«No volveré al café para no levantar sospechas», le había dicho al despedirse. A la mañana siguiente del día de su encuentro en la calle de Darasa, Hamida se despertó contenta y pensando en él. «¿Iré a la cita?», se preguntó, a lo que el corazón respondió «sí», pero ella se obstinó en que no. «Que vuelva él otra vez al café», se dijo, renunciando al paseo habitual, emboscada detrás de la ventana entreabierta, al acecho de lo que pasaba.
Transcurrió la hora del crepúsculo y llegó la noche desplegando sus alas. No tardó en verlo aparecer, en el fondo del callejón, clavando los ojos en la ventana. En su rostro afloró una sonrisa de resignación y fue a sentarse al sitio acostumbrado. Hamida se sintió victoriosa, embargada del placer de la venganza por el tormento que la había hecho pasar aquella tarde en la calle de Mousky. Sus ojos se encontraron sin que ella bajara los suyos, ni se moviera de sitio. La sonrisa de él se ensanchó y ella también sonrió, aunque sin darse cuenta. «¿Qué querría?». La pregunta no dejó de extrañarle porque lo lógico era que su insistencia no tuviera otro significado que el que había tenido la insistencia de Abbas y de Salim Alwan. ¿Por qué tenía que buscar algo distinto aquel hombre de aspecto distinguido? Acaso no le había dicho «¿No estás en el mundo para ser cautivada y no existo yo para cautivarte?». ¿Qué otro significado podían tener estas palabras sino el matrimonio? En sus sueños no tropezaba con ningún obstáculo, tanta era la seguridad y la vanidad de la muchacha. Se quedó, por lo tanto, mirándole a los ojos, devolviéndole la mirada sin timidez ni recato. Los ojos de él le hablaban con profundidad, con una profundidad mayor que la de las palabras y los sentidos, era un lenguaje que resonaba en el fondo del ser de Hamida, removiendo sus más hondos instintos. Quizá era aquel mismo sentimiento profundo y desconocido que se había despertado en ella, sin darse cuenta, por primera vez, al encontrarse sus ojos, y el que había provocado la sonrisa victoriosa del hombre. Lo cierto era que en los ojos de él, Hamida se reencontraba después de haber errado perdida y perpleja por el desierto de la vida, presa de inquietud y sorpresa ante la sumisión de la mirada de Abbas y la fortuna de Salim Alwan. Aquel hombre la deseaba, y la admiración que ello despertaba en la muchacha era inseparable del voluptuoso placer con que se sentía atraída como por un polo magnético. Sentía que aquel hombre era distinto de la masa de desgraciados irremediablemente sumidos en la pobreza. La prueba era su porte distinguido y los billetes de banco.
Hamida se quedó plantada en su rincón hasta que él abandonó el café, despidiéndose de ella con una leve sonrisa. Ella lo siguió con los ojos, diciéndose silenciosamente: «Hasta mañana».
La tarde del día siguiente salió de casa con el corazón rebosando de placer y alegría. Lo vio apenas había salido de la calle Sanadiqiya, esperando en el cruce de las calles Ghouriya y Nueva. A la chica se le encendieron los ojos a la vez que le cogieron unas ganas locas de pelearse. Calculó que la seguiría hasta la calle Darasa y que allí, en lugar más seguro, la abordaría. Caminó lentamente, con tranquilidad y sin miedo. Se acercó a él como si no lo viera y al pasar por su lado, él tuvo una reacción inesperada. Se puso a caminar a su lado y acto seguido, con una audacia inaudita, le cogió la mano. Entonces le dijo, sin perder la calma y ciego a los transeúntes con que se cruzaban:
—Buenas noches, querida.
La muchacha no supo cómo reaccionar y trató de liberar la mano. El intento fue en vano y le dio miedo llamar la atención si lo intentaba de nuevo. No supo qué hacer. Si daba rienda suelta a su indignación, corría el peligro de armar un escándalo y de poner precipitadamente fin a la aventura. Si cedía sin más, lo odiaría por haberle impuesto su voluntad y por haberla derrotado. Con voz baja y temblorosa de cólera le dijo:
—¡Cómo se atreve! Suelte mi mano inmediatamente.
