26

Hamida abrió los ojos, enrojecidos todavía de sueño, y vio el techo blanco y reluciente del que colgaba una potente bombilla eléctrica, metida dentro de un globo de cristal rojo. Lo miró con sorpresa durante unos segundos, luego se acordó de lo sucedido la noche anterior y de la nueva vida en que se había embarcado. Miró en dirección a la puerta, que estaba cerrada, luego hacia la mesita de noche en la que había dejado la llave. Todavía estaba allí. Hamida había conseguido salirse con la suya y dormir sola. Él había pasado la noche en la habitación contigua. La chica sonrió y retiró las suaves coberturas de terciopelo y seda, tan diferentes de la basta tela de su vestido. ¡Qué profundo era el abismo entre su vida anterior y la actual!

Las ventanas todavía estaban cerradas, y por sus rendijas entraba el sol, esparciendo una luz difusa por toda la habitación. Por la luz, Hamida supo que la mañana estaba ya avanzada, cosa que no la sorprendió, porque había tardado mucho en conciliar el sueño. Oyó un golpe suave en la puerta que la paralizó. Luego saltó de la cama y se puso delante del espejo del tocador.

Volvieron a llamar a la puerta, esta vez con mayor fuerza. Hamida gritó:

—¿Quién es?

—Buenos días —respondió la profunda voz del hombre—. ¿Por qué no abres?

Hamida se miró de nuevo en el espejo. Tenía el pelo en el más completo desorden, los ojos enrojecidos y los párpados pesados. ¡Dios mío! ¿Y dónde estaba el agua para lavarse la cara? ¿No podía esperar a que se arreglara un poco? Los golpes en la puerta habían cobrado un tono imperioso, pero ella decidió no hacer caso. Se acordó de la vergüenza que había pasado aquella tarde en la calle de Darasa, cuando se encontró con él sin ella haberse acicalado. Vio frascos de perfume sobre el tocador, pero como era la primera vez que veía perfume en su vida, no le sirvieron de nada. Cogió un peine de marfil y se lo pasó por el cabello, después, con una punta del vestido, se frotó la cara. Volvió a mirarse en el espejo y suspiró ansiosamente, con irritación. Por fin cogió la llave y fue a abrir. Se encontró cara a cara con él, que le sonrió amablemente.

—¡Buenos días, Titi! ¿Por qué me has dejado solo tanto rato? ¡No querrás pasar también el día alejada de mí! —le dijo con dulzura.

La muchacha se apartó de él en silencio. Él la siguió sonriendo.

—¿Por qué no dices nada, Titi?

«Titi». Debía de ser un apodo cariñoso. Su madre a veces la había llamado «Hamidmud», pero aquello de «Titi» sonaba distinto.

—¡Titi! —exclamó lanzándole una mirada disgustada.

Entonces él le tomó las dos manos y se las besó, diciendo:

—Es tu nuevo nombre. No lo olvides, y olvídate, en cambio, del de Hamida. Hamida ya no existe. El nombre, querida, es una cosa importante, que hay que escoger con mucho cuidado. El nombre lo es todo. El mundo entero está hecho de nombres.

Fue así cómo la muchacha supo que debía desechar su antiguo nombre de modo parecido a como había hecho con el velo. No le pareció mal, al fin y al cabo era natural que en la calle de Sharif Pacha se llamara de un modo distinto que en el callejón de Midaq. De sobra sentía ya, no sin cierta inquietud, que el vínculo con el pasado estaba definitivamente cortado: no había, por lo tanto, motivo para continuar conservando el nombre. La pena era que no pudiera también cambiar las manos y ponerse unas tan bellas y delicadas como las de él, ni cambiar su voz ruda por la suave y meliflua del galán. De todos modos, el nuevo nombre le pareció un poco raro.

—Me suena raro —dijo—. No significa nada.

Él se rio.

—Es bonito y el hecho de que no signifique nada, lo hace todavía más gracioso. Un nombre sin significado tiene la ventaja de que puede llenarse del sentido que uno quiera, es uno de esos nombres originales que gustan a los ingleses y a los norteamericanos, que además les será fácil pronunciarlo.

