Hussain Kirsha se dijo para sus adentros, mientras se dirigía al callejón de Midaq: «A esta hora están todos de tertulia en el café. Me van a ver y se lo dirán a mi padre, si es que no me ve él primero». Era ya de noche, las tiendas del callejón estaban cerradas y reinaba el silencio. La única animación era la del café. El joven caminaba pesadamente, con el corazón encogido y el rostro sombrío. Le seguían otro joven de su edad y una chica. Hussain vestía camisa y pantalón y llevaba una maleta grande en la mano. El joven que le seguía vestía lo mismo que él y también llevaba una maleta. La chica, en cambio, iba muy elegante, sin velo ni abrigo. Su caminar también revelaba distinción, pero sus orígenes plebeyos eran traicionados por una cierta vulgaridad.
Hussain fue directamente a la casa que era propiedad de Radwan Hussainy y entró en ella, seguido de sus dos compañeros, sin mirar hacia el café. Subieron hasta el tercer rellano y Hussain llamó a la puerta del piso de sus padres con el ceño fruncido. Su madre salió a abrir.
—¿Quién es? —sonó su ronca voz en la oscuridad.
—Soy yo, Hussain —respondió el joven en voz baja.
—¡Hussain! ¡Hijo mío! —gritó la señora Kirsha incrédulamente. Se acercó a él, lo agarró por los brazos y lo besó diciendo—: ¡Has vuelto, hijo! Alabado sea el Señor… alabado sea Dios que te ha hecho recobrar el juicio. Entra, es tu casa —añadió con una risa histérica—. Entra, bribón… las noches sin dormir que me has hecho pasar…
Hussain entró con aire sumiso, frunciendo todavía el ceño. El entusiasta recibimiento de su madre no parecía haberlo alegrado lo más mínimo. Al ir ella a cerrar la puerta a sus espaldas, Hussain la detuvo para dejar pasar a la pareja que venía detrás.
—No he venido solo. Pasad, Sayyida y Abdu. Te presento a mi esposa, madre, y a su hermano.
La mujer quedó atónita y a las claras se vio que no muy contenta. Miró boquiabierta a los dos desconocidos hasta lograr superar sus sentimientos y alargar la mano a la joven. Sin darse cuenta de lo que decía, exclamó:
—¡Conque te has casado, Hussain! Bienvenida sea la novia. ¡Pero no nos lo habías dicho! ¿Cómo has podido casarte sin invitar a tus padres a la boda?
—¡Las artimañas de Satán! —exclamó Hussain—. Estaba enfadado, en rebeldía contra todo… Es el destino.
La madre descolgó una lámpara de la pared y los condujo a la salita de recibimiento. Puso la lámpara en el alféizar de la ventana cerrada y miró la cara de la esposa de su hijo.
La joven dijo melancólicamente:
—Nos dio mucha pena que no pudieran asistir a la boda, de verdad. Pero no pudimos hacer nada para evitarlo.
Su hermano la secundó. La señora Kirsha sonrió, no del todo recuperada de la gran sorpresa.
—Bienvenidos los tres —murmuró.
Entonces miró a su hijo, contrariada al ver su expresión sombría. Cayó en la cuenta de que todavía no le había dirigido una sola palabra cariñosa y observó en tono de reproche:
—De modo que finalmente te has acordado de nosotros.
Hussain sacudió la cabeza y contestó de mal humor:
—Me han despedido.
—¿Despedido? ¿Te has quedado sin trabajo?
Antes de poder responder, unos golpes en la puerta atronaron el piso. Hussain intercambió una mirada con su madre que salió de la estancia, seguida por su hijo, el cual tuvo buen cuidado de cerrar la puerta a sus espaldas. En el vestíbulo, Hussain dijo:
—Es mi padre, seguramente.
—Seguramente —contestó preocupada la mujer—. ¿Te ha visto llegar? ¿Os vio a los tres cuando llegasteis?
El hijo abrió la puerta sin contestar y Kirsha entró cargando como un toro furioso. En cuanto vio a su hijo, lanzó chispas por los ojos y su rostro se desfiguró de rabia.
—¡De modo que eras tú! Me lo han dicho y no me lo podía creer. ¿Por qué has vuelto?
Hussain contestó en voz baja:
—Tenemos invitados. Cálmate, por favor. Pasemos a tu cuarto a hablar tranquilamente.
