32

—¡Abbas!

El joven jadeaba sin aliento después de haber corrido tras el vehículo desde la plaza de la Ópera. Había corrido a ciegas, a empujones, sin prestar atención a las miradas indignadas y a los comentarios molestos de la gente. La había visto mientras paseaba con Hussain Kirsha, al salir de la taberna de Vita. De hecho había sido Hussain el que se había fijado en ella, en la plaza de la Ópera.

De momento no la había reconocido. Hussain había alzado las cejas con un gesto automático de aprobación al ver a la hermosa muchacha. Y había hecho que su amigo también se fijara en ella. La muchacha parecía absorta en sus pensamientos. Le pareció una figura familiar. Pero la impresión había sido tan vaga, que fue su corazón, en realidad, el que la reconoció. A pesar de su ligera embriaguez, había gritado: «¡Para!».

El carruaje doblaba la esquina y tomaba los Jardines de Ezbekiya. Abbas arrancó a correr como un loco, dejando a su amigo plantado, gritándole que se detuviera. El denso tráfico de la calle de Fuad le obligó a detenerse, pero no perdió de vista el vehículo. Volvió a arrancar a correr en cuanto pudo y a punto estuvo de que le fallaran las fuerzas. La alcanzó en el momento en que ella se disponía a entrar en la taberna a la que se dirigía. Entonces gritó su nombre. Ella se volvió y pronunció el suyo. Al instante se desvanecieron sus dudas. Se quedó plantado delante de ella, jadeando, incapaz de hablar, incapaz de creer lo que veían sus ojos. Ella también parecía desconcertada. De pronto se percató de la gente que los miraba y le hizo un gesto para que la siguiera. Se dirigió a paso vivo hacia una calle lateral, con Abbas pisándole los talones. Entró detrás de ella, en una floristería. La dueña conocía a Hamida, que era una buena cliente de la tienda. Se saludaron y condujo a Abbas a la trastienda. La dueña presintió que querían estar los dos a solas y se sentó detrás de un ramo, como si no hubiera nadie más en el local.

Los dos se miraron. Abbas temblaba de excitación, ponía cara de total desconcierto. ¿Qué lo había arrastrado en pos de su mortal enemiga? ¿Qué esperaba entrevistándose con ella? ¿Por qué no la había dejado pasar como a una simple desconocida? De pronto la mente se le había quedado en blanco, sin ideas ni proyectos. Durante su carrera, apenas si había pensado en lo que había pasado con Hamida. Había corrido ciegamente, llevado por un instinto, hasta gritar su nombre. Y ahora era como un sonámbulo que la había seguido, hipnotizado, hasta la trastienda.

Poco a poco, al observar a la extraña mujer que tenía ante sus ojos, volvió en sí. Trató en vano de encontrar a la chica que había amado. Abbas no era tan inocente que no pudiera interpretar, en el atuendo de la muchacha, los signos que delataban su profesión. Además, los rumores del callejón de Midaq ya le habían hecho suponer lo peor. No obstante, lo que veía le dejaba atónito. Sintió que la vida era fútil y que, inexplicablemente, no deseaba hacer daño a la muchacha, ni siquiera deseaba humillarla.

Hamida lo miró confundida, como una niña sorprendida con las manos en la masa. Su presencia no le despertó remordimientos ni ningún sentimiento afectuoso, sólo desprecio y hostilidad. Maldijo silenciosamente la mala suerte que lo había cruzado en su camino.

El silencio comenzó a poner nerviosos a los dos. Abbas lo rompió para decir:

—¡Hamida! ¿Eres tú? ¡Dios mío! Me cuesta creerlo. ¿Cómo pudiste abandonar tu casa, a tu madre, y terminar así?

Azorada, aunque no avergonzada, Hamida contestó:

—No me preguntes nada. No tengo que darte ninguna explicación. Todo ha sido por la voluntad de Dios. No hay remedio.