Él respondió con calma, caminando a su lado como dos amigos:
—Despacio…, despacio. Entre amigos no ha de haber disputas.
Ella, sin poder contenerse más dijo:
—¡La gente! ¡La calle!
Él trató de apaciguarla con una sonrisa.
—No hagas caso de la gente de la calle —le dijo—. No piensan más que en el dinero y en sus cuentas mentales. ¿No te gustaría que entráramos en una joyería a escoger algo digno de tu belleza?
A lo que ella, exasperada por su indiferencia, contestó amenazadoramente:
—¿De verdad no le preocupa el qué dirán?
Él, sonriendo y sin perder la calma, respondió:
—No quiero que te enfades. Te he esperado para que podamos caminar juntos. ¿Por qué te enfadas?
—Detesto esta manera de abordar a las personas —contestó con furia—. Cuidado con hacerme acabar la paciencia.
Él vio en su cara signos de auténtica indignación y le preguntó con voz esperanzada:
—¿Me prometes que continuaremos caminando juntos?
—No prometo nada —exclamó la chica—. Suélteme la mano.
La dejó ir de la mano sin apartarse de su lado y le dijo cariñosamente:
—Qué tozuda. Te dejo la mano. Pero no te separes de mí, ¿eh?
La muchacha suspiró con irritación y después lo miró de reojo.
—¡No se haga ilusiones, fresco! —le espetó.
Él encajó el insulto con una silenciosa sonrisa. Caminaron juntos, sin que Hamida intentara alejarse de él. Recordó cómo la había mirado el día anterior, segura de que no tardaría en salir a pasear con él. Pero prefirió concentrarse en la sensación de victoria adquirida al obligarle a que le soltara la mano. Quizá si volviera a cogérsela se la dejaría. Al fin y al cabo había salido de casa para ir a su encuentro. Además no le desgradaba del todo descubrir que su confianza en sí mismo y su atrevimiento eran mayores que los de ella. Caminó a su lado sin preocuparse de los demás peatones, imaginándose la sorpresa que tendrían sus amigas obreras cuando la vieran tan bien acompañada. Su corazón no tardó en rebosar otra vez de alegría y gusto por la aventura.
Mientras, él decía:
—Siento mucho que te haya parecido grosero. ¿Qué otra cosa podía hacer ante tu testarudez? Te has empeñado en atormentarme, y eso que sólo me merezco simpatía por tu parte, después de las horas que he dedicado a esperarte y del sincero sentimiento que me inspiras.
¿Qué podía responder a estas palabras? De buena gana le hubiera dicho algo, pero no supo qué, sobre todo teniendo en cuenta que acababa de insultarlo. Pero entonces vio venir a las chicas del taller en dirección contraria.
—¡Mis amigas! —exclamó fingiendo turbarse.
El hombre miró delante de él y vio a un grupo de chicas que lo miraban con expresión inquisitiva. Hamida, en tono de reproche, y disimulando la alegría que auténticamente sentía, volvió a decir:
—Me ha comprometido.
Él respondió adoptando una actitud desdeñosa y contento de ver que, sin embargo, ella seguía a su lado, hablándole como a un compañero.
—¿Tus amigas? —recomenzó astutamente—. No me lo creo. No te pareces en nada a ellas. Me sorprende ver su libertad mientras que tú te quedas encerrada todo el día en casa, y ver que salen con bonitos vestidos y tú envuelta con ese velo negro. Son las circunstancias, me dirás, pero vaya manera de resignarse a ellas.
Hamida se puso colorada con la sensación de que le había leído los pensamientos.
—Tu belleza es digna de una estrella —prosiguió él.
Ella sonrió con audacia.
—¿De una estrella? —preguntó.
—¡Claro! —respondió él, devolviéndole la sonrisa con dulzura—. ¿No vas al cine? Las estrellas son las actrices más guapas.
Hamida iba de vez en cuando al cine con su padre, a ver películas egipcias, y comprendió a qué se refería. Las mejillas se le encendieron de la emoción. Continuaron unos pasos en silencio y después él preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Hamida —respondió ella sin vacilar.
