómo se estremecía, pero cayó al suelo y volvió a saltar.

Estaba ya muy cerca de Lorca, y recargué nerviosamente; pero apenas tuve tiempo de hacerlo cuando sonó un disparo, y el guepardo, a menos de diez metros de Lorca, se abatió definitivamente.

Corrí hacia allá, y pude oír que Mulai gritaba algo a mis espaldas, pero no le presté atención hasta que sonó un nuevo disparo. Me volví y distinguí una fiera clara, moteada de negro, que se alejaba por la llanura, más allá del pedregal.

—¡El macho, Manolo! —gritó Mulai, jadeante—. Se ha escapado… ¡Míralo!

Efectivamente: el animal, más grande que el que estaba tendido a pocos metros, se perdía en la distancia.

Nos acercamos al otro. Estaba muerto. Era la hembra, no demasiado grande, y se podían ver perfectamente los tres balazos que le habían alcanzado. Uno, el primero, de Mulai, en los cuartos traseros; el mío, justamente tras la paletilla delantera, y el de Lorca, que le había entrado de frente, por el pecho, bajo el hocico.

—¡Vamos! —apremió Lorca—. Después volveremos a recoger a éste.

Echamos a correr, subimos al oruga y Lorca aceleró, siguiendo las huellas del que huía.

—¡Cuidado! —advirtió Mulai—. Le hemos matado a la hembra y estará furioso.

Vimos al guepardo correr ante nosotros a gran distancia; pero rápidamente fuimos ganándole terreno, a pesar de que puede correr tanto como un avestruz. Al sentirse perseguido se encaminó directamente hacia uno de los aislados arbustos de la llanura y desapareció tras él.

A cincuenta metros nos detuvimos y fuimos aproximándonos lentamente, a pie.

—Ése ya es nuestro —comentó Lorca a mi lado.

Llegamos a unos quince metros de donde estaba escondido, y, por más que forzamos la vista, no logramos distinguirlo.

Mulai cogió una piedra y la arrojó a los arbustos; pero todo siguió en calma.

Me adelanté unos pasos y Lorca me gritó que retrocediera.

—De dos saltos ese bicho se te puede echar encima —dijo—. Espera a que lo hagamos salir.

Forcé la vista. Algo que parecía una culebra se movió imperceptiblemente, asomando detrás del espeso matorral. Presté atención y me di cuenta de que podría ser la cola del guepardo.

Cuidadosamente calculé su posición y llegué a la conclusión de que estaba entre los espinos. Apunté a ciegas, dejándome llevar por aquella idea, y disparé.

La fiera apareció en el aire, como lanzada por un resorte. En su salto vertical alcanzó casi los dos metros y medio de altura, y antes que cayera de nuevo al suelo se oyeron dos disparos, y el animal se retorció, girando sobre sí mismo.

Al caer aplastó el matojo en que había estado escondido, y quedó allí muerto, echado de medio lado, sin llegar al suelo.

Era un hermoso ejemplar, de un color claro, casi amarillento, moteado de negro.

Mulai lo despellejó rápidamente y regresamos por la hembra, con la que hicimos lo mismo.

Las pieles estaban bastante estropeadas; cada una de ellas tenía tres disparos, lo que daba fe de que únicamente el tiro que Mulai había hecho de lejos, al guepardo que huía, había fallado.

Del avestruz muerto no pudimos hacer nada. Incluso las plumas estaban demasiado estropeadas, por la sangre y los desgarros, para pensar en aprovecharlas, y lo dejamos. Fue una lástima que el guepardo lo matara.

Hoy en día el avestruz sahariano tiende a desaparecer.

Durante muchos años se le hizo víctima de una cruel persecución, cuando eran los más cercanos y cómodos proveedores, en una época en que las mujeres hicieron de los adornos de plumas una necesidad.

Ahora se le deja en paz, y si tal vez su número no aumenta, tampoco disminuye en la desenfrenada proporción en que lo hacía antes.

Así, pues, el tímido, asustadizo y veloz avestruz, naama para los saharauis, se ha convertido en un animal casi exótico en las grandes llanuras que antaño fueron su morada predilecta.

Hacía ya un mes que habíamos regresado de Villa Cisneros, y empezaba a aburrirme. Lorca no había querido ir de caza, pretextando que tenía mucho trabajo atrasado, y yo solo no hacía más que pequeñas salidas sin importancia.

Los días transcurrían lentos y monótonos, y únicamente una plaga de langosta que se detuvo unas horas, y pasó de largo en su camino hacia el norte, nos distrajo.

Poco tenían que comer las langostas en Cabo Juby, pero lo que había lo dejaron limpio. Las tarfas, unos árboles que crecen incluso con agua salobre, fueron su principal alimento, y las pocas que había quedaron arrasadas por completo, así como los arbustos de los alrededores.

Las tarfas abundaron antiguamente en Cabo Juby, hasta el punto de que de ellas le viene el nombre al poblado, que en realidad se llama Tarfaia, mientras que aquél por el que se le conoce no es sino el del cabo junto al que está asentado.

También se le ha llamado Villa Bens, en honor al general Bens, que la conquistó; pero es éste un nombre que nunca llegó a tener popularidad.

La langosta cruza el Sáhara periódicamente, casi siempre hacia el norte, cuando no se desvía a las Canarias, y a su paso devasta aún más la pobre y triste vegetación desértica. El saharaui la maldice, porque le priva de los escasos pastos para su ganado y sus camellos: si no llueve pronto, la nueva vegetación tarda en nacer y viene el hambre para todos.

No obstante, el indígena ha decidido que si la langosta —yerada para ellos— les hace pasar hambre, es esa misma langosta la que la ha de calmar, y desde muy antiguo la consideran uno de tantos alimentos: al llegar la plaga hacen gran recolección de ellas, tostándolas para comérselas más adelante.

En cierta ocasión, después de haber rechazado como cena unas cuantas de estas langostas tostadas que me habían ofrecido, un anciano me refirió una leyenda, y me juró por todos sus antepasados que era cierta.

Dijo así:

«Alá es grande; alabado sea».

»Cuentan que en la lejana Arabia había un gran califa, descendiente directo del Profeta, al que fueron a quejarse sus súbditos porque la langosta se cebaba en sus cosechas, y pasaban hambre y las mil calamidades que ésta trae consigo.

»Ordenó el califa que le trajeran uno de aquellos insectos, y cuando lo tuvo ante sí lo cogió en sus manos y, trazando sobre él signos cabalísticos, pronunció ciertas frases del Corán. Soltó luego al animal y éste echó a volar, y con él desapareció la plaga.

»Nunca más viose una langosta por aquellas tierras, y el califa, creyendo haber ofendido a Alá, rogó a uno de sus hijos que le trajese una langosta. Éste marchó por todo el África, y encontró lo que buscaba aquí, en el desierto, y lo llevó a su padre.

»Con la langosta en su poder, el califa repitió lo que había hecho la otra vez, y suplicó al animal que rogara a sus semejantes que alternaran las devastaciones que hacían, logrando de este modo que pasaran siempre siete años en Oriente y siete en Occidente.

»Obedecieron los animales, porque tras la voz del califa estaba la voz de Alá, y es así como tanto nosotros como ellos sufrimos el rigor de las plagas durante siete años, teniendo la seguridad de que después podremos descansar otros tantos y que nuestras cosechas y nuestros pastos no sufrirán el acoso de la plaga que todo lo arrasa.

»Ésa es la voluntad de Alá.

ȃl es grande y reparte el bien y el mal.

»Alabado sea.

Cierto es, y esto no cabe dudarlo, porque se viene observando desde hace cientos de años, que la langosta alterna en ciclos de siete años sus visitas a uno y otro lado de África, y es ésta una costumbre que se puede comparar a la que tienen ciertas aves de emigrar en determinadas épocas, o a la de los peces de ir a desovar a un río o a un punto determinado del mar.

No me causó impresión la leyenda del califa: es una de tantas que corren por el desierto y se detienen cada noche a la puerta de las jaimas; pero sirvió para que a mi mente acudiera un pasaje de la Historia Sagrada que tenía olvidado, y que dice así:

«Refirió el Faraón su sueño a José, y éste se lo explicó diciendo»:

»Las siete vacas gordas que has visto salir del río significan que durante otros tantos años las cosechas serán abundantes, y las siete vacas flacas que, surgiendo después, se comían a las gordas indican que a continuación vendrán los mismos años de miseria.

»Aconsejole luego José que en aquellos años buenos hiciera acopio de grano en reserva de los otros, y el Faraón así lo hizo, y en agradecimiento le nombró ministro suyo, porque verdaderamente todo sucedió como le había indicado».

Pensando en esto me pregunté: ¿No pudieron ser los siete años de abundancia que predijo José aquéllos en que las cosechas se mantendrían libres de la plaga, y los siete restantes los otros en que acudiría la langosta?

Pero esto ¿quién podría asegurarlo?

¡Hace ya tantos siglos!

Había ido a pescar muy de mañana, playa abajo, a las rocas, y estaba tan distraído que no vi llegar a Suilen, que venía corriendo. Lorca me mandaba llamar.

Cuando llegué a casa ya mi tía me tenía las cosas preparadas. Le pregunté qué sucedía; pero lo ignoraba. Lorca se había marchado muy aprisa, tras recomendar que estuviera yo en el fuerte antes de diez minutos, con todo lo necesario para una expedición de cinco días. Aun sin conocer el motivo, el solo hecho de salir de Cabo Juby era ya un aliciente.

Me apresuré a desengrasar el rifle y la escopeta y me cercioré de que llevaba cartuchos en abundancia. Mi tía había llenado un saquito de provisiones, la mayor parte latas de carne. Cargué con todo y le di un beso de despedida; fui a decirle adiós a mi tío, que estaba trabajando, y corrí hacia el fuerte.

Ya Lorca me esperaba impaciente junto a un camión en el que había cargado la jaima y sus armas, y estaba a punto de echar mis cosas dentro cuando un hombre alto y recio, de unos cuarenta años, al que no había visto en mi vida, se acercó.

—¡Oiga! —dijo, dirigiéndose a Lorca—. No pretenderá que este chico venga con nosotros, ¿verdad?

Lorca le miró, sorprendido.

—Naturalmente —respondió, molesto.

