22

El son de una campanilla despertó al tío Kamil de su habitual modorra. Abrió los ojos y escuchó un momento antes de alargar el cuello y asomar la cabeza por la puerta de la tienda. Entonces vio un carruaje de sobra conocido que se detenía a la entrada del callejón. Se levantó pesadamente a la vez que murmuraba: «¡Alabado sea Dios! ¡Es el señor Alwan!». El cochero ya se había apeado de su asiento y se precipitaba a abrir la portezuela para ayudar a bajar al señor. Alwan se apoyó en su brazo y emergió despacio. Salió primero la borla del fez, luego la espalda encorvada y finalmente apareció él, de pie sobre el suelo, arreglándose los pliegues del caftán. La enfermedad le había sorprendido en pleno invierno y al llegar la primavera había recobrado la salud. Al hiriente frío invernal le había sustituido la acogedora tibieza primaveral, aunque uno no podía por menos de preguntarse hasta qué punto se habría realmente curado el señor Alwan. Salim Alwan era otra persona. La barriga que solía abultar debajo del caftán habíase aplanado completamente; su rostro, antes lleno y rubicundo, aparecía chupado, con los pómulos salidos, la tez blancuzca, sin brillo en los ojos de los que se escapaba una expresión angustiada, perdida y fatigada bajo una frente obviamente preocupada. El tío Kamil, que era bastante corto de vista, no se dio cuenta de nada hasta que no lo vio de cerca. Inclinado sobre su mano para disimular su desagradable sorpresa, le dijo con su vocecita aniñada:

—¡Alabado sea Dios por su retorno, señor Alwan! Dichosos los ojos que le vuelven a ver. Sin usted el callejón de Midaq no valía nada.

Alwan retiró la mano y respondió:

—Dios te bendiga, Kamil.

Comenzó a caminar lentamente, apoyándose en su bastón, seguido de cerca por el cochero y el tío Kamil, algo rezagado y meciendo su corpachón como un elefante. Por lo visto todos habían oído la campanilla, porque los empleados del bazar lo esperaban agrupados en la puerta. No tardaron en llegar Kirsha y el doctor Booshy corriendo para darle la bienvenida. Pero el cochero alzó la voz para decirles:

—Dejad pasar al señor Alwan, por favor. Ya lo saludaréis después.

Alwan prosiguió su camino, con el ceño fruncido y bullendo de cólera interiormente. No le apetecía ver todas aquellas caras. Sin embargo, en cuanto se hubo sentado a la mesa de trabajo, los empleados corrieron a saludarlo. No tuvo más remedio que dejar que le besaran la mano, asqueado del contacto de sus labios sobre la piel. «¡Atajo de embusteros! ¡Hipócritas! ¡Vosotros habéis sido la causa de que enfermara!», pensó. Al dispersarse los empleados, Kirsha se acercó a estrecharle la mano:

—Bienvenido al callejón. Mil gracias sean dadas a Dios por su recuperación.

Alwan se lo agradeció. Luego le tocó al doctor Booshy que poniendo mucho énfasis en sus palabras dijo:

—Hoy es un día de alegría para todos. Hoy es un día de gran confianza. Nuestras plegarias han sido escuchadas.

Alwan se lo agradeció disimulando la contrariedad que le producía su cuerpo rechoncho. Cuando todos hubieron desaparecido, suspiró débilmente y con voz apagada dijo para sí: «¡Perros… perros…! ¡Me han mordido con sus colmillos emponzoñados de envidia!».

Al poco rato apareció el encargado principal, Kamil Effendi Ibrahim. Alwan se olvidó de sus fantasías para concentrarse en las cuestiones de la contabilidad.

—¡Los libros! —exigió con expresión tajante.

Al disponerse a desaparecer de nuevo el encargado, Alwan le retuvo para ordenarle:

—Anuncia a toda la casa que a partir de hoy no quiero volver a oler tabaco (el médico le había prohibido fumar), y dile a Ismael que cuando le pida agua me ha de traer un vaso lleno hasta la mitad de agua fría, completando la otra mitad con agua tibia. Queda absolutamente prohibido fumar en la casa. ¡Ahora tráeme los libros, aprisa!

El encargado fue a dar las nuevas órdenes, refunfuñando en su fuero interno, porque él era fumador. Volvió con los libros de la contabilidad, preocupado por el cambio que se percibía en Alwan.