—Tu enamorado se llama Faraj Ibrahim —dijo él sonriendo—. En una situación como la nuestra lo último que se acostumbra a decir es el nombre. Normalmente se sabe después de que las dos personas han comprendido que se pertenecen. ¿No es verdad, preciosa?
¡Qué lástima que ella no supiera hablar con la misma soltura con que sabía pelearse y reñir! Él sabía decirle cosas tiernas a las que ella no sabía cómo contestar. Se irritó porque, por temperamento, no le gustaba el rol de pasividad. Aspiraba a otro rol que el de la espera, silencio y recato. Ante su impotencia, aumentó su emoción. Lo devoró con la mirada. Se emocionó todavía más al percatarse de que habían llegado al final de la calle y que desembocaban en la plaza de la Reina Parida. Tratando de disimular su contrariedad, dijo:
—Y ahora tenemos que volver.
—¿Volver?
—Hemos llegado al final de la calle.
—Pero el mundo no se termina en la calle Mousky —protestó él—. ¿Por qué no nos paseamos por la plaza?
—No quiero volver tarde —contestó ella a pesar suyo—. Mi madre sufriría.
—Si quieres, podemos coger un taxi —le dijo él seductoramente—. Así haremos un largo recorrido en breves minutos.
¡Un taxi! La palabra resonó en sus oídos como un sonido mágico. En su vida había subido a un taxi. Pero sería muy grave subir a un taxi con un desconocido, y sin embargo, el riesgo la incitó a desafiar las reglas, a seguir adelante, en vez de retroceder. Un deseo violento de lanzarse a la aventura se apoderó de ella, como para compensar la cortedad de hacía unos instantes. Se sorprendió ante su propia capacidad de despreocupación, de su osadía aventurera y descubrió que le hubiera costado decir qué era lo que más le atraía en aquellos momentos, si el hombre en sí o la aventura. Tal vez las dos cosas a la vez. Lo miró y vio que él la observaba, con gesto seductor y una sombra de aquella sonrisa que tanto la turbaba. Presa de otro sentimiento, dijo:
—No quiero llegar tarde a casa.
—¿Tienes miedo? —le preguntó él, defraudado.
—A mí no me da miedo nada —contestó ella desafiadoramente.
El rostro del hombre se iluminó.
—Voy a parar un taxi —dijo alegremente.
Ella no intentó resistir más y clavó los ojos en el taxi que se les acercaba para detenerse ante ellos. Él abrió la portezuela y ella se agachó, con el corazón latiéndole violentamente, se cogió una punta del velo y subió al vehículo. Él la siguió diciéndose para sus adentros con gran satisfacción: «Eso nos ahorra un par de días de trabajo». Después la muchacha oyó que le decía al conductor: «Calle de Sharif Pacha». Aquello ya no era ni el callejón de Midaq, ni la calle de Sanadiqiya, ni de Ghouriya, ni la de Mousky. ¿Por qué aquella calle?
—¿Adónde quiere ir? —le preguntó.
Sus hombros se tocaban.
—Daremos un paseo y luego volveremos —respondió él.
El taxi arrancó y ella se olvidó de todo por unos momentos, incluso del hombre que estaba pegado contra ella. Se dejó deslumbrar por las vivas luces que pasaban en rápida sucesión, por el nuevo mundo que pasaba por delante de la ventanilla, un mundo nuevo y brillante. El movimiento del taxi se transmitió al cuerpo y al espíritu y le embriagó el alma. Tuvo la sensación de haber arrancado el vuelo y de planear en el cielo. Sus ojos brillaban y su boca se abría de alegría y sorpresa. El taxi circulaba sin dificultad, abriéndose camino por entre un río de coches, tranvías y peatones. Los pensamientos de la muchacha viajaban con él, sin voluntad propia, como fuera de sí. De pronto oyó que el hombre que estaba a su lado le susurraba:
—¡Fíjate que elegantes son estas mujeres!
Sí, parecían estrellas diseminadas en el espacio. ¡Qué bellas eran!
