28

El tío Kamil dormía como de costumbre, sentado en una silla, en la entrada de su tienda, con el matamoscas sobre el pecho. Un cosquilleo en la calva lo despertó y, sin levantar la cabeza, se dio un manotazo para espantar a la mosca. Pero su mano topó con la de otro. La agarró enfadado, gruñendo contra el que le había interrumpido el sueño. Levantó la cabeza para ver quién había sido. Se quedó mirando con expresión incrédula. Era Abbas. Después, el rostro se le iluminó de alegría e hizo un esfuerzo por levantarse de la silla. Su amigo lo detuvo, abrazándose estrechamente a su pecho.

—¿Cómo estás, Kamil? —le preguntó cariñosamente.

—¿Y tú, Abbas? —respondió el otro con alegría—. Bienvenido. He estado muy solo sin ti, ¿sabes?

Abbas se enderezó y sonrió, mientras el tío Kamil lo miraba también sonriendo. Abbas iba muy elegantemente vestido, con camisa blanca y pantalón gris. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo muy bien peinado; tenía el aspecto saludable y un buen color en el rostro. El tío Kamil se fijó en todo con admiración y exclamó:

—¡Dios mío! ¡Qué buen aspecto tienes!

Abbas, de muy buen humor, se rio y respondió en inglés:

Thank you… Ahora no es sólo el jeque Darwish el que sabe inglés en el callejón.

Los ojos del joven recorrieron de un extremo al otro el callejón. Se detuvieron unos instantes en su antigua barbería, en la que el nuevo barbero afeitaba a un cliente. Sus ojos cobraron una expresión melancólica, pero inmediatamente se dirigieron hacia la ventana de Hamida, que estaba cerrada. Se preguntó si estaría en casa o si habría salido. ¿Cómo reaccionaría al verlo? Abriría la puerta y se quedaría atónita mirándolo con sus hermosos ojos. Iba a ser uno de los días más felices de su vida.

—¿Has dejado el trabajo? —oyó que le preguntaba Kamil.

—No, tengo unos días de permiso.

—¿No sabes lo que le ha pasado a tu compañero Hussain Kirsha? Se marchó de la casa de sus padres y se casó. Luego le despidieron y ha tenido que volver, con la mujer y el cuñado a cuestas.

Abbas se entristeció.

—¡Qué mala suerte! Están despidiendo a mucha gente últimamente. ¿Cómo le recibió el señor Kirsha?

—Quejándose, naturalmente. Pero todavía están en la casa. —Permaneció callado unos instantes y luego, como si se acordara repentinamente de ello, le espetó—: ¿Sabías que el doctor Booshy y Zaita están en la cárcel?

Le contó la historia de cómo los habían detenido en el sepulcro de Taliby y los habían acusado de haber robado la dentadura de oro del difunto. La noticia dejó a Abbas atónito. De Zaita no le sorprendió que se dedicara a este tipo de fechorías, pero nunca se lo hubiera imaginado del doctor Booshy. Recordó que este le había hablado de venderle una dentadura de oro cuando regresara del campamento. Se estremeció al recordarlo.

El tío Kamil continuó:

—Se ha casado la señora Saniya Afify…

Estuvo a punto de añadir: «A ver cuándo te casas tú», pero se mordió los labios al recordar a Hamida. Últimamente se asombraba de las frecuentes fallas de su memoria. Abbas no notó nada. Le pareció que a Kamil le entraba sueño, como de costumbre. Retrocedió unos pasos y dijo:

—Bueno, me marcho. Hasta luego.

Su amigo temió el efecto que la noticia podía tener en él si se enteraba abruptamente, y se apresuró a preguntarle:

—¿Adónde vas?

—Al café, a ver a mis amigos —contestó Abbas comenzando a caminar.

El tío Kamil se levantó pesadamente de la silla y fue tras él.

Era la última hora de la tarde, el café estaba prácticamente vacío, fuera de Kirsha y el jeque Darwish. Abbas y Kirsha se saludaron y Abbas fue a estrechar la mano del jeque Darwish. El viejo lo miró fijamente, sonriendo, pero no habló. El tío Kamil lo observó todo desde un rincón, sombríamente obsesionado por la dificultad de cómo darle la noticia.

—¿Vienes un rato a la tienda conmigo? —le sugirió finalmente.

Abbas dudó entre acompañar a su amigo o ir a hacer la tan esperada visita. Pero como quería complacer al tío Kamil y no veía inconveniente en estar un rato más con él, optó por acompañarlo, disimulando su impaciencia.