—¡De ninguna manera! —se escandalizó el individuo—. Esto no es un juego de niños, y no quiero cargar con responsabilidades.

Lorca estaba confuso y no había tenido tiempo de percatarse de lo que sucedía.

—La responsabilidad es mía —repuso con forzada naturalidad—. Viene bajo mi custodia…

—Aunque sea así —le interrumpió el otro—. Usted viene con nosotros porque conoce el desierto; pero la expedición va bajo mi mando, y no quiero que un chiquillo nos cree dificultades.

—¡Un momento! —Lorca empezaba a enfurecerse, y yo lo sabía—. Usted paga la expedición, que no es lo mismo que mandarla; y si él no va, yo tampoco.

—¡A usted le han ordenado…! —empezó el hombre.

—¡A mí no me han ordenado nada! —le interrumpió Lorca—. Me han pedido que los acompañara para cazar y ayudarlos; pero si yo no voy, Mulai tampoco, y ustedes no salen.

—¡Esto es un atropello! —protestó el otro.

Lorca empezó a bajar sus cosas del camión.

—Arrégleselas como pueda —dijo—. Aunque creo que les costará trabajo encontrar quien los acompañe…

—Oiga… —El hombre se mostraba ahora persuasivo—. ¿Acaso no se da cuenta de que puede ser un peligro?

Lorca se volvió a él, impaciente, con un bulto en la mano.

—Mire, señor… Sarcedo —comenzó—: este muchacho en el desierto es una ayuda, no un estorbo. Hace años que viene conmigo a todas partes, y no le voy a dejar ahora que no se trata más que de un paseo. ¿Entendido?

Un hombre joven, al que tampoco había visto nunca, se aproximó al tal Sarcedo.

—¿Por qué has de estar siempre metiéndote donde no te llaman? —dijo—. Si este señor que dirige la expedición dice que le lleva, no hay más que hablar.

Sarcedo se volvió como si le hubiese picado una avispa.

—¡La expedición la mando yo! —chilló—. He alquilado el camión y la he organizado. ¿Está claro?

El joven se encogió de hombros, y a espaldas de Sarcedo, cuando éste se volvió hacia nosotros, nos hizo señas de que estaba loco.

Lorca comenzó a tirar de la jaima y Mulai le ayudó, subiéndose al camión.

—Espere —le atajó Sarcedo—. Que venga, ya que tiene tanto interés; pero que conste que yo no tengo nada que ver en esto.

Lorca siguió bajando bultos, como si no le hubiese oído. Al fin dijo:

—Ya no me interesa. No me gusta este asunto, y me quedo.

El hombre se alarmó.

—No me puede dejar ahora —dijo—. Está todo organizado.

—Busque a otro —comentó Lorca, irónico—. Si no lo encuentra, vaya usted solo; por lo que parece, no necesita ayuda…

—¡Por favor! —Ahora Sarcedo rogaba—. Olvidemos lo de antes: ya le he dicho que venga quien quiera. No me importa…

—¡No! —La respuesta de Lorca fue tajante.

Sarcedo se alejó abatido y fue a reunirse con el hombre joven que había venido antes y con otro desconocido. Habló con ellos, haciendo grandes aspavientos.

Lorca me miró.

—Lo siento —dijo—, pero esta vez nos quedamos en casita.

—¡Qué tipo más antipático! —comenté—. Parece medio loco.

El hombre joven que se había acercado antes volvió a aproximarse a nosotros.

—Por favor —dijo a Lorca—, no se lo tome usted así. Mi compañero es un poco maniático, pero no hay que tenérselo en cuenta. Es una de esas personas que quieren entender de todo más que nadie.

Lorca se encogió de hombros.

—A mí eso no me importa —dijo—. Pero, como usted comprenderá, yo si voy es por hacer un favor y divertirme cazando un poco; no para pasar unos días desagradables discutiendo por tonterías.

—Sarcedo ha prometido no meterse en nada si viene usted —aseguró el hombre—. Es mucho el trastorno que nos causa al quedarse.

Lorca pareció dudar.

El otro insistió:

—Por favor…

—Bueno —asintió—; pero que procure no meterse en mis asuntos.

Volvimos a cargar las cosas en el camión, y diez minutos más tarde emprendimos la marcha.

Sarcedo se acomodó junto al chófer; Lorca, Mulai, los otros y yo subimos a la trasera, al aire libre.

Era ya más de mediodía, una mala hora para salir, y el sol caía con fuerza. Tomamos la pista que va a Tantan. Yo aún no sabía qué era lo que íbamos a hacer.

Lorca me lo explicó:

Dos meses atrás un barco en que unos polacos habían escapado de la zona comunista se dirigía a Argentina cuando embarrancó en las cercanías de Puerto Cansado, una ría al norte de Cabo Juby. Los polacos estuvieron unos días en el poblado y después se fueron a Las Palmas, donde lograron vender el barco encallado a una compañía de desguace y salvamento, y con ese dinero continuaron el viaje a Argentina.

Sarcedo, que era el dueño de la compañía, y dos de sus socios habían llegado el día anterior con la intención de ir al barco para ver las posibilidades de salvamento que tenían.

Habían pedido al comandante del fuerte un guía o alguien que los acompañase, y éste había recomendado a Lorca.

Avisado a última hora, Lorca dudó en aceptar; pero como ya estaba todo organizado, y llevábamos mucho tiempo sin salir, dijo que sí. Apenas decidió ir había corrido a avisarme.

En el camión se amontonaban las tiendas de campaña, nuestra jaima, bidones, un par de sacos, e incluso colchones y una sombrilla que había salido quién sabe de dónde.

Los socios de Sarcedo eran simpáticos y reconocían que jamás habían estado en el desierto ni sabían lo que era aquello, y a cada momento se asombraban de las cosas que veían. El joven que había hablado con nosotros se llamaba Casares, y el otro, un hombre grueso y bajo que sudaba a mares, Escobar. Ambos eran canarios; Sarcedo, gallego.

Nos pasamos la tarde hablando con Casares, mientras el gordo dormitaba en un rincón, bajo un toldo que se había fabricado. No nos detuvimos a comer, y Lorca y yo les dimos de nuestras provisiones, de las que también comió Mulai. Ninguno de ellos sabía dónde estaban las suyas, y por no revolver todo aquel lío de fardos no las buscamos.

A media tarde Mulai dijo a Lorca que ya era hora de dejar la pista sobre la que corríamos y desviarnos hacia el mar, para subir costeando. A la par que decía esto golpeó en el techo de la cabina, indicando al chófer lo que debía hacer.

El camión se detuvo un instante, y Sarcedo se puso en pie en un estribo esgrimiendo un mapa.

—¿Por qué hemos de desviarnos? —preguntó—. Aquí indica claramente el itinerario de la pista, y es mejor seguirla hasta que estemos más cerca, para cruzar después.

Lorca pareció armarse de paciencia.

—Esta pista no sirve para ir a Puerto Cansado —respondió.

—¡Oiga! —dijo el otro—. ¿Cree acaso que no sé interpretar un mapa? Mire…

—No hace falta que me enseñe nada —le atajó Lorca—. Con mapas no se va a ninguna parte en el desierto. Si hacemos lo que usted dice, nos encontraremos con las salinas y nos llevará dos días atravesarlas.

—¿Salinas? —Sarcedo parecía furioso—. ¡Este hombre me ha tomado por tonto! —estalló al tiempo que desaparecía de nuevo en la cabina.

El camión arrancó y continuamos por la pista. Mulai miró a Lorca, consternado; Casares y Escobar se agitaron inquietos, y Lorca se rascó la cabeza pensativo.

Por un momento creí que iba a indignarse y que se armaría un jaleo espantoso, pero se limitó a sonreír divertido.

—¿Sabe usted cuánto paga diariamente de alquiler del camión? —preguntó a Casares.

—Tres mil pesetas —respondió éste—. Era el único disponible y no se lo dejaron por menos.

—La lección le va a costar cara —comentó Lorca, sentándose—. En realidad nosotros no tenemos ninguna prisa…

Continuamos la marcha. Mulai rezongaba por lo bajo, pero no le hicimos caso. Toby dormía en un rincón, y el otro forastero continuaba amodorrado bajo su toldo.

Nos detuvimos al oscurecer y tuvimos que montar el campamento a toda prisa. Las tiendas de aquella gente eran engorrosas y absurdas, y se armaron un lío para levantarlas.

Mulai encendió fuego y se dispuso a preparar la cena. Pidió instrucciones a Lorca, y éste a su vez preguntó a Casares si pensaban cenar aparte o preferían hacerlo con nosotros.

Casares se encogió de hombros.

—Eso es cosa de Sarcedo —dijo—. Él es quien se ocupa de todo, como siempre… —Y en su voz había un tono irónico.

Cuando le preguntaron a Sarcedo se descubrió que no traían más comida que un saco de patatas. Se había olvidado de recoger un cajón de víveres que le habían preparado, y aquel saco de patatas era lo único de que dispondrían durante cinco días.

A Lorca se le saltaban las lágrimas de risa. Mulai y yo tampoco podíamos contenernos, y al vernos reír de aquella manera escandalosa Sarcedo se alejó furioso.

Casares y Escobar estaban indignados. La perspectiva de cinco días a régimen de patatas no era muy halagüeña, y culpaban a Sarcedo de lo ocurrido.

El chófer refunfuñaba. Él no tenía nada que ver con todo aquel asunto, y no le agradaba que, además de hacerle pasar cinco días en el desierto, le dejaran sin comer.

—Ese hombre me trae loco —gruñó, malhumorado—. No hace más que hablar y hablar, y quiere saber más de todo que nadie. Me está enseñando ahora a conducir, después de quince años, como llevo, tras el volante.

Sarcedo no apareció a cenar y sus socios nos acompañaron.

Lorca había hecho un guiso de patatas con carne en conserva, que, aunque no resultaba demasiado sabroso, calmaba el hambre y se comía a gusto.

—¿Su compañero no va a cenar? —preguntó Lorca a Casares.

—No se preocupe por él —respondió éste—. Debe de sentirse tan en ridículo que es capaz de no comer en dos días.

Cuando nos acostamos, todavía no había regresado.

A la mañana siguiente desayunamos patatas asadas al rescoldo de la hoguera.