Entonces se acordó de su velo negro, de sus sandalias de madera. El corazón se le encogió y se despertó del ensueño como bajo el efecto de la picadura de un escorpión. Se mordió los labios con irritación y el espíritu de rebeldía volvió a prender en ella. Se dio cuenta de que él estaba totalmente pegado contra su cuerpo y tomó conciencia del calor que sentía a su contacto. Él le lanzaba miradas tiernas como al acecho del instante en que ella iba a dar señal de flaqueza. Le cogió la mano para ponerla entre las suyas y, al ver que ella no protestaba, se inclinó para besarla. Ella echó la cabeza hacia atrás para evitarlo. A él no le pareció un gesto suficiente y selló sus labios con los de ella. La muchacha fue presa de un violento espasmo y de un salvaje deseo de morderle los labios. Era la misma locura que solía tomar posesión de ella cuando se enzarzaba en una riña. Pero él se apartó de ella sin darle tiempo a pasar a la acción. La llama, sin embargo, permaneció encendida en su interior y tal vez se le hubiera abalanzado encima si él no hubiera dicho en aquel momento:
—Esta es la calle de Sharif Pacha. Mi casa está por aquí. ¿No te gustaría verla?
Ella se volvió en la dirección que él señalaba y vio varios rascacielos. El hombre pidió al conductor que se detuviera delante de uno de ellos.
—Está en este edificio —añadió.
La muchacha vio un inmueble cuya entrada era mucho más grande que el callejón de Midaq.
—¿En qué piso? —preguntó en voz baja.
—El primero. No te cuesta nada entrar a verlo.
Ella le lanzó una mirada llena de cólera y rencor.
—¡Qué pronto te enfadas! —le dijo él—. No veo qué mal hay en ello. ¿No te he visitado repetidamente desde el instante en que te vi? ¿Por qué no devolverme la visita?
¿Qué quería en realidad este hombre? ¿Se pensaba que tenía una presa fácil en las manos? ¿El beso que le había arrancado se lo había hecho creer así? ¿Lo cegaban la vanidad y un sentimiento de superioridad? ¿A eso desembocaba el amor que le había hecho perder la conciencia? Unas ganas violentas de luchar con él y de desafiarlo le inspiraron a aceptar la invitación para demostrarle de qué era capaz y para meterlo en cintura. Sí, su temperamento rebelde la empujó a aceptarlo como un desafío. Su cólera no arrancó del deseo de defender la virtud o las buenas costumbres. Su cólera estaba teñida de orgullo. Se alimentaba por el violento sentimiento de su fuerza. El hombre la observaba intensamente, a la vez que se decía para sus adentros: «Mi amada está hecha de una materia frágil que te puede estallar en las manos al más mínimo contacto. Requiere ser tratada con mucho tacto». Luego le dijo con tono amable y esperanzado:
—Espero poder ofrecerte un vaso de limonada.
—Como quieras —murmuró ella después de lanzarle otra mirada dura y desafiante.
Él se apresuró a abrir la portezuela del taxi y a poner los pies en la acera. Ella le siguió, sin pensar en el peligro, mirando con curiosidad el entorno mientras su acompañante pagaba. Pensó en el callejón del que hacía un momento había salido y se asombró de las aventuras que había pasado y que habían desembocado en aquel inmueble impresionante. ¿Quién se lo hubiera imaginado? ¿Qué diría Radwan Hussainy, por ejemplo, si la viera entrar en aquel rascacielos? Pensó sonriendo que aquel era el día más feliz de su vida.
El hombre la cogió con presteza del brazo y la condujo a la entrada del inmueble. Subieron por una ancha escalera hasta la primera planta. Luego atravesaron un ancho vestíbulo hacia la puerta de un apartamento. El hombre se sacó una llave del bolsillo y abrió, volviéndose a decir, satisfecho: «¡Con eso gano otros dos días!». Empujó la puerta y la hizo pasar. Después la cerró. La muchacha se encontró en un pasillo largo al que daban varias puertas, iluminado por una potente luz eléctrica. El apartamento no estaba vacío a juzgar por las voces que salían de detrás de las puertas. Faraj Ibrahim se dirigió a la que daba frente a la entrada, la empujó e invitó a Hamida a entrar. Ella se encontró en una pieza de medianas dimensiones, amueblada con sillones de cuero, con un tapiz bordado y un gran espejo. El hombre observó la mirada de estupefacción de Hamida y le dijo con dulzura:
—Quítate el velo y toma asiento.
