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Era un día alegre de despedida. En el callejón no se respiraba otra cosa que el amor y el respeto por su santo varón, Radwan Hussainy. Aquel año, Hussainy había rogado a Dios que le concediera la posibilidad de hacer el peregrinaje a la Meca y a Medina, y el Señor se lo había concedido. Todo el mundo sabía que ese día Hussainy partía para Suez, desde donde iría a Tierra Santa. Su casa estaba abarrotada de amigos, de gente que le quería bien y de devotos musulmanes.

Estaban todos apiñados en el cuarto en que tan a menudo habían platicado sobre asuntos sagrados. Hablaban del peregrinaje y evocaban recuerdos. Las voces se mezclaban con el humo que subía del brasero. Se contaron anécdotas de los peregrinajes más recientes, se narraron viejas y tradicionales leyendas y se recitaron versos sobre el tema. Uno cantó, con voz melodiosa, versículos del Corán. Radwan Hussainy dio un elocuente discurso que todos oyeron con religioso silencio.

Uno de sus amigos le deseó un buen y feliz retorno, a lo que Hussainy replicó, con rostro resplandeciente:

—No me menciones el regreso, amigo. Quien parte para la casa de Dios pensando en el regreso, no se merece la gracia del santo viaje, ni que sus plegarias sean escuchadas, ni alcanzar la felicidad que ha ido a buscar. Pensaré en el regreso cuando haya dejado el lugar de la revelación y me encuentre de nuevo en Egipto. Quiero decir que por «regreso» me refiero a volver a hacer el peregrinaje, con la ayuda y la gracia del Todopoderoso. Ojalá pudiera pasar el resto de mi vida en Tierra Santa, contemplando el suelo que pisó el Profeta, el cielo que antaño se llenó de ángeles, cantando y escuchando la revelación que descendía de lo más alto para volver a subir acompañada de las almas de la Tierra. En aquella tierra uno no piensa más que en las verdades eternas. Sólo vive para amar a Dios. Allí se curan todos los males. Ay, hermano, cómo añoro la Meca y su cielo resplandeciente. Qué ganas tengo de escuchar el murmullo de los siglos en sus rincones, de mezclarme con los peregrinos que hacen sus ritos, de recogerme solo en sus capillas y satisfacer mi sed en el pozo de Zamzam[6]. Me muero de deseo de seguir la ruta que siguió el Profeta en su hégira y que la multitud no ha cesado de seguir desde hace siglos. De refrescar mi espíritu visitando la tumba del Profeta y rezando en su noble jardín. Ya me veo, hermanos, paseando por los caminos de la Meca, recitando versos del Corán, tal como fueron revelados por primera vez, como si los hubiera oído directamente de la Voz Divina. ¡Qué felicidad! Ya me veo postrado delante del santuario de la Piedra Negra, implorando perdón por mis pecados. ¡Qué descanso, qué tranquilidad! Y me veo de nuevo yendo a los bordes del Zamzam a beber de sus aguas capaces de curar las pasiones. ¡Qué paz más grande, hermanos! No me habléis del regreso, rogad a Dios que me conceda lo que yo tanto deseo.

Su amigo respondió:

—Que Dios te lo conceda y que te dé una larga y feliz vida.

Radwan Hussainy se llevó la mano a la barba y, con ojos reluciendo de alegría y emoción, reanudó:

