El tío Kamil dijo a Abbas:
—Haz caso del consejo de Radwan Hussainy y regresa hoy mismo al campamento. Yo te esperaré el tiempo que haga falta. Volverás triunfante y serás el mejor barbero del barrio.
Abbas estaba sentado en una silla de la tienda de Kamil y escuchaba en silencio las palabras del amigo. Nadie sabía su nuevo secreto. Cuando Radwan Hussainy le aconsejó, pensó en decirle lo que había decidido hacer, pero dudó y al ver que el otro se dirigía a Hussain Kirsha, lo dejó correr. No tardó en ocupar su mente en otras cosas y el consejo de Radwan Hussainy no había sido en vano, porque pensaba en él repetidamente. Pero no podía olvidarse de la cita del próximo domingo, ni de Hamida.
Una noche y un día habían transcurrido desde el extraño encuentro en la floristería. Lo meditó todo con calma y llegó a la conclusión que todavía amaba a la muchacha, a pesar de que era evidente que todo había terminado entre los dos. Descubrió, también, que su deseo de venganza era irresistible.
El tío Kamil le preguntó con cierta impaciencia:
—Dime qué has decidido.
El joven se levantó diciendo:
—Me quedaré unos días más, hasta el domingo, por lo menos. Después haré lo que Dios disponga.
—No cuesta tanto consolarse y olvidar —le dijo Kamil— si de veras lo deseas.
—Tienes razón. Adiós —respondió Abbas, y se fue.
Se marchó con la intención de pasar por la taberna de Vita en la que confiaba encontrar a su amigo Hussain. Esperaba con impaciencia que llegara el domingo, aunque no estaba muy seguro de lo que haría. ¿Iría con un puñal escondido entre la ropa para clavarlo en el pecho de su rival? ¿Sería capaz de cometer un asesinato? ¿Tenía su mano la fuerza para asestar un golpe de esta índole? Meneó la cabeza melancólicamente. Nadie más alejado que él de este tipo de actos violentos, su pasado daba testimonio de su natural apacible. ¿Qué haría, pues, el domingo? Deseaba encontrar a Hussain Kirsha para contarle el encuentro con Hamida y pedirle ayuda y consejo. Sobre todo ayuda. Sin él no podría hacer nada. Al reflexionar sobre su impotencia, volvió a recordar el consejo de Radwan Hussainy: «Vuelve a Tell el-Kebir hoy mismo». ¿Por qué no olvidar el pasado y concentrar sus fuerzas y su coraje para afrontar el futuro?
Entró en la taberna de Vita en un estado de completa confusión. Vio a Hussain en su sitio de costumbre, bebiendo vino tinto a conciencia. Fue hasta él, lo saludó y le dijo, exaltadamente:
—Vamos, ya has bebido bastante. Te necesito. Ven conmigo.
Hussain alzó los ojos, contrariado al sentirse levantado de la silla por Abbas, que lo había agarrado del brazo.
—Aprisa, te necesito en seguida —le volvió a decir.
Hussain gruñó, pagó la cuenta y salió de la taberna con su amigo. Abbas quería pedirle consejo antes de que se emborrachara más.
Cuando llegaron a la calle de Mousky, dijo:
—He visto a Hamida, la he encontrado, ¿sabes?
—¿Dónde? —preguntó Hussain con curiosidad.
—¿Te acuerdas de la mujer del carruaje? ¡Era ella!
—¿Estás borracho? —le gritó Hussain—. ¿Qué dices?
—Créeme —contestó emocionado Abbas—. Era Hamida. Hablé con ella.
—¿Esperas que crea lo que no vieron mis propios ojos? —le preguntó asombrado Hussain.
Abbas le contó la conversación que había tenido con la muchacha y acabó diciendo:
—Eso es lo que quería decirte. Para Hamida ya no hay esperanza. Está perdida para siempre, pero no puedo permitir que ese sinvergüenza se escape sin escarmiento de ninguna clase.
Hussain se lo quedó mirando un rato, tratando de comprender qué le pasaba a su amigo. Su natural irresponsable hizo que tardara un poco en comprender la situación; por fin dijo con brusquedad:
—Toda la culpa es de Hamida. ¿No se fugó con él? ¿No se entregó a él? ¡Pues qué quieres! A él no puedes echarle la culpa de nada. Se encontró con una chica fácil y consiguió lo que quería. Luego ha tratado de aprovecharse del talento de la chica y la ha obligado a correr por las tabernas para vender sus encantos. El hombre ha sido muy listo y ya me gustaría a mí tener la suerte que ha tenido él, para sacarme del apuro en que estoy. La culpa la tiene Hamida.
Abbas conocía muy bien a su amigo y no dudaba que la conducta de su rival podía tenerle sin cuidado. Evitó, por lo tanto, moralizar sobre Ibrahim Faraj y procuró despertar su amor propio:
—Pero ¿no comprendes que este hombre nos ha insultado y que necesita un buen escarmiento?
Hussain comprendió perfectamente lo que había querido decir. Comprendió que Abbas se refería a los vínculos casi de sangre, de hermandad, que los ligaban. De pronto se acordó de cómo su hermana había acabado en la cárcel por algo muy similar.
—¡Y a ti qué más te da! La culpa es de Hamida —dijo furioso.