Una mirada de perplejidad y sorpresa asomó en los ojos de la muchacha, sobrecogida, bruscamente, por unas ganas locas de echársele encima. Pero él prosiguió con una tierna sonrisa:

—Titi, ten un poco de paciencia, con el tiempo ya te irás enterando. ¿No comprendes que en un próximo futuro vas a ser una de las damas más bellas y admiradas? Es la clase de milagros que se operan en esta casa. ¿Te creías que llovía oro y diamantes del cielo? No, del cielo sólo caen bombas. Ahora prepárate para recibir a la costurera. Soy un director de escuela, querida, no un chulo como me llamaste la otra tarde. Ponte esta túnica y estas zapatillas.

Después fue a la mesita del tocador de la que volvió con un frasco de reluciente cristal, con un anillo metálico en el borde, del que salía una perilla de goma roja. Le apuntó la perilla a la chica y la apretó, rociándola de perfume. Ella, de momento, se estremeció, pero luego inhaló gustosamente el olor, que la relajó y la ayudó a sentirse mejor. Él le envolvió el cuerpo suavemente con la túnica y le dio las zapatillas para que se las calzara. Después la condujo al vestíbulo, a la primera puerta que había a mano derecha. Antes de entrar, le susurró:

—Procura no estar tímida ni ponerte nerviosa. Estoy seguro de que eres una chica valiente, capaz de afrontarlo todo.

La advertencia pareció despertar a la muchacha, que le lanzó una mirada hostil y enderezó la cabeza con arrogancia.

—Te voy a mostrar la primera clase de la escuela, la de danza árabe —le dijo él sonriendo.

Abrió la puerta y entraron en una sala no muy grande, de suelo de madera encerada. Estaba casi vacía de muebles, fuera de unas sillas adosadas a la pared y de un perchero en un rincón. Había dos chicas sentadas y en el centro, de pie, un joven vestido con una elegante galabieh de seda blanca muy fina, ceñida a la cintura por una faja roja. Las cabezas se volvieron hacia los recién llegados, que acogieron con una sonrisa. Faraj Ibrahim dijo entonces con voz autoritaria:

—Buenos días. Os presento a mi amiga, Titi.

Las chicas inclinaron la cabeza y el joven dijo con voz afeminada:

—Bienvenida.

Titi le devolvió el saludo ligeramente turbada. El joven le pareció un poco raro. Examinado atentamente, resultaba menos joven de lo que aparentaba a primera vista a causa de su mirada tímida y totalmente desprovista de arrogancia. Iba muy maquillado y tenía los rizos del pelo bañados en gomina. Ibrahim Faraj se lo presentó:

—Es Susu, el profesor de danza.

Susu quiso presentarse a su manera. Hizo una señal a las dos chicas que se pusieron a batir palmas rítmicamente. Entonces el profesor de danza arrancó a bailar con asombrosa presteza y muchísima gracia. Movía todas las partes del cuerpo, desde las cejas hasta los pies. Miraba lánguidamente delante de él, sonriendo con tristeza y enseñando su dentadura de oro. Puso punto final a la danza con un abrupto temblor. Enderezó la espalda y las chicas aplaudieron. Susu se volvió hacia Faraj Ibrahim:

—¿Una alumna nueva? —preguntó.

—Creo que sí —respondió Faraj mirando a Titi.

—¿Ha bailado ya alguna vez?

—No.

Susu sonrió con expresión satisfecha y dijo:

—Mejor así. Si no sabe nada de danza, yo podré moldearla a mi manera. Es muy difícil formar a personas que han aprendido a bailar sin seguir las normas.

Miró a Titi, hizo oscilar el cuello de derecha a izquierda y con voz petulante le espetó:

—¿Qué te crees tú, chica? ¿Que la danza es un juego? Perdona que te diga, querida, que no lo es. La danza es un arte muy serio, es el arte supremo. El que domina el arte de la danza saborea el placer divino. Fíjate bien…

Y se puso a hacer vibrar la cintura a un ritmo asombrosamente rápido. Luego se paró, miró satisfecho a Hamida y por fin le preguntó:

—¿Por qué no te quitas la túnica para que te vea el cuerpo?

A lo que Faraj dijo precipitadamente:

—No, ahora no.

Susu hizo una mueca de disgusto y preguntó de nuevo:

—¿Es que te doy miedo, Titi? ¡Si soy tu hermana! ¡Tu hermana Susu! ¿No te ha gustado mi danza, hermosa?

Hamida hizo un esfuerzo por superar el malestar que le inspiraba el hombre. Procurando mostrarse calmada y digna, respondió:

—Tu danza es muy bella, Susu.