El azoramiento y el autocontrol de la muchacha tuvo el efecto contrario del que ella se había esperado. Abbas sintió que se le despertaban de nuevo la furia y el odio. Se puso a rugir:

—¡Embustera…! ¡Un degenerado como tú te sedujo y te fuiste con él! En el callejón la gente habla mal de ti. Y por la expresión de tu cara, comprendo que tienen razón…

Su furia encendió el vivo temperamento de Hamida, que dejó, súbitamente, de ser la azorada y comedida muchacha de hacía unos instantes. La muchacha se puso pálida.

—¡Cállate! —chilló—. ¡No grites como un loco! ¿Te crees que me vas a asustar? No tienes ningún derecho sobre mí. Desaparece de mi vista.

Abbas se calmó antes de que ella parara de hablar. La miró, desconcertado, y con voz temblorosa le preguntó:

—¿Cómo puedes hablar de esta manera? ¿Acaso no fuiste… no éramos novios?

Ella sonrió y se encogió impacientemente de hombros.

—¿De qué sirve recordar el pasado?

—Bueno, el pasado… pasado está, pero yo quiero saber qué ocurrió entre nosotros. ¿No aceptaste mis proposiciones de boda? ¿No me marché a trabajar para ahorrar dinero y poder tener una vida feliz contigo?

Hamida permanecía sin asomo de azoramiento delante de él, preguntándose para sus adentros: «¿Cuándo acabará con el tema? ¿No lo entenderá nunca? ¿Por qué no se irá de una vez para siempre?».

—Yo quise una cosa y el destino dispuso otra —respondió con tono de aburrimiento.

—¿Qué has hecho? ¿Por qué te has lanzado a esta vida de perdida? ¿Qué te cegó? ¿Qué sinvergüenza te arrastró a eso, a la cloaca de la prostitución?

—Es mi vida —dijo ella con firmeza y cierta impaciencia—. Entre nosotros dos todo ha terminado, no tenemos nada que decirnos. Somos un par de desconocidos. Yo no puedo volver atrás y tú no puedes cambiarme. Cuidado con lo que dices, porque no estoy dispuesta a perdonarte. Quizá te parecerá una cobardía pero la verdad es que huyo de mi horrible destino. Ódiame si quieres, pero déjame en paz.

Era realmente una desconocida. No quedaba rastro de la Hamida que él había amado. ¿Lo habría amado ella? ¿Qué significó para ella el beso en la escalera? ¿No le prometió, aquel día, al despedirse, rezar por él junto a la tumba del Señor Hussain? ¿Quién era aquella chica que tenía delante? ¿Era posible que no sintiera remordimientos? ¿Que no sintiera una sombra de cariño por él? Se puso de nuevo a hablar, con voz abatida por la desesperación:

—No entiendo nada. Volví ayer de Tell el-Kebir con el propósito de casarme contigo durante el permiso. Y cuando me lo dijeron, no pude creérmelo. Mira lo que te traje. —Se sacó el estuche en que guardaba la cadenita—. Mi regalo de boda…

Mientras ella miraba en silencio el estuche, Abbas se fijó en sus pendientes y en su broche. Sin decir nada más, volvió a metérselo en el bolsillo.

—¿No echas de menos nada en tu nueva vida? —le preguntó entonces.

—No sabes lo desgraciada que soy —le contestó ella con voz burlona.

Él abrió los ojos con sorpresa y recelo, y finalmente exclamó:

—¡Qué horrible, Hamida! ¿Cómo te dejaste tentar por el diablo? ¿Tanto odiabas la vida del callejón? ¿Cómo pudiste dejar una vida buena por… —al llegar a este punto la voz se le quebró— la de una desvergonzada? Lo que haces es un pecado que no tiene perdón.

—Bastante lo pago, con mi carne y con mi sangre —respondió Hamida en tono melodramático.

Abbas acabó de desconcertarse, pero de alguna manera las palabras de Hamida le consolaron. Lo que él no sabía era que la hostilidad de Hamida no se había desvanecido sin razón. Hamida acababa de tener una idea diabólica. Se le había ocurrido la posibilidad de utilizar a Abbas contra el hombre del que ella deseaba vengarse. Abbas sería el instrumento de su venganza y ella podría mantenerse al margen de lo que ocurriera.

