Su madre le preguntó:
—¿Por qué has tardado?
—Zaynab me ha invitado a su casa —respondió ella.
Entonces Umm Hamida le anunció que habían sido invitadas a la boda de la señora Afify y que esta se había ofrecido a comprarle un vestido a la muchacha. Hamida fingió alegrarse de la noticia y se sentó, dispuesta a pasar una hora chismorreando con su madre. Después cenaron y se metieron en la habitación donde dormían. Hamida lo hacía sobre un viejo sofá y su madre en un colchón colocado directamente en el suelo.
Umm Hamida roncó a los pocos minutos, mientras la muchacha miraba la luz que se filtraba por los postigos cerrados de la ventana. Repasó mentalmente los acontecimientos del día, con minuciosidad, procurando no saltarse ningún gesto ni palabra. Experimentó una gran alegría, una alegría provocada por el orgullo y la locura que le corría por la sangre. No olvidó, sin embargo, que había entrado en el callejón jurándose no volver a ver a aquel hombre, al que juzgó nefasto. Tuvo que reconocer que el propósito apenas había hecho mella en su corazón. Lo cierto era que durante aquel día había aprendido más cosas sobre sí misma que durante toda su vida. Pareció que aquel hombre se le hubiera interpuesto en el camino para revelarle, precisamente, su auténtico ser interior. ¿Por qué le había dicho que no? ¿Hasta qué punto importaba aquel no? ¿Significaba ello que tenía que volver a encerrarse en casa para esperar el regreso de Abbas? ¡De ninguna manera! Abbas había sido definitivamente desterrado de su corazón. Abbas significaba lo que ella no quería: un matrimonio miserable, una vida llena de críos que tendría que amamantar en una calle infestada de moscas. En ella no existía asomo del instinto maternal que poseían las otras chicas de su edad. Las vecinas no erraban cuando la acusaban de dureza de corazón y de no querer a los niños. ¿Qué quería en realidad? Lo sabía de sobra. Lo que hasta entonces había sido un sueño entre luces, se manifestaba ahora con toda claridad.
Lo extraño era que, en su insomnio, no viera dificultad en seguir el camino que acababa de escoger. Que no viera contradicción entre su vida pasada y la vida futura en que había decidido embarcarse. Entre el bien y el mal. El hecho era que lo había decidido sin darse cuenta. Lo había decidido en el momento en que se encontró entre los brazos de aquel hombre, en su casa. La prueba era que, a pesar de sus manifestaciones de indignación, ni por un instante había soñado en odiarlo, ni le había inspirado repugnancia de ninguna clase. Lo único que la había irritado era su exceso de confianza, como cuando, al despedirse, le había dicho: «Hasta mañana».
No obstante, la noche no pasó sin que le asaltaran algunas dudas. Se preguntó qué iban a decir los vecinos cuando se enteraran. La respuesta estaba en una sola palabra: «puta». La boca se le secó al pensarlo y se acordó con horror de la vez que había gritado a sus amigas trabajadoras: «Putas callejeras», acusándolas de vivir como los hombres y de recorrer libremente las calles. A pesar de la tristeza que le invadió durante unos instantes, no pensó en la posibilidad de echarse atrás. Había tomado la decisión en lo más profundo de su alma y se dejaba deslizar hacia el inexorable destino sin más freno que los pequeños guijarros incapaces de detener al que se precipita por la pendiente.
De pronto, pensó en su madre. La miró y el ruido de sus ronquidos, que hasta entonces le habían pasado desapercibidos, le atronó el oído. Se la imaginó al día siguiente, esperándola en vano, se imaginó su desesperación y se acordó de cómo la había amado, como una auténtica madre, y de cómo ella también la había querido, a pesar de las frecuentes disputas. Al notar cómo los sentimientos amenazaban con hacerla flaquear, suspiró con fuerza y se dijo: «No tengo padre ni madre, sólo lo tengo a él en el mundo».
Con estas palabras se volvió de espaldas al pasado. No pensó más que en el día de mañana y en lo que iba a ocurrir. El insomnio comenzó a fatigarla, los ojos empezaron a escocerle y deseó conciliar el sueño. Con un esfuerzo de voluntad desechó los pensamientos que la importunaban, cosa que logró durante un rato, hasta que comenzaron a molestarla los ruidos del café de abajo. Oyó como la voz de Kirsha decía: «Sanker cambia el agua de los narguiles». Y la del estúpido Kamil que decía: «¡Oh, Dios! Dale su merecido». «¿Y qué? Todo ocurre por alguna razón». Estas últimas palabras salían de la boca del doctor Booshy. Entonces se imaginó a su amante sentado en su sitio habitual, entre Kirsha y el jeque Darwish, mandándole silenciosos besos a la ventana. Luego volvió a ver el impresionante inmueble y la pieza en que habían estado los dos, y no tardó en oír su voz que le susurraba: «Hasta mañana».
