El callejón estaba oscuro y silencioso. Incluso el café de Kirsha había cerrado y sus clientes habían regresado a sus respectivas casas. Era la hora en que Zaita, el deformador de mendigos, salía a hacer su ronda. Bajó por la calle de Sanadiqiya y se dirigió a la mezquita de Hussain hasta topar con otra figura que también caminaba, en dirección opuesta, por en medio de la calzada. Su rostro era casi imperceptible debido a la oscuridad, pero Zaita lo llamó:
—¡Doctor Booshy!… ¿De dónde sale a estas horas?
El doctor jadeaba, pero se apresuró a responder:
—Te buscaba a ti.
—¿Tiene algún cliente que quiere ser deformado?
Booshy bajó la voz hasta un murmullo para decirle:
—Es un asunto mucho más importante. Acaba de morir Abdul Hamid Taliby.
Los ojos de Zaita brillaron en la oscuridad.
—¿Cuándo? ¿Ya lo han enterrado?
—Lo enterraron esta tarde.
—¿Y sabe dónde?
—La tumba está entre la puerta de Nasr y la carretera de la montaña.
Zaita lo agarró del brazo y se puso a caminar en la dirección en que iba el doctor. En un momento de duda, preguntó:
—¿No se perderá en la oscuridad?
—No, no, seguí la comitiva del entierro y me fijé bien en el camino. Además, la carretera la conocemos los dos, no es la primera vez que la recorremos a oscuras.
—¿Dónde están sus herramientas?
—Delante de la mezquita, en un sitio muy seguro.
—¿La tumba es abierta o tiene techo?
—A la entrada hay una sala con techo, pero la tumba, propiamente dicha, está en un patio abierto.
Zaita preguntó sarcásticamente:
—¿Conocía al difunto?
—Un poco. Era un comerciante de harina de Mabida.
—¿Está entera o son sólo unas piezas?
—Entera, entera.
—¿No cree que la familia se la habrá sacado de la boca antes de enterrarlo?
—No, no. Son gente del campo, muy religiosa. Jamás harían una cosa así.
Zaita comentó, moviendo tristemente la cabeza:
—¡Qué tiempos aquellos en que se enterraban los muertos con todas sus joyas!
—¡Sí, aquellos eran tiempos buenos! —dijo el doctor Booshy con un suspiro.
Caminaron en silencio hasta Jamaliya. En el camino se cruzaron con dos policías. Luego giraron para ir a la puerta de Nasr. Zaita se sacó medio cigarrillo del bolsillo. El doctor Booshy se asustó al ver encenderse la cerilla:
—¡Vaya momento de ponerse a fumar! —comentó.
Zaita no le hizo caso. Continuó caminando, diciéndose a sí mismo:
—Para lo que saca uno de la vida y de los muertos, que muy pocos valen algo.
Atravesaron Nasr y tomaron por un sendero flanqueado por tumbas a ambos lados. La atmósfera era sombría. Recorrida una tercera parte del sendero, Zaita dijo:
—La mezquita está aquí.
Booshy miró a su alrededor, se detuvo un momento a escuchar y luego se dirigió a la mezquita, procurando no hacer ruido. Inspeccionó el suelo próximo al muro de la entrada hasta dar con una piedra grande. De debajo de la piedra sacó una pequeña pala y un paquetito en el que había una vela. Volvió junto a su compañero y continuaron el camino. De pronto murmuró:
—La tumba es la quinta antes del camino del desierto.
Apretaron el paso. El doctor Booshy miraba las tumbas del lado izquierdo. El corazón le latía con violencia. Finalmente hizo un alto y murmuró:
—Es esta.
Pero en vez de pararse, el doctor Booshy empujó a su amigo hacia adelante, murmurando instrucciones en tono monótono.
—Los muros del cementerio de este lado de la carretera son altos y la carretera no es segura. Lo mejor será entrar por las tumbas que dan al desierto y encaramarse por la tapia de detrás de la tumba, por el lado del patio.
Zaita lo escuchó atentamente y caminaron en silencio hasta llegar al camino del desierto. Zaita sugirió descansar un momento en la cuneta y examinar desde allí el camino. Se sentaron juntos, inspeccionando el terreno con los ojos. La oscuridad era absoluta. No se oía nada. A sus espaldas se extendían las tumbas hasta el horizonte. A pesar de que no era la primera vez que se embarcaba en aventura de aquella índole, el doctor Booshy tenía miedo y estaba muy nervioso. Zaita, en cambio, permanecía en calma. Cuando estuvo seguro de que no había nadie en el camino, le dijo al doctor:
—Deje las herramientas. Entre por atrás y espéreme.
Booshy se levantó y se arrastró por entre las tumbas, en dirección a la tapia. Se pegó a ella avanzando con mucho tiento a la luz de las estrellas. Contó los muros hasta llegar al que hacía cinco. Se paró, miró a su alrededor como un ladrón; luego se sentó en el suelo y cruzó las piernas. No vio nada sospechoso, tampoco oyó nada. Pero estaba cada vez más nervioso. De pronto vio la silueta de Zaita aparecer a unos pocos metros de donde estaba él y se levantó cautelosamente. Zaita miró la tapia unos instantes y después susurró:
—Agáchese y yo me encaramaré encima suyo.
