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De su vida anterior, lo único que Hamida echaba de menos era el rato, por la tarde, en que acostumbraba a dar un paseo. Ahora, en cambio, lo pasaba delante del espejo, acicalándose.

Después de una hora dedicada a vestirse y a maquillarse, parecía una mujer nacida en el lujo y la opulencia. Se había puesto un turbante de seda blanca del que salían sus trenzas delicadamente teñidas y perfumadas. Se había aplicado colorete en las mejillas y pintado de carmín los labios, pero el resto de la cara conservaba su color natural: con la experiencia había aprendido que a los soldados aliados les atraía el bronceado de su piel. Se había reseguido con kohl la línea de los párpados y las pestañas estaban sedosas y separadas. En vez de cejas, una mano experta había dibujado dos bonitas lunas crecientes. De las orejas colgaban sendas cadenitas de platino, adornadas de perlas, llevaba un reloj de oro en la muñeca y un broche en forma de media luna en el turbante. Se había puesto un vestido blanco que, por la parte de arriba, se transparentaba sobre una camisa roja. Llevaba medias de seda de color carne por la única razón de que eran carísimas. De todo su cuerpo emanaba un fuerte perfume.

Desde el primer momento tomó este camino por propia voluntad. Con el tiempo aprendió que su vida futura era una mezcla de placer, felicidad, dolor y amargura. De hecho, la vida la había dejado totalmente perpleja.

En seguida comprendió lo que se esperaba de ella y si al principio se rebeló, fue sobre todo por su natural combativo y su imperioso deseo de doblegar la voluntad de su amante. Luego se sometió, al comprender, asistida por los contundentes métodos de Ibrahim Faraj, que para nadar en la abundancia había que arrastrarse por el lodo. Una vez comprendido esto, Hamida se lanzó a la nueva vida con entusiasmo y celo. Tal como había dicho su amante, tenía un talento natural para ello y al poco tiempo aprendió a acicalarse mejor que nadie, a pesar del mal gusto que había demostrado los primeros días y del que las otras se habían burlado. Cierto que escogía los vestidos con poco tino y que sus joyas manifestaban vulgaridad. Había aprendido danza oriental y occidental y había demostrado una gran facilidad para los conocimientos de inglés. No era de extrañar, pues, que fuera muy popular entre los soldados. Los ahorros ya acumulados eran una buena prueba de su talento.

Hamida no había conocido la vida corriente de una muchacha sencilla del pueblo. No tenía buenos recuerdos de la niñez, por lo que no le costó entregarse con cuerpo y alma al presente. Su caso era bastante diferente del de la mayoría de las demás chicas que se habían visto forzadas por la necesidad y circunstancias a prostituirse, y a las que atormentaban los remordimientos. En cambio, para Hamida, aquella vida representaba la materialización de todos sus sueños: dinero, ropa, joyas, lujo.

Un día se paró a reflexionar sobre la decepción que había tenido al descubrir que Ibrahim Faraj no tenía intención de casarse con ella. Se preguntó si ella había verdaderamente deseado casarse con él. La contestación, negativa, no tardó en aparecérsele con absoluta claridad. El matrimonio la hubiera confinado en una casa, en la que hubiera pasado las horas cumpliendo sus deberes de esposa, primero, y de esposa y madre, más tarde. Ahora veía, sin ninguna duda, que ella no estaba hecha para la vida doméstica.

Sin embargo, Hamida no era una mujer esclavizada por su sensualidad. La vida que llevaba no manaba de la fuerza de sus instintos. Continuaba sintiendo la imperiosa necesidad de afirmar su voluntad y de combatir. En los brazos de aquel hombre, a los que se entregaba llevada de un verdadero amor, buscaba una compensación emocional. En las bofetadas y en los golpes trataba de ver un rastro de amor. Precisamente porque se daba cuenta de que no conseguía doblegar la voluntad de su amante, aumentaba la fuerza de los lazos que la ligaban a él, como también la sensación de amargura y resentimiento.