«Hermanos, la paz sea con vosotros». Era la voz de Radwan Hussainy, el que no había aprobado su matrimonio con Salim Alwan, antes de que cayera enfermo. ¿Qué dirá de ella mañana cuando se entere de su fuga? Que diga lo que quiera, malditos sean todos los vecinos del callejón. El insomnio se le convirtió en una lucha enfermiza o que la hizo dar vueltas y más vueltas, sin que el cuerpo encontrara una posición satisfactoria. La noche transcurrió lentamente, agotadoramente, sobre todo teniendo en cuenta el día que le esperaba.
Un poco antes del amanecer se sumió en un sueño pesado del que no se despertó hasta entrada la mañana. Al recobrar la lucidez, volvieron a asaltarla los pensamientos del insomnio como si se hubieran despertado antes que ella. La muchacha se preguntó con impaciencia: «¿Cuándo llegará la puesta del sol?». Pensó que ya no era más que una pasajera en el callejón de Midaq. Tal como le había dicho su amante, entre el callejón y ella nada había en común. Se levantó, abrió la ventana, enrolló el colchón de su madre y lo empujó contra un rincón. Luego barrió el piso y fregó el suelo de la entrada. Desayunó sola, porque su madre había salido a uno de sus múltiples recados. Finalmente se metió en la cocina para limpiar las lentejas que la mujer le había dejado en un plato para el almuerzo del día. Una vez lavadas, encendió el hornillo al tiempo que se decía: «Es la última vez que cocino en esta casa. ¡Quién sabe! Quizá es la última vez que cocino en mi vida. ¿Cuándo volveré a comer lentejas?». Las lentejas le gustaban, pero sabía que era comida de pobre, porque los ricos sólo comían carne. Se entretuvo imaginándose lo que comería en el futuro, y cómo se vestiría. Sonrió complacida.
Al mediodía salió de la cocina y fue al cuarto de baño para lavarse. Después se peinó cuidadosamente y se trenzó el cabello. Se puso la mejor ropa que tenía, pero quedó consternada al constatar el estado de su ropa interior. Se sonrojó al preguntarse cómo podía ir a encontrarse con su amado de aquella manera. Decidió entonces que no se entregaría a él hasta que no hubiera conseguido ropa nueva. La idea le gustó, satisfizo su instinto por la lucha. En este estado de ánimo se colocó junto a la ventana, disponiéndose a mirar el callejón por última vez. Pasó la mirada por los diferentes edificios: la panadería, el café, la tienda del tío Kamil, la barbería, el bazar y la casa de Radwan Hussainy. Todos los sitios en que posó los ojos le avivaron recuerdos que se encendieron como cerillas.
Lo sorprendente era su impasibilidad, su falta de simpatía o de afecto hacia el callejón y sus moradores. Los lazos con las vecinas habían sido rotos hacía tiempo. No mantenía relaciones ni con la panadera ni con la mujer de Kirsha, su antigua nodriza. Incluso con la mujer de Radwan Hussainy había logrado romper: un día, al enterarse de que Hamida había hablado mal de ella, había esperado a verla subir a la azotea para tender ropa, había entonces subido a la suya (las dos azoteas eran contiguas) y le había dicho con despecho: «¡Qué pena Hamida que seas tan deslenguada, una chica tan bonita como tú!».
Los ojos de Hamida se detuvieron un largo rato en la fachada del bazar de Alwan, recordando cómo el propietario le había pedido la mano y la ilusión que había encendido en ella durante un par de días. ¡Qué pena cuando vio que se le escurría de los dedos! De todos modos, la diferencia entre los dos hombres era enorme. Alwan la había conmovido parcialmente con sus riquezas, mientras que el otro, el de ahora, la había conmovido toda, enteramente. Miró entonces, de nuevo, la barbería y pensó en Abbas. «¿Qué hará cuando vuelva y no me encuentre?», se preguntó. Se acordó de la despedida en la escalera y su corazón se petrificó por unos instantes, al no alcanzar a comprender cómo había podido permitir el contacto de sus labios. Luego se apartó de la ventana y se tumbó en el sofá, más decidida que nunca.
A la hora del almuerzo volvió su madre. Mientras comían, la mujer le dijo que estaba a punto de concertar otra boda que iba a proporcionarle mucho dinero. «Esta vez nos haremos ricas», dijo. Hamida hizo unas preguntas pertinentes sobre ello, sin prestar demasiada atención a las respuestas. No era la primera vez que su madre se las prometía muy felices con sus proyectos de boda, para luego cobrar unas cuantas libras y poder comprar carne unos días.
Al echarse su madre un rato para la siesta, Hamida se sentó en el sofá a observarla. Era el último día que vivían juntas. Quizá no volverían a verse nunca más. La idea la hizo vacilar por primera vez desde que había tomado la decisión. No pudo por menos que conmoverse ante la mujer que la había criado como una verdadera madre y se le partió el corazón al comprender que no podría ni darle un beso de despedida.
