30

Abbas se había refugiado en el piso del tío Kamil, estaba en él sentado con las manos cruzadas cuando oyó que llamaban a la puerta. Fue a abrir y vio a Hussain Kirsha, plantado ante el umbral, vestido con camisa y pantalón y el acostumbrado brillo en los ojos.

—¿Por qué no has venido a verme? —exclamó—. ¡Hace dos días que llegaste! ¿Cómo estás?

Abbas le alargó la mano sonriendo tristemente y le dijo:

—¿Que cómo estoy? No te enfades conmigo, Hussain. Estoy muy cansado. Salgamos a dar una vuelta.

Abbas había pasado la noche sin dormir y la mañana muy preocupado. Tenía dolor de cabeza, le pesaban los párpados. Apenas le quedaba rastro de la rebelión del día anterior. Sus ideas vengativas se habían disipado y en su lugar había quedado una profunda tristeza y una oscura desesperación.

—¿Sabías que me marché de casa al poco tiempo de irte tú? —preguntó Hussain.

—Sí.

—Me casé y comencé una nueva vida…

Abbas tuvo que hacer un esfuerzo para fingir que le interesaba lo que le contaba el amigo.

—¡Bravo! ¡Te felicito! —dijo.

Habían llegado a Ghouriya. Hussain dio una patada en el suelo y exclamó lleno de rencor:

—¡Qué mala pata! Me despidieron y me vi forzado a volver al podrido callejón. ¿Y a ti? ¿Te han despedido también?

—No, estoy de permiso —contestó Abbas sin entusiasmo.

Hussain se rio con amargura y dijo:

—¡Y pensar que fui yo quien te dio la idea de coger este trabajo! Tú continúas aprovechándote de él mientras que a mí me han puesto de patitas en la calle.

Abbas, que conocía mejor que nadie el carácter envidioso y el mal genio de su compañero, se apresuró a decir:

—Pronto terminaremos. Eso me han dicho.

Hussain se calmó un poco, pero no tardó en reanudar con el mismo tono:

—¿Cómo es posible que la guerra haya durado tan poco? ¿Quién lo hubiera creído?

Abbas no dijo nada. Que la guerra continuara o no, que él tuviera trabajo o no, todo le daba igual. La conversación del amigo más bien le aburría, pero prefirió soportarlo a quedarse solo con sus pensamientos. Además con Hussain lo más prudente era seguirle la corriente.

—¡Qué pronto ha terminado la guerra! —volvió a decir Hussain—. Se esperaba que Hitler la prolongara indefinidamente. ¡Qué mala suerte!

—Es verdad.

—¡Qué desgraciados somos! —exclamó Hussain—. Un país miserable. ¿No es triste pensar que sólo podemos ser un poco felices cuando todo el mundo se destroza en una guerra sangrienta? Sólo el diablo se compadece de nosotros en este mundo.

Calló mientras se abrían paso entre la multitud de la calle Nueva. La noche había comenzado a desplegar las alas. Hussain prosiguió al cabo de un momento con un suspiro:

—Me hubiera gustado mucho ser soldado y combatir. Me imagino la vida de un combatiente: lanzándose a la batalla, yendo de victoria en victoria, subiendo a aviones y a tanques, atacando, matando, llevándose cautivas a las mujeres que tratan de huir, rico, emborrachándose y dándose todos los gustos. Esto es vida. ¿No te gustaría ser soldado?

La verdad era que Abbas se ponía a temblar en cuanto oía sonar la sirena y era de los primeros en correr al refugio. Difícilmente hubiera podido ser un buen soldado. Aunque no le hubiera desagradado combatir en primera fila para, sediento de sangre, encontrar fácilmente oportunidades de vengarse de los que le habían hecho sufrir y habían destrozado sus esperanzas de una vida feliz.

—¿A quién no le gustaría ser soldado? —dijo con su habitual tono poco entusiasta.

Prestó atención a la calle por la que pasaban, la cual le volvió a provocar tristes pensamientos. ¿Cuándo olvidaría los buenos momentos pasados en el callejón? Por aquella calle solía pasear ella, aquel era el aire que le gustaba respirar. La podía ver con los ojos de su imaginación, su cuerpo esbelto caminando delante de él. ¿Cómo podía olvidarla? Frunció el ceño a la idea de dedicar sus pensamientos a una persona que había demostrado no estar a la altura de su amor. Se le endureció el rostro, azotado por un manotazo de la furia y rebeldía de la noche anterior. No quería consumirse por una cualquiera que dormía tranquilamente en los brazos de otro.

Le despertó de su sueño la voz vigorosa de Hussain:

—¡El barrio judío! —exclamó.

Hussain le agarró de la mano y lo hizo detenerse.

—¿Conoces la taberna de Vita? ¿No bebes vino en Tell el-Kebir?