Ella se sentó en una silla sin quitarse el velo. Amoldó el cuerpo en el cojín.
—No quiero llegar tarde a casa —murmuró.
Él se acercó a una mesa en que había un termo. Lo abrió y llenó dos vasos de limonada fría, alargándole uno a Hamida.
—El taxi vendrá a buscarte dentro de unos minutos —le dijo.
Bebieron los dos, después dejaron los vasos sobre la mesa y ella miró su cuerpo largo y elegante. Los ojos se le posaron sobre su mano, sorprendidos por su belleza. Era una mano elegante, de dedos lisos que sugerían fuerza y delicadeza simultáneamente. Él continuaba mirándola con una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora. La muchacha no tenía miedo, sólo sufría de la tensión nerviosa producida por la exaltación y la aventura. Se acordó de las voces que había oído al entrar y preguntó:
—¿Quién hace ese ruido?
—Son mis padres. Ya te los presentaré. ¿No te quitas el velo?
Cuando aceptó la invitación, Hamida supuso que vivía solo; se sorprendió, por lo tanto, de saber que la había llevado a casa de su familia. Fingió no haber oído la sugerencia de quitarse el velo y se quedó mirándolo con expresión desafiadora. Él no volvió a mencionar el velo, pero se le acercó hasta tocarle la punta de la sandalia con la de su zapatos. Se inclinó sobre ella y le tomó la mano.
—Ven a sentarte en aquel sofá —le dijo.
Desconcertada ante la contradicción entre las ganas que sentía de desafiarlo y las de abandonarse a su amor, Hamida le siguió hasta el sofá sin resistirse. Una vez sentados, él se le acercó lentamente, pasándole un brazo por la cintura. Ella lo dejó hacer sin tener idea de hasta dónde iba a permitirle llegar. Él le cogió la barbilla con la otra mano y acercó su boca a la de la muchacha con el gesto del caminante que se inclina sobre el agua del riachuelo para calmar la sed. Sus labios permanecieron unidos largo rato, aparentemente sellados por la embriaguez del amor. De hecho él hacía todo lo posible por transmitirle la pasión que juzgaba necesaria para conseguir sus objetivos, mientras que ella se dejaba sumir en un estado de intoxicación, sin perder, no obstante, el control y la conciencia de lo que pasaba. Sintió que él apartaba la mano con que le rodeaba la cintura para subirla hacia el hombro y alzarle el velo. El corazón le latió violentamente. Se apartó con brusquedad para volver a bajarse el velo con un gesto nervioso.
—No —dijo duramente.
Él alzó los ojos sorprendido y vio la mirada helada, de rechazo, testarudez y desafío con que le miraba ella. Sonrió, fingiendo incomprensión y diciéndose: «Me lo temía, la chica se hace de rogar. ¡Qué fastidio!».
Después, en voz baja, le dijo:
—Perdona, ha sido un arrebato.
Ella apartó el rostro para que no le viera la sonrisa que afloraba en sus labios, la sonrisa de gozosa victoria femenina. Su gozo no tardó en desvanecerse al tropezar sus ojos con una de sus manos y recordar, entonces, la diferencia entre esta y la fina y delicada de él. Incomodada por la vergüenza le espetó:
—¿Por qué me ha traído aquí? Es una estupidez.
—Es el acto más hermoso de mi vida —se apresuró a contradecir él—. ¿Por qué te da miedo mi casa? ¿No es también la tuya?
Entonces le miró el cabello que el velo acababa de dejar al descubierto, acercó su cabeza a él y le dijo en voz baja:
—¡Qué pelo más bonito tienes! Es el pelo más bonito que he visto en mi vida.
A pesar del olor a queroseno, lo dijo con sinceridad. Estas palabras supieron a gloria a la chica, la cual, sin embargo, volvió a preguntar:
—¿Qué hacemos aquí?