—La vida en Tell el-Kebir es perfecta —le dijo alegremente una vez se hubieron sentado—. Hay trabajo y dinero de sobra. Además, he podido ahorrar dinero, ¿sabes? Vivo con la misma sencillez de siempre. He fumado muy poco hachís, y eso que allí es tan común como el agua. Mira, Kamil, qué cosa más bonita he comprado.

Se sacó una cajita del bolsillo del pantalón y la abrió. Era una cadena de oro de la que colgaba un corazón del mismo metal.

—Es el regalo de boda para Hamida. Ya lo sabías, ¿verdad? Me quiero casar aprovechando estos días de permiso.

Esperó el comentario de su amigo, pero Kamil se limitó a apartar la mirada como temiendo encontrarse con la del otro. Abbas lo miró sorprendido y descubrió, por primera vez, la sombra de preocupación en el rostro del amigo. El tío Kamil era de los que no sabía disimular sus emociones, por lo tanto la alegría de Abbas también se empañó al sentirse sobrecogido de una inesperada angustia. Cerró el estuche y volvió a metérselo en el bolsillo. Se dedicó a inspeccionar con mayor atención la cara de Kamil y su temor fue aumentando por momentos. La expresión sombría del amigo era tan obvia que no pudo por menos que preguntar:

—¿Qué ha ocurrido, Kamil? No pareces el mismo. ¿Por qué te has puesto así? ¿Por qué no me miras?

El tío Kamil alzó lentamente la cabeza y lo miró con ojos tristes. Abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. Abbas presintió el desastre. Vio desesperado que el buen humor de hacía unos minutos se había desvanecido por completo.

—¿Qué te pasa, Kamil? —le gritó irritado—. ¿Por qué no me lo dices de una vez? Te preocupa algo. No me tortures más con tu silencio. ¿Es sobre Hamida? Sí, es sobre Hamida. Bueno, suéltalo de una puñetera vez.

El tío Kamil se pasó la lengua por los labios y dijo susurrando:

—Se ha marchado. Ha desaparecido de casa. Nadie sabe qué le ha pasado.

Abbas escuchó las palabras con estupefacción. Dejó que las palabras se fueran grabando en su corazón, a la vez que le daba una especie de fiebre.

—No entiendo —dijo con voz temblorosa—. ¿Qué has dicho? ¿Qué se ha marchado, que ha desaparecido? ¿Qué quieres decir con eso?

Entonces el tío Kamil dijo tristemente:

—Tómatelo como un hombre, Abbas. Dios sabe la pena que me da darte esta noticia, y lo que he sufrido pensando en ti. Hamida ha desaparecido. Nadie sabe nada de ella. Salió una tarde a dar su paseo de costumbre y no volvió. La buscaron por todas partes, pero fue inútil. Han ido a la policía y al hospital, y en ningún sitio hay rastro de ella.

Abbas quedó un momento con expresión aturdida. Sin hablar, sin moverse y con la mirada vacía. ¿En el fondo no lo había presentido? Sí. La desgracia había pasado, allí estaba, delante de él, y tenía que aceptarla. Pero ¿cómo? ¿Que Hamida había desaparecido? ¿Cómo puede desaparecer una persona como si fuera un alfiler o una simple moneda? Si le hubiera dicho que se había muerto o casado con otro, sufriría menos, su desesperación sería menos dolorosa que aquella incertidumbre torturante. ¿Qué iba a hacer? De pronto reaccionó y volviendo a mirar a su amigo, le espetó:

—¡Hamida ha desaparecido! ¿Y qué habéis hecho vosotros? Habéis avisado a la policía, habéis preguntado en el hospital. ¿Y qué más? Luego habéis vuelto a casa y habéis reanudado vuestras vidas. Tú has vuelto a la tienda y su madre a corretear por ahí arreglando matrimonios. Y ya está. Os habéis olvidado de Hamida y de mí… ¿No tienes nada más que decir? ¿No sabes nada más de su desaparición? ¿De cómo ha desaparecido? ¿De cuándo?

Al tío Kamil le afectó vivamente ver la cólera de su amigo.

—Hace dos meses que desapareció —le dijo con voz triste—. La desaparición nos conmovió mucho a todos. Y hemos hecho todo lo posible por encontrarla. Pero no hay nada que hacer.