Reflexionaba de pie ante el espejo, sobre su frustración emocional, cuando oyó unos pasos que se acercaban y vio la imagen de su amante al irrumpir en la habitación, su rostro serio y cerrado, como de costumbre, tan distinto del que se hubiera podido esperar de un apasionado amante. La mirada de Hamida se heló; su corazón se crispó. Ya no era el hombre de los primeros días; si lo hubiera conocido desde hacía más tiempo, seguramente el cambio no la hubiera sorprendido. Faraj había pasado bruscamente de la embriaguez de los primeros días, en los que ella había disfrutado de la ilusión de ser amada, abandonada a los sueños y fantasías más deliciosos, a la actitud práctica del comerciante, del hombre brutal que ganaba dinero comerciando con mujeres. En realidad, aquel hombre no sabía qué era el amor y parecía extraño que toda su vida se basara, precisamente, en aquel sentimiento desconocido para él. Cuando una presa caía en su red, su táctica era representar durante unos días el papel de amante, papel que desempeñaba muy bien gracias a su potente virilidad; cuando la presa comenzaba a abandonarse, plenamente confiada en él, gozaba de ella brevemente para afianzar su dominio. Obtenido su objetivo, se revelaba descaradamente su naturaleza de traficante de mujeres.

Hamida llegó a la conclusión de que la indiferencia con que él la trataba se debía a que estuviera constantemente rodeado de mujeres solícitas. Comenzó a vivir obsesionada por una mezcla de sentimientos, en los que entraban el amor, la hostilidad, el recelo.

—¿Estás lista? —le preguntó Faraj con impaciencia.

Pero ella no le hizo caso. Había decidido mostrarle su desaprobación no contestándole. No soportaba que sólo le hablara de trabajo y negocios. La naturaleza del trabajo, combinada con la tiranía de sus propias emociones, le impedían disfrutar de la libertad por la que había luchado durante toda su vida.

Hamida sólo se sentía verdaderamente libre cuando se dedicaba a recorrer las calles y las tabernas en busca de hombres. El resto del tiempo lo pasaba torturada por un sentimiento de encarcelamiento y humillación. Si pudiera estar segura del cariño de su amante, si pudiera hacerle morder el polvo de la humillación del amor, entonces viviría satisfecha. La hostilidad hacia él era su sola vía de escape.

Faraj se daba perfectamente cuenta de su hostilidad, pero esperaba que pronto se acostumbrara a su frialdad y que no pusiera obstáculos a la separación que tenía proyectada. Juzgaba que lo mejor era ir despacio hasta el momento de asestarle el golpe definitivo.

—Date prisa, querida, el tiempo es oro.

Hamida se volvió bruscamente y lo miró.

—¿Cuándo aprenderás a no usar expresiones tan vulgares?

—¿Y tú, cuándo aprenderás a no ser tan brusca?

—¿Este es el tono con que has decidido hablarme ahora? —preguntó Hamida, furiosa.

—¡Vaya! ¿Me obligarás tal vez a discutir sobre eso? —dijo él fingiendo aburrimiento—. «No me hables en este tono». «Si me amaras, no me tratarías así». Es inútil. Te puedo querer sin necesidad de recordártelo a cada momento. ¿Es necesario olvidar el trabajo y las obligaciones porque dos se aman? Afila el cerebro como afilas la lengua, y comprende de una vez que con el trabajo no hay que andarse con bromas.

Hamida lo escuchaba, pálida de cólera, escuchaba estas frías palabras, estas palabras maquiavélicas en las que no se detectaba rastro de sentimiento. Cuántas veces le había oído decir aquello. Súbitamente, se acordó de la primera vez que la había criticado:

—Cuídate las manos, hazte la manicura —le había dicho—. Tus manos son el detalle que te afean.

Luego, unos días después:

—Ten cuidado con la voz, querida, es otro de tus puntos negros. Grita, si quieres, pero hazlo con la boca; no con la garganta. Te sale una voz vulgar, que recuerda el callejón de Midaq, aunque ya no vivas en él.

Estas observaciones la habían herido y humillado. Cada vez que ella abordaba el tema de su amor, él se hacía el distraído, le besaba las manos afectando dulzura, pero con el tiempo, dejó incluso de usar esta artimaña. Un día llegó a decirle, con impaciencia:

—El amor es una chiquillada; nosotros somos personas serias.

Y otra vez:

—Vamos a trabajar. Hablar de amor es perder el tiempo.

Indignada, un día ella le contestó:

—No tienes derecho a hablarme así. Sabes perfectamente que soy mejor que las demás, que gano mucho más dinero que todas las otras chicas juntas. No lo olvides. Me estás hartando con tus argucias. Dime honestamente si todavía me quieres o no.

Él se dijo que quizá había llegado la hora de decirle la verdad. La miró intensamente con sus ojos almendrados, dando tiempo a su cerebro para calcular la estrategia correcta. Pero decidió que, de momento, más valía comprar la paz al precio que hiciera falta.

—No volvamos al tema de siempre —aseveró.

—Dime una cosa —explotó Hamida—. ¿Crees que me moriré de pena si me dices que no me amas?

