PRIMERA PARTE

EL NIÑO

LA PRIMERA cosa que me llamó la atención de Cabo Juby, y que por un instante hizo que olvidase el sentimiento de desolación que se había apoderado de mí al descender del avión, fue un enorme edificio de piedra gris, mohoso y viejo, que se levantaba en medio del mar, a unos seiscientos metros de la playa.

Visto desde la orilla no era más que un caserón macizo, de dos pisos, con numerosas ventanas que se abrían como grandes ojos vacíos, y, edificado como estaba, solitario frente al mar, erguido y majestuoso, invitaba a que la imaginación volara tratando de encontrar una explicación a su existencia.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Casa-Mar —respondió mi tío.

—¿Para qué sirve? —insistí.

—Ahora para nada: está deshabitada.

—¿Quién la construyó?

—Un inglés.

—¿Cuándo?

—En mil ochocientos ochenta y tantos…

—¿Para qué la quería?

No llegó a responderme: acabábamos de entrar en lo que iba a ser mi nueva casa, y esto le distrajo sin que pudiera satisfacer mi curiosidad.

A quien primero me presentaron mis tíos fue a Suilen, un gigantesco criado negro de rostro de niño y sonrisa inagotable, al que pronto aprendí a querer como lo que en realidad era: un hombretón con la mente más infantil que imaginarse pueda.

Suilen era de origen senegalés, y su padre había sido apresado en una incursión, de las que acostumbran a efectuar los árabes entre sus vecinos, y vendido como esclavo a un rico caíd.

El caíd, aunque hombre bondadoso, llevaba en la sangre siglos de tradición respecto a los esclavos, y no tenía demasiados miramientos con los suyos.

Pero un día el padre de Suilen le salvó de ser asesinado por sus enemigos, y el caíd, que era justo y agradecido, le puso en libertad, dándole al mismo tiempo una de sus esclavas como esposa.

Así, pues, Suilen ya había nacido libre y pudo escoger su trabajo, y desde hacía años estaba en casa de mis tíos.

Suilen amaba a los animales y a los niños; le encantaba la pesca, y era capaz de pasarse horas embobado viendo cómo un tren de juguete daba vueltas una y otra vez.

Conocí a mucha gente aquella mañana, porque en Cabo Juby un nuevo habitante significaba un acontecimiento.

Pero al fin llegó la hora de comer y nos quedamos solos, y al sentarme a la mesa tenía ante mí unas grandes cristaleras que daban al mar, y desde el mar me contemplaba el viejo caserón, gris y majestuoso.

La pregunta que había quedado sin contestar brincó en la punta de la lengua:

—¿Para qué la quería?

Durante unos instantes mi tío me miró perplejo.

—¿Para qué quería qué? —preguntó a su vez.

—La casa…

—¿Qué casa? —mi tío seguía sin comprender.

—Ésa: la del inglés —respondí, impaciente.

—¡Ah! Casa-Mar.

—Sí. ¿Por qué la construyó ahí?

—Ésa es una historia muy larga… —respondió.

Yo nada dije; miré fijamente a mi tío y después hacia la casa.

Permanecimos en silencio.

Durante el tiempo que duró el almuerzo mis tíos me hicieron preguntas sobre la familia y mis estudios, y la conversación giraba en torno a uno y otro tema; pero yo seguía teniendo el mar enfrente, y en el mar el caserón, y cada vez era mayor mi curiosidad; pero traté de reprimirla.

Al fin terminamos de comer y mi tío se fue a sentar a su sillón predilecto. Permaneció callado, contemplando un punto perdido en la lejanía, y después me preguntó:

—¿Te sigue interesando Casa-Mar?

Asentí.

—Si te hubiese contado la historia mientras comíamos —dijo—, no hubiéramos acabado nunca, y tu tía se habría enfadado, porque no le gusta que las cosas buenas que se molesta en hacernos para comer se estropeen enfriándose.

Y después de beber un sorbo de té hirviendo, al estilo moro, comenzó:

—Allá por el mil ochocientos ochenta y tantos, nadie sabe la fecha exacta, un inglés llamado MacKenzie se propuso montar una factoría en la costa del Sáhara, con el fin de comerciar con los habitantes del país y con las muchas caravanas que, subiendo desde el Senegal, Mauritania, e incluso viniendo algunas desde el Sudán, se encaminaban a Marruecos con toda clase de mercancías exóticas.

»El comercio de plumas de avestruz estaba entonces muy extendido, y es en estos lugares donde más abundan, principalmente en la zona de Río de Oro. De igual forma las pieles, las almendras y los dátiles eran muy apreciados, y MacKenzie estaba seguro de poder hacer buenos negocios, contando además con la gran cantidad de ámbar que se encuentra en estas playas, sobre todo en la desembocadura del Sekia el Hamra, adonde van a morir gran parte de las corrientes del Atlántico, y la posibilidad de conseguir marfil y oro de las caravanas.

»Sin embargo MacKenzie sabía que otro inglés, que se había establecido años antes un poco más al norte, en Puerto Cansado, había perdido en la empresa vida y hacienda, en gran parte por no tener en cuenta que toda esta zona ha estado tradicionalmente bajo la influencia de los canarios, y nada se podía hacer aquí sin contar con ellos.

»Por tanto, antes de venir publicó en Inglaterra un estudio en el que se pretendía la posibilidad de anegar el Sáhara, y mostraba muy a las claras los inmensos beneficios que ocasionaría a canarios y saharauis.

»De esta forma se presentó en Canarias, donde se le otorgó toda clase de ayuda para que llevase a buen fin su empresa, hasta el punto de que, según se cree, fue gente de Fuerteventura la que colaboró en la edificación de la casa.

»No se arriesgó MacKenzie a construir su factoría en tierra, donde se encontraba a merced de los ataques de los nativos, y aprovechó esas rocas que surgen a flor de agua, y, aunque el mar estaba de continuo embravecido y la empresa era ardua, puso todo su empeño en edificarla ahí, fuera del alcance de los atacantes.

»Una vez que la hubo concluido, MacKenzie se estableció allí con sus hombres y mercancías, y aprovechó un antiguo fortín portugués, que se dice había en tierra, para montar una segunda dependencia, de la que, en caso de ser atacados, podían huir hacia Casa-Mar.

»De este modo, y ya firmemente afincado, MacKenzie estuvo comerciando varios años, y, aunque fue hostilizado en ocasiones, nunca sufrió grandes pérdidas, hasta que, instigadas por el caíd Beiruk, las tribus se lanzaron a un ataque conjunto y lograron arrasar el fortín de la orilla, aunque no pudieron llegar hasta el del mar.

»MacKenzie protestó, a través de la embajada inglesa, ante el sultán Muley Hassán, y en mil ochocientos noventa y cinco, éste, en señal de indemnización, le compró la factoría por veinticinco mil libras esterlinas.

»Durante muchos años la antigua factoría quedó abandonada, y cuando en mil novecientos dieciséis los españoles desembarcaron en Cabo Juby y, tras construir el actual fuerte, se quedaron aquí definitivamente, Casa-Mar fue convertida en presidio, ya que las tropas enviadas eran los batallones disciplinarios, y entre ellos había muchos rebeldes a los que convenía encarcelar.

»Dicen que como presidio Casa-Mar es de los más espantosos que se han conocido, porque sus mazmorras estaban casi dentro del mar, y la humedad y el calor resultaban insoportables.

»También se dice que era casi imposible huir, porque los que se arriesgaban a hacerlo se veían obligados a internarse en el desierto, donde pronto perecían de hambre y de sed, o asesinados por los indígenas, que por aquel entonces aún no estaban completamente reducidos.

»Sólo se sabe de uno que lograra su propósito, y fue que durante la noche escapó y, cogiendo un bote de remos, consiguió llegar, nadie se explica cómo, hasta Fuerteventura; pero quiso su mala suerte que al arribar a la playa y tratar de hundir la barca para que nadie pudiera sospechar que estaba allí, un pastor le vio desde lo alto de un monte, y, extrañándole su actitud, comentó el hecho en el pueblo, por lo que lograron apresarle y de nuevo le encerraron en Casa-Mar, donde murió desesperado.

»Cuando llegué aquí, ya hace algunos años, había dejado de ser prisión y estaba deshabitada; y así sigue desde entonces, y aunque el mar y el tiempo intenten vencerla, permanece ahí, desafiante, y creo que aún ha de pasar otro siglo antes de que sus muros, edificados para resistirlo todo, comiencen a desmoronarse. Ahora sirve para que vayamos a pescar, y te aseguro que en ningún otro lugar encontrarás sargos tan grandes, ni tan abundantes.

»Nosotros vamos a menudo, porque, como puedes ver, en la azotea hay un pequeño faro de aviso, y Luis, el torrero, es muy amigo nuestro, y al menos una vez por semana va a inspeccionarlo.

Y eso fue todo lo que supe de Casa-Mar; pero su historia no bastaba para satisfacer mi curiosidad, y cuando aquella noche, ya en la cama, acudieron a mi mente todos los recuerdos del día, por sobre el viaje, el nuevo lugar y las nuevas gentes que había conocido se destacaba la silueta del caserón, que no se apartaba de mi pensamiento; y ansiaba que llegara el nuevo día para ir a verlo, con la misma impaciencia con que las noches de Reyes esperaba la hora de ver mis regalos.

Y amaneció.

Pero yo dormía, y estaba muy alto el sol cuando vinieron a despertarme, y al buscar la ropa que había traído puesta me encontré sin ella, y en su lugar mi tía me dio un bañador y un gran sombrero de paja y me mandó a la playa, frente a casa, con la recomendación de que no me alejara demasiado y esperara allí la llegada de mi tío cuando saliera del trabajo.

—Sobre todo —me dijo— no se te ocurra bañarte, que este mar es muy peligroso…

Me fui a la playa. Frente a mí, a unos seiscientos metros, o tal vez menos, estaba Casa-Mar. Entre ella y yo la marea baja había dejado una agua quieta, semejante a un espejo, y minúsculas olas rompían contra la arena, sin apenas hacer ruido.

Pensé que aquel mar era el menos peligroso que había visto en mi vida.

Y Casa-Mar parecía muy cercana.

Suilen me vio de lejos y se aproximó. Estuvo un rato conmigo, me ayudó a terminar un castillo de arena con el que me estaba aburriendo y me enseñó a coger almejas, ahora que el mar estaba bajo.

Coger almejas resulta entretenido. Están enterradas en la arena; se descubren por dos pequeños orificios que les sirven de respiraderos, y hay que ir buscándolos y meter el dedo para sacarlas.

Me había cansado de coger almejas, y estaba aburrido de hacer castillos y canales. Suilen se había ido, y la arena cubría ya todo mi cuerpo.

Y Casa-Mar estaba allí enfrente, y podía distinguir claramente las ventanas sin marcos, la escalerilla que se hundía en el mar, y una enorme y vieja ancla, abandonada en la explanada delantera.

El mar estaba muy tranquilo y opiné que un baño me sentaría bien. Me remordía la conciencia al pensar que ya el primer día iba a desobedecer; pero yo había sido siempre un niño muy mimado, y me eché al agua.

Estaba deliciosa, y era agradable sentirla y dejar atrás el calor de la playa. Nadé un poco, y como el agua estaba limpia buceé; pero en el fondo no había nada interesante que ver, y seguí nadando, alejándome de la orilla.

Cuando miré a mi alrededor me di cuenta de que apenas había más distancia a Casa-Mar que a la playa; creo que no me detuve a pensarlo, y seguí adelante.

Tal vez aquélla fuese la idea que llevaba desde un principio; sin embargo se me presentó como algo fortuito e inevitable.

Seguí nadando, y ahora no lo hacía ya por el placer de bañarme, sino con el ansia de llegar cuanto antes, y me empeñé en una rápida carrera conmigo mismo, impaciente por ver lo que desde el día antes había estado deseando.

Faltaban ya muy pocos metros cuando una gran sombra me cruzó por debajo, y el miedo hizo que el corazón me subiera a la garganta y estuviera a punto de ahogarme; pero probablemente fue este mismo miedo el que me hizo acelerar la marcha y nadar como no lo había hecho nunca, hasta alcanzar la escalerilla, por la que subí temblándome las piernas.

Tardé un rato en serenarme, y llegué a hacerme a la idea de que lo que había visto no podía ser más que la sombra en el fondo de mi propio cuerpo. Ya más tranquilo, comencé a reconocer la casa.

Había en el centro un gran patio en el que se abrían dos cisternas: sus tapas de cemento, rotas y abandonadas a un lado, con grandes argollas de hierro oxidado, debieron de servir en un tiempo a hombres de extraña fuerza para proteger su agua potable, traída en barcos desde Canarias y recogida de las esporádicas lluvias, y que para ellos debía de ser más valiosa que el mismo oro. Incluso actualmente el agua dulce es llevada en grandes aljibes, y cuando yo estaba allí se repartía a razón de un cubo por día y persona.

Me asomé a las cisternas, llenas de agua, que en un principio creí que podía ser dulce; pero vi cruzar por ellas grandes peces, y comprendí que el tiempo y las olas debían haber socavado los muros, llegando a penetrar el mar a su albedrío por algún hueco, de tal modo que los peces habían hecho de aquel lugar un seguro y cómodo refugio.