El rostro de Abbas estaba congestionado y sus ojos parecían a punto de saltar de las órbitas.

—¡Dos meses! —exclamó como hablando consigo mismo—. ¡Tanto tiempo! Ahora ya no hay esperanza de encontrarla. ¿Habrá muerto? ¿Se habrá ahogado? ¿La habrán raptado? No hay manera de saberlo. Cuéntame qué dice la gente.

El tío Kamil lo miró con ternura y dijo:

—Se han hecho muchas suposiciones. Se ha pensado que quizá ha tenido un accidente. Pero ahora ya nadie piensa nada.

—¡Claro! —exclamó el joven con un gemido—. ¡Cómo no es la hija de nadie! ¡Ni de la familia de nadie! Ni su madre era su verdadera madre. ¿Qué le habrá pasado? He pasado estos dos meses soñando que era el hombre más feliz de la tierra. Y mientras yo soñaba como un bendito, ella seguramente era atropellada por un camión o se ahogaba en el fondo de las aguas del Nilo. ¡Dos meses! ¡Hamida! Todo está en manos del Señor.

Se levantó y con gesto contrariado se despidió:

—Adiós —dijo.

—¿Adónde vas? —le preguntó con inquietud el tío Kamil.

—A ver a su madre —contestó Abbas sin entusiasmo.

Y al acercarse tristemente a la puerta de la calle, se acordó de la alegría con que la había cruzado no hacía ni una hora. Se mordió el labio y se detuvo un instante. Sentía un dolor insoportable. Se volvió a mirar a su amigo y vio que este lo observaba con los ojos empañados de lágrimas. Entonces volvió a entrar en la tienda y se echó sobre el pecho del amigo rompiendo a llorar desconsoladamente, como un niño pequeño.

¿No sospechaba realmente la verdad sobre la desaparición de la muchacha? ¿No le habían asaltado nunca los temores y recelos comunes a los enamorados en circunstancias similares? La verdad era que siempre que la sombra de una duda le había venido a la mente, la había disipado en el acto, negándose a contemplarla seriamente. Abbas era, por naturaleza, confiado y con tendencia siempre a pensar bien de la gente. Tenía un corazón de oro y era de los que siempre encuentran excusas para el comportamiento ajeno y aceptan en seguida las más ridículas explicaciones de los demás. El amor no lo había cambiado, más bien le había reforzado esta tendencia: por eso los recelos y las dudas habían pasado por él sin hacerle mella. Había amado profundamente a Hamida y no había confiado plenamente en el amor. Había vivido convencido de que su novia era un dechado de perfecciones: al fin y al cabo su experiencia del mundo era muy limitada.

Aquel mismo día fue a ver a su madre, pero esta no le dijo nada nuevo, limitándose a repetir, entre lágrimas, lo que ya le había dicho el tío Kamil. Le aseguró que Hamida no había cesado ni un minuto de pensar en él y que lo había esperado ansiosamente. Sus mentiras entristecieron todavía más al pobre joven que se marchó de la casa en peor estado que cuando había entrado.

Abbas salió del callejón. Comenzaba a atardecer; era la hora en que acostumbraba a verla salir de casa para su paseo cotidiano. Caminó al azar, sin poner atención a dónde se dirigía, pero con la sensación de que la veía, cubierta con el velo negro, buscándolo con sus hermosos ojos negros. Recordó la despedida en la escalera a oscuras y el corazón pareció que se le paralizaba.

¿Dónde estaría? ¿Qué habría hecho Dios con ella? ¿Estaría viva o enterrada en el cementerio de los pobres? ¿Cómo no lo había presentido a tiempo? ¿Cómo se explicaba que pudiera suceder una cosa así?

Los empujones de la gente le obligaron a poner atención en lo que hacía. Estaba en la calle de Mousky, la que ella prefería, por sus tiendas y por la gente que circulaba en ella. Todo seguía igual, sólo que Hamida no estaba. Como si jamás hubiera existido. Le entraron unas ganas horribles de gritar, de desfogarse, pero no pudo. Las lágrimas entre los brazos del tío Kamil lo habían aliviado un poco. Ahora sentía, sobre todo, una profunda tristeza.