—Soy una desgraciada, Abbas —reanudó con voz triste—. No te enfades conmigo. Bastante he sufrido ya. Tú lo has dicho, el diablo me ha engañado. No sé cómo pude caer en la tentación. No trato de disculparme, ni de pedirte perdón. He pecado y he de pagar por ello. Perdóname el mal genio y ódiame todo lo que pueda tu bondadoso corazón. Estoy en manos de este hombre horrible. Él me obliga a recorrer las calles después de haberme despojado de mi más precioso don. Lo desprecio y lo aborrezco. Por culpa de él sufro, pero ya no hay remedio. No existe manera de librarme de él.

Su mirada de mujer herida hizo olvidar a Abbas a la histérica que hacía unos momentos hubiera sido capaz de asesinarlo. Sus palabras habían surtido el efecto que ella había deseado.

—¡Es horrible, Hamida! Los dos sufrimos por culpa de esta bestia. Pero lo que has hecho no tiene remedio. Sufriremos y la vida continuará. No volveré a vivir tranquilo hasta que no lo haya matado…

Estas palabras llenaron de alegría a Hamida, que tuvo que volver el rostro para que Abbas no se diera cuenta. El joven había caído en la trampa más rápidamente de lo que ella había calculado. Lo que más le agradó fue oírle decir aquello de «Lo que has hecho no tiene remedio», porque significaba que no iba a perdonarla, cosa que la alivió. Por encima de todo, lo que no quería era que tratara de hacerla volver con él.

—No podré olvidar nunca que me has abandonado y que la gente te ha visto en la calle con él… Entre nosotros dos todo ha terminado, Hamida. La muchacha que he amado ya no existe. Pero el monstruo ha de sufrir. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—Hoy es imposible. Ven el próximo domingo. Estará en el bar que hay al comienzo de esta calle. Será el único egipcio del local. Yo lo miraré cuando tú me des la señal. ¿Qué piensas hacerle? —le preguntó como si temiera las consecuencias que ello pudiera acarrearle a Abbas.

—Le romperé la cara.

Le miró, preguntándose si Abbas sería capaz de cometer un asesinato. Tuvo sus dudas, pero abrigó la esperanza de que, por lo menos, el encuentro acabara en comisaría y Faraj tuviera que enfrentarse a la policía. De esta manera ella conseguiría ser vengada y libre, a la vez. La idea le encantó. Esperaba sinceramente que Abbas saliera ileso del incidente.

—Tendrás mucho cuidado, ¿verdad? Pégale y llévalo a comisaría. Y que la policía se haga cargo de él.

Pero Abbas no escuchaba. Murmuró, apesadumbrado y hablando a solas:

—Sufrimos los dos. Lo tiene que pagar. Ha arruinado nuestras vidas. No hay derecho de que el sinvergüenza viva en paz y se ría de nosotros. Lo mataré. ¡Lo estrangularé! —Entonces miró a Hamida y le preguntó—: ¿Y tú, Hamida? ¿Qué harás cuando haya muerto el gángster?

Era la pregunta que Hamida más temía porque implicaba la posibilidad que le pidiera volver con él.

—Mis vínculos con la vida de antes se han roto definitivamente —contestó con voz resuelta—. Venderé las joyas y buscaré un trabajo digno. Me iré lejos de aquí.

Abbas permaneció pensativo. Su silencio inquietó a la muchacha. Finalmente el joven agachó la cabeza y murmuró con voz casi inaudible:

—No puedo perdonarte, mi corazón no llega a tanto. Pero te ruego que no desaparezcas hasta ver cómo termina todo eso.

La nota de perdón que se detectaba en su voz impacientó a Hamida. A ambos, a Ibrahim Faraj y Abbas, los quisiera muertos.

Desaparecer le sería fácil, pensó, pero antes deseaba asegurarse de que iba a ser vengada. Después se marcharía a Alejandría, la ciudad de la que Ibrahim le había hablado con frecuencia. Allí podría vivir libremente.

—Como tú quieras, Abbas —dijo dulcemente.

El corazón del joven clamaba venganza, a la vez que estaba profundamente conmovido por el afecto que le inspiraba Hamida.