Se sentó frente al amo, abrió el primer libro y se lo mostró. Alwan comenzó a verificar las cuentas, minuciosamente, sin dejar que se le escapara ningún detalle. Fue revisando los libros, uno a uno, sin dar la más mínima muestra de desfallecimiento. Después hizo comparecer algunos de los empleados para interrogarlos sobre su puntualidad, comparando sus respuestas con lo anotado en los libros.

Kamil Effendi, el encargado, se mantuvo todo el rato pacientemente sentado, frunciendo ligeramente el ceño, sin quejarse. La revisión de las cuentas no era lo que más le preocupaba, sino la prohibición de fumar. La prohibición no sólo le impedía fumar dentro de la casa, sino que le privaba de los lujosos cigarrillos turcos que el señor Alwan solía regalarle. Miraba atentamente al viejo, inclinado sobre los libros de cuentas, mientras se decía con tristeza e irritación: «¡Dios mío! ¡Cómo ha cambiado! Parece otro».

Lo que más le sorprendía era el bigote que continuaba tupido y erecto en medio del rostro marcado por la enfermedad: cual una hermosa palmera en medio del desierto. La irritación le hizo preguntarse: «¿Quién sabe? Quizá se lo merecía. Dios no es injusto con nadie».

Al cabo de tres horas, aproximadamente, Alwan dio por terminada la revisión de las cuentas. Devolvió los libros al encargado con una extraña mirada, como si, a pesar de no haber encontrado ningún error, todavía abrigara sospechas. Secretamente se decía: «Volveré a verificar los libros. No una vez, sino varias. Hasta que descubra su secreto. Son unos perros. Se saben todos los trucos de los perros, sin tener su lealtad». Luego le recordó al encargado:

—No te olvides de lo que te he dicho, Kamil Effendi, nada de fumar y el agua siempre tibia.

Entraron entonces varios conocidos. Algunos habían venido a proponerle un negocio, otros simplemente a darle la bienvenida. Los hubo que le aconsejaron no volver al trabajo hasta haberse repuesto del todo, a lo que Alwan contestó ásperamente:

—Si me sintiera todavía débil, no hubiera venido.

En cuanto se encontró a solas, una nube de negras ideas volvió a ensombrecer su mente. De nuevo se puso a despotricar contra todo el mundo: desde hacía tiempo estaba convencido de que todos lo envidiaban, de que le envidiaban el negocio, el carruaje y el plato de trigo condimentado. Durante la enfermedad no había dejado de pensar en ello y llegó a decir a su pobre mujer, un día en que esta no se había apartado de su lecho:

—Tú también estás de su parte. Hace años que te oigo hablar contra el plato de trigo, envidiosa… Pero ahora se ha acabado todo. Contenta deberías estar…

La mujer, muy afectada, rompió a llorar, pero él prosiguió con redoblada furia:

—Todos me han envidiado, todos…, incluso tú, la madre de mis hijos.

Aunque las riendas de la cordura se le hubiesen escapado de las manos, el espectro de la muerte recién aparecido continuaba estando presente en su recuerdo.

Fue un aterrorizador momento en que, de súbito, al ir a conciliar el sueño, notó un fuerte dolor en el pecho que le hizo sentir la necesidad de respirar profundamente. No pudo, y cuando lo volvió a intentar, tuvo la sensación de que se le desgarraba el torso. Lo intentó repetidamente hasta que, desesperado, lo dejó correr. Llamaron al médico, este le suministró medicinas. Estuvo varios días entre la vida y la muerte. Cuando abría los párpados, pesados e inermes, veía a su mujer, a sus hijas y a sus hijos mirándole con ojos llorosos. Cayó en el extraño estado en que se pierde el control del cuerpo y del espíritu, en que el mundo se convierte en una confusa nube de recuerdos incoherentes.

Durante los breves momentos en que recuperó la lucidez, pensó, temblando y bañado de un sudor frío: «Me voy a morir». ¿Iba a morir rodeado de la familia? Lo habitual era que la gente se muriera rodeada de sus más allegados, a pesar de que de nada pudieran servir al moribundo. En aquellos instantes intentaba recitar el credo, pero las fuerzas le fallaban en seguida. El intento de rezar no resultaba en otra cosa que en crearle un cierto movimiento interior que le hacía subir un poco de humedad a los labios resecos.