Al mediodía comimos patatas cocidas con sardinas de lata, y los restos de pan que habíamos llevado.

Para la cena de aquella noche ya no quedaban sardinas.

Y no habíamos logrado echar los ojos encima ni a una miserable liebre. Mulai aseguraba, además, que aquélla era muy mala zona para la caza y que por el camino que llevábamos no encontraríamos nada en cuatro o cinco días. Lorca estaba preocupado. Un saco de patatas para siete personas y un perro son muy pocas patatas.

Afortunadamente el agua no nos faltaba, pues el camión llevaba dos grandes bidones: uno de gasolina y otro de agua.

Durante todo el segundo día Sarcedo se mantuvo silencioso. Las patatas de cada comida le recordaban claramente su estupidez; pero continuábamos por la pista y no había querido dar su brazo a torcer, pese a que sus compañeros le habían aconsejado que se dejara guiar por nosotros.

La marcha fue lenta y pesada; el calor se hacía cada vez más insoportable, y tratábamos de protegernos en la escasa sombra de los costados del camión.

Continuamos por nuestro camino, siguiendo la pista, entre la indiferencia divertida de Lorca y los gruñidos de protesta de Mulai.

De vez en cuando, sobre el rugir del motor, se escuchaba la voz de Sarcedo que, en la cabina, seguía dando consejos y más consejos al conductor.

Al parecer, mientras no estuviéramos nosotros para recordarle el asunto de las patatas, no perdía su costumbre de ser maestro en todo.

Era aquél un hombre que no tenía cura, nos dijo Casares. Su manía de querer saber más que nadie se había convertido en una obsesión, y desde el arte abstracto a la cultura meda, pasando por los coches, la soldadura autógena, la caza de la ballena y la ópera, nadie podía discutirle nada.

Desgraciadamente no es el único ejemplar.

He visto otros muchos como él.

Demasiados…

Había llegado el momento de torcer hacia la costa, según Sarcedo. Hizo parar el camión y preguntó a Mulai si creía que ya estábamos a la altura de Puerto Cansado.

Mulai miró largamente, fijándose en cada detalle de cuanto nos rodeaba, y al fin se encogió de hombros.

—Yo no sé leer el mapa —respondió.

Los ojos de Sarcedo brillaron de furia.

—¡Está bien! —dijo—. Ya veo que me las he de arreglar solo…

Ordenó al chófer que torciera a la izquierda, desviándose del camino, y nos internamos en la llanura.

—Veremos cómo se las arregla ahora para orientarse —comentó Lorca; y no me cupo duda de que aquello le hacía mucha gracia.

—Mañana llegaremos a las salinas, Manolo —recordó Mulai—. Y no será bueno si quiere cruzarlas.

Lorca se encogió de hombros.

—Eso es cosa del señor de abajo —dijo—. A estas horas ya estaríamos en el barco, pero así tardaremos aún dos días.

Casares y Escobar renegaban como condenados por la estupidez de su compañero, sobre todo cuando les aseguramos que ya podríamos haber llegado de sobra. Tenían hambre y estaban cansados. Para ellos no era agradable aquel viaje, acostumbrados a la vida de la ciudad: la arena y el polvo se les metían en los ojos y todo el cuerpo les escocía.

Al atardecer, Mulai, que iba de pie observando el camino, se agachó junto a Lorca y le habló al oído.

Lorca se puso de mal humor. Le preguntó en voz baja y Mulai asintió con la cabeza. Me aproximé.

—¿Qué sucede? —pregunté a mi vez, interesado.

Mulai se volvió a mí.

—Mosquitos —dijo—. Cuando caiga el sol habrá millones de mosquitos. Tendremos que viajar de noche si queremos dejarlos atrás. Esta zona es muy mala.

—¿Qué zona? —inquirí, desconcertado.

—Los lodazales de la salina que ha quedado a nuestra izquierda. Es una salina pequeña, pero hay aguas estancadas allí y muchos mosquitos. Más que en ninguna otra parte.

El sol besaba ya el horizonte y pronto desaparecería. Traté de ver la salina a que se había referido Mulai, pero no la distinguí; me entretuve intentando llegar a ver el rayo verde que lanza el sol en el instante que se oculta en el horizonte.

No llegué a conseguirlo, y cuando me volví me encontré a Lorca, Casares y Escobar sacudiéndose los mosquitos de encima. Mulai parecía indiferente, y me asombré al ver cómo los otros tres renegaban, maldiciendo a los mosquitos.

Me di cuenta de que había millares de ellos, pero no noté que me picaran. Algunos se me posaron en los brazos y en el cuerpo desnudo, pues sólo llevaba unos pantalones cortos, pero no sentí la menor molestia, y advertí que apenas se posaban volvían a alzar el vuelo.

A Mulai le pasaba lo mismo, y nos miramos divertidos contemplando el curioso espectáculo de aquellos tres hombres que se cubrían la cara, los brazos y cuanto tenían al descubierto con las mantas, los colchones o lo primero que les venía a mano.

Los de la cabina también sufrían los rigores del ataque, y se oían claramente las maldiciones de Sarcedo y del conductor. El camión había acelerado la marcha, pero continuamente hacía eses, porque sin duda el chófer trataba de apartarse los mosquitos a manotazos y soltaba el volante.

Me senté junto a Mulai.

—¿Por qué no nos pican a nosotros? —pregunté, extrañado.

Se encogió de hombros.

—Tal vez no les guste nuestra sangre —respondió—. Tal vez sea la piel, o quizá el sudor. A mí nunca me pican, pero sí a muchos de mi raza, aunque jamás había visto un europeo al que no atacaran.

—Yo no lo sabía —respondí—. Tal vez tenga la sangre envenenada…

—Deja que así sea —dijo—. Tenemos suerte. Esta noche tendrán las manos y la cara como patatas…

No se equivocó. Cuando hora y media después hubimos dejado la nube de mosquitos y decidimos montar el campamento, lo tuvimos que hacer entre Mulai y yo.

Los demás, incluido Lorca, tenían la cara hinchada hasta el punto de hacerse irreconocibles, y parecían auténticos monstruos. Las manos habían alcanzado un grosor triple del normal y no las podían mover, de tal modo que les montamos las tiendas y se echaron trabajosamente en ellas, de espaldas, renegando y quejándose.

Mulai y yo nos preparamos la cena tranquilamente. Guisamos nuestras consabidas patatas y estuvimos largo rato charlando: mientras yo le contaba cosas de Europa y de las ciudades, él me refería leyendas y aventuras del desierto.

Era Mulai un hombre inteligente y gran admirador de la cultura y el ritmo de vida europeo. Comprendía que su raza había quedado muy atrasada, y no era partidario, como muchos de sus paisanos, de la independencia y la tan ansiada libertad.

Él se consideraba libre: mucho más libre de lo que lo habían sido sus padres o sus abuelos, siempre bajo la tiranía de algún poderoso caíd. Comprendía que tanto España como Francia habían contribuido en gran manera a humanizar y hacer más sencilla la vida del desierto, ayudando a los nativos.

Mulai pertenecía a una familia nómada por excelencia, que había estado afincada sucesivamente a todo lo largo del Territorio y que, originariamente, procedía de Ifni.

Me contó que antaño, en tiempos del abuelo de su abuelo, en su tribu se había venerado, allá en las proximidades de Ifni, a un santón europeo, muerto hacía más de cien años y cuyo cuerpo se conservaba incorrupto.

Esto que Mulai me relató me lo explicó después mi tío, y, como pude comprobar más tarde, ya que existen documentos auténticos que lo atestiguan, es así:

Allá por los siglos XVI y XVII, cuando berberiscos y canarios se hostigaban constantemente en guerras y rapiñas sin límite, ocurrió que en una de estas incursiones los canarios hicieron en Ifni gran número de prisioneros entre las tribus allí asentadas.

Trasladados éstos a Tenerife, y estando encarcelados, vieron desde lejos a un fraile agustino, de hábito blanco, y le llamaron a gritos, haciendo señas y aspavientos para que se aproximara.

Hízolo así el fraile, y los indígenas se arrodillaron ante él y comenzaron a adorarle, dando muestras de profundo respeto y devoción.

Interrogados de por qué obraban así, respondieron que a su tribu había llegado muchos años atrás uno de aquellos hombres de blanco, y que era tanta su santidad que se quedó para siempre entre ellos. Todos los nativos le respetaron y reverenciaron, porque era sabio de palabras y Alá había puesto la mano sobre su frente.

Murió el hombre —siguieron diciendo— y su cuerpo no se descompuso, sino que permaneció sereno y sonriente, como si durmiera. Así se conservaba en una cabaña que le habían hecho, y en aquel santuario le adoraban todos los miembros de la tribu.

Hacía muchos años que había muerto, pero seguía como el primer día, y allí iban a orar y a hacerle ofrendas. Habían podido comprobar que cuando llevaban ante él prisioneros cristianos y les concedían la libertad en honor suyo, las cosechas eran extraordinariamente abundantes, los ganados se multiplicaban y toda clase de gracias les eran concedidas.

Ante tan maravilloso y extraño relato, dos frailes agustinos fueron allí y pudieron percatarse de que todo cuanto les habían dicho era cierto, y los indígenas los recibieron con grandes muestras de devoción y respeto.

Rezaron ante el cuerpo incorrupto, y dícese que los nativos sufrieron una gran desilusión al saber que no se quedaban con ellos los dos hombres de blanco.

De nuevo en Tenerife los frailes agustinos hicieron una memoria de cuanto habían visto y comprobado, con el propósito de enviarla al Vaticano; pero se ignoran las causas por las cuales dichos documentos se extraviaron, y el caso pasó al olvido.

Años más tarde un viajero escocés, en el relato de sus andanzas por África, dio fe de haber visitado la tumba-santuario del fraile, que aún era igualmente reverenciado y se conservaba incorrupto. Pero casi un siglo después, con motivo de unas guerras internas, la tribu tuvo que trasladarse, y al hacerlo se llevaron con ellos el cadáver, que se había constituido en su protector. Al parecer se perdió la pista para siempre, y ya nadie ha logrado saber cuál fue su paradero final.