Recorrí las grandes habitaciones de altos techos, que por sus exageradas dimensiones debieron de ser los almacenes de la factoría, y al reparar en las ventanas de gruesos barrotes, ya carcomidos, pensé que en otra época fue también prisión y que en aquel lugar unos hombres encerrados sufrieron el calor insoportable, la humedad y el sentimiento de desolación que aquellas naves grises y mohosas impartían.

Alrededor del patio, adosada a los muros, una escalera sin barandilla, rota a trechos y amenazando ruina, ascendía a la azotea. En lo alto se destacaba un rectangular trozo de cielo intensamente azul, que contrastaba con el triste y rezumante color de las paredes del caserón.

Subí. Aquí las habitaciones eran ya más pequeñas, como las de una casa normal, de gruesos tabiques, y al aventurarme por una de ellas, hacia el balcón, que ocupaba parte de la fachada, el suelo crujió amenazadoramente y lo vi socavado por algunas partes.

Desde la azotea contemplé el panorama, y pude ver ante mí todo Cabo Juby, blanco entre la arena de un amarillento claro, castigado por el sol implacable como plomo derretido, y que hacía contrastar las sombras de las casas con sus cúpulas, que reflejaban los rayos como si fueran espejos; y el fuerte, pintado de un color indefinido entre ocre y rojizo, que en nada debía de parecerse al primitivo.

Tenía el fuerte un aire romántico y aventurero, y a mi imaginación acudieron escenas de ataques y luchas, con hazañas heroicas de uno y otro bando; y creo que en aquellos momentos me sentí como uno de los hombres de MacKenzie, sitiado por hordas berberiscas, defendiendo mi vida de los instintos sanguinarios del más cruel de los caídes tuaregs.

Así estaba, embelesado y pensativo, con el mar a mis pies y el pueblo y el desierto al frente, cuando de pronto vi, surcando el agua tranquila y azul, una enorme aleta negra, que se deslizaba con gracia y armonía, como había visto hacerlo a los patinadores sobre hielo.

Pero al instante acudió a mi mente la imagen de los tiburones que había visto en libros y grabados, y creo que el espanto hizo que se me erizasen los cabellos y que las piernas me temblaran, hasta el punto que, de no haber estado apoyado en la baranda, hubiera caído al suelo.

Recordé la sombra que me había parecido ver pasar por debajo de mí cuando nadaba, y sentí más miedo por lo que me podía haber sucedido por mi imprudencia que por lo que me pudiera suceder en adelante, porque, sin darme cuenta y sin que mi voluntad influyera para nada, había decidido que no regresaría si no iban a buscarme.

La aleta se acercó, y pude ver perfectamente lo que había debajo: una enorme figura negra y gruesa, de unos dos metros y medio o tres de largo, rechoncha y poderosa, sin esas líneas estilizadas de los tiburones, pero con un aspecto mucho más amenazador y desagradable.

Al aproximarse vi cómo otras sombras de pequeños peces que había cerca se desperdigaron vertiginosamente, huyendo despavoridos ante la presencia del enorme monstruo negro.

La aleta dejó de deslizarse cansinamente y aceleró su marcha hasta alcanzar velocidades insospechadas; giró, hizo eses, se sumergió para tornar a aparecer, y se aproximó tanto que distinguí la cola, los ojillos separados, las aletas laterales, y el pobre pez que huía ante él. Nunca llegué a saber si le dio alcance, porque se alejaron uno en pos del otro, y yo me quedé contemplando el mar y buscando una solución a mi problema.

Pero por más que miré a mi alrededor no divisé ninguna embarcación; y si bien en el centro, a media distancia entre la playa y yo, se mecían dos falúas, no me sentí con ánimos suficientes para llegarme hasta ellas, porque a mi mente acudió la imagen del enorme tiburón y la velocidad que era capaz de desarrollar en la persecución de un simple pececillo.

Decidí hacer señas a los de tierra para que me vinieran a buscar, y comencé a agitar los brazos y a gritar; pero pronto me di cuenta de que mis gritos no llegarían hasta allí.

Comprendí entonces lo que mi tía había querido decir al calificar aquel mar de peligroso, y pensé para mis adentros que debería tener más cuidado en lo sucesivo, al menos hasta que me hubiera acostumbrado a aquella clase de vida, para no verme en tan comprometidas situaciones.

Aún continué un buen rato agitando los brazos, e incluso me quité el bañador, para poder llamar con él más fácilmente la atención; pero nadie pareció darse cuenta de mi existencia.

Comenzaron a asaltarme extraños temores, y me vi allí sitiado para siempre, o al menos por un par de días, sin nada que comer, pasando las noches en aquel enorme caserón, que en la oscuridad debía de parecer fantasmal, acompañado de los gemidos de las almas en pena de los condenados que en él habían sufrido prisión y que habían muerto en las mazmorras; y sentí entonces que el miedo a lo desconocido, a la oscuridad y a la noche se iba imponiendo incluso sobre el miedo al agua por la que se deslizaban a sus anchas los tiburones.

Pensé en el faro, que estaba allí mismo, a mis espaldas, y me pregunté cuántos días faltarían para que Luis, el torrero, acudiera a inspeccionarlo, sacándome así de allí.

Me pareció que la casa comenzaba a poblarse de extraños crujidos, que bien pudieran ser de asesinos escondidos, que hubiesen buscado refugio en cualquiera de los muchos rincones, recovecos y habitaciones en penumbras del enorme edificio, y me arrepentí, mucho más profundamente que lo había hecho hasta entonces, de haber ido; porque sabido es que el miedo a lo desconocido es superior a cualquier otro y que una mente asustada es capaz de forjar inexistentes peligros y monstruos quiméricos.

Renové con más ímpetu mis gritos, agitando sin cesar los brazos; pero todo parecía inútil. Traté entonces de consolarme con la idea de que al salir de la oficina e ir a buscarme mi tío me vería; pero en el fondo temía también aquello, porque no resultaría nada agradable tener que esperar a que me recogiese, y unir mi desobediencia a lo poco airoso de mi situación.

Un hombre con unas cañas de pescar al hombro apareció en la puerta del fuerte; cruzó la calle y comenzó a caminar por la playa, hacia el mar. Traté de llamar su atención, pero no conseguí que me viera. El hombre llegó hasta una barca encallada en la arena, dejó en ella las cañas y la arrastró hasta el agua. Después subió y comenzó a bogar, de espaldas a mí.

Me saltaron las lágrimas ante mi mala suerte; pero me detuve al pensar que si aquel hombre iba a algún sitio, éste no podía ser otro que Casa-Mar. No era probable que intentase desembarcar en alguno de los escollos de la barra, que la marea baja había dejado al descubierto.

Recordé también que mi tío me había dicho que en aquel lugar abundaba la pesca, y tuve el convencimiento de que la barca se dirigía allí.

El hombre remaba pausadamente, pero poco a poco se fue acercando, y cuando ya no me cupo duda de que venía a mí me apresuré a descender las escaleras y le esperé en el desembarcadero.

Cuando llegó y, soltando los remos, se volvió a atar la barca a una de las argollas que allí había, quedó sorprendido al verme. Miró a su alrededor, buscando sin duda una embarcación que pudiera haberme traído. Después saludó:

—¡Hola! —fue todo lo que dijo.

—¡Hola! —respondí—. Menos mal que ha venido usted… No sabía cómo volver a tierra.

El hombre me tendió las cañas, para que se las sujetara, y subió al embarcadero.

—¿Quién te trajo? —preguntó.

—Vine solo…

Volvió a mirar a su alrededor.

—¿Qué le ha pasado a tu barca? ¿La hundiste, como Hernán Cortés?

Negué con la cabeza.

—He venido nadando —dije.

Me miró perplejo. Hizo un gesto ambiguo, señalando el mar.

—Pero…

—Los vi después —respondí—. No sabía que hubiera…

—¡Vaya, hijo! Has vuelto a nacer…

Comenzó a preparar sus cañas y sus anzuelos.

—No cabe duda de que Dios protege la inocencia —dijo, sin mirarme.

—¿Me llevará usted a tierra? —pregunté, ansioso.

—Por supuesto. Luego…, cuando haya pescado.

—Me echarán de menos —dije.

—No te preocupes. Tu tío aún tardará en salir de la oficina, y para entonces ya estaremos de vuelta.

—¿Cómo sabe quién es mi tío? —pregunté, sorprendido.

—Es mi mejor amigo. He estado de caza y no sabía que habías llegado; pero, como te esperaban por estas fechas, he supuesto que serías tú. Me llamo Lorca.

Intenté bromear:

—¿Me creerá si le digo que me alegra mucho haberle conocido?

—Lo supongo —dijo, sonriente.

Señalé al mar.

—¿Son tiburones?

—Marrajos.

—¿Y eso qué es?

—Casi lo mismo: menos bonitos, pero más sanguinarios. También hay cazones: una especie de tiburón pequeño.

—¿Muchos?

—Los suficientes para que les hubieras tocado a bocadito por barba —respondió.

Sentí que me atragantaba.

—¡Vaya! —fue todo lo que pude decir.

El hombre había cebado su primera caña y la lanzó; luego, dejándola sujeta entre dos rocas, comenzó a poner carnada a la segunda.

Casi inmediatamente comenzó a aparecer y desaparecer la boya en la quieta superficie del agua. No le prestó atención.

—Parece que pican —dije.

—Es morralla —respondió—. Ya vendrán los grandes…

Estaba a punto de lanzar la segunda caña cuando la primera se curvó peligrosamente y el hilo se tensó, hundiéndose la boya hasta desaparecer por completo bajo el agua.

Lorca se abalanzó a ella y la sujetó con fuerza, comenzando entonces la lucha entre el hombre y el pez, con el tira y afloja de la caña, mientras el hilo de nilón cortaba el agua de un lado a otro, indicando en cada momento la posición del pescado.

En la cara del pescador se advertía la emoción, y un gesto de placer demostraba la satisfacción que le producía la lucha.

Me miró y guiñó un ojo, sonriente.

—Parece grande —dijo.

Siguió batallando durante un par de minutos; por fin el pez, cansado, se dejó arrastrar hasta la orilla junto a la escalera del embarcadero.

—Cógelo con el salabardo —me dijo.

Por lo que pude ver el salabardo era una especie de red para cazar mariposas; e hice lo que me pedía, cautivado también por la excitación de la pesca.

Al fin la pieza cayó saltando sobre los enormes bloques de piedra del embarcadero, y Lorca sonrió satisfecho.

—Un bonito sargo —dijo—. Ha de pesar casi dos kilos…

El pescado era bastante grande, más alto que ancho, cruzado su plateado lomo por oscuras rayas verticales; daba gozo verlo saltar y moverse, dotado aún de inmensa vitalidad, y pugnando por librarse del anzuelo y volver a su elemento, del que había sido violentamente arrancado.

Cuando Lorca, tras soltar el pez del anzuelo, lo hubo guardado en un cesto, volvió a cebar la caña y la lanzó.

—¿Te gustaría pescar? —me preguntó.

—No lo he hecho nunca —dije tímidamente.

—Es sencillo —afirmó—. Prueba con esa caña, si quieres.

Aquello era más de lo que yo esperaba. La caña estaba en el suelo, cebado el anzuelo con una especie de gamba de color verdoso, semitransparente, que aún movía las antenas. Me dio pena el animalito; pero mi excitación hizo que no me detuviera a pensar en él. Levanté la pesada caña, larga y gruesa, y la lancé como había visto que Lorca lo hacía.

No resultaba tan sencillo como a primera vista parecía, y el anzuelo se me enganchó en uno de los garfios de la vieja ancla; pero a la tercera o cuarta intentona, anzuelo, plomo, gamba y boya cayeron al agua.

Satisfecho, me dispuse a esperar las subidas y bajadas de la boya; pero ésta quedó indiferente, torcida de medio lado, inmóvil, y no parecía dispuesta a cumplir con su obligación.

Extrañado, miré a Lorca.

—No sé qué esperas pescar ahí —me dijo—. ¿No ves que no hay ni una cuarta de agua? Échala más lejos, hombre.

Avergonzado, hice lo que me indicaba, y de nuevo tuve que luchar con la enorme y pesada caña hasta lograr que la boya cayera aproximadamente donde yo quería.

Lorca había observado mis apuros.

—Es demasiada caña para ti —dijo, sonriendo—. Ya te buscaré una más liviana.

Efectivamente: yo tenía que sujetar mi caña con las dos manos, apoyándomela en la cadera, mientras que él manejaba la suya con soltura, dando la impresión de que no pesaba en absoluto.

Mi boya comenzó a subir y bajar, apareciendo y desapareciendo, y yo ardía en impaciencia por tirar; pero veía que la de Lorca también oscilaba y que él seguía indiferente.

Lorca pescó otro sargo, éste mucho más pequeño, y volvió a cebar, sin dar importancia al hecho, mientras yo continuaba con la vista fija en mi boya, esperando que se hundiera violentamente para tirar de ella y conseguir así mi primera pieza.

Pero pasó el tiempo, y la boya, dejando de moverse, permaneció extrañamente quieta, mecida tan sólo por el suave oleaje.