Pese a la solidez de su fe, no había olvidado el aterrorizador instante de la agonía, y el cuerpo se abandonó al margen de su voluntad. En cuanto al alma, se mantuvo agarrada a los bordes de la vida, presa de temor y de angustia, haciéndole derramar abundantes lágrimas y prorrumpir en llamadas de socorro. Pero fue una fase solo, que pasó para pisar de nuevo la tierra firme de la convalecencia. Retornó lentamente a la vida convencido de que recuperaba la salud, la energía y su ritmo anterior. Pero el médico contrarió sus ilusiones a fuerza de advertencias y recomendaciones. Sí, había escapado de las garras de la muerte, pero ya no era el que había sido, su cuerpo era frágil y su espíritu permanecía resentido. Pasaron los días y el mal del espíritu se agravó: la irritación, la rebelión, el odio y la desconfianza no le daban reposo. No se avenía a la voluntad divina porque no comprendía en qué había faltado para merecerse aquello. Era de las personas siempre listas para ver la paja en el ojo ajeno y encontrar excusas para sí mismo, convencido de que él siempre tenía razón y era perfecto. Amaba rabiosamente la vida, había disfrutado de su enorme riqueza y de la posibilidad de mantener regaladamente a los suyos. Y, en su opinión, nunca había infringido la ley de Dios, de ahí su confianza en la vida. Pero hete aquí que cae fulminantemente enfermo. ¿Por qué? ¿Qué pecado había cometido? Ninguno. Eran los demás, sus competidores, que con su envidia lo habían hecho caer en aquel estado de permanente fatiga. Amargado, con el ceño permanentemente fruncido, lo que había perdido en salud física era muy poco comparado con la merma de su salud nerviosa y mental.

Sentado de nuevo a su mesa de trabajo, se preguntó: «¿Qué me queda para hacer en la vida, fuera de comprobar los libros de cuentas?». Ante sí, inmóvil como una estatua, el panorama se le apareció muy sombrío. Sin tener idea del tiempo que pasó sumido en sus tristes cavilaciones, oyó, de pronto, un ruido en la puerta. Se volvió y vio la cara picada por la viruela de Umm Hamida. Una extraña luz se encendió en sus ojos. Saludó a la mujer y escuchó con aire distraído sus saludos, presa todavía del hilo de sus pensamientos anteriores. ¿No era extraño que no hubiera vuelto a pensar en Hamida? Se había acordado de ella durante la convalecencia, sin que el recuerdo le hubiera hecho mella. La había olvidado como si no hubiera existido o como si hubiera sido una mera gota de sangre en sus venas, en la época en que disfrutaba de plena salud. Agradeció a la mujer por su interés y la invitó a sentarse. La ligera inquietud provocada por su llegada amenazó con transformarse en clara aversión. Sospechó el motivo real de la visita de Umm Hamida. La mujer, sin embargo, había ido a saludarle de buena fe, resignada desde hacía tiempo a olvidarse de los antiguos proyectos. Alwan le dijo, por si acaso, a modo de excusa:

—El hombre propone y Dios dispone…

Ella comprendió en seguida a qué se refería y respondió:

—No piense más en ello, señor. Lo importante ahora es que vuelva a ponerse bueno.

Volvió a deshacerse en saludos y bendiciones y se fue.

Alwan quedó en un estado peor que antes. Notó que a un empleado se le había caído un paquete de hena al suelo y le gritó con voz irritada:

—¡Un día de estos la casa cerrará y vosotros tendréis que ir a ganaros el pan a otra parte!

Permaneció unos instantes dando pábulo a su cólera y fue esta la que le recordó el consejo de sus hijos de que liquidara el negocio y se jubilara definitivamente. Al recordarlo, redoblaron su cólera e irritación, diciéndose que lo único que sus hijos querían era el dinero. Lo mismo le habían aconsejado cuando todavía estaba sano. Era en el dinero en lo que pensaban, no en su reposo ni en su salud. Se había olvidado, al parecer, de que había sido él quien había puesto todas sus ilusiones y esperanzas en el comercio, como si el único placer que esperara de la vida fuera amasar una gran fortuna.

Antes de que amainara su cólera, oyó una voz fuerte y enérgica que le decía con dulzura a sus espaldas:

—Alabado sea el Señor que te ha curado… La paz sea contigo, hermano…

Miró hacia atrás y vio la alta y corpulenta figura de Radwan Hussainy que se acercaba con el rostro resplandeciente de alegría. La cara de Alwan también pareció alegrarse un poco e hizo el gesto de levantarse para salir al encuentro de Radwan, pero este le puso una mano sobre el hombro diciéndole:

—Por el amor del Señor Hussain, no te levantes.