Pero aún hoy, en pleno siglo XX, hay entre los indígenas quienes recuerdan a aquel «santón» de hábito blanco, y la tradición ha hecho que los padres cuenten a sus hijos los milagros que hacía y les enseñen que los hombres buenos deben ser respetados siempre, porque en ellos no hay diferencias de raza ni color, y no miran a quién han de ayudar, porque dicen que todos los hombres son iguales.

Y es que el corazón de un saharaui no se diferencia del de un europeo sino en que la ingenuidad supera a la malicia.

Al día siguiente la hinchazón había desaparecido, y, a pesar de que aún les escocían las manos y la cara, todos se encontraban bien. A media mañana emprendimos de nuevo la marcha.

Mulai y yo nos habíamos levantado al amanecer, con la intención de cazar algo por los alrededores; pero no pudimos disparar ni un solo tiro. Aquello era un auténtico desierto en la más pura extensión de la palabra, y ni el menor rastro de vida encontramos.

Sobre la una llegamos a la primera salina.

Las salinas son grandes depresiones, de bordes escarpados, que surgen de improviso en medio de la llanura. Al retirarse el mar que en tiempos remotos cubría el Sáhara quedaron retenidas las aguas en estas concavidades, formando lagos, que lentamente se fueron evaporando, dejando en el fondo una gruesa capa de sal.

Algunas de estas salinas comunican directamente con el mar, por medio de conductos subterráneos, y se dice que las grandes tormentas o las mareas de septiembre, las más acentuadas del año, hacen llegar el agua a las salinas, de tal modo que al evaporarse de nuevo vuelve a dejar otra capa de sal que va engrosando la que ya había.

Estas capas de sal tienen en ocasiones un espesor de metro y medio, lo cual da una idea de la enorme cantidad de agua evaporada; y mientras la capa superior es de un blanco sucio, profundizando en ella se encuentra una zona ligeramente rosada, para ser más tarde, excavados unos treinta centímetros, de una blancura deslumbrante.

Las salinas, heridas oblicuamente por el implacable sol del desierto, se convierten en enormes espejos que reflejan su luz, cegando los ojos.

No son únicamente las salinas las que devuelven la luz solar. Toda la arena del desierto, formada por millones de minúsculos y blanquísimos granos brillantes, lo hacen igualmente, y tanto los nativos como los extraños sufren frecuentemente irritaciones en la vista, que llegan a constituirse en muy peligrosas y crónicas. Yo mismo tuve que usar gafas oscuras en los primeros tiempos de mi estancia allí.

La cantidad de sal almacenada en estas salinas es incalculable. He visto algunas de más de treinta kilómetros de diámetro, y, aunque cerca de los bordes a veces escasee, pueden cifrarse en millones las toneladas de sal allí acumuladas.

Estos bordes a los que no llega la sal, y que a veces alcanzan cinco o seis kilómetros de ancho, constituyen el verdadero peligro de estos lugares.

Allí, bajo una costra reseca por el sol, se esconden las más peligrosas arenas movedizas del Sáhara. El agua de las filtraciones remueve la arena, desligándola, y ése es el motivo de que chupe cualquier objeto que caiga en ellas, convirtiéndose en el más espantoso cepo que puede acechar a un ser humano.

Sin embargo estas arenas movedizas, de color amarillento oscuro y aspecto y constitución semejante a la mantequilla pastosa, ya casi derretida, se encuentran recubiertas y protegidas por una costra de unos dos dedos de grueso, resultado de cientos de años de sol abrasador, de igual manera que el pan recién salido del horno, duro por fuera, esconde la esponjosidad de su interior.

Un hombre puede andar con bastante seguridad sobre esta corteza, y a no ser que se encuentre resquebrajada, o que en algún punto —se ignora por qué motivo— sea más fina, puede atravesar las salinas cómodamente, ahorrándose una gran vuelta. Incluso camellos y camiones se han aventurado sobre ella a menudo, a pesar de que esté terminantemente prohibido por el gobierno.

Cuando llegamos al borde de la salina y Sarcedo se dio cuenta de la gran vuelta que tenía que dar y de que no le habíamos engañado, sino que todo era culpa suya, no supo qué decir; pero noté que los ojos le brillaban de furor y que se sonrojaba.

Casares y Escobar no contuvieron su mal humor y se despacharon a gusto, diciéndole todo lo que les vino a la boca. Sarcedo lo soportó sin decir palabra.

Se alejó y estuvo contemplando atentamente la salina y fijándose en los bordes. Al fin regresó.

—Más allá hay un declive por el que puede bajar el camión —dijo—. Atravesaremos y al otro lado encontraremos por dónde salir.

Lorca se negó rotundamente. Estaba prohibido hacer aquello, y aunque hubiese que perder no dos, sino cinco días, el camión no bajaría a la salina, con riesgo de quedar sepultado para siempre en las arenas movedizas.

Sarcedo manifestó que él no veía las arenas por ninguna parte, y que todo aquello eran fantasías. Le explicaron la constitución del terreno y le hicieron saber que no sería el primero ni el último que, tratando de cruzarlas, se ahogaba allí. Aún no había transcurrido un año desde que en la salina de Tisfurin, más al sur, había desaparecido Mohammed Ulad Gailan, «el Gordo», uno de los indígenas más prestigiosos del Territorio.

No bastó esto para convencer a aquel hombre engreído y seco de cerebro; descendió hasta la arena para hacer allí una incisión y cerciorarse de que lo que decíamos era cierto.

Al volver mantuvo que era factible atravesar sin hundirse; pero todos se opusieron con tal tenacidad que tuvo que ceder al fin, e iniciamos el largo rodeo.

No era aquélla la única salina; tres fueron las que tuvimos que bordear hasta llegar a la ría de Puerto Cansado.

Para aquellas fechas ya pasábamos una hambre atroz, porque las patatas se habían terminado y la caza seguía sin aparecer por parte alguna. No me extrañó que en ninguna de nuestras salidas anteriores visitáramos aquella zona, pues era la más abandonada que pueda haber existido nunca, y ni liebres, ni gacelas, ni siquiera la más diminuta de las aves distinguimos.

En Puerto Cansado había una pequeña guarnición, formada por un cabo y tres soldados, indígenas todos. Nos ofrecieron las pocas provisiones que tenían y nos prestaron sus cañas de pescar. Mulai y yo nos fuimos a la ría, y a poco volvimos con un cazón de los muchos que había en la desembocadura. Aunque es un bicho incomestible, lo preparamos como buenamente pudimos.

Aún faltaba casi una jornada para llegar al barco, y decidimos descansar allí aquella tarde y salir al día siguiente. Me fui con Lorca a pescar, ahora con ánimo de conseguir algo mejor para la cena, y advertimos que al descender la marea dejaba al descubierto en el centro de la ría un enorme montón de piedras gigantescas, perfectamente colocadas en su base, y que presentaba todo el aspecto de una antiquísima construcción.

Con una pequeña canoa de la guarnición llegamos hasta allí, y pudimos comprobar que efectivamente aquello había sido en tiempos muy remotos una edificación debida a la mano del hombre. Lorca tomó varias fotografías para llevárselas a mi tío, pues a éste le interesaba extraordinariamente todo lo que pudiera relacionarse con la historia del Sáhara.

Fue él quien meses más tarde me contó cuanto había logrado averiguar sobre aquellas ruinas tras mucho buscar y rebuscar entre libros y papeles viejos.

Pertenecía aquel resto de construcción a una parte del fortín de Jenifíes, construido en el siglo XV por los portugueses, que habían recorrido aquellas costas en interminables viajes. Más tarde el fortín fue aprovechado por un comerciante inglés, que había montado allí su factoría: éste había sido el que sirvió de escarmiento y prevención a MacKenzie cuando quiso establecerse en Cabo Juby.

Hay quien sostiene que el inicio de aquel fortín se debe a los romanos, incansables viajeros y exploradores; pero esto es algo que nadie puede asegurar ni fundamentar en una base cierta. Lo que sí se puede discutir es el hecho de que Puerto Cansado sea la auténtica Santa Cruz de la Mar Pequeña de los antiguos historiadores, en lugar de Ifni, con el que se ha querido identificar este punto de gran importancia en los siglos XIV y XV, y la razón parece amparar a los que pretenden reivindicar para Puerto Cansado este privilegio, ya que es el único sitio de la costa en que existe una ría, y por tanto es factible la denominación de «Mar Pequeña».

El inglés —cuyo nombre no ha pasado a la historia, o al menos yo no lo recuerdo— se estableció en aquel lugar, y durante mucho tiempo estuvo comerciando con las tribus nómadas, y, a pesar de que constantemente sostenía guerrillas y escaramuzas, su negocio habría prosperado si hubiese tenido el acierto de ponerse a bien con los canarios, por aquel entonces dominadores de la costa. Por haberse establecido indebidamente fue apresado y conducido a Tenerife, para responder ante el gobernador de los cargos que se le imputaban.

Estando él en Canarias atacaron los berberiscos el fortín, y sus hombres, sin jefe que los dirigiese, no supieron resistir. Cuando los nativos se retiraron se habían apoderado de la esposa y de la hija del inglés, de las cuales nunca volvieron a tenerse noticias, creyéndose que serían vendidas al harén de algún rico caíd.

Al saberse esto en Tenerife le dejaron en libertad, y embarcó rumbo a Inglaterra; pero tuvo la mala fortuna de que durante la travesía la tripulación se amotinara, asesinando a todos los pasajeros.

Anteriormente parece ser que también se había aposentado en aquel fortín un noble canario, un hombre de gran fortaleza física, considerado un Hércules de su tiempo, y que por medio de una pequeña embarcación mantenía constante contacto con Fuerteventura y Lanzarote.

Este noble construyó un fuerte en tierra, mayor y más poderoso que el que se levantaba en la ría, al que llamaron Erguilla. Después de destruido fue invadido por las arenas, y hoy debe de encontrarse enterrado bajo las grandes dunas que allí se levantan.

Este Hércules pertenecía a la familia de los Saavedra de Fuerteventura. Descendía de aquel don Pedro Fernández de Saavedra que por el año 1480 se convirtió en azote de las costas berberiscas, cuyo hijo natural, Alfonso Pérez de Saavedra, fue tan vilmente apresado por las naves berberiscas cuando se disponía a parlamentar con los caídes indígenas en el puerto de Tahagaz, y llevado después a Tarudente, donde murió tras larguísimos años de espantoso cautiverio.