No era el momento oportuno, evidentemente. Si se lo hubiera preguntado en la madrugada, a la vuelta del trabajo, hubiera tenido más espacio para maniobrar. En cambio, a aquella hora, si le decía la verdad, arriesgaba perder las ganancias de todo un día.

—Yo te quiero, cariño —le dijo dulcificando la voz.

Nada es peor que una palabra de amor en una boca que se aburre. Es peor que un escupitajo. Hamida se sintió profundamente herida. Sintió que la invadía el odio. Se acercó a él con los ojos encendidos y le preguntó, decidida a desafiarlo definitivamente:

—¿De verdad me quieres? Pues vamos a casarnos.

En los ojos de Faraj asomó la sorpresa. La miró con incredulidad. La verdad era que Hamida no había reflexionado sobre el significado de sus palabras; solamente lo había querido poner a prueba.

—¿Qué cambiaría el matrimonio en nuestro caso? —preguntó él.

—Podríamos cambiar de vida.

Él perdió la paciencia y decidió acabar con la comedia. Se echó a reír y con sarcasmo le dijo:

—¡Una idea espléndida! Nos casaremos y viviremos como señores. Ibrahim Faraj y Esposa, con Hijos, S. A. En el fondo, ¿qué es el matrimonio? La verdad es que me he olvidado de lo que es, como de tantas cosas sociales. A ver, déjame pensar… El matrimonio es una cosa muy seria, me parece recordar. Es el vínculo que une al hombre con la mujer. Hay un funcionario que preside la ceremonia, se firma un contrato, existen una serie de ritos religiosos… ¿Dónde lo aprendiste Faraj? ¿En el Corán o en la escuela? Ya no me acuerdo. Dime, querida, ¿se casa todavía la gente?

Hamida se puso a temblar de pies a cabeza. Sintió que no podía aguantar más. Se abalanzó contra su cuello, pero él se le adelantó y afrontó su ataque con la calma más absoluta. La agarró por los brazos, se los separó y la soltó, sonriendo con insolencia. Hamida alzó la mano y le dio un bofetón. Él dejó de sonreír, una mirada hosca, amenazante, asomó en sus ojos. Ella le devolvió valientemente la mirada, impaciente, con ganas de que la batalla comenzara de una vez. Él se dio perfecta cuenta de que comenzar una batalla física con ella significaría estrechar el vínculo que la ataba a él, vínculo que quería eliminar de una vez por todas. Optó, pues, por recular. Retrocedió un paso, le dio la espalda y se marchó, diciendo:

—No te olvides de presentarte al trabajo, querida.

Hamida permaneció clavada en el suelo, sin dar crédito a sus ojos, ni a sus oídos. Entendió lo que significaba la retirada de Faraj. Sintió unas ganas locas de matarlo.

Comprendió que debía salir inmediatamente de la casa. Se acercó a la puerta, consciente de que era la última vez que salía del dormitorio. Se volvió para despedirse de él y de pronto sintió que iba a desplomarse al suelo, desmayada. ¡Dios mío! ¿Cómo podía terminarse todo tan rápidamente? Aquel espejo en que se había visto colmada de felicidad. La cama en que habían anidado tantas ilusiones. El sofá en que se había sentado abrazada a él, atenta a sus consejos y palabras de ternura. El tocador, sobre el que había un retrato de los dos, vestidos de noche.

Huyó del cuarto como llevada por el viento.

El aire de la calle casi le quemó la cara. Se puso a caminar, respirando con dificultad, a la vez que se decía que iba a matarlo. Sería una manera de consolarse, si no tuviera que pagarlo con su propia vida. Comprendió que aquel amor la había marcado para siempre, pero también que ella no era el tipo de mujer que se desmoronaría aniquilada por él. Esta reflexión la animó un poco y paró un carruaje descubierto que pasaba en aquel momento. Se encaramó a él, con la necesidad de respirar mejor y de descansar un rato.

—Vaya a la plaza de la Ópera y vuelva por la calle de Fuad. Lentamente, por favor.

Se sentó en el centro del asiento, con las piernas cruzadas, enseñando los muslos por debajo del corto vestido de seda. Encendió un cigarrillo que se puso a fumar nerviosamente, sin darse cuenta de las miradas de los transeúntes.

Hamida pasó un rato absorta en sus pensamientos. Una serie de ilusiones sobre el futuro acudieron a consolarla del presente, sin ocurrírsele que un nuevo amor pudiera sustituir y hacerle olvidar el viejo.

Al cabo de un rato se fijó en la calle por la que pasaban. En aquel instante oyó un grito agudo: «¡Hamida!». Se volvió asustada y vio a Abbas, a menos de un metro de distancia de donde ella estaba.