Booshy obedeció apoyándose con las manos en las rodillas para que Zaita pudiera subir a su espalda. Palpó la tapia hasta dar con el borde, se agarró a él y se aupó sin dificultad. Dejó caer la pala y la vela al patio y alargó la mano a Booshy para ayudarle a subir. Luego, de un salto, bajaron los dos al patio. Se pararon un instante a recobrar el aliento. Zaita recogió la pala y el paquetito. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y veían bastante bien a la luz de las estrellas. No les resultó difícil orientarse en el interior del patio. Cerca de ellos había dos tumbas juntas y al otro lado había la puerta que daba a la carretera por la que habían caminado. A cada lado de la puerta había una sala funeraria. Zaita preguntó:
—¿Cuál de las dos?
—A la derecha… —murmuró Booshy tan sigilosamente que apenas se le oyó.
Zaita se dirigió al sepulcro sin vacilar, seguido de Booshy que se había puesto a temblar. Zaita se agachó y palpó la tierra que todavía estaba húmeda y fría. Clavó la pala y comenzó a excavar, amontonando la tierra entre los pies. No era la primera vez que lo hacía y trabajó sin parar hasta dar con las piedras planas que constituían el techo de la entrada de la bóveda sepulcral. Se levantó el borde de la túnica, se hizo un nudo y se la sujetó a la cintura. Luego palpó el borde de la primera piedra y la levantó con fuerza hasta ponerla vertical. Con la ayuda de Booshy la alzó del suelo y la dejó a un lado. Repitió la operación con la segunda piedra. El agujero que quedó era suficiente para que pudieran pasar los dos. Zaita se adelantó a bajar la escalera murmurando al doctor:
—Sígame.
Temblando de terror, el doctor Booshy obedeció. Normalmente Booshy se quedaba sentado a media escalera, encendía la vela y cerraba los ojos. Después escondía la cara entre las rodillas y en esta postura esperaba a que el otro terminara el trabajo. Odiaba bajar a las tumbas y le rogaba a Zaita que le ahorrara el mal trago. Pero su compañero se negaba a tratarlo con contemplaciones e insistía en que cooperara en todo. Aparentemente, disfrutaba haciéndolo sufrir.
La vela estaba encendida e iluminaba el interior del recinto. Zaita inspeccionó fríamente los cadáveres amortajados, alineados uno al lado del otro, a lo largo y a lo ancho de la sala abovedada, en riguroso orden cronológico. El impresionante silencio del lugar era una elocuente prueba de la nada eterna, que en Zaita, sin embargo, no produjo eco alguno. Sus ojos no tardaron en fijarse en la mortaja obviamente más nueva que había cerca de la entrada. Se sentó a su lado, con las piernas cruzadas. Alargó las manos, descubrió la cabeza del muerto y le abrió los labios. Le arrancó la dentadura y se la metió en el bolsillo. Volvió a cubrirle la cabeza como antes y se apartó del cadáver hacia el agujero por el que había bajado.
El doctor Booshy continuaba sentado con la cabeza metida entre las rodillas. La vela continuaba ardiendo en el último peldaño. Zaita lo miró con expresión burlona y murmuró con desprecio:
—¡Despierte!
Booshy levantó la cabeza, apagó la vela de un soplo, la cogió y se precipitó escalera arriba, como huyendo de algo. Zaita subió tras él, pero antes de llegar al borde del agujero, oyó un grito horrible.
—¡Por el amor de Dios! —oyó rugir al doctor.
Se detuvo, petrificado, después volvió a bajar, sin saber qué hacía, presa de espanto. Reculó hasta topar con un cadáver. Avanzó un paso y se inmovilizó, sin saber por dónde salir. Se le ocurrió tumbarse entre los cadáveres, pero antes de poner en práctica la idea, una intensa luz lo iluminó, obligándole a cerrar los ojos. Entonces oyó una voz fuerte que gritaba, con acento del Alto Egipto:
—¡Sube o disparo!
Desesperado, subió la escalera. Se había olvidado totalmente de que en el bolsillo llevaba una dentadura de oro.
La noticia de que el doctor Booshy y Zaita habían sido detenidos en la tumba de Taliby llegó a la tarde siguiente al callejón. La historia y sus detalles corrió de boca en boca, y todos los vecinos la escucharon con una mezcla de estupefacción e inquietud. Cuando se enteró, a la señora Saniya Afify le dio un ataque de histeria. Rompió a sollozar y se arrancó la dentadura de oro para tirarla lejos de sí, abofeteándose las dos mejillas. Después se desplomó al suelo desmayada. Su nuevo marido estaba en el baño y, al oír los gritos, quedó sobrecogido de pánico. Se puso un albornoz sobre el cuerpo mojado y salió precipitadamente a ver qué había sucedido.