Las hazañas de aquel hombre de singular fuerza no pertenecen a la historia, sino a la leyenda. Los nativos le temían extraordinariamente, lo cual no impidió que en más de una ocasión intentaran asaltar su fortín y, reunidas contra él varias tribus, obedeciendo órdenes que traían enviados especiales del sultán de Fez, lograran tras largo y agotador sitio vencer la resistencia. Dícese que penetraron a cuchillo, y aunque los caídes indígenas se negaron a ello, los enviados del sultán hicieron asesinar incluso a mujeres y niños.

Cuentan los nativos que cuando aquella noche los jefezuelos berberiscos se reunieron en el interior del fuerte para celebrar la victoria se produjo un terrible incendio, y que un gigante con la fuerza de cien hombres les cerró el paso, e hizo que todos, incluso él, perecieran allí, pasto de las llamas.

Ésta es la leyenda que circula alrededor de aquel Hércules descendiente de los Saavedra, señores de Fuerteventura, y del cual se dice que podía matar un camello de un solo golpe y levantarlo después sobre su cabeza, trasladándolo de un lugar a otro como si fuese un niño.

En cuanto a Puerto Cansado, allí estaban sus ruinas: aún ahora puedo verlas en las fotografías, levantadas apenas un par de metros sobre el agua de la ría. Con la marea alta esta ría penetra hasta nueve leguas en el interior, desmembrándose después en una infinidad de pequeños charcos y canales, lo que la hace parecer el amplísimo delta de un extraño río de aguas saladas. Es tan abundante en pesca que basta comunicar uno de aquellos minúsculos charcos con el mar para que inmediatamente se vea invadido por toda clase de peces, que más tarde se pueden coger con la mano.

Los indígenas que vivían en las proximidades de la ría aseguraban que en más de una ocasión, cuando alguna duna se trasladaba de un lugar a otro bajo la incansable acción del viento, encontraban restos de espadas, cimitarras e incluso armaduras, y que en tiempos de los padres de sus padres se habían visto las altas almenas de un fuerte semiderruido, ennegrecidas por el humo, tapadas ahora por las más altas dunas de la izquierda de la ría.

A mí, que he visto un gran zoco construido hace menos de veinte años totalmente invadido por la arena, a punto de desaparecer por completo, no me puede extrañar, aunque quien me lo contase fuese el más exagerado de los exageradísimos saharauis, que un fortín de hace cuatrocientos años, una ciudad entera, e incluso la torre de Babel, pueda desaparecer de la vista del hombre para pasar a ser una de tantas dunas del desierto.

Y es que hay algo contra lo que el ser humano no puede luchar: la naturaleza.

Y aquí la naturaleza tiene dos nombres:

Arena y viento.

Continuábamos sin encontrar caza, y el hambre se había convertido en una pesadilla. Nos manteníamos con el escaso alcuzcuz que nos había dado la guarnición, y que ya amenazaba con desaparecer.

Todos estábamos de un humor endiablado, incluso Toby, y la situación se hacía verdaderamente insostenible. Las relaciones de Sarcedo con el resto de los componentes de la expedición estaban al rojo.

Avistamos el barco a media tarde. Montamos el campamento ante él y esperamos la marea baja para subir a bordo.

Sarcedo se extendió en mil detalles y explicaciones respecto al estado y configuración de la nave, y decidieron que de intentar ponerla a flote había de ser cuanto antes, pues se encontraba en playa abierta, muy batida por las olas, que la irían desajustando lentamente hasta llegar a destrozarla por completo.

Era el barco un alto y fuerte casco de hierro, mucho más grande de lo que yo suponía, y se encontraba en buenas condiciones, pese a que las rapiñas de los indígenas —que habían acudido de todas partes como por ensalmo, incluso de doscientos kilómetros tierra adentro— lo habían dejado reducido a un simple esqueleto, y todo lo que se podía desmontar, desgajar, romper o partir había desaparecido.

Pasamos allí la noche y parte de la mañana siguiente; pero cuando el hambre comenzó a llamar con insistencia en nuestros estómagos decidieron emprender la marcha lo más rápidamente posible.

De común acuerdo pensaron desviarse hacia el interior, alejándonos de la ría y el destacamento de Puerto Cansado. Allí ya nos habían dado prácticamente cuanto tenían, y era preferible buscar por las rutas del interior zonas donde abundara la caza, para poder llegar al fin de nuestro viaje, puesto que la pesca que pudiéramos conseguir en Puerto Cansado no nos duraría, en el calor del desierto, más de una jornada. Mulai mantenía la creencia de que tampoco costeando encontraríamos caza. Era mejor, decía, abrirse mucho hacia el interior, tratando de encontrar los pedregales en que aquélla pudiera hallarse.

Partimos, pues, aquel día, y cuando al anochecer montamos el campamento no había absolutamente nada con que engañar al estómago. El hambre no me dejaba dormir, y no hacía más que dar vueltas en la manta, tapándome y destapándome alternativamente, saliendo a tomar el fresco y a dar un paseo, para volver a la jaima a apretarme el estómago con las manos.

Aún faltaba más de una hora para amanecer cuando ya estábamos todos en pie, dispuestos a levantar el campamento y seguir la marcha.

Como remedio bebí gran cantidad de agua, aunque no acostumbraba ni era conveniente hacerlo; pero me llenó el estómago y me hizo olvidar un poco el hambre.

El cielo comenzaba a teñirse de gris, y estábamos dispuestos para la marcha, con las jaimas y los colchones de nuestros compañeros ya en el camión, cuando de pronto Toby se agitó inquieto, salió corriendo y se perdió entre las dunas.

Lorca y yo nos miramos un instante; cogió él su rifle y yo mi escopeta, y marchamos tras el perro. No habíamos recorrido doscientos metros cuando lo encontramos agazapado esperándonos, mirando fijamente a un punto más allá de las dunas.

Seguimos la dirección de su mirada y comprobamos que, una vez más, su instinto cazador no le había engañado. A unos trescientos metros, demasiado lejos para hacer un disparo certero, se veía un rebaño de antílopes. Habría unos siete u ocho y pacían muy tranquilos, ignorantes de nuestra presencia.

—¿Qué hacemos? —pregunté a Lorca por lo bajo.

—El disparo es muy largo —respondió—. Es mejor que intentemos rodear esta zona y salir a sus espaldas, tras aquellas dunas.

Estudiamos detenidamente el terreno. En efecto: dando un gran rodeo podíamos situarnos ventajosamente, en un punto desde el que ni Lorca ni yo fallaríamos el tiro.

Regresamos al campamento, llevándonos a Toby con nosotros, y avisamos de lo que sucedía. Cambié la escopeta por el rifle, y les recomendamos el mayor silencio posible, puesto que los antílopes son muy asustadizos y echan a correr a la menor señal de peligro.

Sarcedo insistió en venir con nosotros. Según él, era un gran cazador y tenía una puntería extraordinaria, aunque ahora se encontraba un poco desentrenado. Lorca se negó rotundamente. Cazar en el desierto es algo que no se parece a ninguna otra caza del mundo, sobre todo si la pieza es un antílope, que tiene extraordinariamente desarrollados los sentidos de la vista, el oído y el olfato.

Se entabló una corta discusión en voz baja. Sarcedo sostenía que lo que pudiera hacer un chiquillo, mucho mejor lo podía hacer él. Al fin Lorca, indignado, le volvió la espalda y me indicó que le siguiera. Sarcedo se quedó con la palabra en la boca. Aún pude oír que decía algo entre dientes, pero sus compañeros le ordenaron que guardara silencio para no espantar la tan necesaria caza.

Tardamos más de media hora en rodear a los antílopes, y cuando calculamos que nos encontrábamos a la altura deseada fuimos aproximándonos lentamente, en silencio, procurando que nuestros pasos no hicieran el más insignificante ruido sobre el terreno.

Ciento cincuenta metros nos separaban de ellos. Alzamos la cabeza un instante: seguían indiferentes. El viento nos venía de cara y no podían olemos; continuamos, seguros de nosotros mismos, pero adoptando mil precauciones.

Lorca se volvió y me sonrió a medias. El sudor le perlaba la frente. Aquélla no era una cacería normal; era mucho más que eso: representaba poder aplacar el hambre de siete personas desfallecidas.

Me temblaba el pulso, aunque sabía que en el momento oportuno se me calmaría, y traté de sonreír a mi vez.

Cien metros, ochenta, sesenta… Lorca se detuvo y me esperó. Cuando estuve a su lado me interrogó con la mirada. Asentí; aquél era un disparo arriesgado, pero más arriesgado era seguir aproximándose y que nos advirtieran.

—¿Los dos al mismo, o cada uno a uno? —susurré a su oído.

Me señaló un macho de grandes cuernos afilados.

—Más vale asegurar uno a que se nos escapen heridos —respondió de igual manera.

Alzamos los rifles. El pulso se me había serenado, aunque el corazón me saltaba en el pecho con fuerza. Apunté con paciencia, tranquilamente. Sabía que Lorca señalaría el momento de disparar, y procuré, ante todo, no fallar el tiro.

Bruscamente el animal dio un salto asustado y echó a correr, seguido por toda la manada. No tuve tiempo de rectificar la línea de tiro y cogerlos a la carrera; se habían alejado de nuestro ángulo visual, desapareciendo por completo.

Me quedé sin saber qué hacer ni qué decir: no podía explicarme la súbita desbandada; pero en aquel instante sonaron dos disparos de escopeta y vimos a Sarcedo correr por la llanura tratando de perseguir a los antílopes, a pesar de que le separaban de ellos más de doscientos metros.

Lorca, que se había quedado tan asombrado como yo, lanzó los más fuertes y violentos denuestos que jamás le había oído. Se echó el rifle a la cara y apuntó a Sarcedo, en el colmo de la indignación. Le di un empujón y reaccionó, porque estoy seguro de que hubiera sido capaz de pegar un tiro a aquel maldito individuo que nos había espantado la caza de modo tan absurdo.

Lorca se dejó caer al suelo; nunca le había visto tan excitado. Yo sabía que no era el mero hecho de perder una pieza lo que le indignaba, sino que aquel hombre insensato y loco estaba haciéndole llegar al límite de la paciencia.