Miré a Lorca.

—No me pican —dije.

—Te han comido la carnada —me respondió—. Ponle más.

Tiré de la caña. El anzuelo estaba limpio por completo, sin restos de la gamba.

—Ha sido la morralla —me aclaró Lorca—. Son una plaga.

Dejé la caña en el suelo y me dirigí al cesto de las gambas. Estaban vivas y daban saltos, moviendo las patas y las antenas al aire. Cogí una y me quedé indeciso, con ella en una mano y el anzuelo en la otra.

Lorca me observaba con atención.

—¿Qué hago? —le pregunté.

Encajó la caña entre dos rocas, como lo había hecho la otra vez, y vino a mi lado. Cogió la gamba y el anzuelo y me enseñó lo que debía hacer para que el cebo quedara bien sujeto.

Volví a echar la boya al agua.

Estuvimos pescando casi una hora, y en ese tiempo conseguimos cerca de veinte piezas, entre sargos, bailas y alguna corvina. Conforme las sacábamos, Lorca me iba explicando lo que eran, y me indicaba los lugares en que resultaba más o menos sencillo encontrarlas, e incluso la clase de carnada con que pican más a gusto.

Yo no había conseguido más que cuatro peces; pero, lejos de desanimarme, esto me había entusiasmado, y cuando Lorca dijo que ya era hora de irnos, yo ya no me preocupaba de que mi tío me esperara o no, y volví de golpe a la realidad, desilusionado de que aquella diversión maravillosa concluyera.

—Mañana, si hace buen tiempo, volveremos —me dijo; y eso bastó para contentarme.

Embarcamos las cañas en el bote y subimos nosotros también; él cogió los remos mientras yo desataba la cuerda que lo sujetaba a la orilla.

Nos dirigimos a la playa remando pausadamente, y yo, en proa, miraba al agua, y aún tenía en los ojos la imagen de la boya roja que se hundía una y otra vez, y sentía en la mano el peso de la caña y su vibración cuando un buen pez había picado y se debatía tratando de conseguir la libertad.

Metí los pies en el agua, sacándolos por encima de la borda; pero de pronto me acordé de la oscura sombra de la aleta negra y los volví a su sitio muy aprisa: no me agradaba la idea de que uno de aquellos monstruos surgiera de las profundidades y, agarrándome por un pie, me llevara consigo.

Llegados a la playa, desembarcamos, y ayudé a Lorca a varar el bote.

Estábamos recogiendo las cañas y el pescado cuando vimos desde lejos que mi tío se acercaba.

Lorca me miró con insistencia.

—¿Piensas decirle que estuviste en Casa-Mar conmigo?

Me encogí de hombros y asentí con la cabeza.

—¿Le contarás la verdad?

De nuevo dije que sí con la cabeza.

—Se enfadará —comentó Lorca.

—¿Qué quiere que haga? No voy a mentirle, encima.

—¿Y si le dijéramos que yo te llevé? —preguntó.

—No es verdad.

—Bueno: ya lo arreglaré. No quiero que se enfade contigo desde el principio. Tú cállate —me dijo.

Mi tío estaba muy cerca, y nosotros, que habíamos recogido todo, fuimos a su encuentro.

Lorca fue el primero en hablar, incluso antes de que nos hubiésemos aproximado lo bastante.

—¡Hola! —saludó—. Hemos estado pescando en Casa-Mar. —Me señaló con un ademán—. Creo que le ha gustado.

Dije que sí con la cabeza, pero no quise hablar, como me había ordenado Lorca.

—¿Cómo le has conocido? —le preguntó mi tío.

—No era difícil. Estaba solo y no sabía qué hacer. Hace años que no veo una cara nueva en Cabo Juby.

Mi tío me miró.

—¿Te agradó el paseo? —preguntó.

—Mucho —respondí tímidamente—. Hemos estado pescando: me prestó una caña.

—¿Cogiste algo?

Revolví en el cesto del pescado y le mostré, con orgullo, mis capturas. No eran gran cosa, pero a mí me lo parecían.

—¡Vaya! —comentó—. Ya somos dos a alimentar a la familia. Tú has puesto hoy la cena.

Me hinché como un globo, aunque no supe qué responder.

Lorca tenía prisa y se despidió; pero prometió ir por casa aquella misma noche. Mi tío se quitó la camisa y se dirigió a la orilla.

—Vamos —dijo.

—¿Al agua? —pregunté, asombrado.

—Sí. ¿Acaso no te gusta nadar?

—Pero… ¿y los marrajos?

—No te preocupes —respondió—. Nunca se acercan a la orilla. Temen encallar.

Me quedé indeciso, y a mi mente acudió la negra aleta y el enorme bicho que había visto; pero ya mi tío estaba en el agua, y no podía hacerle creer que tenía miedo.

Miré a mi alrededor: en todo lo que alcanzaba mi vista no logré distinguir ninguna aleta, y me metí en el agua.

Cuando ya me cubría hasta el pecho me volví a acordar de lo que había visto y sentí enormes deseos de gritar y volverme a la playa; pero mi tío seguía nadando, y cuando se puso en pie le llegaba también el agua al pecho, y era bastante más alto que yo.

No puedo negar que me consoló un poco la idea de que si un marrajo venía, se encontraría con mi tío en primer lugar; pero lo cierto es que no me sentí tranquilo hasta que el baño hubo concluido y me encontré en la arena, a más de tres metros de la orilla.

El aire y el sol del desierto nos secaron al instante, y echamos a andar por la playa hacia casa.

Mi tía nos esperaba, y cuando me hube duchado me dio para vestirme otra especie de bañador y una camisa.

—Cuando estés más moreno —dijo— podrás ir sin camisa: es más cómodo y más fresco, y a tu edad no tiene importancia.

Después me entregó unas sandalias de cuero muy sencillas, que me habían mandado hacer.

—Lo que no quiero es que te acostumbres a ir descalzo. Aquí todos los chicos van así, y se les hace una costra en la planta de los pies, de tal forma que después les resulta imposible ponerse zapatos. Parecen morillos.

Cuando hube acabado me senté a la mesa, en espera de la comida. Frente a mí, por los anchos ventanales, veía Casa-Mar, grande, gris y maciza.

Me quedé absorto pensado en todo lo que me había ocurrido aquella mañana, y me pareció maravilloso y fascinante.

Si cerraba los ojos, veía de nuevo la boya que se hundía al impulso de las picadas de los peces, o la negra aleta del marrajo que se deslizaba cortando el agua como un gigantesco cuchillo, ágil y majestuoso.

Pensé en Lorca y en lo que me había enseñado sobre la pesca; en los grandes anzuelos y las pesadas cañas; en las quisquillas, que así me había dicho que se llamaban las pequeñas gambas; en los sargos, las bailas y corvinas, y me pareció todo irreal, emocionante y magnífico.

Sin darme cuenta llegué a la conclusión de que había descubierto un aspecto de Cabo Juby que me gustaba.

Era el principio.

Después vendrían otras cosas.

Había tiempo… Mucho tiempo…

Aquella noche, después de cenar, Lorca vino a casa, como había prometido. Según supe más tarde, solía hacerlo casi todos los días.

Pero esta vez no venía solo: traía su escopeta de caza y su perro, Toby, al que no había podido dejar. Toby era un perro cazador, grande, de orejas gachas y hocico fino, y cuando veía a su amo preparar la escopeta prorrumpía en tales demostraciones de entusiasmo que no paraba de correr y saltar hasta quedar agotado.

En esta ocasión Lorca trató de salir solo; pero el perro, creyendo que se iba a cazar y no quería llevarlo, había organizado tal algarabía de ladridos que, para dejar dormir al vecindario, tuvo que traérselo a casa, pese a lo avanzado de la hora.

A mí también me extrañó que Lorca fuese por el mundo con una escopeta al hombro; pero pronto pude enterarme de que él y mi tío llevaban varias noches intentando dar caza a un gato salvaje que, con frecuencia, subía a la azotea y mataba a las palomas, o entraba en la granja que teníamos junto a la casa y se llevaba gallinas y conejos.

En los tres días que Lorca estuvo cazando, el gato salvaje había vuelto a subir a la azotea, y esta vez fue una de las mejores palomas la que se llevó, por lo que mi tío estaba indignado y dispuesto a acabar de una vez con las rapiñas.

Continuaron en casa hasta las once, tomando el té y charlando, y entonces —cuando apagaron un instante la luz desde la central, aviso de que al cuarto de hora la apagarían definitivamente, como cada noche— se dispusieron a subir a la azotea.

En un principio pensaron en mandarme a la cama; pero me vieron tan entusiasmado con la idea del acecho nocturno y una posible cacería, que Lorca intercedió en mi favor y fui con ellos.

Para subir a la azotea no había más que una simple escalera de mano, por lo que Toby tuvo que ser llevado en brazos.

Cuando estuvimos arriba mi tío se escondió en el torreón, entre las almenas: la casa era del más clásico estilo árabe, y toda la azotea estaba guarnecida por blancas almenas escalonadas.

Lorca, el perro y yo nos agazapamos al otro extremo, desde donde se dominaba perfectamente la granja y su alto muro, uno de los dos únicos caminos que el gato había de seguir para llegar a la azotea. El otro, el tejado de la casa vecina, cuartel de la «policía del desierto», era más improbable, y quedaba a tiro desde el torreón.

Permanecimos en silencio largo rato, atentos a lo que a nuestro alrededor sucedía, y la luna —una luna grande, redonda, blanca: de una blancura plateada como jamás había visto— comenzó a ganar espacio en su carrera por el cielo, rumbo al horizonte en que se había de ocultar.

Creo que hasta aquella noche no me había dado cuenta de la compañía que representa la luna en la oscuridad. Parecía tan cercana, tan luminosa y alegre, que desde donde estaba podía ver perfectamente Casa-Mar, el mar tranquilo, la playa y las sombras de las barcas; y todo tenía una nueva tonalidad, distinta, indescriptible, pero indudablemente hermosa y fascinante.

No sé cuánto tiempo estuvimos en silencio. Yo me agitaba, nervioso, deseando ver el gato salvaje, que a los ojos de mi fabulosa imaginación de adolescente aparecía grande y temible. Procuraba estarme quieto, como Lorca y el perro, que permanecían inmóviles, o como mi tío, al que me era imposible ver, pese a que sabía su situación.

La escopeta de Lorca, limpia, reluciente, de dos cañones, descansaba sobre sus rodillas. Yo la contemplaba fascinado. Siempre me han gustado las armas de fuego, y sentía unos incontenibles impulsos de tocarla, de acariciarla, como si de algo vivo se tratase.

En un susurro, acercando mi boca a su oído, pregunté a Lorca:

—¿De qué calibre es?

—Del doce —me respondió de igual manera.

De nuevo quedé en silencio, como si aquello hubiera sido una revelación importante y digna de ser considerada.

Al cabo de un rato fue él quien habló.

—¿Sabes disparar? —preguntó.

Asentí.

—¿Dónde lo has hecho? —insistió.

—Tengo una escopeta de balines —respondí—. Además mi primo, el militar, me enseñó a disparar con un mosquetón del ejército —añadí, con orgullo.

—¡Ah, vaya!

Lorca pareció haberse impresionado mucho. Después volvió a hablarme.

—¿Te atreverías a matar tú al gato? —preguntó.

—No lo sé —respondí—. ¿Es muy grande?

Lorca se encogió de hombros.

—No lo he visto nunca —dijo—, pero no creo que sea muy grande. ¿Por qué?

—Cuanto más grande sea, más fácilmente le daría —dije.

Lorca meditó mi respuesta.

—Eso es cierto… —Después se hundió de nuevo en su mutismo.

Pasó el tiempo y todo seguía en silencio: nada rompía la quietud y la paz infinita del lugar. El rumor de las olas en la playa llegaba hasta nosotros como un lejano murmullo.

De pronto Toby, que hasta entonces había permanecido inmóvil, alzó las orejas y prestó atención. Un instante después empujó con el hocico el brazo de Lorca y miró fijamente a un punto. Su amo siguió la dirección de su mirada.

Nada se veía; aunque forzamos la vista hasta dolernos los ojos, y llegué a creer que el perro se había equivocado; pero a poco vimos al otro lado de la granja, sobre el muro, una sombra que avanzaba lentamente, en silencio, hacia nosotros.

Nos separaban de ella unos quince metros cuando se detuvo y miró a su alrededor. Los ojos brillaron como dos puntos verdes, fosforescentes, y un escalofrío me recorrió la espalda al pensar que aquello era un gato salvaje, una fiera del desierto.

El bicho parecía presentir el peligro y se mostraba indeciso. Lorca no se atrevía a disparar por miedo a que el movimiento lo espantara, ahora que estaba alerta, y así permanecimos, gato, perro, hombre y yo, totalmente rígidos, con los nervios en tensión, esperando.

Al fin el gato se decidió y avanzó de nuevo. Salió de la sombra, y entonces se recortó perfectamente visible contra las dunas de la playa. Andaba despacio, atento a todo lo que le rodeaba, con movimientos felinos, que la luz de la luna y la emoción me hacían parecer mucho más suaves y amenazadores.