—¡Gracias! Mi amor por la vida eterna no me ha convertido en un asceta, ni me ha hecho despreciar esta vida. Todos me conocéis y sabéis que soy un vividor. ¿Por qué no debería serlo? Esta vida forma parte de la creación divina; Dios la ha colmado de dolores y de placeres. Seámosle agradecidos. Amo la vida en todos sus aspectos, en sus noches y días, con sus alegrías y sufrimientos, comienzos y finales. Amo todo lo vivo, todo lo que se mueve y está quieto. Todo es bondad de la más pura. El mal no es más que la incapacidad del enfermo por ver el bien oculto en las grietas. Sólo el débil y el enfermo recelan de Dios. Estoy convencido de que el amor a la vida es una parte importante del culto que rendimos al Creador, y que la otra mitad consiste en el amor a la vida eterna. Yo también me escandalizo ante las lágrimas, el sufrimiento, el odio y la cólera, la malicia y la maldad que apesadumbran al mundo, y ante las críticas de que lo colman los débiles y enfermos. ¿Preferirían no haber nacido? ¿Hubieran tenido jamás la posibilidad de conocer el amor si no hubieran sido creados de la nada? ¿De veras pretenden negar la Sabiduría divina? No me considero un ingenuo. Yo también he conocido el dolor, mi corazón fue destrozado por el sufrimiento. En los peores momentos me llegué a preguntar por qué Dios no había permitido que mi hijo participara también de la vida y la felicidad. ¿No lo había creado Él, el Todopoderoso? ¿Por qué no podía, entonces, reclamarlo cuando quisiera? Si Dios lo había creado, el niño permanecería en la Tierra hasta que Él lo decidiera. Cuando Dios reclamó a mi hijo, supo por qué lo hacía, Su sabiduría es mera bondad. El Señor deseaba mi bien y el de mi hijo. Cuando finalmente me di cuenta de Su infinita sabiduría, fui feliz. Fui feliz cuando supe que Su sabiduría era más grande que mi dolor. Entonces me dije: Dios me ha hecho desgraciado para ponerme a prueba. Yo he pasado la prueba y mi fe se mantiene firme, segura de Su sabiduría. Gracias, Dios mío. Y desde entonces tengo la costumbre que cuando me llega una desgracia o un contratiempo, doy gracias al Señor por ello. Cada vez que paso una prueba y vuelvo a encontrarme en la tierra de la fe y de la paz, veo con mayor claridad la sabiduría con que Dios usa Su poder. De esta manera el sufrimiento me mantiene en contacto con Su sabiduría. Me imagino que he sido un niño jugando, absorto en su mundo. Dios tuvo que regañarme, tuvo que darme una lección y asustarme con Su severidad para que aprendiera a gozar de Sú verdadera y eterna bondad. A menudo los amantes se ponen a prueba, y si se dan cuenta de que la prueba es sólo eso, una prueba, su gozo aumenta. Siempre he creído que los afligidos de esta tierra son los escogidos de Dios. En ellos derrocha Él Su amor secretamente, observándoles de cerca para ver si son dignos de Su amor. Alabado sea Dios porque gracias a su generosidad he podido consolar a los que creyeron que yo necesitaba ser consolado.

Se puso la mano extendida sobre el pecho, como un cantante feliz y, perdido en el ritmo de la melodía de su recital. Imbuido del poder de su arte, reanudó con firmeza:

—Los hay que creen que las tragedias que afligen a las personas aparentemente inocentes son señales de una justicia vengativa, de una sabiduría incomprensible para los humanos. Dirán, por ejemplo, que un padre que ha perdido un hijo, si reflexiona seriamente, descubrirá que la muerte del hijo es el castigo de una antigua falta, cometida por él o por sus antepasados. Sin embargo, Dios es demasiado justo y compasivo para tratar como culpables a personas inocentes. Esta gente justifica su creencia citando la descripción que el Corán hace de Dios como un Ser «todopoderoso y vengativo». Pero yo os digo que Dios no tiene necesidad de venganza y que adoptó este atributo para enseñar al hombre cómo practicarlo. Dios decidió que los asuntos de esta tierra tenían que regirse según la ley del premio y del castigo. Los atributos del Dios Todopoderoso son la sabiduría y la compasión. Si yo viera en la muerte de mis hijos un castigo merecido por mí, tal vez estaría de acuerdo con esta doctrina. Pero mis hijos son inocentes y no veo por qué habrían de pagar por los pecados ajenos. ¿Es eso compasión y perdón? ¿Y por qué ha de verse como una tragedia lo que es una manifestación de sabiduría que colma de alegría y bondad?

Las opiniones de Radwan Hussainy fueron discutidas y rebatidas según interpretaciones escolásticas de los textos del Corán. Algunos insistieron que la venganza era compasión. Otros se expresaron con mayor elocuencia y erudición que Radwan, pero el propósito de este no era suscitar una discusión.

Su única intención era expresar el amor y la alegría que sentía. Sonrió, como un niño inocente, con el rostro un poco subido de color, y reanudó:

—Perdonadme, amigos. Permitidme que os revele un secreto. ¿Sabéis por qué he querido hacer el peregrinaje este año, precisamente?

Radwan Hussainy calló unos instantes para volver a hablar, en respuesta a las miradas inquisitivas de los presentes:

—No niego que siempre había deseado la oportunidad de partir en peregrinaje, pero Dios no me la concedía. Hasta que ocurrieron ciertas cosas en nuestro callejón. Ya sabéis a qué me refiero. El diablo se las arregló para engatusar a tres de nuestros vecinos, a una muchacha y a dos hombres. Los dos hombres robaron una tumba y están en prisión, la muchacha ha sido seducida por la vida de la sensualidad y el placer carnal y se ha hundido en un pozo de depravación. Son cosas que casi me partieron el corazón. Y no os ocultaré, amigos, que me sentí culpable por uno de los ladrones de la tumba. Era un hombre que vivía de las sobras de comida que tirábamos los demás. Su hambre me hizo pensar en mi cuerpo bien nutrido, y sentí vergüenza. Me pregunté qué había hecho yo con la fuerza que la bondad divina me había concedido para prevenir la desgracia. ¿No había permitido que el diablo se divirtiera a sus anchas con mis pobres vecinos, mientras yo permanecía tan contento, complacido conmigo mismo? ¿No es posible que una persona, por buena que sea, sea cómplice, inconscientemente, de las patrañas del diablo? La conciencia me dijo que debía ir a buscar el perdón a la tierra del perdón, y quedarme en ella hasta que Dios lo dispusiera. Regresaré con el corazón limpio, decidido a dedicar mis buenas obras al Reino del Señor…

Los devotos elevaron plegarias por él y después reanudaron felizmente la conversación.

Antes de partir, Radwan Hussainy fue al Café de Kirsha a despedirse. Encontró a Kirsha, al tío Kamil, al jeque Darwish, a Abbas, el barbero, y a Hussain Kirsha. Entró un momento la panadera a besarle la mano y a pedirle que saludara de su parte la Tierra Santa. Radwan Hussainy habló de esta manera, dirigiéndose a la concurrencia en general:

—El peregrinaje es un deber para el que tiene los medios para emprenderlo. Debe hacerse por uno mismo y por todos los que no pueden costeárselo.

El tío Kamil dijo con su voz de niño:

—Mi paz te acompañe. A ver si nos traes un rosario de la Meca.

Hussainy sonrió y dijo:

—No haré como aquel que se burló de ti haciéndote creer que te había comprado una mortaja.

El tío Kamil se rio y hubiera recordado el incidente de no ser el rostro sombrío de su amigo Abbas. Radwan Hussainy había mencionado la broma a propósito para tratar de aligerar un poco la pesadumbre de Abbas. Se volvió a él con simpatía y le dijo:

—Abbas, escúchame, por favor, con un poco de sensatez. Sigue mi consejo. Regresa a Tell el-Kebir hoy mismo. Trabaja y ahorra dinero para una vida nueva. No pienses más en la mala suerte del pasado. Eres todavía muy joven, apenas si tienes veinte años, y tu desilusión es una pequeña parte de los sufrimientos de la vida. Lo superarás como un niño supera el sarampión. Demuestra que eres un hombre valiente. Un día lo recordarás con la sonrisa del vencedor. Confía en las virtudes de la paciencia y de la fe. Gana todo lo que puedas y sé feliz como el hombre piadoso que está convencido de que Dios lo ha escogido para ayudar a los necesitados.

Abbas no dijo nada, pero al ver que los ojos de Radwan Hussainy seguían fijos en él, sonrió.

—Todo pasará, como si nunca hubiera sucedido —dijo.

Entonces Radwan Hussainy se dirigió a Hussain Kirsha:

—¡Bienvenidas al más listo de todos! Rezaré a Dios por ti. Espero que cuando vuelva, te encontraré en el puesto de tu padre, al frente del café.

De pronto el jeque Darwish rompió su silencio para decir pensativamente:

—¡Radwan Hussainy! Acuérdate de mí cuando te hayas puesto la túnica ritual. Dile a la Gente de la Casa que la pasión ha consumido a su enamorado. Diles que se ha gastado toda su fortuna en pos del amor fútil. Quéjate de cómo ha sido tratado por la Señora de las Señoras.

Radwan Hussainy se marchó seguido de sus amigos. A su encuentro salieron dos parientes que iban con él hasta Suez. Hussainy entró en el bazar y encontró a Salim Alwan ocupado con sus libros de cuentas.

—Me voy. Vengo a despedirme de ti.

Alwan alzó, sorprendido, el rostro; sabía que Hussainy partía, pero le tenía sin cuidado. Radwan Hussainy estaba al corriente, como todo el mundo, del lamentable estado en que había sucumbido Alwan y no había querido marcharse del callejón sin saludarle. Alwan se avergonzó un poco de su indiferencia. Radwan Hussainy le abrazó, de pronto, y elevó una larga plegaria para él.

—Roguemos a Dios que nos permita hacer el peregrinaje juntos el año próximo —dijo.

—Con la voluntad del Señor —respondió como un autómata Alwan.

Se abrazaron de nuevo y Hussainy salió. Se unió a sus amigos y se dirigió a la entrada del callejón, donde les esperaba un coche cargado con el equipaje El peregrino estrechó las manos de los amigos y subió al vehículo con sus dos parientes. Los amigos se quedaron mirando como el coche bajaba lentamente por la calle de Gnounya y giraba por la de Azhar.