Cuando regresamos al campamento no estaba Sarcedo, pero había contado lo sucedido. Según él, se había aproximado hasta unos doscientos cincuenta metros de los antílopes, llevando la escopeta de caza de Lorca —una arma de cartuchos, cargada con perdigón menudo, para perdices—, y cuando estuvo a aquella distancia y ya no le separaba de la manada más que una llanura sin protección echó a correr hacia ellos, con la pretensión de aproximarse lo suficiente como para poder dispararles con aquella arma, con la que, en el más venturoso de los casos, no habría alcanzado ni a la tercera parte de la distancia a que los animales le hubieran permitido llegar.

A pesar de todo parece ser que Sarcedo no quería reconocer su estupidez y echaba la culpa de su fracaso a que los antílopes habían huido demasiado pronto.

Entre todos tuvimos que calmar a Lorca para que no propinara una soberana paliza a Sarcedo cuando éste regresara. En realidad estoy seguro de que no había uno solo de nosotros que no deseara que le hinchasen las narices.

Cuando volvió, Lorca se limitó a preguntarle fríamente con qué permiso había cogido una arma que no era suya. La respuesta fue digna de él:

—Tenía que intentar cazar algo para comer, ya que parece ser que ustedes no saben hacerlo…

Ciego de ira, Lorca se abalanzó sobre Sarcedo. Los otros intentaron separarlos, y el chófer y Casares sujetaron a mi amigo. Yo, por mi parte, nunca le hubiera detenido. Conocía su fuerza, y me hubiera gustado ver qué sucedía con Sarcedo después que le hubiese zarandeado un poco. Pero evitaron la pelea, y, desilusionado, subí al camión.

Emprendimos la marcha entre una tensión insoportable, y el resto de la mañana sudamos bajo el sol asfixiante, agitados de un lado a otro en la trasera de aquel camión que se movía como un barco en día de temporal.

No nos detuvimos a comer, porque nada había que pudiéramos llevarnos a la boca, y hacia las tres Mulai, que observaba el panorama, se volvió a Lorca.

—Tendremos que rodear una gran salina, Manolo —avisó.

Nos asomamos. Mulai señaló al frente, donde no se distinguía absolutamente nada.

—¿Dónde está? —preguntó Lorca.

—Ahí delante, Manolo —respondió Mulai—. Llegaremos antes de media hora; pero no la puedes ver porque está hundida y es estrecha, aunque muy larga.

Mulai no se equivocaba: media hora después nos detuvimos ante el suave declive de una salina. Era ésta muy estrecha, efectivamente, y podría haberse confundido con el seco cauce de un río. Mulai indicó que habría que desviarse casi veinte kilómetros al este para poder rodearla.

Estudiamos la posibilidad de que el camión pudiera cruzar aquel corto espacio de dos kilómetros, ahorrándonos así más de cuarenta de marcha, y bajamos a inspeccionar la costra y su espesor.

Con la punta del cuchillo excavó Mulai en el suelo hasta dejar al descubierto la arena pastosa, y examinó el grosor y la resistencia de la corteza. Movió la cabeza y negó. Era demasiado delgada. Nos encontrábamos como sobre un lago helado, que parece seguro, pero que debajo esconde un gran peligro. No aguantaría el peso del camión, aunque nosotros podíamos caminar tranquilamente sobre la costra de arena reseca; arriesgarnos a que el camión lo intentara era una locura.

Sarcedo opinó lo contrario. Estudió el grosor, la longitud, el peso del camión; hizo el cálculo de las presiones y expuso el teorema de Pitágoras; lo mezcló todo y lo dividió por la raíz cuadrada de los trescientos sesenta y cinco días del año, y se extendió en inacabables disertaciones sobre física, química y astronáutica; pero nadie le hacía caso, y Lorca tuvo que decirle al fin que se callara de una vez o le partiría la cabeza sin atender a más razones.

Sarcedo lo pensó un instante: pesó el pro y el contra de la cuestión y se quedó extrañamente silencioso.

Decidido que el camión daría la vuelta, Mulai señaló la orilla contraria y dijo:

—Allí puede que encontremos caza, Manolo; es zona de pedregales y matojos, y, aunque no sea muy buen sitio, puede haber suerte.

Lorca estudió el terreno. El camión tardaría cuatro o cinco horas en rodear la salina, marchando por aquellas zonas pedregosas, y para entonces ya se habría hecho tarde para intentar cazar, y desde luego no era como para estarse otra noche sin probar bocado.

Se acordó, por tanto, que algunos atravesaríamos la salina a pie, tratando de cazar algo, y esperaríamos la llegada del camión.

Excepto Sarcedo y, naturalmente, el chófer, todos fuimos a pie. Cogimos las dos únicas cantimploras de agua que llevábamos y las armas y nos dispusimos a atravesar aquel corto espacio.

Lorca prestó su escopeta a Escobar, y yo le dejé la mía a Casares; pero éste reconoció que no disparaba nada bien y se brindó a llevarla, entregándomela en cuanto me hiciera falta.

Lorca, Mulai y yo llevábamos los rifles, con la ilusión, ya marchita, de conseguir que una gacela o un antílope se nos pusiesen a tiro.

El camión se alejaba hacia el este dando tumbos, y nos pusimos en marcha, atravesando primero la costra de arena y después la capa de sal. Andábamos aprisa, deseosos de llegar cuanto antes al otro lado: era imprescindible cazar algo.

Nos encontrábamos ya muy cerca de la otra orilla cuando a nuestras espaldas, un poco a la izquierda, sonó el alegre repicar de la bocina del camión.

Nos volvimos al unísono, y más de uno profirió una exclamación. El camión venía hacia nosotros atravesando la salina, y había dejado atrás la zona peligrosa de la primera orilla; marchaba ahora por sobre la capa de sal, avanzando muy lentamente, porque de continuo le patinaban las ruedas.

Sarcedo, de pie en uno de los estribos, agitaba el brazo en señal de saludo, y pese a la distancia parecía sonreír satisfecho.

Lorca se llevó las manos a la cara e hizo esfuerzos por contenerse. Todos le observábamos, esperando su explosión; pero nada dijo, y, volviendo la espalda, continuó su camino.

Le seguimos; pero antes que hubiéramos dado dos pasos llegó hasta nosotros la burlona voz de Sarcedo, que gritaba:

—No les gusta que yo tenga razón, ¿verdad?

Nadie le respondió. Casares y Escobar se detuvieron indecisos, sin saber si quedarse a esperarle o seguir a Lorca. Éste no volvió la cabeza atrás, y yo hubiera jurado que no lo hacía por no perder el dominio de sus nervios. Mulai y yo íbamos detrás de él, aunque de vez en cuando lanzábamos una mirada al camión.

Llegó éste al final de la capa de sal y se adentró de nuevo en la costra arenosa. Nosotros ya comenzábamos a ascender por la orilla de la salina, a unos trescientos metros de distancia, y ya en lo alto me detuve un instante a mirar hacia atrás. Lorca se alejaba hacia los pedregales, indiferente a todo.

El camión avanzó lentamente unos cincuenta metros. Sarcedo continuaba en el estribo. Casares y Escobar, que se habían detenido a esperarle, le tenían ya muy cerca. Oí que Sarcedo les gritaba algo y reía.

Bruscamente el terreno cedió y el camión pareció haber perdido medio metro de altura en un instante.

Di un grito y Mulai se volvió. El camión se iba hundiendo, y ya estaba enterrado en la arena hasta el cubo de las ruedas. La ancha superficie del chasis lo había detenido momentáneamente; pero la arena, pastosa como fango fluido, rebosaba por los lados.

Llamé a Lorca a gritos y vino corriendo. Desde lo alto vio lo que había ocurrido, y fuimos hacia el camión.

Cuando llegamos era aquél un espectáculo dantesco. Casares y Escobar contemplaban el camión a distancia, petrificados y sin osar aproximarse por miedo a las arenas; sobre la capota, en la parte más alta, Sarcedo pedía socorro y rogaba que le echaran una cuerda.

Alrededor del camión, en una anchura de metro y medio a dos metros, había desaparecido la costra, que se veía ahora rota en mil pedazos, mezclada con las arenas movedizas.

Lorca gritó a Sarcedo y al chófer que saltaran hacia terreno firme; pero no se atrevieron a hacerlo. Tembloroso, Sarcedo aseguró que si saltaba, la costra volvería a ceder y él mismo se iría al fondo.

Mulai y Lorca se aproximaron lo máximo, hasta el borde mismo, saltaron al camión y comenzaron a arrojar a tierra todo cuanto había en éste.

El chófer se decidió a ayudarlos, y Casares y Escobar se acercaron.

En un momento el camión estuvo descargado de lo más imprescindible. Se intentó entonces bajar el bidón del agua, pero se vio que era imposible. La distancia que separaba el camión de la zona segura era excesiva, y el bidón pesaba mucho: entre tres hombres apenas si lo podían alzar; menos, por tanto, tratar de lanzarlo como se había hecho con las mantas y los colchones.

El camión se hundía lentamente, y en menos de cinco minutos la arena avanzó casi treinta centímetros.

Sarcedo se decidió a saltar a tierra, y una vez allí ordenó al chófer que pusiera el camión en marcha para tratar de sacarlo.

Todos le miramos asombrados. La arena alcanzaba ya el motor y la cabina, y hubiese sido necesaria una grúa para poder salvar aquel camión, que ya se daba como irremisiblemente perdido.

Cuando vio que nadie le hacía caso comenzó a gritar y a decir que si no se sacaba de allí lo tendría que pagar él, y que el chófer tenía la obligación de hacerlo.

Desde lo alto del camión, donde aún estaba, Lorca le dijo que si quería intentarlo, que lo hiciera él, que tenía la culpa de todo, y Sarcedo quedó en silencio.

Lorca me pidió que le llevara las cantimploras y todo cuanto pudiera encontrar para guardar agua. El chófer me indicó que bajo su asiento había una lata, y salté a buscarla. Las puertas de la cabina estaban abiertas y no me resultó difícil hacerlo. El vehículo seguía hundiéndose, pero aún tardaría en desaparecer. Levanté el asiento; al hacerlo tuve que pisar la arena fangosa que ya invadía el suelo de la cabina, y un estremecimiento me recorrió la espina dorsal. Pensé lo que sería encontrarse enterrado hasta la cintura en aquellas arenas traidoras, y me apresuré a salir de allí.