A mi lado Lorca levantó la escopeta lentamente y se la apoyó en el hombro. El perro, muy quieto, temblaba de emoción, y su piel parecía la de un caballo cuando espanta las moscas, mientras yo apretaba los puños y contenía a duras penas las ganas de gritar.

Esperaba oír el disparo, y éste no llegaba; el gato seguía aproximándose y pronto saldría de nuestro ángulo visual, al que no volvería hasta que hubiese saltado a la azotea, ya a menos de cuatro metros de nosotros. Lorca, que seguía apuntando, le tenía perfectamente enfilado; el blanco era seguro, y sin embargo no disparaba.

Paso a paso el gato siguió su camino. Estuve a punto de gritar a Lorca que disparase; pero no lo hice, y creo que aunque hubiera querido el grito no me habría salido de la garganta. Impotente, vi cómo el gato desaparecía de nuestra vista, y horrorizado pensé que dentro de un momento saltaría y lo tendría tan cerca que en otro salto podría llegar hasta mí.

Pero fue entonces cuando Lorca me puso la escopeta en la mano y, en un susurro, dijo:

—Dispárale en cuanto asome. ¡Rápido! No le des tiempo a reaccionar.

Creo que jamás podré saber lo que pensé en aquel instante. Fueron segundos en los que me pareció que soñaba, que todo aquello era demasiado fantástico para ser realidad, y no podía creer que yo, precisamente yo, me encontrara en aquella situación, con una enorme escopeta de dos cañones en la mano y esperando ver aparecer un gato salvaje, al que tenía que matar.

Sin embargo, no sé cómo, me llevé el arma al hombro y apunté hacia donde sabía que había de aparecer.

El tiempo es, sin duda, algo relativo y sujeto a cambios, por lo menos aparentemente, ya que en ocasiones unos instantes parecen siglos, y en otras las horas pasan con tal rapidez que no las advertimos.

Aquella vez los dos o tres segundos que pudo tardar en aparecer el gato salvaje sobre la azotea transcurrieron con tal lentitud que parecían horas, y las gotas de sudor me corrieron por la frente, pese a que las noches en el desierto suelen ser frías.

Al fin, de improviso, como si no lo hubiera estado esperando, sino que surgiera de la nada cuando más distraído estaba, la sombra del gato se recortó brusca en el aire, para ir a posarse, suave pero firme, en la azotea, en lo alto de la almena que hacía esquina.

Aún no había puesto las patas en el suelo cuando ya nos vio, y sus ojos, encendidos y brillantes, me miraron a lo largo de los cañones de la escopeta.

Estaba sorprendido. Su sorpresa pudo durar segundos, pero reaccionó inmediatamente, tratando de girar sobre sí mismo para huir. En aquel instante ocurrieron muchas cosas: el perro gruñó amenazador y se dispuso a lanzarse sobre él, Lorca me gritó que disparase, y yo sentí en el hombro el culatazo de la escopeta, cuando ya el tiro había salido. Todo sucedió en el mismo instante, en la misma décima de segundo…

El gato dio un salto en el aire, maulló de un modo escalofriante y trazó una trágica pirueta desde la azotea a la calle, desapareciendo de nuestra vista.

Corrimos hacia allá y nos asomamos a las almenas. El animal, en la calle, se agitó, se puso trabajosamente en pie y trató de alejarse arrastrándose, pero no pudo avanzar más de un metro. Inclinó la cabeza y quedó muerto.

Mi tío se unió a nosotros. Contempló el gato desde lo alto y comentó:

—Menos mal. A ver si ahora puedo dormir tranquilo.

Abajo se oyó la voz de mi tía:

—¿Le habéis dado?

—Sí —respondió mi tío—. Ya está muerto.

Bajamos todos. Mi tía nos esperaba al pie de la escalera. Llevaba una linterna.

—¿Quién ha sido? —preguntó.

Mi tío indicó a Lorca.

—Él —respondió—. Vino por la granja…

Lorca negó.

—Ha sido éste —dijo, señalándome—. Le dejé la escopeta, y buen tiro le ha soltado. Le haré un cazador.

Por segunda vez en el mismo día me sentí profundamente orgulloso y no supe qué decir.

Mi tío me felicitó. Mi tía consideró que no tenía edad para usar armas de fuego, pero Lorca y mi tío opinaron que un tiro de vez en cuando se me podía permitir.

Por fin decidimos ir a ver el gato salvaje. Yo estaba impaciente por saber cómo era, y salimos a la calle con la linterna.

Estaba rodeado de un charco de sangre. Era de un gris brillante, casi azulado, y donde no tenía herida o sangre el pelo era largo, sedoso y bien cuidado.

Mi tío y Lorca parecieron sorprendidos y se aproximaron más para observarlo atentamente. Yo me puse en cuclillas junto a él, porque veía en aquel gato «algo» que no le hacía parecer demasiado salvaje.

De pronto nos dimos cuenta: alrededor del cuello llevaba el bicho una pequeña cinta de seda, de un azul claro…

Lorca se irguió y lanzó una exclamación airada. Mi tío estaba demasiado sorprendido para hablar.

Fue Lorca quien se decidió a decirlo:

—Es la gata del capitán Díaz: la Reina…

El perro husmeaba el cadáver y gruñía por lo bajo. Lorca le mandó callar.

—La que se va a armar cuando su mujer se entere… —comentó mi tío.

—Como le dé por molestar, va a ir diciendo por ahí que lo hemos hecho adrede —observó Lorca.

—Yo no tengo la culpa de que esa maldita gata se dedicara a matarme las palomas.

—Creo que lo mejor es no decir nada —le atajó Lorca—. Nos ahorraremos complicaciones. Tú sabes lo intratable que es esa mujer…

—¿Y el cadáver? —preguntó mi tío.

—Lo enterraremos ahí enfrente, en la playa, y que averigüe si quiere. Nosotros no sabemos nada.

Mi tío volvió a casa y regresó con una pala. Mi tía venía con él, sin poder contener la risa. En el fondo aquello tenía gracia, aunque a nosotros no nos lo pareciese.

Con la misma pala recogimos el cadáver de la gata y nos dirigimos a la playa. No anduvimos mucho. Mi tío y Lorca tenían ganas de acabar con todo aquello cuanto antes, y rápidamente hicimos un hoyo en la arena y allí la enterramos.

Regresamos a casa, no sin antes haber disimulado lo mejor posible las manchas de sangre de la calle, y nos dispusimos a acostarnos.

Me había pasado el orgullo. Matar un gato —un gato simple, de los de cocina y lazo al cuello—, por muy comedor de palomas de fuera, no tenía mérito; no podía compararse ni remotamente a cazar un gato salvaje, asesino y ladrón, y me sentía un poco avergonzado.

Lorca se fue a su casa, seguido del perro, intentando disimular la escopeta a los ojos de quien estuviera despierto. Creo que él, como todos, se encontraba ridículo aquella noche.

Dos días después me tropecé con Lorca en el fuerte, frente a la iglesia. Hablaba con una señora. Me quedó grabada la frase de ella:

—No sé dónde puede estar mi Reina —decía—. Espero que no se habrá reunido con uno de esos asquerosos gatos del poblado moro.

Lorca se atragantó.

—Descuide, señora —respondió—, descuide, creo que su gata es incapaz de tal cosa. Cualquier día volverá.

Para entonces yo ya había dejado de confiar en las siete vidas de los gatos.

Pensé que Lorca no creía lo que decía.

Me parece que tenía razón.

Aún lo sigo creyendo.

Noté que una bocanada de aire caliente me golpeaba el rostro, y cuando pude respirar me pareció como si plomo derretido me hubiese bajado a los pulmones.

Acababa de salir de casa; era muy de mañana y me había levantado temprano para ir a pescar a las rocas, aprovechando la marea baja. Hacía unos quince días que había llegado, y poco a poco me iba acostumbrando a mi nuevo género de vida; pero aquel día me pareció que todo era distinto y que lo veía por primera vez.

No se movía ni un soplo de viento; el mar estaba en calma; el cielo, calinoso, y hacía un calor insoportable. Todo era igual, y sin embargo se diría que era otro mundo. A mí, que no sabía a qué atribuir el cambio, me pareció como si una desconocida amenaza se cerniera sobre el lugar.

Entré en casa; era imposible quedarse al sol, aunque sólo fuera unos instantes, y desistí de ir a pescar.

Mi tío estaba desayunando.

—¿Has visto qué día hace? —pregunté.

—Sí; hace calor… —respondió distraídamente.

—No, no es eso —insistí—. ¿Has visto el cielo? Está neblinoso.

Se levantó y fue a la ventana; miró al exterior, abrió, y pareció oler el aire.

—Mañana tendremos aquí el siroco —dijo.

—¿Qué es?

—Viento del interior. Procura no salir de casa estos días si no tienes nada importante que hacer.

—¿Qué puede pasar? —pregunté, interesado.

—Pasar, nada: no creo que el viento se te lleve; pero ya verás que no es agradable andar por la calle.

—Fuera hace un calor asfixiante —dije—. No se puede ni respirar…

—Ése es el comienzo…

Al día siguiente, tal como mi tío había dicho, llegó el siroco. Mi curiosidad me impulsó a subir a la azotea, y, protegido a medias por el alto torreón, contemplé el panorama.

El viento era fuerte; no llegaba a ser huracanado, pero se le podía ver corriendo sobre la tierra, arrastrando ante sí nubes de arena que ocultaban el sol y reducían la visibilidad. Por la calle no se veía a nadie. Todos se refugiaban en sus casas, a pesar de que incluso en ellas entraba la arena, y mi tía, que había puesto sacos y trapos en las rendijas de puertas y ventanas, se quejaba de que la arena, tan fina como polvo impalpable, se filtraba por las junturas de los cristales y en menos de una hora dejaba los muebles y el suelo cubiertos por una gruesa capa, que hacía creer que la casa no se había limpiado en diez o doce años.

Un hombre, un indígena, salió del cuartel de la policía del desierto y trató de avanzar contra el viento. Desistió, y dando la vuelta se dejó empujar por éste, y en un instante llegó a la esquina. Anduvo ahora perpendicularmente al viento, que le hacía caer, de tal forma que marchaba como quien lleva grandes pesos y se inclina del lado contrario.

Se alejó haciendo eses y agarrándose a cuanto encontraba a su paso. Arropado en el jaique[4], envueltas cabeza y cara en el largo turbante y cubriéndose los ojos con unas gafas de motorista, no dejaba al descubierto más que las manos: es costumbre de los habitantes del desierto taparse mucho para protegerse del calor.

Es esto algo que siempre me extrañó. Los árabes —sin duda uno de los pueblos que soportan un clima más riguroso, y donde el termómetro alcanza temperaturas inconcebibles y el calor es seco y asfixiante— mantienen y han mantenido siempre la teoría de que la única solución es la de cubrirse con ropas muy holgadas, de tal forma que dejen una capa de aire entre ellas y el cuerpo, que les sirva de aislante del exterior.

Tampoco suelen usar los saharauis ropas blancas, en contra de la teoría y costumbre europeas, probadamente demostradas, de que el blanco es el color más fresco. Sin embargo es esto algo que ya no rige por las conveniencias, sino por la manía que tienen de teñir de azul añil, casi morado, las ropas que visten.

De hecho todas las telas que utilizan son, en un principio, blancas; pero antes de confeccionar sus vestidos, muy sencillos en su hechura, sumergen el tejido en estos tintes y los dejan secar al sol. El citado tinte suele ser de pésima calidad, por lo que, en cuanto la ropa se usa y se moja por la lluvia o el sudor, destiñe escandalosamente y el color se adhiere a la piel.

Esto ha hecho que los cuerpos de los saharauis hayan adquirido un tono azul sucio, resultado de años y años de telas desteñidas y de no lavarse, porque —y eso es algo que ni sus más encendidos partidarios pueden negar— el tuareg, el bereber y en general la mayoría de los árabes son sucios y desaseados en el noventa y nueve por ciento de los casos, pese a que su religión los obliga a hacer las abluciones correspondientes antes de cada oración.

El árabe es ferviente cumplidor de sus deberes religiosos; pero la dispensa de lavarse que la imposibilidad física, por falta de agua, les proporcionó fue causa de que más adelante esta obligación fuera sustituida por un acto simbólico, y en eso ha quedado.

Recuerdo, y no creo que se me pueda tildar de exagerado, que en más de una ocasión llegó hasta mí, en plena playa, a unos diez metros de distancia, el fuerte y desagradable olor, mezcla de sudor, aceites rancios y azafrán, que despide una mujer saharaui.

El azafrán es un elemento muy importante en el tocador de la mujer del desierto, que acostumbra teñirse de azafrán las palmas de las manos. Una mujer, azul en todo su cuerpo y de un tono rojizo en las manos, y en ocasiones en las plantas de los pies, debe de ser algo verdaderamente curioso; pero resulta bastante difícil verlo, ya que se cubren por completo, no dejando al descubierto más que brazos y ojos, y en algunas ocasiones, no siempre, el cabello, peinado en delgados tirabuzones de rizo muy pequeño y abundantemente engrasado con aceites de baja calidad.