—Conocernos. Tenemos mil cosas que decirnos, ¿no crees? No tienes miedo, ¿verdad? Tú no tienes miedo de nada…
Hamida estuvo a punto de echarse en sus brazos embargada por la alegría. Él se dio perfecta cuenta de ello y se dijo: «¡Ahora te comprendo, leona!». En voz alta y con tono cálido, dijo:
—Mi corazón te ha escogido y sé que mi corazón no miente nunca. Lo que une el amor, nada puede separarlo. Tú me perteneces, como yo te pertenezco.
Dichas estas palabras, volvió a acercar el rostro al de ella tentativamente. La muchacha inclinó el cuello y lo besó con violencia. Él sintió la presión intensa de sus labios y le murmuró al oído:
—Querida, querida…
Ella suspiró profundamente, incorporándose para recobrar el aliento.
—Esta casa es tuya —prosiguió él—. Y este es tu refugio —añadió, señalando su pecho.
Ella se rio secamente y respondió:
—¿Trata de recordarme que es hora de regresar a casa?
Pero él, que seguía un plan premeditado con antelación, respondió con tono de desaprobación:
—¿De qué casa hablas? ¿De la casa del callejón? ¡Por Dios! No me vuelvas a mentar aquel barrio. ¿Te gusta aquel callejón? ¿Allí quieres tú volver?
Hamida se rio a la vez que decía:
—¡Qué preguntas! ¿No tengo allí mi casa y mi familia?
—Aquella no es tu casa, ni allí vive tu familia —respondió él desdeñosamente—. Tú estás hecha de otra madera, querida, y sería un pecado permitir que un cuerpo tan lozano y lleno de vida como el tuyo quedara enterrado en aquel cementerio de huesos podridos. ¿No has visto las hermosas mujeres luciendo elegantes trajes por la avenida? Tú eres más guapa y atractiva que muchas de ellas. ¿Por qué no deberías tú vestirte y pasearte como esas mujeres? Dios me ha enviado a ti para desenterrar el tesoro y sacarlo a la luz. A eso me refiero cuando te digo que esta casa también es la tuya.
Sus palabras eran como los hábiles dedos de una mano pulsando las cuerdas de un instrumento musical. Hamida estaba aturdida. Con los párpados bajos se abandonó al ensueño. Las palabras que acababa de oír expresaban perfectamente sus más profundas tendencias. Pero no veía la manera de materializar sus sueños y no acababa de comprender qué intención llevaba el hombre. ¿Por qué no le decía claramente lo que quería? Expresaba maravillosamente bien sus esperanzas y sus deseos, le hablaba con el secreto lenguaje de su corazón, sabía cómo sacar a luz el lado oscuro y escondido de su alma, pero había algo confuso, algo que no abordaba con franqueza. ¿Por qué vacilaba en decirlo?
—¿Qué quiere decir? —osó preguntarle finalmente.
El hombre comprendió que había llegado a un punto delicado del plan que se había trazado. La miró seductoramente, con expresión risueña y le dijo:
—Creo que te convendría permanecer en esta casa para dejar que la vida te colme de felicidad.
La muchacha se rio secamente y volvió a decir:
—No comprendo.
Él acarició tiernamente la raya que le partía el pelo, tratando de buscar la complicidad del silencio y darse tiempo a ordenar las ideas.
—Tú te debes de preguntar que por qué te sugiero que te quedes a vivir aquí, pero yo quiero saber qué razón tienes para volver al callejón. ¿Para esperar que te pida la mano un pobretón y que te devore la belleza y el frescor del cuerpo hasta convertirte en un despojo? No creo que seas tan tonta para que no me entiendas. Te tengo por una chica excepcional. Tu hermosura es extraordinaria. Y además eres de una audacia fuera de lo común. Una mujer como tú, cuando se propone algo, basta con que se diga «quiero eso» para obtenerlo.
Hamida palideció.
—Encuentro la broma de muy mal gusto —dijo encolerizada—. Además, ha comenzado hablando en broma, pero por lo visto está hablando en serio.
—¡Claro que hablo en serio! No bromearía nunca con una persona como tú, que me inspira tanto respeto y cariño. Si no me equivoco, tienes un gran corazón, capaz de cualquier cosa para conseguir ser feliz. No te imagino haciéndole remilgos a la felicidad. Necesito una persona que comparta mi vida. Tú eres la compañera ideal.