El joven entró en el dormitorio de su padre y Kirsha le siguió rabiando. La señora Kirsha también entró y encendió la lámpara a la vez que le decía a su esposo, en tono de advertencia y con ganas de arreglar las cosas:
—Escucha. La esposa y el cuñado de tu hijo están en la salita.
Las cejas del viejo se levantaron en un gesto de sorpresa:
—¿Qué dices? —rugió—. ¿Se ha casado?
Hussain, irritado al ver la precipitación de su madre, prefirió tomar la delantera y contestar personalmente:
—Sí, padre, me he casado.
Kirsha permaneció un momento en silencio, lanzando chispas por los ojos. Ni por un momento se le ocurrió regañar a su hijo, puesto que esto hubiera implicado un cierto afecto. Decidió no hacer caso de la noticia.
—No me importa lo más mínimo —dijo con tono de desprecio—. Pero permíteme una pregunta: ¿por qué has vuelto? ¿Por qué vuelves a enseñarnos la cara de cuya vista Dios, en su infinita merced, nos había librado?
Hussain prefirió callar y bajar la cabeza. La madre se arriesgó a decir en tono de súplica:
—Lo han despedido…
El joven volvió a contrariarse ante la precipitación de su madre. La furia de Kirsha aumentó al oír la noticia y con voz grosera gritó:
—¿Te han despedido? ¿Y qué? Mi casa no es un asilo. ¿No habías renegado de nosotros, hijo de perra? ¿A qué vienes ahora? Desaparece de mi vista. Vuelve a la buena vida, al agua corriente, a la electricidad.
—Cálmate —le dijo su mujer dulcemente—. Reza al Profeta…
—¿Te atreves a salir en su defensa, hija del demonio? —rugió el viejo alzando amenazadoramente el puño—. ¡Raza de demonios! ¡Al infierno debierais ir inmediatamente! ¿Qué quieres ahora, madre del mal? ¿Que acoja a tu hijo en su familia? ¿No te dijeron que yo era un gorrón que me dedicaba a sacar el dinero de donde fuera? ¡Ni hablar! Entérate de una vez que la policía ronda la casa. Ayer detuvo a cuatro de mis colegas. ¡Tienes un futuro muy negro, desgraciada!
La mujer decidió armarse de paciencia y decir con una dulzura poco habitual en ella:
—Reza al Profeta y proclama tu fe en la Unidad Divina.
—¿Y que me olvide de lo que nos ha hecho? —gritó Kirsha.
—Nuestro hijo es muy testarudo e irresponsable —contestó ella tratando de calmarlo—. El diablo se apoderó de él y nos lo descarrió. Pero ahora tú eres la única persona que puede ayudarlo.
—¡Desde luego! —gritó el viejo—. Soy la única persona que puede ayudarlo. Yo, al que insulta cuando las cosas le van bien y al que vuelve con el rabo entre piernas cuando le van mal. —Y dirigiéndose a Hussain, preguntó—: ¿Por qué te han despedido?
Su mujer respiró aliviada, comprendiendo instintivamente que la pregunta significaba la reconciliación.
—Nos han despedido a muchos —respondió en voz baja Hussain con aire derrotado—. Dicen que la guerra está a punto de terminar.
—La guerra acabará en el campo de batalla para comenzar en mi hogar. ¿Por qué no has ido a casa de los padres de tu mujer?
—Sólo tiene a su hermano —respondió Hussain con la mirada baja.
—¿Por qué no te ayuda él?
—También lo han despedido.
Kirsha se echó a reír sarcásticamente:
—¡Bienvenidos! Claro, el único refugio que has podido encontrar para tu familia arruinada es mi piso de dos habitaciones. ¡Estupendo, hombre! ¡Estupendo! ¿No has ahorrado dinero?
Hussain suspiró y respondió con voz apesadumbrada:
—No.
—¡Bien hecho! Has vivido como un rey, con electricidad, agua corriente, diversiones de todo tipo y regresas convertido en un mendigo, como cuando te marchaste.
—Nos dijeron que la guerra no terminaría nunca —replicó algo indignado Hussain—. Que Hitler resistiría años y años y que acabaría por tomar la ofensiva.
—Pero en vez de tomar la ofensiva, se ha esfumado, dejándote a ti con un palmo de narices y el bolsillo vacío. ¿Y aquel señor es el hermano de la dama?
—Pues sí.