En general la mujer del Sáhara no suele ser atractiva a los ojos de los extraños, y en gran parte la culpa la tiene el conjunto de su indumentaria, porque en más de una ocasión he visto muchachas francamente bellas, a las que sus raras costumbres malograban.

La prueba de hasta qué punto ha influido el tinte de sus ropas en los habitantes de aquella región del Sáhara es el hecho de que se los conozca, desde muy antiguo, como «los hombres azules», y cuando en su época de mayor esplendor llegaron a dominar, durante muy corto tiempo, en Marraquex, al sultán se le designó para siempre con el título de «el Sultán Azul», y sus descendientes, algunos de los cuales habitan en Cabo Juby, son llamados «los hijos del Sultán Azul».

Decididamente el saharaui es enemigo del agua. Nunca he visto, ni en los peores días de calor, a uno de ellos que se bañara en la playa, al menos a un adulto, ya que los morillos son aficionados a nadar y jugar en el mar, pero siempre he creído que esto lo hacían más por diversión que por verdadero interés en bañarse.

Cómo pueden estos hombres soportar la suciedad durante años enteros es algo que jamás he llegado a comprender; pero el hecho es que ellos son así, y no hay nadie capaz de hacerlos cambiar.

Suilen, nuestro criado, tal vez por su origen senegalés, era más amigo de ir con poca ropa, y recuerdo que jamás pude pensar que estaba sucio, pese a que el olor que despide un negro es inconfundible, diferente e hiriente para el olfato de un blanco. En ocasiones se metía en el mar, e incluso se duchaba en la granja, echándose por encima grandes cubos de agua salobre.

Sin embargo, aquel día de siroco Suilen vino tapado como el que más, y en realidad vi que tenía razón al hacerlo. La arena, en manos del viento, se clavaba en la piel, y el turbante, arrollado sobre la cabeza y cubriendo la boca, permitía respirar sin tener que ingerir a cada bocanada todo el polvo que volaba de aquí para allá, mientras el jaique protegía del escozor de la arena.

Muchos nativos, en contacto con la civilización, habían adquirido la costumbre de usar gafas de motorista los días de siroco, y más tarde me contaron que el avispado comerciante que las vendió por primera vez hizo su agosto.

El moro que había salido del cuartel continuaba su marcha. Iba lentamente, luchando contra el viento que le empujaba de lado, pero de improviso echó a correr hacia un muro que hacía sombra y protegía del viento.

Antes de que llegara, una tórtola que se escondía en aquel lugar intentando guarecerse inició un corto vuelo, para ir a caer unos metros más allá, agotada por el calor y vencida por el viento. El hombre corrió tras ella. Durante unos instantes se entabló una pugna entre la tórtola, que trataba de huir, y el hombre, que quería apresarla. Al fin la pobre ave, impotente, se dejó coger, y el indígena siguió su camino con ella en la mano.

Fue el primer animal que vi de los muchos que el siroco arrastra hacia la costa cuando sopla con fuerza. El calor y el viento los van empujando en busca de la protección del poblado, y cuando llegan a éste se hallan tan agotados que se los puede atrapar fácilmente; y más tarde, en los días de siroco, he cazado y visto cazar tórtolas, codornices, perdices, liebres, zorros, incluso gacelas, y mil otros habitantes del desierto.

En estos días basta poner un balde de agua dulce al aire libre para que acudan a él todos aquellos pobres bichos, rendidos por el viento, el calor y la sed; y resulta entonces muy sencillo apresarlos, casi sin tener que hacer uso de más armas que las manos.

Da lástima verlos buscar la sombra o el muro que los proteja del viento, anhelando agua para beber, cayendo incluso al mar; y los más débiles de cada especie sucumben, pese a que los animales del desierto están acostumbrados a enfrentarse a las más adversas y duras condiciones de vida.

Pero si desagradable es un siroco en el poblado, y los tres o cuatro días que dura se hacen realmente insoportables, pese a que por las noches decae el viento, un siroco en el interior, lejos del mar y de la seguridad de las casas de piedra y cemento, es algo tan desesperante que quien tiene la desgracia de sufrirlo nunca lo podrá olvidar.

Sin embargo aquel siroco de mi estancia en el desierto fue benigno, y me sirvió de entrenamiento para los muchos otros que habría de soportar.

Duró tres días, término medio normal en ellos, y en ese tiempo apenas salí de casa.

Son estos sirocos los que hacen que las islas de Fuerteventura y Lanzarote, en las Canarias, semejen ya un desierto, porque las arenas, volando sobre el mar llevadas por el viento, se han posado en ellas, y hoy en día existen grandes zonas en aquellas islas que no se podrían distinguir del desierto mismo, hasta el punto de que se ha generalizado el uso del camello.

Incluso en Gran Canaria, mucho más distante, hay grandes dunas y extensiones de arena, y la influencia de los vientos del desierto sobre aquellas islas de la provincia más oriental de las Canarias es innegable.

La arena y el viento son el castigo del Sáhara, y contra ellos, pese a haberlo intentado, nada pueden el ingenio ni la fuerza del hombre.

Únicamente los árboles podrían luchar contra la arena y el viento; pero precisamente estos dos elementos son los que les impiden crecer, y así, venciéndolos cuando aún no son más que retoños, logran más tarde no ser ellos los derrotados.

Al no tener ese enemigo el viento se sabe incontenible, y la arena, impalpable casi, galopa a sus espaldas, y juntos llegan a todas partes.

El hombre del desierto, fatalista, sabe que nada puede hacer para evitar estos dos males.

Escucha, sin oír, el gemido del viento en la llanura, y cuando la arena invade su vivienda levanta la jaima y la establece en otro lugar.

Esta filosofía se tarda en aprender.

Hace falta siglos, generaciones enteras de vivir en el desierto, escuchando el viento y viendo la arena avanzar.

Pasó el tiempo. Sin darme cuenta fui acostumbrándome a aquella nueva vida, y mi piel se oscureció, curtiéndose con el sol y el viento, y las plantas de mis pies se endurecieron, llegando a convertirse en una dura costra: un callo grueso y resistente, semejante al de los indígenas. Nunca llevaba sandalias, a no ser que tuviera que andar largamente sobre la arena o sobre las piedras de la calle calentadas por el sol del mediodía.

Llegó la época de los estudios, allá por octubre, y todos mis amigos fueron a la escuela: un pequeño edificio de dos cuerpos, con un gran patio de juegos, en el que los muchachos y los niños europeos e indígenas compartían la misma aula, estando ocupada la otra por las niñas.

En la clase se reunían desde los párvulos a los más adelantados, y un maestro europeo, auxiliado por otro árabe, los atendían a todos.

Esta reunión de los nativos y los hijos de los europeos hacía que aumentara la camaradería y la amistad entre ellos, y aunque en ocasiones fuera causa de que las madres españolas tuvieran que lavar a sus hijos con más frecuencia, era una demostración palpable de que ni antes ni ahora los españoles han creado problemas raciales.

Tenía yo que empezar a estudiar por aquellas fechas el tercer año de bachillerato, y al ser el mayor de todos mis amigos era también el que iba más adelantado, pues sólo había otros dos que estudiaran segundo, mientras los demás estaban más atrasados.

El maestro confesó que no se sentía capaz de darme clase de todas las asignaturas. Mi tío, que no quería que perdiera un año, distribuyó mi tiempo y mis clases de tal forma que él mismo se ocupó de las matemáticas y la física; el sacerdote castrense del poblado se encargó del latín, que compartía con los del segundo, y el maestro, de todas las demás.

El sistema de exámenes de fin de curso que seguían en Cabo Juby, y en todas las posesiones de España en el Sáhara, era muy curioso. Como resulta imposible mantener un tribunal en cada uno de estos puestos —ya que en muchos de ellos el más adelantado es un estudiante de tercero, como en mi caso— cada año, en junio, uno de los tribunales examinadores de Las Palmas se traslada en avión a Cabo Juby, Villa Cisneros, Ifni, El Aiun, etc.

Esto, para el estudiante, resulta francamente agradable. Casi nunca se suspende a ningún alumno, ya que no pueden estar yendo y viniendo, y por tanto tienen la manga bastante ancha. Además los profesores que llegan a aquel lugar, en apariencia inhóspito, y que no tienen tiempo de conocerlo a fondo, sienten pena de los que allí viven, y opinan que se los debe tratar con consideración.

En el tiempo que estuve en Cabo Juby tuve siempre muy buenas notas, ya que no había manera de convencer a mi tío de que si resultaba sencillo aprobar, no era indispensable que estudiase tanto; pero él parecía no estar de acuerdo con esta teoría.

El comienzo de los estudios me ayudó a hacer amigos, y en pocos días conocí a más chicos, sobre todo nativos, que en los meses anteriores, y pronto formé parte del equipo de fútbol de europeos: única actividad en que ambos bandos eran rivales.

Los partidos de fútbol entre los muchachos españoles y árabes era un auténtico acontecimiento en la vida de Cabo Juby. Llegamos a tener camisetas, azules unos y rojas otros, y de todas partes acudían a animar a sus equipos, e incluso el gobernador militar del puesto presidía los encuentros y entregaba los trofeos.

Los moros disfrutaban casi tanto con sus camisetas azules como con el partido en sí, y nunca nadie pudo saber si aquellas camisetas desteñían o no… Desde luego debía de ser un curioso espectáculo el de todos nosotros corriendo tras un balón sobre un campo de arena y dándonos patatas unos a otros con los pies descalzos. Difícil hubiera resultado, en verdad, saber quién tenía los pies más duros.

Con aquellos nativos, compañeros de escuela, aprendí a conocer el poblado moro, y me enseñaron muchos detalles curiosos, prácticos para aquel lugar y aquel género de vida; y poco a poco me fui adaptando a las costumbres, a sus sistemas de cazar camaleones, lagartijas, ratones del desierto y los mil bichos que habitan entre las arenas, los matojos o la playa, en la infinita llanura.

El ratón de arena, el ratón del desierto, es uno de los animalillos más curiosos y simpáticos que he conocido. De un color claro, casi amarillento, se asemeja mucho a los ratones por todos conocidos, salvo en sus patas traseras, idénticas a las de los canguros australianos, y en el hocico, más afilado y bigotudo.

No resulta muy difícil acostumbrarlos a vivir en cautividad, y aprenden a conocer a las personas, sobre todo a quien les da de comer.

El ratón del desierto, al tener tan desarrolladas las patas traseras, salta más que corre, lo que hace muy difícil su captura.

En contraste con los ratones está el camaleón, un animal repugnante, lento, que se posa en un árbol y es capaz de permanecer en la misma posición durante cinco o seis horas, totalmente inmóvil, esperando a que se ponga a su alcance algún insecto para disparar entonces su lengua, larga, delgada y pegajosa, que se asemeja a un «matasuegras». El camaleón del desierto cambia de color, como todos los de su especie; pero lo hace muy lentamente, y no siempre, y la gama de tonos que puede adquirir es muy limitada, oscilando entre el amarillo arena y un gris sucio, casi verdoso.

La propiedad de cambiar de color y confundirse con lo que le rodea la observaba mucho mejor en los pulpos, ya que éstos son capaces, cuando se sienten perseguidos, de asimilar instantáneamente la forma, los dibujos y el color de las rocas, las algas o la arena en que estén posados, hasta el punto de que en ocasiones llegan a esfumarse y desaparecer por completo ante nuestros propios ojos.

Una de las diversiones de los morillos, y que a ellos los entusiasma, aunque a mí no llegara nunca a hacerme demasiada gracia, era la de hacer estallar gaviotas. Me parecía un entretenimiento salvaje y desagradable.

Consistía este juego en cazar una gaviota, mediante cualquier sistema de trampas o nuevos inventos que se ponían en práctica a diario, hacerle comer un poco de carburo y soltarla. El pobre bicho sentía inmediatamente ardor y sed y bajaba al mar a beber agua. Al levantar de nuevo el vuelo, el agua actuaba en el estómago sobre el carburo, hacía que éste desprendiera gran cantidad de gas, y la gaviota estallaba en el aire como un globo, cayendo a tierra entre una lluvia de plumas.

Ya he dicho que esta diversión no era de mi agrado, pero sin embargo lo que sí me entusiasmaba era el sistema que tenían de cazar gaviotas con lazo. Esto, que en un principio puede parecer absurdo, es muy entretenido, aunque bastante difícil, porque fracasa en el ochenta por ciento de los casos.

En la playa, en un lugar donde haya dunas, una barca o algo donde esconderse cerca, se hace un pequeño hoyo, de un palmo de profundidad aproximadamente y dos y medio de diámetro. En el fondo de este agujero se colocan tripas y residuos de pescado, y se rodea por fuera, disimulándola con arena, una cuerda con un lazo corredizo. El extremo de la cuerda se lleva hasta el escondite, y una vez allí se espera a que la gaviota acuda a comer.

Cuando el bicho se posa se aguarda un instante a que se distraiga, y sobre todo a que tenga las alas plegadas, para que tarde más en poder alzar el vuelo; entonces se da un fuerte tirón de la cuerda y el nudo corredizo apresa al ave por las patas.

Suele la gaviota echar a volar, pero en cuanto la cuerda no da más de sí agita en el aire sus alas, impotente, y cae vencida.