—¿Compañera? Si de verdad habla en serio, dígame qué quiere. El camino está libre. Si quiere…
Iba a decir «si quiere casarse conmigo», pero se calló y lo miró. Él adivinó lo que había estado a punto de decir y se rio para sus adentros. Continuó, no obstante, por el mismo camino y dijo con aire teatral:
—Necesito una compañera querida con la que pueda embarcarme en la vida, en una vida de riqueza, de luz, feliz. No es una vida miserable, hecha de embarazos, críos y porquería. Sino la vida de una estrella, como de las que te he hablado antes.
Ella lo escuchó boquiabierta.
—Me está invitando a una vida de perdición —exclamó dándole la espalda—. Es un criminal.
En el fondo, Hamida estaba más sorprendida que encolerizada. Su cólera se debía, sobre todo, a la sorpresa y a la decepción.
—Soy un hombre —dijo él sonriendo.
—No, no es un hombre —le atajó ella—. Es un macarra.
Él se echó a reír con ganas y dijo:
—¿Y un macarra no es también un hombre? Pues sí lo es, te lo aseguro. Un hombre como los hay pocos. ¿Qué encontrarás al lado de un hombre común, aparte de dolores de cabeza? En cambio, un macarra, en este mundo en que vivimos, es un cortesano de la belleza. Además, no olvides que yo te quiero. No permitas que la cólera destroce nuestro amor. Te invito a la felicidad y al amor. Si hubieras sido una tonta, te hubiera engañado, pero como te quiero, prefiero decirte la verdad. Estamos hechos del mismo metal, tú y yo. Dios nos ha creado para amarnos y trabajar juntos. Unidos tendremos dinero y una gran vida. Separados, en cambio, viviremos humillados y miserablemente, o por lo menos uno de los dos.
Ella no conseguía apartar los ojos de él y no paraba de preguntarse, estupefacta: «¿Cómo puede existir una persona así?». Estaba indignada y, sin embargo, no lo despreciaba, al contrario, continuaba amándolo como el primer momento. Su emoción la hizo ponerse de pie violentamente y decir:
—No soy el tipo de mujer que se imagina.
Él se esforzó por fingir contrariedad y suspiró ruidosamente, pero en el fondo continuaba seguro de obtener lo que se había propuesto.
—Me cuesta creer que me he equivocado —dijo con voz triste—. ¡Dios mío! ¿Te vas a casar con uno de los del callejón en que vives? Venga embarazos y críos, embarazos y críos. Amamantando a los niños por la calle. Comiendo habas. Engordando, marchitándote. ¡No! No puedo creerlo.
—¡Basta! —dijo ella incapaz de seguir escuchándolo.
Se dirigió hacia la puerta y él la siguió precipitadamente.
—No corras tanto —le dijo con dulzura, aunque sin cortarle el paso.
Hamida había llegado al inmueble contenta y sin miedo a nada, y ahora salía de allí atemorizada y confusa. Esperaron unos instantes delante de la entrada a que un mozo les parara un taxi. Luego subieron a él, separadamente, cada uno por una puerta distinta. El taxi arrancó velozmente. Hamida se sumió en sus pensamientos. Él la observó en silencio, comprendiendo que lo más prudente era no hablar. Cuando llegaron a la calle de Mousky, él pidió al conductor que se detuviera. La muchacha pareció volver en sí al oír la orden y miró por la ventanilla. Se incorporó para apearse y él, antes de abrir, se volvió hacia ella y la besó en el hombro, diciendo:
—Te esperaré mañana.
Ella se apartó exclamando:
—¡No!
Al abrirle la portezuela, él insistió:
—Te espero mañana, querida, estoy seguro de que vendrás. —Y cuando ella se hubo apeado, volvió a insistir—: No te olvides de mañana. Comenzaremos una vida nueva y maravillosa. Te quiero. Te quiero más que a la propia vida.
La miró alejarse con una irónica sonrisa en los labios. «Es deliciosa, estoy seguro. No me he equivocado. Tiene un talento natural… Puta de nacimiento. Será una perla preciosa».