Se abrazaron afectuosamente. Radwan había visitado a Alwan varias veces durante su enfermedad y los días en que no había podido pasar a verlo, había mandado que le dieran recuerdos y su bendición. Radwan se sentó al lado de Alwan, enzarzándose los dos en una amistosa y cortés conversación que Alwan interrumpió para gritar, emocionado:

—¡Ha sido un milagro que me salvara!

Radwan respondió con tranquilidad:

—Alabado sea Dios. Ha sido un milagro que te recuperaras y es un milagro que continúes con vida. Como también es un milagro que vivamos todos. Para que el hombre viva, cada segundo de la vida necesita de la milagrosa fuerza divina. La vida de los hombres es una sucesión de milagros divinos. ¡Piensa en la suma total de vidas! Demos constantemente gracias a Dios y pensemos en cuan insignificante es nuestro agradecimiento comparado con los dones divinos.

Alwan escuchó estas palabras sin moverse.

—La enfermedad es un mal horrible —dijo con voz irritada.

—Sin duda lo es, pero vista desde otra perspectiva puede considerarse como una prueba divina. En este sentido es un bien.

La filosofía no fue del agrado de Alwan que comenzó a sentir una repentina tirria por su visita. El beneficioso efecto que había hecho su aparición pareció disiparse como por encanto.

—¿Qué he hecho yo para merecerme esto? —preguntó con voz quejumbrosa—. ¿No te das cuenta de que he perdido definitivamente la salud?

Radwan Hussainy se acarició la barba y respondió:

—¿Qué podemos comprender nosotros, con nuestra limitada inteligencia, de la gran sabiduría de Dios? Cierto que eres un hombre bueno, generoso y trabajador, que siempre ha acatado la Ley del Señor. Pero no olvides que Dios puso a prueba a Job que era un profeta. No te desesperes ni te entristezcas. No pierdas la fe y ya verás cómo…

—¿No has visto como Kirsha sigue sano y fuerte como una mula? —le interrumpió irritado Alwan.

—Mejor estás tú que él, a pesar de tu enfermedad.

Estas palabras acabaron de colmar la indignación de Alwan, el cual, lanzando una mirada llena de rabia a Radwan gritó:

—A ti no te cuesta nada mantenerte en calma y tranquilo delante de la adversidad de los demás, y consolarlos con sermones piadosos, porque tú no has sufrido como yo, ni has perdido lo que he perdido yo.

Radwan esperó a que el otro acabara con los ojos fijos en el suelo. Cuando los volvió a levantar, una dulce sonrisa le iluminaba el rostro. Miró a Alwan con una expresión profunda y luminosa. La cólera del comerciante amainó al recordar que estaba hablando con un hombre que había pasado desgracias mucho mayores que la suya. Alwan parpadeó. Se sonrojó ligeramente y con voz débil dijo:

—Perdona, hermano. Estoy agotado.

Radwan, sin dejar de sonreír, le tranquilizó:

—No tienes por qué pedirme perdón. Que Dios te dé fuerzas y te ayude a recobrar la paz. Piensa a menudo en Él porque pensando en Él se apaciguan los corazones. No permitas que el dolor venza sobre la fe. La verdadera felicidad nos abandona en la medida en que nosotros nos alejamos de la fe.

Alwan se tomó el mentón con la mano y dijo con apasionamiento:

—Me envidian. Envidian mi dinero y mi posición social. ¡Me envidian, Radwan!

—Sentir envidia es peor que estar enfermo. Es triste ver como las personas envidian los bienes perecederos de los demás. No te desesperes ni te entristezcas. Y, reza a Dios, que es misericordioso y lo perdona todo.

Continuaron un largo rato hablando, hasta que Radwan se levantó para despedirse y se fue. Alwan permaneció tranquilo un momento, pero poco a poco la desconfianza y el mal humor volvieron a hacer presa en él. Cansado de estar tanto rato sentado, se levantó. Se dirigió a pasos cortos hasta la puerta de la calle, en la que se detuvo, con las manos cruzadas en la espalda. El sol estaba en el cénit. El aire era caliente y el callejón se veía desierto. Sólo el jeque Darwish se había sentado en la terraza del café, calentándose al sol. Alwan se quedó un rato en el umbral, después se volvió, como quien repite automáticamente un viejo gesto, hacia la famosa ventana, que vio abierta y vacía. Luego, harto de estar de pie, volvió a sentarse a la mesa de trabajo, con expresión preocupada…