La utilidad que pueda tener el cazar una gaviota es nula; es un animal incomestible, cuya carne tiene un sabor de pescado podrido tan repugnante que ni el más hambriento se vería con ánimos de comérselas, a excepción de los náufragos, que, según se cuenta, recurren a ellas si tienen oportunidad.

Guardarlas tampoco sirve para nada, pues ni cantan ni son bonitas; por tanto su caza es un simple entretenimiento, ya que luego hay que soltarlas, a no ser que se utilice el bárbaro sistema del carburo, que no es más que una inútil demostración de salvajismo, y que podríamos considerar como una «gamberrada saharaui».

Un bicho verdaderamente gracioso y digno de ser retenido en cautividad, ya que la soporta bastante bien, cosa que no ocurre con otros animales salvajes, es la ardilla del desierto; pequeña de cuerpo, pero dotada de una enorme cola peluda y de unas manos extraordinariamente semejantes a las de los seres humanos.

De un tono que varía entre el amarillento de la arena y un roble claro, casi rojizo, habitan en las zonas de matojos, en los pedregales, en las cercanías de las fajas arenosas; son extraordinariamente recelosas, y poseen una vista y un oído muy desarrollados, por lo que resulta dificilísimo darles caza.

En cierta ocasión llegué a tener dos ardillitas, macho y hembra, en una gran jaula; comían casi todo lo que se les daba, principalmente frutas y verduras. La hembra murió, y pocos días después el macho consiguió huir, nunca me pude explicar cómo. Me llevé un gran disgusto, ya que me había encariñado con aquel par de animalejos juguetones, terriblemente inquietos, que pelaban los cacahuetes y los plátanos con la seriedad de las personas.

También aprendí a coger culebras y a distinguir las venenosas de las inofensivas, y cuando años más tarde regresé a Tenerife regalé al colegio en que estuve una pequeña serpiente, muy peligrosa, dentro de un tarro con alcohol; me consta que todavía se encuentra allí, en el museo.

Existe una clase de saharauis, a los que podríamos considerar imitadores de los faquires indios —aunque no traten de imitar a nadie, ya que sus costumbres son tan remotas como las de aquéllos—, que llegan a domesticar serpientes, incluso las más peligrosas, a las que despojan de su veneno; pero estos faquires árabes son muy escasos y, desde luego, no se suelen exhibir.

También hay entre ellos los que amaestran escorpiones y los hacen correr por todo su cuerpo, incluso por la cara y lengua, sin miedo a su venenoso aguijón, que puede en la mayoría de los casos producir la muerte.

El escorpión, o alacrán, es uno de los bichos más temidos y odiados de los habitantes del Sáhara. Atacan sin ser molestados y, estando escondidos bajo las piedras, son un constante peligro para los pies desnudos o para las manos y los brazos, en el momento de tocarlas.

Uno de nuestros pasatiempos era ir a los pedregales en busca de alacranes. Cuando encontrábamos uno lo rodeábamos con un círculo de gasolina y le prendíamos fuego. Viéndose imposibilitado para escapar, cercado por el fuego, acababa clavándose su propio aguijón en la espalda, inyectándose el veneno, y moría casi instantáneamente, entre horribles convulsiones. Ni él mismo es inmune a su terrible veneno.

Los saharauis suelen combatir las picaduras de estos insectos, así como las de las serpientes, con determinados jugos de plantas; pero nunca llegué a saber si estos remedios resultaban verdaderamente eficaces, aunque no hay razón para dudarlo, ya que está probado que los burdos medicamentos transmitidos de generación en generación, y cuya fórmula exacta se desconoce, suelen poseer virtudes que se comprueban al ser estudiados científicamente.

Resultaría labor agotadora hablar de cada uno de los animales que pueblan el desierto, que, según su definición, debiera estar vacío de ellos. Más adelante irán apareciendo, porque gacelas, zorros, hienas, avestruces, guepardos, liebres, mochuelos, zancudas, y los cientos de ellos que se esconden entre la arena o tras los matojos, merecen que se les preste atención: son los personajes centrales del relato que nos ocupa y los que contribuyeron a que mi vida en aquel lugar resultara más agradable y digna de ser recordada.

Porque pensar en el desierto es pensar en una gacela, enhiesta, vigilante en lo alto de una duna, recortada su silueta contra el cielo intensamente azul, o en la carcajada estremecedora de una hiena, que se escucha en las noches frías mientras el viento sopla en el desierto lamentándose de no sé qué extrañas penas, cuando el hambriento animal se acerca al campamento, venciendo su miedo al fuego, en busca de algún despojo.

El desierto es esto y mucho más. El desierto es toda una vida de recuerdos.

Era domingo. Hacía mucho tiempo que le había pedido a mi tío que me llevara a pescar al barco francés, y ahora, por fin, lo había conseguido.

El barco francés era un viejo casco de hierro, embarrancado a unos dos kilómetros al norte de Cabo Juby, y tenía fama de ser el lugar de más pesca de toda la costa.

La historia de cómo se perdió aquel barco es curiosa, si se atiende al decir de los testigos.

Llevando a bordo un cargamento de carbón, el capitán, al parecer por orden de los armadores, tenía intención de hacer encallar la nave con el fin de cobrar el seguro. Esto ocurrió unos doce años antes de mi estancia allí, es decir, sobre el treinta y siete o treinta y ocho. Efectivamente: el capitán, buscando el modo de perder la nave sin ponerse en peligro él y la tripulación, enfiló la playa en aquel punto, logrando embarrancar.

Parece ser, sin embargo, que en aquella ocasión, no se sabe por qué motivo insólito, se encontraban fondeados en Cabo Juby tres barcos, dos correíllos de los que hacen el servicio semanal, y un aljibe que había ido a llevar agua, cosa que solían hacer cada quince días. Avisados de lo ocurrido, se dirigieron a toda marcha al lugar del suceso y, lanzándole cabos de amarre, lograron sacarlo de allí, aunque para ello tuvieron que exponer sus embarcaciones. Llegado el momento en que el barco se encontró de nuevo a flote avisaron al capitán francés que ya podía dar marcha atrás; pero éste, en lugar de hacer lo que se le indicaba, dio mal la orden —alegó después una equivocación—, encallando de tal forma que ya resultó imposible salvarlo: allí quedó para siempre.

Ante aquello dicen que la compañía de seguros se negó a pagar; pero se entabló un largo pleito que se falló en favor de los armadores, quienes de esta forma consiguieron su propósito, pese a que los capitanes de los barcos españoles y todos los testigos opinaron que había ocurrido intencionadamente.

Es ésta una historia que, como se suele decir en estos casos, «tal como me la contaron te la cuento», sin que ponga ni quite nada de lo que se sabía en todo Cabo Juby.

Durante muchos años los moros sacaron carbón del barco francés; pero esto ya no llegué a verlo. Cuando fui ya no era más que un enorme casco, despojado de todo aquello que, por las buenas o por las malas, se habían podido llevar. Aún recuerdo que en una chabola distante vi, clavado en el suelo, uno de los respiradores del barco: jamás logré saber —y creo que tampoco sus dueños— para qué podía servirles.

A finales de mi estancia, años más tarde, una compañía de desguace bilbaína compró el barco y lo desmontó por completo para utilizar la chatarra. Fue esto uno de los mayores disgustos que se les pudo dar a los aficionados a la pesca.

Ir a pescar allí era tener la seguridad de volver con todo el pescado que se quisiera. La abundancia era tan extraordinaria que se hacía imprescindible llevar cuatro o cinco cañas, porque se daba por seguro que entre los marrajos y cazones, que abundaban más que en ningún otro lugar, y los restantes peces grandes las irían rompiendo, y era necesario reponerlas si no se quería uno aburrir, porque para subir al barco era imprescindible esperar la marea baja, y no se podía salir de él hasta la próxima bajada de la marea, seis horas más tarde.

Por este motivo se hacía necesario escoger muy bien el día de ir al barco, ya que había que esperar las mareas oportunas, y además que estuviera bueno el mar, pues de lo contrario las grandes olas de aquel lugar, fuera ya de la protección de la barra y el cabo, reventaban contra el casco, haciendo poco menos que imposible la permanencia sobre cubierta.

Aquel domingo, después de mucho rogar y pedir, porque había oído hablar a todos del barco francés, conseguí que se realizara la excursión. Mi tío, Lorca, un amigo de mi tío, llamado Ruiz, y yo, debidamente pertrechados de cañas, carnada, agua y comida, nos encaminamos muy de mañana al barco, para aprovechar el buen tiempo y la marea baja.

Logramos subir sin mojarnos más que hasta la cintura; en aquel lugar el mar nunca está completamente quieto, y teníamos que aguardar a que las olas se retirasen y aprovechar el reflujo para dar una corta carrera y llegar a la cubierta, que estaba bastante inclinada de estribor, del lado de la playa, de resultas sin duda del constante golpear de las olas.

Comenzó a subir la marea y nos preparamos para la pesca. Yo veía avanzar el mar, y pensaba que poco a poco nos íbamos quedando aislados allí en medio, con la playa cada vez más lejos, rodeados de aguas traidoras y plagadas de marrajos.

A medida que la profundidad aumentaba en torno nuestro hacía su aparición la corriente: una corriente fuerte, violenta, que empujaba el agua, casi con la fuerza de un río, playa abajo, hacia el sur, por donde habíamos venido, y arrastraba las boyas de nuestras cañas de tal modo que constantemente teníamos que volver a lanzarlas aguas arriba, para dejar que cruzasen rápidamente ante nosotros, intentando perderse de nuevo empujadas por la corriente.

Pronto me olvidé de cuanto me rodeaba, absorto en la maravilla de aquella pesca fascinante. Llegó un momento en que bastaba echar el anzuelo al agua para que inmediatamente mordieran, entablándose de continuo una emocionante lucha entre hombre y pez, unos peces de hasta tres y cuatro kilos que luchaban por su libertad y para conservar la vida; y de hecho, a menudo, pese al fuerte aparejo y los grandes anzuelos que usábamos, lo conseguían. Esto, sin embargo, no importaba, pues al instante había otro que picaba, y pronto sobre la inclinada cubierta se amontonaron los mejores ejemplares, porque aquéllos que por su calidad o su tamaño nos parecía que no merecían la pena eran devueltos al mar.

De vez en cuando un marrajo, un gran cazón o una raya picaban; pero eran éstos, peces de cincuenta, cien y más kilos, imposibles de capturar con nuestros medios en aquel lugar tan poco apropiado para poder izarlos; y nos dábamos entonces por contentos si se conformaban con cortar el aparejo, porque en más de una ocasión rompían las cañas o las llegaban a arrebatar de las manos: tanta era su fuerza y tan brusco su tirón.

Dos cañas llevaba yo perdidas: las había visto caer al mar, y la corriente se las llevó rápidamente, playa abajo. También los demás habían perdido alguna. A Lorca le había picado un gran cazón, al que pudimos ver un momento, mientras Lorca trataba de luchar con él y mantenerlo; pero al fin la caña cedió, rompiéndose casi por la mitad, y a pesar de que aún la podía sujetar por medio de la cuerda de seguridad, que corre a todo lo largo de la caña, desde el extremo al puño, Lorca la tiró al mar, porque sabía que era inútil continuar aquella lucha tan desigual.

Esta vez la caña no se alejó flotando, sino que la vimos de aquí para allá, hundiéndose y volviendo a aparecer según lo que hiciera el pez que aún iba sujeto al anzuelo.

De pronto oí un grito; me volví hacia la proa, de donde había llegado, y no pude más que ver a Ruiz, que se asomaba por la borda, y a Lorca, que corría hacia allí. Tiré la caña sobre cubierta y me aproximé a toda prisa. Lorca intentaba echarse al agua, mientras Ruiz pugnaba por contenerle. No vi a mi tío por ninguna parte.

Lorca y Ruiz señalaron a un punto en el agua; yo ya había llegado a su lado, y el corazón me subió a la garganta. Mi tío se había caído al mar, y ahora aparecía en la superficie y trataba de nadar hacia tierra, pasando por delante de la proa del barco; pero la corriente le empujaba fuera, y poco a poco le vimos alejarse y pasar a todo lo largo del barco, mientras las olas le revolcaban y amenazaban con estrellarle contra el casco.

Lorca le lanzó la caña más gruesa que tenía, y con un esfuerzo mi tío logró asirse al nilón, que era recio y resistente. Yo nada podía hacer, sino contemplar los esfuerzos de Ruiz y de Lorca por salvarle, porque el espanto me había inmovilizado de tal forma que no creo que pensara, ni reaccionase, ni pudiera hacer nada que no fuese mirar, en la medida que las lágrimas me lo permitían.

Por unos instantes mi tío se sujetó al hilo, mientras la caña se curvaba amenazante, mantenida por Ruiz, y Lorca se descolgaba por la borda y, asido a la barandilla, intentaba tenderle un pie para que se pudiera agarrar.

Las olas iban y venían, arrastrando a mi tío de un lado a otro, impidiéndole ver, haciéndole tragar agua y amenazando estrellarle contra el casco en uno de los embates, mientras Lorca, golpeado también por las olas, sangraba en una pierna y un hombro.