Susu se puso muy contento y batió un par de veces las palmas.

—¡Qué simpática eres! —le dijo—. Lo más bello de la vida es una palabra amable. Lo demás cuenta muy poco. ¿Qué es la vida del hombre? ¡Uno se compra un frasco de brillantina sin saber si va a ser para él o para sus herederos!

Faraj y Hamida salieron de nuevo al vestíbulo. Al conducirla hacia la pieza vecina, Faraj sintió que la muchacha le miraba a hurtadillas y optó por fingir no darse cuenta. Antes de abrir la siguiente puerta, murmuró:

—La clase de baile occidental.

La chica le siguió en silencio. Era consciente de que ya no podía echarse atrás, que el presente había borrado el pasado y que no tenía más remedio que abandonarse al destino.

En cuanto a proporciones y decoración, la sala era muy similar a la anterior. Pero en esta había más ruido y animación. De un tocadiscos salía una música estridente que desagradó extremadamente a los oídos de Hamida. La sala estaba llena de chicas que bailaban aparejadas, mientras un joven, muy bien vestido, las observaba, apoyado contra la pared, y hacía comentarios. Los dos hombres se saludaron y las chicas miraron con ojo crítico a Hamida. Ella se detuvo a observar la sala y a las parejas de mujeres bailando, deslumbrada por sus vestidos y maquillaje. Se sintió embargada por una ola de humildad. Miró a Ibrahim Faraj y lo vio tranquilo, con una mirada de superioridad y fuerza. Su rostro se ensanchó al preguntarle:

—¿Te gusta?

—Mucho.

—¿Qué tipo de danza prefieres?

Ella sonrió sin contestar. Permanecieron un rato observando y luego salieron para dirigirse a la tercera puerta. Apenas abierta, Hamida quedó atónita ante el espectáculo que se ofreció a sus ojos. En medio de la sala había una mujer totalmente desnuda. A Hamida le costó creer lo que veía. La mujer desnuda los miró a los dos tranquilamente, con la boca entreabierta como si los saludara, o mejor dicho, le saludara a él. De pronto la muchacha oyó unas voces y se dio cuenta de que en la sala había más personas. A la izquierda de la puerta había unas sillas puestas en fila, la mitad de las cuales estaba ocupada por unas hermosas muchachas, desnudas o a medio vestir. Al lado de la mujer del centro había un joven con un puntero, que apoyaba sobre la punta del zapato. Ibrahim Faraj se fijó en la turbación de Hamida y le explicó:

—En este departamento se aprenden unos rudimentos de inglés.

La mirada de absoluto asombro de la muchacha le obligó a hacer un gesto con la mano, indicándole que tuviera paciencia. Luego se dirigió al hombre del puntero y le dijo:

—Continúa con la lección, profesor.

El hombre anunció con voz complaciente:

—Es una lección de pronunciación.

Con el puntero rozó el pelo de la mujer desnuda, y esta, con un extraño acento, dijo: Hair. El puntero le rozó la frente y la mujer dijo: Forehead. Luego el puntero pasó a las cejas, ojos, bocas, izquierda, derecha, arriba, abajo. A cada una de las silenciosas preguntas, la mujer soltaba una rara palabra que Hamida no había nunca oído en su vida. La muchacha se preguntó cómo podía permanecer tranquilamente desnuda delante de toda aquella gente y cómo podía Ibrahim Faraj mirarla con tanta indiferencia. Sintió que le ardían las mejillas. Faraj meneaba la cabeza con aprobación y murmuraba: «Bravo, bravo» a cada una de las respuestas. De pronto le dijo al maestro:

—Ahora con diálogo cariñoso.

El profesor se dirigió en inglés a la mujer que le contestó frase por frase en la misma lengua hasta que Ibrahim Faraj les interrumpió:

—Muy bien. Muy bien. ¿Y las otras qué tal?

—Van mejorando —respondió el profesor—. Ya les he dicho que una lengua no se aprende de memoria, que hay que recurrir a la experiencia. En los hoteles y los bares es donde se aprende mejor. Yo sólo puedo ayudarlas a esclarecerles dudas y a darles datos sobre lo que hayan pescado.

—Tienes toda la razón —dijo Faraj.