No había más recipientes que las dos cantimploras y la sucia lata. Llenamos las tres, después de haber limpiado esta última lo mejor posible. Ya sin nada más con que aprovisionar agua, decidimos beber gran cantidad y calmar así nuestra sed, en un vano intento de seguir la costumbre de los camellos.

Sabíamos que nos esperaban dos o tres días de andar por el desierto sin más agua que la poca que habíamos recogido, y tampoco ignorábamos que si bien el hambre es hasta cierto punto soportable, no ocurre lo mismo con la sed, en un lugar en que el sol del mediodía semeja plomo fundido y el calor puede llegar a alcanzar los sesenta grados.

Lorca me ordenó que saltara a terreno seguro. La arena comenzaba a invadir lentamente la trasera del camión y ya nada podíamos hacer allí.

Cuando todos estuvimos a salvo me senté en el suelo a contemplar cómo el camión se hundía lentamente. Las arenas iban ganando terreno casi imperceptiblemente, y fuimos viendo cómo cubría el asiento del conductor, el motor, los cristales y el volante.

Nadie hablaba. No sé si ya nos habíamos percatado de la magnitud del desastre, o si lo fascinante del espectáculo nos impedía pronunciar palabra; pero allí estuvimos durante más de media hora, escuchando únicamente el gorgoteo agónico de la arena al ganar su presa y arrastrarla hacia las profundidades.

Desde aquel día, pese a que conozco el origen de las arenas movedizas, he tenido siempre la sensación de que no son algo inanimado, sino que se trata de un extraño monstruo que disfruta absorbiendo y arrastrando a su guarida todo cuanto se pone a su alcance.

Fue el chófer quien rompió el silencio.

—Esto ya está perdido —dijo—. No hay nada que hacer…

Sarcedo se volvió a él, enfurecido:

—¡Sí! —gritó—. Está perdido; pero si se cree que estoy dispuesto a pagar el camión por su imbecilidad, está muy equivocado.

El chófer se quedó asombrado y no acertó a responder.

—Oiga… —comenzó.

—No me venga ahora con disculpas —le interrumpió Sarcedo, en el mismo tono—. Si lo hubiese puesto en marcha cuando le ordené, lo habríamos sacado de aquí.

—¡No me meta en esto! —gritó a su vez el chófer—. Fue usted quien me ordenó atravesar, en contra de mis deseos; y me aseguró que cargaría con toda la responsabilidad.

Sarcedo fue a responder, pero Lorca intervino:

—¡Cállese! —ordenó—. Ya nos ha complicado bastante la vida por esta vez…

—¡Métase en sus asuntos, estúpido sabelotodo! —fue la respuesta de éste.

Lorca se puso rojo de ira, los ojos parecieron querer saltársele, y se abalanzó sobre Sarcedo, aferrándole por el cuello. Nadie hizo el menor ademán de separarlos, y contemplamos cómo Lorca le golpeaba una y otra vez con saña, mientras la sangre empezaba a manar de la boca de su contrincante, que se debatía tratando de liberarse de aquella lluvia de golpes.

Sarcedo logró desasirse un instante y echó a correr, sin mirar adónde iba. Gritamos previniéndole, pero era ya demasiado tarde, y con un alarido de terror se precipitó en las arenas movedizas.

Por un instante quedamos petrificados, incapaces de reaccionar. Lorca fue el que primero se lanzó en su auxilio, tendiéndole una mano.

Sarcedo se agitaba convulsivamente, presa del pánico, y no oía ni comprendía nada, pese a que Lorca le decía que se estuviese quieto, porque cuanto más se moviese, más rápidamente se hundiría.

Mulai rasgó hábilmente una manta y la trenzó en un instante, formando una gruesa y resistente cuerda. Lorca se había tendido en el suelo, con medio cuerpo fuera de la costra resistente, encima mismo ya de las arenas, e intentaba asir a Sarcedo. Por fin lo consiguió y comenzó a tirar de él; pero al hacer fuerzas no lograba atraerle, sino que, por el contrario, era su cuerpo el que resbalaba.

Corrí a sentarme sobre sus piernas, sujetándole, y Escobar vino en mi ayuda. Entre los dos estiramos hacia afuera, mientras Mulai acababa de trenzar su cuerda y se la lanzaba a Sarcedo.

Poco a poco los ánimos se fueron serenando; Sarcedo se calmó lo suficiente como para estarse quieto, y entre Lorca, que estiraba por un lado, y Mulai, Casares y el chófer, que lo hacían por el otro, logramos sacarle de allí.

Cuando se encontró en terreno firme, ya fuera de peligro, se echó al suelo, escondió la cara entre las manos y comenzó a llorar.

Estremecido, sangrante y sucio de barro, era el más triste despojo humano que nadie puede haber visto.

Por primera vez tuve compasión de aquel hombre. Al fin le veía tal como en realidad era.

Levantamos el campamento al borde de la salina. Montamos las tiendas y nos dispusimos a descansar, preparándonos para la caminata de los días siguientes.

El hambre, que los acontecimientos de aquella tarde habían hecho pasar a segundo plano, se presentó de nuevo, tan cruel y desesperante que, pese a nuestros esfuerzos, no nos permitió conciliar el sueño. Tuve que enrollarme una manta alrededor de la cintura, tratando de calmar los arañazos de mi estómago vacío…

A la mañana siguiente Mulai y Lorca estudiaron el itinerario que debíamos seguir: el problema del agua era el más apremiante y se hacía imprescindible buscarla cuanto antes.

Mulai calculó que tardaríamos unos dos días en llegar al destacamento de Puerto Cansado, y al menos seis o siete a Cabo Juby.

En Puerto Cansado podríamos vivir de la pesca y contaríamos siempre con agua abundante, mientras un soldado podía ser enviado a Cabo Juby en busca de un camión que viniera a recogernos.

Se decidió, pues, dirigirnos hacia allí, y sin perder tiempo, cargando lo más estrictamente necesario, nos pusimos en marcha. Llevábamos únicamente las armas, las cantimploras y una manta cada uno.

Lorca me confió una de las cantimploras, y me amenazó gravemente si la tocaba o la daba a alguien, recomendándome que por mi bien procurase que no faltara ni una gota cuando me la pidiese. Él se hizo cargo de la otra, y Mulai llevaba la lata que habíamos llenado.

Era necesario racionar el agua, y nosotros, más acostumbrados al desierto, podríamos resistir mejor la tentación de beber.

Repartimos también las armas. Lorca me aconsejó que llevase la escopeta a punto y dejase a Casares transportar el rifle, porque una gacela o un antílope suelen verse desde muy lejos, mientras que una perdiz puede surgir inesperadamente detrás de un matorral.

Durante toda la mañana anduvimos en silencio, siguiendo a Mulai, que marcaba la ruta y que de vez en cuando torcía hacia la derecha, cuando en la monotonía de la llanura no tenía ningún punto de referencia. Como buen saharaui sabía que si se camina mucho tiempo por el desierto sin dirección fija, se tiende siempre a desviarse hacia la izquierda, porque es esta pierna más corta que la otra; así se llega a trazar enormes círculos, en los que es posible volver al punto de partida: éste es el motivo de que muchos de aquéllos que se pierden en el desierto no lleguen nunca a salir de él.

Al mediodía nos detuvimos a descansar. Escobar era el más agotado del grupo, y aunque los demás también nos encontrábamos fatigados, era él el que más a las claras revelaba la dureza de la marcha.

Fueron inútiles cuantas recomendaciones hizo Lorca con respecto a la necesidad de restringir la ración de agua, y cuando de nuevo echamos a andar quedó allí la lata abandonada, vacía ya, pese a que el agua que contenía conservaba un ligero sabor a gasolina.

A primera hora de la tarde se levantó un viento del sur, fuerte y violento, que nos arrojaba la arena a la cara, haciendo que se clavase en la piel, y que nos acompañó hasta ya entrada la noche.

Ya oscurecido, Escobar, que marchaba unos pasos detrás de mí, se dejó caer, completamente extenuado; pese a la insistencia de Lorca se negó a continuar, y cuando trataron de ponerle en pie se le doblaron las piernas y se derrumbó de nuevo, perdido el sentido.

—Está bien —comentó Lorca contrariado—: quedémonos aquí.

Dijo algo más; pero no pude oírle, porque me había tendido al abrigo de una duna y al instante quedé dormido.

Estaba amaneciendo cuando Mulai me zarandeó bruscamente, hasta conseguir que abriera los ojos.

—Una gacela, guayete, una gacela… —susurró con voz estremecida, y esto me ayudó a despertar.

Ya no tenía hambre; no sabía cuál podía ser la razón, pero aquella constante contracción que había sentido los dos días anteriores había dejado paso a una lasitud que me aplanaba, y el deseo de comer ya no era aquella ansia de manjares, sino una necesidad fisiológica que se había apoderado de toda mi persona, impidiéndome casi razonar.

—¡Vamos, guayete! —me apremió Mulai—. No podemos fallar ese tiro.

Recogí mi rifle, que estaba tirado en el suelo, y traté de quitarle la arena que lo cubría. Me cercioré de que estaba cargado y seguí a Mulai hasta donde Lorca nos esperaba.

Escondidos tras una duna, con las armas preparadas, me hicieron señas de que guardase silencio, señalándome un punto en la llanura.

Una pequeña gacela pastaba tranquilamente. Estaba muy lejos, y era el blanco más difícil con que me había encontrado jamás; pero me di cuenta de que, hiciéramos lo que hiciésemos, no podríamos acercarnos sin que nos viera, y comprendí lo que Lorca deseaba.

Me hizo una seña y los tres a la vez levantamos los rifles. Apoyé el codo en la arena y me extendí por completo en ella, apuntando con el mayor cuidado posible.

La voz de Lorca sonó muy queda, a mi lado.

—¿Listos? —preguntó imperceptiblemente.

Más allá Mulai respondió que sí; yo hice otro tanto.

—Uno… —comenzó a contar Lorca.

La gacela seguía inmóvil. La enfilaba por sobre mi punto de mira, y rectifiqué el tiro ligeramente, alzándolo un poco.