Una ola mayor que las otras batió contra el casco; estuvo a punto de hacer soltarse a Lorca, y en su reflujo arrastró hacia afuera a mi tío. Ruiz hizo esfuerzos por aguantar la caña, pero el nilón cedió, y mi tío se perdió entre la espuma de la siguiente ola.

A duras penas pudo Lorca subir a bordo, y, desesperados, intentamos localizar de nuevo a mi tío. Alcanzamos a verle por última vez, ya muy alejado, arrastrado por la corriente; aún trataba de nadar, pero de pronto una nueva ola cayó sobre él, y desapareció por completo.

Creo que no lloré: no podía llorar. Era todo demasiado trágico, demasiado espantoso, y mi cerebro no había captado aún la idea de que mi tío se había ahogado.

Mirábamos al mar, esperando algo, rogando a Dios que hiciera un milagro; y de pronto allí donde había desaparecido mi tío surgió una aleta negra, enorme, que se deslizó sobre el agua marcando un trágico surco.

Todo dio vueltas a mi alrededor y caí sobre cubierta. Lorca, sangrante y destrozado, fue a recogerme; pero se dejó caer a mi lado, llorando, llamando a mi tío, pidiendo a Dios que le devolviera la vida.

No sé cuánto tiempo permanecimos allí: tal vez dos horas, o quizá más. La marea descendía ya, pero aún no podíamos salir de aquel encierro, de aquel barco maldito que de pronto se había convertido en una pesadilla para todos; y el golpear de las olas contra el casco, rítmica y monótonamente, se transformó en una música desesperante, que no nos permitía olvidar que eran aquellas olas las que se lo habían llevado.

—¿Cómo fue? —preguntó Lorca.

Ruiz no supo qué responder. Él era quien más cerca estaba, y no se dio cuenta hasta que oyó el grito y le vio ya en el aire, a mitad de la caída.

Parecía como si hubiésemos olvidado todo: se habían borrado de nuestra mente incluso las imágenes inmediatamente anteriores a la tragedia.

Lorca estaba deshecho; más aún que yo. Él ya había captado toda la magnitud del desastre. Yo, un muchacho, casi un niño, tardé más en percatarme de lo que aquello significaba.

Recuerdo que Lorca, como una obsesión, repetía:

—¡Malditos marrajos!… ¡Malditos marrajos! ¡Qué espanto, Dios mío, qué espanto!

No sé mucho más de lo que dijimos en aquellos instantes. Podría inventar unas reacciones, pero no serían auténticas, porque fue como un sueño, una trágica pesadilla, y nunca he vivido, ni creo que llegue a vivirlos, instantes más angustiosos.

Al fin Ruiz, el más sereno de los tres, opinó que la marea había bajado lo suficiente como para intentar saltar a tierra. Era pronto aún, pero no podíamos resistir más tiempo allí. No nos preocupamos de las cañas ni de nada de lo que habíamos llevado, y quedó todo abandonado.

Decidimos saltar los tres al mismo tiempo, yo en medio, protegido por ellos, y nos preparamos de pie en la borda, sujetos a la barandilla, esperando a que alguna de las grandes olas, en su reflujo, dejara más playa al descubierto.

Al fin llegó la oportunidad esperada. Ruiz dio un grito y saltamos los tres a un tiempo. Echamos a correr hacia la playa, con el agua hasta las rodillas y luchando contra la corriente que retrocedía.

Lorca, cogiéndome por un brazo, tiró de mí. Estábamos llegando ya cuando la siguiente ola nos alcanzó, revolcándonos por la arena.

Lorca me apretó el brazo con fuerza, hasta hacerme daño: durante días tuve en la piel la marca morada de sus dedos.

Cuando la ola se retiró estuvo a punto de arrastrarme, pero Lorca había logrado ponerse en pie y, clavando los tacones en la arena, me sujetó. Ruiz vino en nuestra ayuda, y logramos salir de allí.

Apenas pusimos los pies en la playa, ya fuera de peligro, echamos a correr por ella hacia el poblado que se divisaba a lo largo. Ni una palabra se había cruzado entre nosotros, y sin embargo los tres corríamos de común acuerdo, desesperados, temiendo llegar y, al mismo tiempo, ansiosos de hacerlo: las dos horas anteriores de forzada inmovilidad nos habían destrozado los nervios.

Corríamos, corríamos sin cesar, jadeantes y angustiados, cuando de repente nos detuvimos. Los tres mirábamos lo mismo: a unos cien metros más allá, al borde del agua, lamido por cada ola que llegaba, un cuerpo permanecía inerte, boca abajo, fláccido e inmóvil.

Lo veíamos; lo habíamos visto al mismo tiempo, y al mismo tiempo nos habíamos detenido. Sabíamos lo que era, y sin embargo nuestros pies continuaban clavados en el suelo y las piernas no obedecían las órdenes que el cerebro les daba.

Fue Lorca el que primero, con un esfuerzo sobrehumano, logró reaccionar, y dando un salto hacia delante, como impulsado por un muelle de acero, corrió hacia el cuerpo tendido en la arena.

Al verle correr, como si hubiese sido una señal, Ruiz y yo le seguimos: fue aquélla la más loca carrera que jamás hayan podido efectuar dos hombres y un muchacho.

Lorca corría y gritaba; Ruiz emitía unos incoherentes sonidos guturales, y yo llamaba a mi tío desesperadamente, pidiendo a Dios que le hubiese conservado la vida, de igual modo que nos había devuelto el cuerpo.

Fue Lorca el primero en llegar. Se abalanzó sobre él y le volvió boca arriba. Ya estábamos nosotros allí, y tratamos de escrutar su rostro, lívido, casi azulado, intentando encontrar un resto de vida.

Mi tío era un hombre corpulento, y sin embargo, con las fuerzas de la desesperación, Lorca le levantó en brazos como si hubiese sido un niño y le llevó a terreno seco.

Allí Ruiz le tendió y comenzó a practicarle la respiración artificial, haciéndole subir y bajar los brazos rítmicamente.

Casi al instante mi tío se estremeció y, tras un estertor, comenzó a arrojar agua. Estaba vivo; sabíamos que viviría y que bastaba con seguir haciéndole la respiración artificial hasta que eliminara por completo el agua alojada en sus pulmones.

A Lorca le temblaron las piernas, cayó al suelo y escondió el rostro en la arena, sollozando y dando gracias a Dios. Yo me senté, y miraba a mi tío fijamente, en silencio, viendo cómo arrojaba el agua, obsesionado por el subir y bajar de los brazos, incapaz de pensar en nada que no fuera que mi tío estaba vivo y que el mundo que se había derrumbado a mi alrededor seguía en pie.

Al fin Lorca se irguió; llevaba el rostro cubierto de arena y dos rayas húmedas señalaban el camino de las lágrimas. Se limpió a medias el rostro y dijo que iba a buscar una ambulancia para trasladar a mi tío al poblado. Ruiz asintió y le aconsejó que se diera prisa. Yo continuaba inmóvil, sentado en la arena, y le vi alejarse rápidamente.

Mi tío empezó a respirar mejor. En cada estertor arrojaba espuma, y Ruiz me indicó que se la limpiara. Aún seguía pálido, pero poco a poco fue recuperando el color. Aunque no abrió los ojos, sabíamos que estaba vivo, y que ya sólo era cuestión de tiempo, a no ser que se presentara una complicación inesperada.

Yo pensé para mí que si Dios le había devuelto del mar y de los marrajos, no era para llevárselo entonces.

Vimos gente que venía corriendo desde el poblado, y supusimos que ya Lorca había llegado.

Un grupo de moros del barrio del cabo fueron los primeros en llegar. Cuando estuvieron a nuestro lado me invadió una sensación de seguridad, y fue entonces cuando tuve la certeza de que mi tío estaba salvado.

Una mujer mora se sentó a mi lado y me acarició la cabeza, compasiva. Al sentir su mano rompí a llorar desesperadamente. Me ofreció su regazo, y yo me apoyé en él y di rienda suelta a mi llanto. Probablemente aquella mora estaba sucia y olía mal, pero yo no lo advertí. Únicamente me di cuenta de que me sentía más seguro llorando allí, protegido por ella.

Era un regazo de mujer, y yo todavía era un niño.

Necesitaba llorar.

El anciano sorbió su té e inició la narración.

Dijo así:

«Alá es grande; alabado sea».

»Cuentan (y esto no ocurrió en el país de los Tekna, ni en todo lo ancho del Sáhara, ni en Marraquex, Túnez, Argel o Mauritania, sino allá, en Arabia, cerca de la ciudad santa de La Meca, a la que cada creyente debe hacer su peregrinación) que vivieron, mucho tiempo atrás, en la floreciente y populosa ciudad de Mir, gloria de los califas, tres astutos mercaderes que habían logrado, después de muchos años de comerciar juntos, reunir una apreciable cantidad de dinero. Decidieron invertirlo todo en un nuevo negocio, en el que, comprando en conjunto muchas mercancías a bajo precio, lograrían un crecido beneficio.

»Resultaba sin embargo que estos mercaderes, como casi todos ellos, no confiaban los unos en los otros, y razón tenían en hacerlo, por lo que guardaron el dinero en una bolsa y acordaron dejársela en custodia a alguien de cuya honradez pudieran tener seguridad.

»Escogieron para tal fin a la dueña de la casa donde a la sazón se hospedaban, y le encomendaron guardar celosamente aquel saco, que le dijeron contenía pergaminos, con la condición de que no se lo entregara a ninguno de ellos si no estaban todos presentes.

»Lo aceptó la buena mujer, y de nuevo los comerciantes le recomendaron que no se lo entregara a ninguno de ellos si no estaban los otros dos delante.

»A la mujer le extrañó que unos documentos pesaran tanto, y sospechó que aquello debía de ser oro; pero como era honrada y discreta nada dijo y cumplió lo que le habían pedido.

»Resultó que al día siguiente los mercaderes decidieron escribir a otro comerciante de una ciudad vecina, por asunto de sus negocios, y, necesitando para ello un pergamino, uno de ellos dijo:

»—Voy a pedírselo a esa buena mujer, que seguramente tendrá alguno.

»Entró en la casa y dijo:

»—Entrégame la bolsa que te dimos ayer, que la necesito.

»—No lo haré si no están tus amigos delante —respondió la mujer.

»Insistió el mercader, pero ella continuó negándose, y entonces él le indicó:

»—Asómate a la ventana y verás cómo mis compañeros, que están en la calle, te ordenan que me lo des.

»Hizo la mujer lo que le decía y se asomó, y el mercader salió y, aproximándose a los otros, les dijo en voz baja:

»—Esa mujer tiene el pergamino que necesitamos, pero no quiere dármelo a no ser que vosotros también lo pidáis.

»Engañados los mercaderes por su astuto compañero, dijeron en voz alta a la mujer:

»—Dale a nuestro amigo lo que te ha pedido, porque también nosotros lo necesitamos.

»Entró de nuevo en la casa aquél que de los tres se proponía engañar a los otros, y la mujer le entregó la bolsa de oro, que él escondió al punto en su habitación. Salió después a la calle a reunirse con los otros mercaderes y les dijo:

»—El pergamino era muy pequeño y no nos serviría. Mejor será que vayamos a casa del escribano, que nos proporcionará uno más adecuado.

»Se alejaron, pues, y apenas habían andado unos metros cuando el ladino mercader habló así:

»—Id vosotros delante y esperadme allí, que yo siento que mi cuerpo se indispone; iré a vuestro encuentro en cuanto haya cumplido con él.

»No sospecharon los mercaderes la trampa, y así lo hicieron, mientras aquél de los tres que era ladrón volvió a la casa, se apoderó del oro y escapó con él, huyendo de la ciudad e incluso del país.

»Cuando los otros dos mercaderes advirtieron el engaño y se dieron cuenta de que se habían quedado sin dinero culparon a la pobre mujer, y llevándola con ellos se presentaron ante el caíd, pidiendo que hiciera justicia.

»Resultó aquel juez un hombre justo e inteligente, y escuchó las acusaciones de los mercaderes, y no quiso castigar a la mujer sin antes haber oído sus razones.

»Contó ella todo lo ocurrido y explicó cómo los mercaderes le habían indicado que no entregara la bolsa si no se encontraban los tres reunidos, y cómo el que había resultado ladrón engañó a los otros dos, engaño en el que ella también había caído, pero del que no era responsable.

»Reanudaron su protesta los mercaderes, exigiendo que les fuera entregada la bolsa, o que encarcelaran a la mujer; pero el justo caíd había comprendido que ésta era honrada e inocente, y dictó así su sentencia:

»—Pienso que tenéis razón en vuestra denuncia, y es justo que la mujer os devuelva la bolsa; pero como se da el caso de que el pacto entre vosotros exige que para que pueda hacerlo es imprescindible que estéis los tres reunidos, estimo justo que así se haga, por lo cual, si queréis vuestro dinero, tendréis que encontrar al que huyó con él, y, en caso de que lo consigáis, os ocupáis vosotros mismos de reclamárselo directamente.

»Quedaron, pues, burlados los mercaderes y la mujer libre de todo cargo, porque en realidad ninguna culpa tenía de lo que había sucedido, y lo que le ocurrió era fruto de su buen corazón y su deseo de hacer un favor a sus huéspedes.