Se preguntó qué debía hacer. ¿Ir a la policía y al hospital? ¿Para qué? ¿Recorrer las calles gritando su nombre? ¿Llamar a todas las puertas de las casas, una por una? Se sintió débil e impotente. ¿Regresar al campamento y olvidarse de todo? Pero ¿por qué regresar allí? ¿Por qué añadir a su dolor el sufrimiento de vivir alejado de los suyos? ¿Para qué trabajar y ahorrar dinero? Sin Hamida la vida se convertía en un peso insoportable y absurdo. Ya no tenía ganas de vivir, todo le daba igual. La vida le parecía un vacío sin fondo, cercado por la desesperación. El sentido de la vida lo había descubierto al amarla, ahora ya no podía tenerlo. Continuó caminando, sin propósito alguno. Pero aunque él no se diera cuenta, algo le impedía perder totalmente la conciencia, y de pronto vio que por el otro lado de la calle venía el grupo de obreras jóvenes, amigas de Hamida. Fue a su encuentro, automáticamente. Ellas se pararon, sorprendidas, y en seguida lo reconocieron. Sin vacilar, les abordó diciendo:

—Buenas tardes. Perdonad si os molesto. ¿Os acordáis de Hamida, la que había sido amiga vuestra?

Una chica muy vivaracha se apresuró a responder:

—Claro que nos acordamos de ella. Desapareció de repente y no la hemos vuelto a ver.

—¿Tenéis idea de por qué?

Otra chica, de mirada más maliciosa, respondió:

—Sólo sabemos lo que le dijimos a su madre cuando vino a preguntarnos. La vimos varias veces caminar acompañada de un señor muy bien vestido.

Abbas sintió que se le helaba el corazón, pero sacando fuerzas de flaqueza, siguió preguntando:

—¿La visteis paseando con un hombre muy bien vestido?

Al ver la angustia del joven, desapareció la malicia en los ojos de la muchacha. Tomó la palabra una compañera:

—Sí, es verdad.

—¿Se lo habéis dicho a su madre?

—Sí.

Les dio las gracias y se alejó. Estaba seguro de que hablarían de él durante el resto del camino. Se reirían de él, del ridículo que había hecho yéndose a trabajar a Tell el-Kebir para ganar dinero para su novia, mientras esta se dejaba seducir por el primer desconocido. ¡Qué estúpido! Probablemente era el hazmerreír de todo el barrio. Comprendió que el tío Kamil no le había dicho toda la verdad, y que la madre de Hamida tampoco. «¡Me lo temía!», se dijo al recordar, de repente, todos los recelos y temores de que había rehusado hacer caso.

Entonces se puso a gemir: «¡Dios mío!, me cuesta creerlo. ¿De veras se ha ido con otro? ¿Me lo he de creer?». O sea que estaba viva. Se habían equivocado yendo a la policía y al hospital a por ella. No habían comprendido que estaba durmiendo dichosamente en los brazos de un hombre que no era él. ¡Pero ella se había comprometido formalmente con él! ¿Le habría mentido desde el principio? O simplemente fue un error, creyó que se sentía atraída por él y luego… ¿Cómo habría conocido al desconocido? ¿Cómo se habría enamorado de él? ¿Por qué se había marchado con él?

Abbas estaba pálido, sentía frío y los ojos le brillaban oscuramente. De pronto le dio por levantar la cabeza y mirar a todas las ventanas de la calle. «¿En qué habitación estaría ella, durmiendo reclinada sobre el pecho de su amante?». Ya no dudaba. Las dudas habían sido reemplazadas por una mezcla de furia y odio. Le comenzaron a atormentar los celos. ¿O era la decepción? El orgullo y la arrogancia son el combustible que dan pábulo a los celos y él carecía de ambas cosas. Pero había tenido esperanzas, ilusiones que habían sido destrozadas. Necesitaba vengarse, aunque sólo fuera escupiéndola. El deseo de venganza se apoderó de él y de buena gana le hubiera clavado un puñal a la muchacha.

De repente le pareció comprender el verdadero significado de los paseos de Hamida: la chica había querido lucirse desfilando ante los lobos. Se habría enamorado perdidamente de aquel hombre, de lo contrario, no hubiera abandonado el proyecto de matrimonio con Abbas.

Se mordió el labio al pensarlo y dio media vuelta, cansado de caminar solo. Su mano topó con el estuche de la cadena de oro que todavía llevaba en el bolsillo. Se echó a reír, aunque más que una carcajada, lo que le salió fue un grito furioso. Ojalá pudiera estrangularla con la cadena. Se acordó de la alegría con que la había escogido en la joyería. Los recuerdos le llegaban como una brisa dulce, que al topar con su destrozado corazón, se convertía en un devastador huracán.