—Estupendo… Un gran honor para tu padre. Prepara la casa para recibirlos, Umm Hussain, y procura disimular nuestra pobreza. Ya me las arreglaré para instalar pronto electricidad y agua corriente para sus señorías. Quién sabe, quizá compraré el coche del señor Alwan…
Hussain resopló ruidosamente y dijo:
—Basta, padre, basta.
Kirsha le lanzó una mirada apologética y dijo:
—No te enfades. ¿Te has enfadado? Era sólo una broma. Sed bienvenidos. Apiádate de esta buena gente, Kirsha, de su mala suerte… Pero quitaos los abrigos. Y tú, Umm Hussain, ve a abrir el cofre que guardamos en el excusado y dales dinero para que se pongan contentos los señores.
Hussain se controló la indignación en silencio esperando a que pasara la tormenta. Su madre se dijo para sus adentros: «Protégenos, Señor». Estaba claro que Kirsha, a pesar de su cólera, no pensaba en cerrarle la puerta a Hussain. En el fondo estaba encantado de su regreso y de su matrimonio. Finalmente se calmó y llegó a murmurar:
—El asunto está en manos de Dios. Que Él nos conceda la paz a todos. —Y dirigiéndose a su hijo, inquirió—: ¿Qué planes tienes para el futuro?
Hussain, comprendiendo que había pasado la prueba, dijo:
—Encontrar trabajo, espero, y disponer de las joyas de mi mujer.
Su madre levantó la cabeza al oír la palabra «joyas» y sin darse cuenta de lo que decía, preguntó:
—¿Se las has comprado tú?
—Algunas sí, otras se las compró su hermano —respondió Hussain. Y dirigiéndose a su padre, añadió—: Encontraré trabajo y Abdou, mi cuñado, también. No se quedará en casa mucho tiempo.
Reinaba la calma después de la tormenta y la madre lo aprovechó para decir a su marido:
—Ven a saludar a la familia de tu hijo.
Y a espaldas de Kirsha, le guiñó un ojo a Hussain.
Entonces él le dijo al padre, sin mucho entusiasmo, tal como convenía a su natural poco dado a las efusiones:
—¿Me harás el honor de dejar que te presente a mi familia?
—¿Cómo puedo reconocer un matrimonio al que no he dado mi bendición? —preguntó el viejo después de un instante de titubeo.
Pero sin esperar la respuesta, se levantó refunfuñando. Su mujer abrió la puerta y lo precedió a la sala donde esperaban los dos. Se hicieron las presentaciones debidas y Kirsha dio la bienvenida a la mujer y al cuñado de su hijo. Los rostros de los dos hermanos se iluminaron al ser bien recibidos. El pequeño grupo se dedicó a intercambiar cumplidos, disimulando sus verdaderos sentimientos.
Kirsha no acababa de tenerlas todas consigo. De reojo se dedicó a examinar al hermano de su nuera. De pronto se sintió animado por un vivo interés hacia el joven, al que encontró inteligente, apuesto y joven. Decidió darle conversación, sentándose a su lado, lo más cerca de él posible. Llegó a sentirse realmente feliz, con una nueva sensación de profundo placer en su interior. Se abrió sinceramente a su nueva familia, a la que de nuevo dio la bienvenida, esta vez espontáneamente. Dirigiéndose a su hijo le preguntó:
—¿No has traído equipaje, Hussain?
—He dejado unos muebles almacenados en casa de unos vecinos —respondió su hijo.
—Ve en seguida a recogerlos —le ordenó imperiosamente su padre.
Unas horas después, cuando Hussain estaba charlando con su madre, esta se detuvo bruscamente para decirle:
—¿No sabes lo que ha pasado? ¡Hamida ha desaparecido!
—¿Qué quieres decir? —preguntó su hijo con expresión asombrada.
—Salió a dar su paseo habitual, una tarde —comenzó a contar Umm Hussain sin disimular el desprecio que le merecía la muchacha— y no volvió. La madre ha ido a todas las casas de los vecinos, y a las de sus amigas, pero no la ha encontrado. Ha ido a la policía y al hospital, pero nada, no se sabe nada de la chica.
—¿Qué crees que le habrá pasado?
La madre sacudió la cabeza y dijo con voz convencida:
—¡Qué se ha fugado de casa! Algún hombre la habrá seducido y se la ha llevado. Era guapa, pero no era buena.