A la hora del crepúsculo, Hamida se cubrió con el velo y se calzó las sandalias de madera. Miró a su madre y al verla tranquila y confiada, se contrarió. Pero no tenía más remedio que marcharse. La miró largamente y le dijo:
—Adiós…
—Adiós, no llegues tarde —le respondió Umm Hamida encendiendo un cigarrillo.
Hamida salió de la casa con la cara muy seria. Atravesó el callejón de Midaq sin mirar atrás. Tomó por la calle de Sanadiqiya, después por la de Ghouriya hasta la calle Nueva. Entonces aminoró el paso. Exploró la calle con la mirada y lo vio en el mismo sitio que el día anterior, esperando. La cara se le puso roja y los ojos echaron chispas de furia y rebelión. Se sintió embargada por unas ganas violentas de vengarse de la calma del hombre. Bajó los ojos, preguntándose si sonreiría de nuevo con arrogancia. Los alzó para mirar y lo vio con el rostro serio y grave. En sus ojos almendrados se reflejaba una cierta preocupación. Hamida se calmó un poco al darse cuenta. Pasó por su lado, segura de que iba a abordarla como el día anterior. Pero él fingió no haberla visto. Esperó a que ella lo adelantara y a que una curva de la calle la ocultara de su vista para seguirla. La muchacha comprendió que actuaba de aquella manera por prudencia y cobró conciencia de la extrema gravedad de la aventura. Continuó caminando hasta al final de la calle, donde se detuvo bruscamente como si de pronto se acordara de algo. Dio media vuelta. Él la siguió, ansiosamente, y le preguntó sin alzar la voz:
—¿Por qué vuelves atrás?
Ella tardó un poco en contestar, como si le costara despegar los labios, y por fin dijo:
—Las chicas de la fábrica…
—Vayamos por la calle de Azhar —dijo él con satisfacción—. Allí no nos verá nadie.
Reanudaron el camino, un poco separados el uno del otro, en silencio. Hamida comprendió que al decir aquellas últimas palabras, había abdicado definitivamente su voluntad. Siguieron en silencio hasta la plaza de la Reina Farida. Al llegar allí, Hamida se paró, sin saber a dónde debía dirigirse. Entonces él llamó a un taxi. Abrió la portezuela y ella levantó el pie para subir al vehículo: fue el movimiento que marcó la separación entre dos vidas. Apenas hubo arrancado el coche, él comenzó a hablar con voz temblorosa y una consumada habilidad.
—¡Cómo me has hecho sufrir, Hamida! No he pegado ojo en toda la noche. No sabes, querida, qué tormento es el amor. Pero por fin soy feliz. ¡Parece mentira! Qué bello lucirá el diamante colgando de esta garganta —dijo pasándole la mano por el cuello—, qué magnífico el oro sobre este brazo —y le tocó el brazo—, qué fascinante el carmín de tus labios.
Con estas últimas palabras se inclinó con la intención de besarla, pero ella lo rechazó con violencia.
—¡Qué salvaje más preciosa estás hecha, Hamida! —Guardó silencio durante un momento y después volvió a reanudar, con una sonrisa—: Despídete de tus años de trabajo y fatigas. A partir de ahora no tendrás más preocupaciones en la vida. Ni los senos tendrás que aguantar, metidos en unos sostenes de seda.
La muchacha enrojeció, pero fue incapaz de enfadarse. Abandonó el cuerpo al movimiento del vehículo como si, llevada por él, se diera a la fuga alejándose de todo su pasado.
El taxi llegó al inmueble que se había convertido en su refugio. Se apearon de él y se apresuraron a entrar en el apartamento. En su interior se seguían oyendo las voces del día anterior. Entraron en el salón y él le dijo riendo:
—Quítate el velo y lo quemaremos.
Ella se sonrojó al decir:
—No he traído más ropa que la que llevo puesta.
—¡Bien hecho! —dijo él alegremente—. No queremos nada del pasado.
La invitó a sentarse mientras él se puso a dar zancadas por la estancia. Después se dirigió hacia una puerta que había a la derecha del espejo, la empujó y dejó ver otra habitación, amueblada con similar elegancia.
—Nuestro cuarto —dijo.
Pero ella replicó:
—No, no. Yo dormiré aquí.
Él la atravesó con una mirada y dijo con tono resignado:
—No, tú dormirás dentro y yo aquí.
La muchacha estaba decidida a no dejarse llevar como una oveja, a no ceder antes de haber satisfecho sus deseos fervientes de lucha. Por lo visto, el hombre lo comprendió porque, disimulando una sonrisa sarcástica, adoptó una expresión sumisa. Después le dijo con cara risueña y lleno de orgullo:
—Ayer, querida, me trataste de macarra. Permíteme que me presente hoy como verdaderamente soy: tu amante es un director de escuela y con el tiempo aprenderás todo lo que te hace falta.