—Dos… —La voz de Lorca parecía quebrarse.

Me dio la impresión de que los nervios me iban a estallar y comencé a presionar el dedo sobre el gatillo.

—¡Tres!…

Los disparos se confundieron en uno solo, ensordecedor. Desilusionado, pude ver cómo la gacela echaba a correr hacia la izquierda, alejándose de donde estábamos, y traté de recargar rápidamente. No tuve tiempo, porque el animal había recorrido unos quince metros cuando las patas le flaquearon, y cayó inerte, muerto.

Con un grito nos lanzamos a la carrera; olvidé mi cansancio, mi hambre y mi sed, y corrí como nunca lo había hecho. Llegamos junto al animal: era un macho joven, no muy grande, pero bastaba para aplacar el hambre de siete personas.

Mulai se abalanzó sobre el cuerpo, tratando de hallar aún un soplo de vida y poder cumplir con su religión; pero el bicho estaba muerto: una bala le había atravesado los pulmones y la carrera había acabado con él. Cuando se dio cuenta de que no podía degollar al animal se puso en pie, abatido, y pareció dudar; pero Lorca, que lo advirtió, le hizo comprender que hay ocasiones en que las leyes, aunque estén impuestas por la religión, están dispensadas.

En un instante la gacela estuvo desollada y lista. La clavamos en la baqueta del fusil de Mulai, un mosquetón del ejército, y reunimos bajo ella cuantos matojos nos fue posible.

Lorca la asó lentamente, haciéndola girar sobre el fuego, y siete pares de ojos contemplaban aquella carne que se iba tostando poco a poco, dejando caer sobre las llamas gruesas gotas de grasa. El hambre adormecida se hizo de nuevo insoportable cuando el aroma de aquel asado llegó hasta nosotros.

Pasaron lentos los minutos, tan inacabables que sentía deseos de gritar; pero Lorca recomendó paciencia, y continuamos contemplando hipnotizados cómo la gacela cambiaba de aspecto, crujía, se doraba ligeramente y estallaba en mil diminutas explosiones.

Al fin Lorca la apartó del fuego, la colocó sobre una manta y con su afilado cuchillo la fue dividiendo en trozos.

Cuando ante mí no quedaron más que los huesos inaprovechables miré a mi alrededor y pedí agua. Lorca distribuyó la que quedaba entre todos, y fue imposible reservar nada, de modo que al acabar la comida las cantimploras estaban virtualmente vacías.

Habíamos conseguido aplacar el hambre, pero nos quedaba algo mucho más espantoso: la sed. Ante nosotros se extendía la llanura sin límites, y Mulai aseguraba que aún quedaba una jornada entera de marcha.

De lo que sucedió aquel día no puedo hablar, porque no lo recuerdo más que como una pesadilla aterradora, en la que la arena, el viento y el sol lo eran todo. Arrastraba los pies en seguimiento de Lorca y Mulai, y las espaldas del primero y el elástico paso del segundo eran como una obsesión; las huellas de Mulai me fascinaban, y hubo un momento en que entretuve mi cansancio tratando de pisar exactamente en las marcas que él dejaba, procurando contagiarme de su fortaleza y de su inagotable resistencia de saharaui.

Recuerdo sin embargo que atravesamos una gran llanura tan tersa como la palma de la mano, y fue allí donde por primera vez vi las grandes piedras que andan, dejando tras de sí, como gigantescos caracoles, un ancho surco en la arena que señala el camino que han seguido.

Nadie sabe cómo estas piedras, que a veces alcanzan los cincuenta y cien kilos de peso, se trasladan de lugar a través de la llanura. Mientras los europeos culpan al viento, que en los sirocos alcanza una fuerza y velocidad incontenibles, los indígenas aseguran que son arrastradas por las almas en pena de los condenados, y que por tanto aquellas zonas en que se encuentran son lugares malditos y tenebrosos, en los que ninguno de ellos se atrevería a pasar la noche.

A media tarde nos detuvimos. Escobar deliraba; Sarcedo no hacía más que hablar entre dientes, echándose la culpa de cuanto sucedía, y el chófer tenía los ojos tan espantosamente hinchados que apenas veía: continuamente se agarraba a Casares o a mí para que le condujéramos.

Clavamos las armas en el suelo, y con las mantas y los cinturones levantó Mulai una especie de toldo, bajo el que nos cobijamos, sentados espalda contra espalda, tratando de aprovechar la sombra y aguardar allí la llegada de la noche.

A mi lado Escobar tosía continuamente y de su garganta se escapaban secos estertores que hacían parecer que se estuviese ahogando. Me volví a mirarle y me asusté: semejaba un cadáver al que una extraña fuerza hiciera estremecerse a intervalos, y estoy seguro de que si le hubiésemos dejado, se tendería allí mismo, sobre la arena, para no levantarse más.

Al llegar la noche Lorca se puso en pie.

—Vamos —dijo—. Es necesario continuar.

Traté de incorporarme, y todos los huesos del cuerpo me crujieron. Los demás hicieron lo mismo, pero Escobar continuó inmóvil.

—No puedo… —susurró, y su voz sonó tan ronca y apagada que apenas si pudimos comprender lo que había dicho.

Lorca se aproximó a él y, cogiéndole por un brazo, le obligó a levantarse.

—Un último esfuerzo —dijo, animándole—. Mañana estaremos a salvo…

Escobar quiso ponerse en pie; entre Mulai y Lorca le sostuvieron, y dio unos pasos. Trató de sonreír, asintiendo, y apoyado en el indígena continuó la marcha.

Lorca vino hacia mí.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.

—Ya no lo sé —respondí, encogiéndome de hombros—. No sé nada de nada; me da la impresión de que estoy muerto.

—Si ves que las fuerzas te fallan, apóyate en mí —dijo—. A ti tengo que salvarte cueste lo que cueste. Aunque tenga que llevarte en brazos.

Emprendimos la marcha, y comenzó la más larga y espantosa noche que he vivido jamás. Con los ojos cerrados, medio dormido, la mente embotada y tratando de alejar de mi imaginación cuantas escenas de pesadilla y horror acudían a ella, anduve y anduve durante horas, sin saber adónde me dirigía, ni quién era, ni qué hacía en aquel maldito lugar.

Al amanecer me encontré tendido de bruces sobre una duna. Escobar continuaba con su estertor agónico, el chófer pedía agua y Sarcedo maldecía por lo bajo. Lorca se dio cuenta de que estaba despierto y me puso la mano en la frente.

También Mulai se aproximó y me contempló, preocupado.

—¿Cómo va eso, guayete? —preguntó.

Traté de responderle, pero tenía la lengua demasiado hinchada y no podía hablar. Asentí con la cabeza y quise sonreír. Mulai me golpeó suavemente, intentando darme ánimos, y se alejó.

Durante largo rato continué allí tendido, y como entre sueños pude oír que alguien gritaba; pero no presté atención hasta que Mulai llegó corriendo y se dejó caer a nuestro lado.

—¡Allí, allí! —exclamó, excitado—. Ya llegamos.

Nos pusimos en pie y subí a la duna. Traté de aguzar la vista; pero los ojos me escocían y debía de tenerlos terriblemente hinchados. Mulai me señaló un punto en la lejanía.

—¡Mira, guayete, mira! —dijo—. Son las jaimas de Puerto Cansado.

Seguí la dirección de su brazo y traté de vencer el dolor de mis ojos. Al fin, como entre brumas, distinguí en la distancia tres diminutos puntos negros que contrastaban con la infinita monotonía de la arena del desierto.

En la llanura, junto al mar, se levantaban las jaimas del destacamento indígena de Puerto Cansado, y sabíamos que allí había agua, comida y seres humanos, y sombra que nos librara de un sol implacable.

Sin contenerme, abracé a Mulai.

—¡Estamos salvados, Mulai! ¡Estamos salvados! —grité.

El ancho rostro del indígena se extendió en una amplia sonrisa comprensiva.

—Sí, guayete —respondió—: estamos salvados. No llores…

Quiero mirar atrás y ver si he conseguido el fin que me propuse.

Traté de narrar las impresiones de un niño y las aventuras de un muchacho, y quise trasladar al papel personajes y recuerdos; pero leyendo ahora lo que he escrito me doy cuenta de que mi obra no está completa. Olvidé a Mulik, el viejo cazador tuerto; a «Zorro playa», el loco saharaui corredor; a la gran duna del «Muladan», «la madre de los huesos», bajo la que descansan los restos de diez mil guerreros…

Tampoco he prestado atención al colono escocés que trataba de demostrar la fertilidad del Sáhara; ni a Mat, el inteligente y escurridizo antílope que lograba poner a salvo a su manada; y como éstos son muchos los personajes que han quedado perdidos en mi memoria…

Sin embargo tal vez todo pueda ser perdonado, porque, en el conjunto de los recuerdos que van acudiendo a mi mente, unos han adquirido más fuerza que otros sin que yo mismo me dé cuenta, porque son fruto de la impresión que me causaron en un determinado momento, y al presentarse de nuevo lo hacen conforme a la intensidad de entonces. Aunque en el almacén de mi memoria cada uno tiene su celda, ahora han surgido de allí en tropel, impidiéndome atender a todos.

Y así como se dice que los árboles no dejan ver el bosque, mis recuerdos no me han dejado ver a mis recuerdos, y ahora, al apartarse los que venían delante, me doy cuenta de que tras ellos se escondían otros muchos.

Fue aquélla la época más maravillosa de mi existencia, y el desierto solitario e inhóspito será siempre para mí el signo de la felicidad, pues aunque después traté de encontrar un mundo que sustituyese al que había abandonado no lo conseguí. Ni mi profesión de periodista; ni las expediciones submarinas en que tomé parte; ni, incluso, la dramática lucha que en busca de cadáveres mantuvimos en las turbias profundidades del lago de Sanabria, han sido capaces de hacerme olvidar por un instante lo que verdaderamente es mi pasión, y hoy, con veintitrés años y una vida por delante, quisiera encerrarme de nuevo en la cárcel que no tiene puertas, en la llanura que no conoce límites, en el mundo amplio y fascinante que nunca hubiese querido abandonar: allí donde para otros no existe más que calor y sed, fatiga y sol, arena y viento.