Se despidió de las chicas y del profesor con una inclinación de la cabeza y, tomando a Hamida del brazo, la condujo por el largo pasillo que llevaba a sus dos habitaciones. La chica sentía ganas de gritar, para airear su confusión. Él se mantuvo sin decir nada y una vez de vuelta a la habitación, le dijo con voz suave:

—Bueno, espero que te haya gustado. ¿Te parece difícil aprender todo esto? Ya has visto a las alumnas y habrás notado que todas son menos inteligentes y guapas que tú.

Ella se mantuvo en silencio, mirándolo desafiadoramente:

—¿Me obligarás a hacer lo mismo que a ellas? —le preguntó al fin.

Él sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro.

—Nadie te puede obligar a nada —le dijo con dulzura—. La que decide eres tú. Mi deber es presentarte los hechos para que puedas escoger. Doy gracias a Dios por la suerte que he tenido en encontrar una compañera tan inteligente y dotada de tanta fuerza y belleza. Hoy he intentado inspirar tu coraje. Mañana quizá serás tú la que me inspirará a mí. Puedo leer en tu corazón como en un libro abierto. Te puedo asegurar que te avendrás a aprender inglés y baile y que lo aprenderás en poco tiempo. No te he engañado nunca. No te he querido mentir porque te respeto y te quiero sinceramente. Desde el primer momento que te vi, comprendí que contigo no valían las mentiras. Haz lo que desees, querida. Inténtalo, si quieres, afróntalo con valentía o déjalo correr. Yo no tengo poder sobre ti.

El discurso surtió efecto. Hamida se sintió más tranquila y despreocupada. Él se acercó a ella y le tomó las manos, apretándolas con fuerza.

—Eres lo más maravilloso que me ha ocurrido en la vida… Eres una mujer fascinante…, muy hermosa…

La miró fijamente a los ojos y le levantó las manos, que seguía apretando entre las suyas, hasta llevarlas a la boca. Comenzó a besarle las puntas de los dedos, una por una. Al contacto de sus labios, Hamida se sintió traspasada por una corriente de electricidad. Dio un suspiro lleno de pasión. Él la rodeó con el brazo y la atrajo lentamente hacia su pecho, hasta que los senos de la chica se aplastaron contra él. Le acarició suavemente la espalda, mientras ella permanecía con el rostro hundido en su pecho.

—La boca —le susurró él.

La muchacha levantó la cabeza con los labios entreabiertos. Él apretó sus labios contra los de la chica y ella bajó los párpados como vencidos por el sueño. Él la levantó como a un niño y la llevó a la cama, con los pies colgando. Las zapatillas resbalaron y cayeron al suelo. La dejó suavemente sobre la cama y se inclinó sobre ella, con las palmas de las manos apoyadas en el colchón, para mirarla atentamente. Hamida abrió los ojos y al topar con los de él, este sonrió tiernamente. Ella se quedó mirándolo, sin pestañear, con dulzura. Él, sin embargo, no había perdido el control de lo que hacía; su cerebro trabajaba siempre con mayor rapidez que sus emociones. No estaba dispuesto a desbaratar el plan que se había trazado de antemano. Se puso de pie y, tratando de no sonreír, le dijo:

—No hay prisa. A los oficiales norteamericanos no les importará pagar hasta cincuenta libras por una virgen.

Ella lo miró con asombro, sin la expresión lánguida de hacía unos instantes. Parecía estupefacta y resuelta a tomar cartas en el asunto. Se incorporó, saltó al suelo y se abalanzó encima de él con un movimiento felino. Le abofeteó la cara furiosamente. El bofetón resonó en la habitación. Él permaneció inmóvil durante unos segundos y luego, la parte izquierda del rostro se le ensanchó con una sonrisa de sarcasmo. Con la rapidez del rayo dio un bofetón a la mejilla derecha de la muchacha. Luego, con igual fuerza, la abofeteó en la mejilla izquierda. El rostro de la muchacha palideció, le temblaron los labios, le tembló todo el cuerpo, descontroladamente. Se abalanzó contra su pecho clavándole las uñas en el cuello. Él no hizo nada para defenderse. La abrazó con fuerza, hasta casi hacerle crujir los huesos. Los dedos de la muchacha se aflojaron, resbalaron cuello abajo, hacia los hombros de él. Se agarró a ellos con fuerza, levantando la cara con la boca abierta y temblando de pasión.