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La luz de la mañana iluminaba el callejón y un rayo de sol daba contra la parte superior de las paredes del bazar y de la barbería. Sanker, el camarero del café, rociaba el suelo con agua de un balde. El callejón se disponía a pasar otra de las páginas de su vida cotidiana. Los habitantes daban la bienvenida a la mañana con sus gritos habituales. A aquella hora temprana, el tío Kamil, de manera poco usual en él, se afanaba en torno a una fuente de dulces que una pandilla de chiquillos adquiría por unas monedas antes de entrar en la escuela.

Enfrente, el barbero afilaba las navajas y Jaada, el panadero, volvía de recoger las masas de las casas vecinas. Los empleados de Alwan comenzaron a llegar, abriendo puertas y ventanas, irrumpiendo con sus ruidos en la calma del callejón. Kirsha estaba sentado detrás de la caja, sumido en su habitual sopor, escupiendo de vez en cuando al suelo lo que masticaba, y sorbiendo café. Cerca de él estaba el jeque Darwish, silencioso y postrado. Entonces se asomó la señora Afify a la ventana para decir adiós a su joven marido, camino de la comisaría en que trabajaba.

Así continuaba la vida en el callejón de Midaq, cuyo ritmo apenas podía ser interrumpido por la súbita desaparición de una de sus muchachas o por el encarcelamiento de un hombre, incidentes que encrespaban las aguas durante unos instantes para volver, luego, a la calma del lago. Llegaba la noche y los incidentes del día pasaban al olvido.

Aquella mañana, hacia el mediodía, se vio llegar a Hussain Kirsha, con el rostro sombrío y los ojos enrojecidos por el cansancio. Se le vio subir pesadamente la pendiente del callejón, entrar en el local de su padre y derrumbarse en una silla. Sin tomarse la molestia de saludar, anunció:

—Han matado a Abbas, padre.

Kirsha, que estaba a punto de armarle un escándalo por haber pasado la noche fuera, guardó silencio. Miró a su hijo con los ojos semicerrados y permaneció un momento con expresión de no haber comprendido lo que acababa de oír. Finalmente preguntó, con aire contrariado:

—¿Qué has dicho?

Hussain, que permanecía atónito con la mirada perdida, dijo casi a gritos:

—¡Han matado a Abbas! Un inglés lo ha matado.

Se humedeció los labios y repitió la historia que Abbas le había contado la tarde anterior. Con voz preñada de emoción dijo:

—Me quiso enseñar la taberna en que la maldita chica lo había citado. Al pasar por delante, la vimos en medio de un grupo de soldados. Se puso furioso, perdió el juicio, entró y tiró una botella a la cara de la chica. A mí no me dio tiempo de reaccionar. Los soldados se indignaron y lo molieron a palos. —Apretó los puños y los dientes con rabia, y prosiguió—: Fue horrible… No pude ayudarle. Eran demasiados soldados. Si hubiera podido coger aunque sólo fuera a uno de ellos…

—Todo el poder y la fuerza está en manos de Dios —exclamó Kirsha—. ¿Y dónde está ahora?

—Llegó la policía y acordonó la taberna. Pero no sirvió de nada. Han transportado su cadáver al hospital de Kasr el-Aini y a la puta también, para curarla.

—¿La han matado también a ella? —preguntó Kirsha.

—No, no creo —contestó Hussain—. Qué mala pata.

Ha dado su vida en vano.

—¿Y el inglés?

—Quedaron cercados por la policía —respondió tristemente Hussain—. Pero no hay muchas esperanzas de que se haga justicia.

Kirsha volvió a juntar las manos, y exclamó:

—Somos criaturas de Dios y a Él hemos de volver. ¿Lo saben los parientes de Abbas? Corre a decirlo a su tío Hassan, el que vive en Khurunfush, y que se haga la voluntad del Señor.

Hussain se levantó y salió del café. La noticia se propagó rápidamente al transmitirla Kirsha, tal como se la acababa de contar su hijo, a todas las personas que entraron en el café. El acontecimiento corrió de boca en boca, con las variaciones que eran de suponer.

El tío Kamil entró en el café a trompicones y se dejó caer en una silla. De pronto se tiró de bruces en un sofá y se puso a llorar como un niño. No podía creer que el joven que le había hecho la broma de la mortaja ya no viviera. Cuando la noticia llegó a la casa de la madre de Hamida, la mujer salió enloquecida a la calle. Malas lenguas dijeron que lloraba por el asesino y no por la víctima.

El más apenado de todos fue Salim Alwan. No porque le afectara realmente la desaparición de Abbas, sino porque el drama le despertó el miedo a la muerte. Volvió a imaginarse la angustia de la agonía, del entierro, de todo lo que le destrozaba los nervios. Se levantó, presa de angustia, se puso a caminar por el bazar, y salió a la calle, a mirar sombríamente la barbería que había sido del joven difunto. Y él, que a causa del calor, había prescindido del uso del agua tibia que le había recetado el médico, ordenó a uno de los criados que le calentara un poco de esta, como en invierno.

Pero aquella burbuja, como las otras, acabó también reventando y el callejón de Midaq cayó de nuevo en el olvido y la indiferencia. En él se lloraba por la mañana, si había algún motivo, y se reía ruidosamente por la noche, al crujido de las puertas y las ventanas que se abrían o cerraban.

Siguió un período en que no pasó prácticamente nada, salvo que la señora Afify decidió vaciar el piso que había ocupado el doctor Booshy antes de que fuera encarcelado. El tío Kamil se ofreció a guardar los trastos en su casa y se dijo, para explicar su gesto, que prefería compartir el piso con el doctor Booshy que vivir afrontando la soledad. Nadie se lo criticó, al contrario, se juzgó que era una buena acción, porque, para los habitantes del callejón de Midaq, pasar un tiempo en la cárcel no era una vergüenza.

Se dice que por aquella época Umm Hamida decidió ir en busca de su hija, convaleciente, casi recuperada de las heridas, y que planeaba sacar beneficios del importante tesoro reencontrado.

Después, el interés de los vecinos del callejón se concentró en la familia de carniceros que fue a ocupar el piso de Booshy. La familia del carnicero consistía en su mujer, siete hijos y una chica muy hermosa de la que Hussain Kirsha dijo que era tan bonita como la luna en cuarto creciente. Pero cuando llegó el día del regreso de Radwan Hussainy, nadie pensó en otra cosa que en su recibimiento. Se colgaron luces y extendieron alfombras de arena en el callejón, dispuestos a pasar una noche de alegría inolvidable.

Un día, el jeque Darwish vio al tío Kamil bromeando con el viejo barbero y, elevando los ojos al techo del café, dijo en voz alta:

—Que el que muera de amor, muera de tristeza. De nada sirve amar sin morir. —Dichas estas palabras, se estremeció, para después continuar—: ¡Ay, Señora! Tú que satisfaces las necesidades de todos, ten piedad. ¡Oh, Gente de la Casa! Tendré paciencia mientras viva, puesto que todas las cosas tienen su fin. Sí, todo encuentra su fin, que en inglés se dice end y se escribe E-N-D.