»Y así fue como triunfó la justicia y la razón, gracias al sabio juicio de aquel inteligente magistrado.

»Quiera Alá que siempre sea así. Alabado sea.

Acabó el anciano su relato y todos quedamos en silencio, pensativos. La hoguera se iba consumiendo lentamente, y, sobre ella, la tetera mantenía caliente la preciada infusión, la más estimada por los pueblos árabes.

El dueño de la jaima sirvió una nueva ronda de té, y en cada vaso la ramita de hierbabuena destacaba su tono verde sobre el rojo oscuro de la bebida.

El té hervía, y sin embargo lo bebían sin advertirlo, con ese sistema peculiar, común a todos los árabes, de sorber poco a poco, apoyando los labios en el borde del vaso.

Durante un rato nadie habló: había que meditar en la enseñanza del cuento que el anciano acababa de relatar, y no sería correcto olvidarlo al instante para hablar de otra cosa, pues para eso no valía la pena haber fatigado y molestado a un hombre tan venerable y digno de respeto.

En la lejanía se escuchó la carcajada de una hiena, y un hombre, un saharaui fuerte y atlético, pero con el rostro surcado de arrugas y el pelo totalmente blanco, se estremeció, como si el aliento fétido de aquella hiena lejana hubiera llegado hasta él.

Todos los ojos se posaron en aquel hombre, que trató de disimular su estremecimiento. Se puso en pie, entró en la jaima y salió armado de un pesado rifle. Nadie dijo nada, y él tampoco habló. Se alejó en la dirección de que procedía la carcajada de la hiena, perdiéndose en las sombras de la noche.

Las miradas de todos se posaron en su espalda y le siguieron incluso en la oscuridad.

Pasó el tiempo. La hiena rió aún un par de veces, y todos los que rodeábamos el fuego estábamos atentos a su risa y a lo que pudiera suceder en la noche. Únicamente se percibía el sorber del té y el crepitar de las ramas que se consumían en la hoguera.

Y transcurrían los minutos. Aún pasó un largo rato, hasta que se oyó un disparo, seguido de un aullido. Después, en rápida sucesión, sonaron cuatro tiros más.

Se hizo un silencio más denso aún que el anterior. A poco una figura comenzó a perfilar su silueta en las sombras, y el moro volvió, entró en la jaima en silencio, dejó el rifle y se sentó de nuevo en su sitio, sin dar explicación alguna y sin que nadie le preguntara.

Al fin, mi tío, que se encontraba frente a él, preguntó:

—¿Cuántas llevas?

—Cinco en lo que va de luna —respondió, abriendo los dedos de una mano.

—¿Y en total? —insistió mi tío.

El otro se encogió de hombros.

—Hace años que perdí la cuenta…

—Hagas lo que hagas, no podrás acabar con todas las hienas del Sáhara.

—Tampoco podrán ellas acabar conmigo —argumentó el moro del cabello blanco.

—Hace ya mucho de eso, ¿verdad?

El moro quedó pensativo.

—Mucho… —dijo—. No tengo dedos en las manos para contar los años…

Yo miraba alternativamente a uno y otro. No sabía de qué hablaban. Ardía de curiosidad, pero no me atreví a preguntar.

Los guayetes que se sentaban, como yo, alrededor del fuego, también estaban impacientes por saber lo que significaba todo aquello. Uno de ellos se inclinó y dijo algo, por lo bajo, al oído del que tenía a su lado. El otro pareció dudar, pero al fin se decidió.

—Padre —dijo—, mis amigos quieren que cuentes la historia de la hiena.

El moro de cabello blanco miró a su hijo. Fue a negar con la cabeza, pero vio los rostros ansiosos de los guayetes y el mío propio, que no podía disimular el interés.

—No me gusta recordarlo —dijo.

Se dejó oír un murmullo desilusionado. El hijo insistió:

—Están a la puerta de nuestra jaima, padre. Saben que tu historia es emocionante, y les agrada oírla.

El hombre permaneció pensativo; parecía estar en otro mundo, y todos le contemplábamos en silencio. Cuando habló lo hizo lentamente, como para sí.

Comenzó:

«Alá es grande; alabado sea».

»Aquella noche, tantos años hace ya que no puedo contarlos, atravesaba yo las grandes dunas al sur del Tidral, camino de mi casa, a la que regresaba después de muchos días de ausencia; y marchaba tranquilo y confiado, porque no había nada a lo que pudiera temer y conocía bien el camino, pues mis pies estaban ya cansados de recorrerlo, de día y de noche, con luna o sin ella, y aquélla era noche de luna llena, y tan clara que no había por qué envidiar el día, sino muy al contrario, pues no abrasaba el sol.

»Aulló una hiena a lo lejos, pero no le presté atención; sabía, como sabemos todos, que sólo una vez de cada mil sucede que una hiena ataque a un hombre.

»Iba desarmado, y ni siquiera un palo llevaba; pero no pensé en ello, sino que continué mi camino, deseando únicamente llegar cuanto antes a mi jaima para descansar tranquilo en compañía de mi esposa, pues era yo por entonces recién casado y, como he dicho, hacía tiempo que no la veía.

»La hiena rió de nuevo, ahora cercana, y creo que me dije para mis adentros que debía de estar muy hambrienta, pues se advertía en su aullar un tono distinto, como de rabia o ira incontenida.

»La vi: su silueta se recortaba contra una duna y estaba más cerca de lo que había creído en un principio; sus ojos brillaban como ascuas, y fue entonces cuando comencé a sentir temor y lamenté no tener nada con que defenderme.

»Seguí andando; pero ahora procuraba no perder de vista a la fiera, que gruñía, dando muestras de agitación.

»Tenía yo que pasar cerca de donde estaba, o de lo contrario volverme atrás y dar un gran rodeo; pero no quise hacer esto último, porque no debía demostrar que la temía.

»La fui viendo con más claridad: era grande, y no cesaba de mover, inquieta, sus cortas patas traseras. Tenía la boca entreabierta y mostraba los colmillos, unos colmillos largos y afilados. Tomé la precaución de taparme la nariz con dos vueltas del turbante, porque sabía que en ocasiones usan la extrema fetidez de su aliento para hacer perder el sentido a sus enemigos, o por lo menos marearlos, y poder vencerlos así con más facilidad.

»De repente gruñó con más fuerza y, levantando con sus patas una nube de arena, se arrojó sobre mí.

»Apenas tuve tiempo de invocar a Alá en mi favor y echarme a un lado, porque la bestia se abalanzó con toda la fuerza de que era capaz, abiertas las fauces, amenazadores los colmillos y exhalando su aliento putrefacto. Intentó morderme, pero pude esquivar esta primera acometida, al tiempo que la golpeaba en la cabeza.

»Se detuvo frente a mí y me miró. Sus ojos semejaban carbones encendidos, y temblaba de rabia por haber fallado.

»Expulsó hacia mí bocanadas de aliento, y tuve que retroceder, o de lo contrario sé que hubiera caído sin sentido, porque era como la fetidez del más descompuesto de los cadáveres. Todos sabéis que las hienas comen carroña, y cuanto más putrefacta está, más les apetece. De haber logrado matarme me hubiera enterrado, para volver días más tarde a buscarme, ya que todas lo hacen así, y aquélla, pese a su hambre, no debía de ser distinta.

»Se dispuso de nuevo al ataque, y mi cuerpo tembló, y sentí que el vello de la piel se me erizaba y una mano helada recorría mi espalda, mientras las venas de la frente me latían desacompasadamente y el corazón amenazaba con saltar de mi pecho.

»Tenía miedo; no tanto a la muerte y a lo que me pudiera suceder, como a aquella clase de muerte, destrozado y devorado por el inmundo animal: el más repugnante de cuantos Alá puso sobre la tierra, porque ninguno como él es traidor, solapado, comedor de carroña, cobarde y amante de las sombras de la noche. Nunca aparece a la luz del día, y se esconde mientras brilla el sol, porque él mismo se sabe repelente y contrahecho.

»Volvió a atacarme. Esta vez no pude esquivarla, pero tuve suerte y su dentellada desgarró sólo mi jaique; al tirar se llevó un gran trozo, y se encontró con él en la boca, liado entre los dientes, y por unos momentos pude apartarme. Busqué a mi alrededor desesperadamente, tratando de encontrar alguna gruesa piedra con que defenderme, pero era aquella zona de dunas y de arena.

»De nuevo se abalanzó sobre mí y ahora logró derribarme. Me supe perdido, y traté de proteger mi garganta, que la fiera buscaba con sus dientes. Con las fuerzas que el miedo me daba logré empujarla bruscamente a un lado, y cayó sobre la arena, lo que aproveché para erguirme y abalanzarme sobre ella, aferrándola con todas mis fuerzas por el rabo, pues sabía que ésta era la única forma que tenía de que no me alcanzara, ya que una hiena no puede nunca llegar a morder su propio rabo, pues su cuerpo contrahecho no posee la suficiente agilidad.

»Trató de volverse; pero yo me aparté sin dejar de aferrarla por la cola, y no logró tocarme. Se inició entonces bajo la luna, en plena noche, la más fantasmagórica danza en la que haya tomado parte un ser humano, porque la hiena intentaba por todos los medios clavarme los dientes, mientras yo giraba a sus espaldas, sabiendo que en mi agilidad y en la fuerza de mis manos estaba mi vida.

»Pasó así el tiempo, y tanto el animal como yo estábamos rendidos por la fatiga; pero en cuanto me descuidaba la bestia volvía al ataque, y tuve siempre la seguridad de que no podría soltarla, porque no se daría por vencida y trataría siempre de matarme.

»Hubo momentos en aquella larga, interminable noche que sentí que las fuerzas me fallaban, y estuve a punto de dejar libre a la fiera, y no me hubiera importado lo que después hiciera conmigo; pero sus propios gruñidos me mantenían en tensión, y seguimos así hora tras hora, mientras la luna avanzaba en su camino hacia el horizonte, y las estrellas nos contemplaban sin cambiar su tono, a pesar de que me dolían los ojos de mirar hacia lo alto, tratando de adivinar la primera claridad del día.

»Ningún hombre, ni siquiera aquellos ancianos que viven en el interior del desierto y que, alimentándose únicamente de leche de camella, llegan a cumplir más de ciento cincuenta años, podrá haber vivido tanto como yo; porque en aquella infinita noche viví cien vidas, ya que cada minuto que pasaba era un año de vida, y cada uno de los que faltaban para la llegada del amanecer, mil años de angustia.

»Comenzó al fin a clarear el día, y el cielo fue diluyendo en agua su color oscuro y sus estrellas. La fiera dio muestras de nerviosismo, porque a ninguna hiena le gusta estar fuera de su cubil de amanecida, y aquélla debía de encontrarse fatigada, ya que también para ella había sido dura la noche.

»Hizo su aparición el sol en el horizonte, y nunca pudo ser más bendecida su llegada. De día claro medité en mi situación y advertí que la bestia ya no deseaba luchar, por lo que rogué a Alá que me siguiese protegiendo y la solté, alejándome después rápidamente.

»Apenas la hiena se sintió libre se volvió hacia mí. Por un momento creí que me atacaría de nuevo, pero echó a correr y se perdió tras una duna.

»Yo me dejé caer en la arena y di gracias a Alá por haberme librado de tan espantosa muerte; y no sé cuánto tiempo permanecí allí tendido, porque mi cuerpo estaba destrozado y aún me temblaban brazos y piernas.

»Cuando me sentí más tranquilo y descansado reanudé el camino hacia mi casa, y llegué a ésta ya entrada la tarde. Mi esposa me vio desde lejos y corrió a mi encuentro; pero cuando estuvo cerca se detuvo sorprendida y no pareció reconocerme:

»—¿Qué te sucede? —le pregunté—. ¿Acaso no me conoces?

»—Eres mi esposo —respondió—; pero tu rostro está avejentado y cubierto de arrugas que no conocía, y tu cabello es blanco como el de un anciano, mientras que yo, días atrás, lo vi tan negro y brillante como el mío.

»Decía verdad. En aquella sola noche el miedo había hecho que mis cabellos se tornaran tan blancos como la espuma de las olas, tal como los veis ahora, y mi rostro se cubrió de surcos, e incluso un temblor persistente invadió mis manos, temblor que el tiempo hizo desaparecer.

»Desde entonces mi odio a las hienas se hizo incontenible, y cada noche salía al desierto a matarlas: aún hoy, en que tanto ha cambiado la arena de lugar, me siento insatisfecho. Y es que no puedo tener la seguridad de haber matado a aquélla, la más odiada, la que me convirtió para siempre en un viejo prematuro y un hombre amargado.

»Por eso cuando escucho la risa de la hiena cargo mi fusil y salgo en su busca.

»Tal vez me sentiría más feliz si lograra apartar a un lado mi odio; pero es algo superior a mis fuerzas, y no tengo culpa alguna si cada vez que oigo esa carcajada me estremezco y una mano helada, como aquella noche, recorre mi espalda; y siento tanto miedo que necesito vencerlo, porque sé que si me quedara quieto, el terror me mataría.

»Y éste es mi relato.

»Alá es grande: él me salvó aquella noche; alabado sea.