—No —contestó lacónicamente Abbas.

—¿No? ¿Vives con ingleses y no bebes vino? Eres un cordero. El vino consuela y es bueno para el alma. Ven.

Tomó del brazo a Abbas y se metió con él en el barrio judío. La taberna de Vita no estaba lejos. Parecía una tienda corriente, sus dimensiones eran medianas y tenía forma cuadrada. A la derecha había una mesa cubierta de mármol, detrás de la cual estaba el señor Vita. En la pared de detrás había estanterías llenas de botellas y en el fondo los toneles de vino. Los bebedores se apretaban alrededor de la mesa: era gente sencilla, trabajadores, constructores, etc. Iban descalzos y vestidos como pordioseros. En la taberna había suficiente sitio para unas cuantas mesas más, de madera, donde se sentaba la élite del pueblo o los que, ya fuera por orgullo, o por impotencia de mantenerse derechos, preferían beber sentados. Hussain vio una mesa vacía en el fondo de la sala y se dirigió a ella arrastrando a su compañero. Abbas observó el ruidoso lugar con una mirada angustiada. Sus ojos se detuvieron en un chiquillo de unos catorce años, gordo y bajo, descalzo, con la cara y la galabieh manchadas de barro. Abbas parpadeó. Hussain se dio cuenta.

—Es Awkal —le dijo—. De día vende periódicos y de noche bebe. Es un niño todavía. Pero hay muy pocos adultos como él, ¿no te parece? —Hussain acercó la cabeza a la de Abbas y prosiguió—: Un vaso de vino hace mucho bien a un pobre despreocupado como yo. Hace un mes bebía whisky en el bar de Vince. Los tiempos han cambiado. La ruleta de la vida.

Pidió dos vasos de vino que les trajo el dueño del bar con un platito de nueces amargas. Abbas miró recelosamente su vaso.

—Dicen que hace daño.

—¿Tienes miedo? —le espetó Hussain—. Deja que te mate… ¡Qué importa una vez ya en el infierno! ¡A tu salud!

Chocó su vaso contra el de Abbas y luego lo apuró de un trago, con aire indiferente. Abbas cogió el vaso, tomó un sorbo y lo apartó de los labios con expresión de asco. Había sentido una lengua de fuego en la garganta. Se le contrajo la cara, como la de un muñeco de goma entre los dedos de un niño.

—Horrible. Amargo. Quema —dijo.

Hussain se rio irónicamente. Se sentía orgulloso de sí mismo.

—¡Ánimo, bebé! —le dijo—. La vida es más amarga que eso y sus efectos son mucho peores.

Alzó el vaso de Abbas y lo puso contra la boca de este.

—Bebe, si no te mancharás la camisa.

Abbas tragó todo el vino que había en el vaso. Asqueado, dio un respingo. Sintió una vaga ola de calor que le subía por el pecho, a una velocidad asombrosa, que se le propagó por todo el cuerpo. La novedad de la sensación le hizo olvidarse de la repugnancia que acababa de sacudirlo. Sintió que el fuego le circulaba por las venas y que, al llegarle a la cabeza, el mundo se hacía más liviano.

—Hoy conténtate con dos vasos, no más —le dijo con ironía Hussain.

Pidió otro vaso para él y prosiguió diciendo:

—Ahora vivo con mi padre, con mi mujer y mi cuñado. Pero este ha encontrado trabajo en el arsenal y se irá dentro de unos días. Mi padre me propone trabajar en el café por tres libras al mes. ¡Tendré que trabajar de sol a sol por tres libras mensuales! El mundo está en contra de mí, y yo lo odio. Sólo hay una manera de vivir: o haces lo que te da la gana, o el mundo y su gente se te come vivo.

Abbas, que comenzaba a sentirse más relajado, le preguntó entonces:

—¿No has ahorrado dinero?

—Nada —contestó agriamente Hussain—. Alquilé un piso muy bonito, con agua corriente y electricidad. Tenía una criadita que me decía «sí, señor» muy respetuosamente. Iba al cine y a escuchar música. Ganaba mucho y gastaba mucho. La vida es efímera, no vale la pena ahorrar. Pero el dinero tiene que acompañarte hasta el último día, de lo contrario, Egipto acabará mal. No me quedan más que unas libras y las joyas de mi mujer… —Dio una palmada para pedir un tercer vaso de vino y añadió con expresión aprensiva—: Lo peor es que desde hace una semana a mi mujer le dan vómitos por las mañanas…

Abbas dijo, fingiendo interés:

—No hay nada de malo en ello.

—¡No! Como dice mi madre es la señal del embarazo. Parece como si el feto ya sintiera asco de la vida que le espera.