La verdad era que no había hablado con sinceridad. Si el sinvergüenza hubiera estado a mano en aquellos momentos, no hubiera dudado en abalanzarse sobre él como un tigre. Pero Abbas se tomó al pie de la letra sus palabras y le reprochó:
—¿No te indigna que un hombre se porte así con una chica de nuestro callejón? De acuerdo con que la culpa es de Hamida, que al hombre no podemos criticarlo. Pero ¿no crees que nos ha insultado y que hemos de vengarnos por ello?
—Eres un estúpido —respondió Hussain—. Lo del insulto no te preocupa de verdad, lo que te pasa es que estás celoso. Si Hamida volviera contigo, la aceptarías sin problemas. ¿Qué le hiciste cuando te encontraste con ella? ¡Discutir y quejarte! ¿Por qué no la mataste? Yo, en una situación como la tuya, si el destino me deparara volver a encontrar a la mujer que me ha traicionado, la estrangularía en el acto. Y luego desaparecería sin dejar rastro. Es lo que debieras haber hecho tú.
Su rostro casi negro había tomado una expresión diabólica.
—No lo digo para escurrir el bulto. Estoy convencido de que este hombre tiene que pagar por lo que nos ha hecho. Iremos juntos los dos y le moleremos a palos. Si hace falta, pediremos refuerzos y no le dejaremos escapar vivo si no nos entrega una buena cantidad de pasta. Así nos vengaremos y ganaremos un poco de dinero.
Abbas se puso muy contento ante la idea.
—Me parece muy bien —dijo entusiasmado—. Para estas cosas eres un genio.
El elogio complació a Hussain que se puso a pensar cómo poner en práctica el plan. No porque sintiera una especial necesidad de vengar su honor o dignidad, sino simplemente porque era de natural pendenciero. Murmuró siniestramente para sus adentros: «El domingo no está lejos».
Cuando llegaron a la plaza de la Reina Farida, se detuvieron y Hussain sugirió volver a la taberna de Vita.
Abbas hesitó[7] y finalmente dijo:
—Sería mejor que fuéramos a echar un vistazo a la taberna del domingo. Así sabrás donde se encuentra.
Hussain se hizo el remolón un momento para acabar acompañando a su amigo. El sol estaba a punto de ponerse y emitía ya muy poca luz. El cielo había recobrado la calma habitual que precede a la noche. En la calle se habían encendido las farolas. Se oía un ruido enorme, mezcla de gritos, chirridos y bocinazos. Comparado con el callejón, parecía que al salir de él, hubieran surgido de un profundo sueño para despertar al estruendo del mundo. Abbas se sintió más relajado y tranquilo. Al lado de su compañero se sintió capaz de cualquier cosa. En cuanto a Hamida, prefirió dejar que las circunstancias siguieran su curso natural. En el fondo, temía decidirse definitivamente sobre ella. Por un instante sintió la tentación de comunicar a su amigo lo que pensaba, pero luego optó por callar. Continuaron en silencio hasta la calle donde la encontró aquel día.
—Mira, en aquella floristería entramos para hablar —le dijo Abbas a Hussain.
Hussain miró la tienda.
—¿Y dónde está la taberna?
—Debe de ser aquella —dijo Abbas.
Se encaminaron lentamente hacia ella. Hussain miró cuidadosamente a su alrededor antes de entrar. En el interior, el espectáculo dejó petrificado a Abbas, que dio un respingo y empalideció al instante. A partir de aquel momento todo sucedió tan aprisa que Hussain no tuvo tiempo de reaccionar. Vio a Hamida en medio de un grupo de soldados. Uno le llenaba el vaso de vino desde detrás. Ella estaba con el cuerpo vuelto hacia él, las piernas apoyadas sobre el regazo de otro sentado enfrente suyo. Alrededor de la muchacha había otros soldados bebiendo ruidosamente. Abbas continuó clavado en el suelo mirando, como si se hubiera olvidado de la nueva profesión de la muchacha. Se precipitó como un loco al fondo de la taberna y gritó:
—¡Hamida!
Asustada, la chica se volvió y miró a Abbas con ojos encendidos. Permaneció unos segundos estupefacta, pero no tardó en sobreponerse.
—Sal de aquí —rugió con su gruesa voz—. No te quiero volver a ver.
La indignación de la chica, sus gritos, fueron como un chorro de gasolina sobre las llamas. Abbas se puso hecho un basilisco. Su timidez desapareció como por encanto, y la desesperación y humillación de aquellos días resurgieron con mayor fuerza. A su izquierda vio varias botellas de cerveza vacías sobre una mesa. Agarró una, sin darse cuenta de lo que hacía, y la arrojó a la cara de Hamida. El gesto fue tan rápido que nadie reaccionó. La botella dio contra el rostro de la chica que se puso a sangrar abundantemente. De la nariz, el mentón, la boca, manaba sangre que se mezclaba con los polvos y crema del maquillaje. Hamida gritó y los soldados también. Estos se abalanzaron sobre Abbas y comenzaron a asestarle puñetazos, patadas, botellazos…
Hussain Kirsha estaba en la puerta de la taberna viendo a su amigo en medio del pelotón, como un balón indefenso. Abbas gritaba su nombre a cada golpe que recibía, pero Hussain, que jamás en su vida había retrocedido ante una pelea, no supo cómo abrirse paso para llegar hasta Abbas y rescatarlo. Furioso, empezó a buscar a izquierda y derecha un objeto cortante con el que apartar a los soldados borrachos. No encontró nada y permaneció observando, impotente, rodeado de los numerosos mirones que se habían agolpado desde la calle, al oír los gritos del interior de la taberna.