Abbas apenas podía prestarle atención de tan aprisa como hablaba. Además le interesaba muy poco lo que decía. El otro notó su aire ausente y le dijo:

—¿Qué te pasa? No me escuchas…

—Pide otro vaso para mí —dijo con voz triste Abbas.

Hussain obedeció, muy contento. Después lo miró de reojo y dijo:

—Estás preocupado y sé por qué.

El corazón de Abbas se puso a latir violentamente.

—No es nada —se precipitó a decir—. Continúa con lo que me contabas.

Pero Hussain no estaba dispuesto a soltar su presa e insistió:

—Hamida…

El corazón de Abbas se puso a latir con mayor fuerza y tuvo la sensación de sentir los efectos del tercer vaso que todavía no había bebido. Se sintió invadido por una ola de tristeza y furia.

—Sí, Hamida se ha fugado… Un hombre se la ha llevado —dijo con voz temblorosa—. ¡Qué desgracia y qué vergüenza!

—No te apenes tanto por ello. ¿Es la vida mejor para los que la mujer se queda en casa?

Abbas, sin poder disimular más, preguntó:

—¿Qué debe de estar haciendo en este momento?

Hussain se rio sarcásticamente.

—¡Ya te puedes imaginar! Lo que hace una mujer que se fuga con un hombre…

—Te burlas de mi sufrimiento.

—Tu sufrimiento es una estupidez. ¿Cuándo te enteraste? ¿Ayer? Hoy ya debieras haberte olvidado… En aquel momento, Awkal, el embriagado muchacho que se dedicaba a vender periódicos, hizo algo que llamó la atención de toda la concurrencia. Fue tambaleándose hasta la entrada de la taberna y se detuvo en el umbral; tenía los ojos semicerrados y la cabeza tirada hacia atrás con un gesto orgulloso. De pronto se puso a gritar:

—¡Soy Awkal! El chico más listo del mundo. Estoy borracho y me siento estupendamente. Me voy a ver a mi querida. ¿Alguien se escandaliza por ello? El periódico de la mañana… el Ahram, el Misry, el Baakuuka

El chico desapareció y todo el mundo se echó a reír, menos Hussain Kirsha, que escupió violentamente al suelo y lanzó una blasfemia. Si el chico no hubiera desaparecido, lo hubiera golpeado. Su hostilidad era incontrolable. Se volvió a Abbas, que bebía su segundo vaso de vino, y le dijo:

—La vida no es una broma de muchachos. Hay que vivirla. ¿Entiendes?

Pero Abbas no lo escuchó. Estaba demasiado ocupado diciéndose: «Hamida no volverá. Se ha ido para siempre. ¿Y si regresara? Si la vuelvo a ver, le escupiré a la cara. Le hará más daño que si la matara. Lo mataré a él».

—Dejé el callejón pensando que era para siempre —prosiguió diciendo Hussain—. Pero Satán me obligó a volver. Le prenderé fuego, es la única solución.

—Nuestro callejón es una maravilla —comentó melancólicamente Abbas—. El deseo de mi vida es poder vivir en él en paz.

—¡Tú eres un cordero sin cerebro! Te debería sacrificar en la fiesta de al-Adha. ¿Y ahora por qué lloras? ¿No tienes trabajo? Tienes dinero en el bolsillo. Has ahorrado. ¿De qué te quejas?

—Tú te quejas mucho más que yo, y nunca te he oído decir un «Alabado sea Dios» en la vida.

Su compañero lo miró duramente. Abbas volvió en sí y dijo con mansedumbre:

—Bueno, tú no tienes la culpa. Tú tienes tu religión, y yo la mía.

Hussain se echó a reír tan estrepitosamente que las paredes de la taberna parecieron temblar. El vino había comenzado a achisparle.

—Mejor me iría trabajando en un bar como este que en el café de mi padre. Seguramente aquí hacen dinero de verdad. Además, en una taberna como esta, se puede beber gratis.

Abbas sonrió desanimadamente y decidió ir con más cuidado con lo que le decía a su compañero. El alcohol le había calmado los nervios, pero en vez de aminorarle el dolor, no pensaba más que en ello.

—¡Tengo una idea! —gritó de pronto Hussain—. ¡Me haré inglés! En Inglaterra todo el mundo es igual.

Los hijos de un pacha y los de un basurero tienen los mismos derechos. En Inglaterra el hijo de un tabernero puede llegar a ser primer ministro.

La idea gustó a Abbas.

—¡Yo también me haré inglés! —gritó con entusiasmo.

—Imposible —le contestó Hussain con un gesto desdeñoso en la boca—. Eres demasiado blando. Tú hazte italiano… Bueno, los dos zarparemos en el mismo barco… Vámonos.

Pagaron la cuenta y salieron a la calle.

—¿Y ahora, adónde? —le preguntó Abbas a Hussain.