El doctor Booshy se disponía a salir de casa cuando llegó la criada de la señora Afify a decirle que esta deseaba hablar con él. El doctor frunció el ceño y se preguntó con contrariedad: «¿Qué querrá ahora? ¿Subirme el alquiler?». Pero pronto desechó la idea, se acordó de que la señora Afify no podía contravenir el decreto militar según el cual los alquileres quedaban congelados hasta después de la guerra. Salió del piso y subió la escalera refunfuñando. El doctor Booshy, como todo el mundo, encontraba muy pesada a la señora Afify y con frecuencia despotricaba contra su avaricia. Llegó incluso a calumniarla asegurando que proyectaba construirse una barraca de madera en la azotea para instalarse en ella y poder alquilar su propia vivienda. Lo que más le molestaba es que nunca había conseguido escatimarle un mes de alquiler, porque cuando las cosas andaban mal, la mujer llamaba en su ayuda a Radwan Hussainy. Llamó, pues, a su puerta con cara de pocos amigos. La señora Afify en persona salió a abrir, envuelta con su velo, y lo invitó a pasar. Él aceptó, tomó asiento y bebió el café que le trajo la sirvienta. La viuda le expuso en seguida el motivo por el que le había hecho llamar:
—Le quería ver, doctor, para pedirle que me examinara los dientes.
Los ojos del doctor brillaron con interés y asombro ante la buena e inesperada noticia. Por primera vez en su vida encontró simpática a la viuda y le preguntó:
—¿Le duele algo?
—No, gracias a Dios, pero se me han caído varias piezas y las otras se tambalean.
Aumentó el gozo del dentista, que entonces se acordó del rumor que corría por el barrio: la señora Afify se iba a casar.
—Lo mejor es ponerse una dentadura nueva —le aconsejó codiciosamente.
—Ya se me había ocurrido, pero me temo que sería demasiado lento.
El hombre se puso de pie y se acercó a ella diciéndole:
—Abra la boca.
El doctor la examinó atentamente estrechando los ojos. Le faltaban varios dientes y los pocos que le quedaban le irritaron, a la vez que le sorprendieron. Sin embargo, consciente de que más le valía andar con pies de plomo, le dijo:
—Necesitaremos unos días para arrancarle las piezas y tendremos que esperar seis meses para ponerle la nueva dentadura. El tiempo necesario para que descansen las encías.
La mujer alzó, contrariada, las cejas, reseguidas de un trazo negro. Su intención era casarse dentro de un par de meses.
—No, no —dijo con impaciencia—. Necesito un trabajo rápido, en un mes ha de estar listo.
A lo que el hombre contestó astutamente:
—¿Un mes? ¡Imposible!
A lo cual la mujer aseveró con irritación:
—Entonces váyase. No le necesito.
El hombre aguardó un poco y luego dijo:
—Habría una manera, si quiere…
Ella se dio cuenta de su astucia, de su actitud de comerciante, lo cual acabó de irritarla. Con un esfuerzo para conservar la calma le preguntó:
—¿Cuál?
—Ponerle una dentadura de oro, porque las piezas de oro pueden colocarse inmediatamente después de haber arrancado los dientes.
A la señora Afify se le encogió el corazón al calcular el precio de una dentadura de oro. De buena gana hubiera rechazado la propuesta del dentista, de no ser por el novio que esperaba: ¿cómo podía presentarse ante él con la boca maltrecha? ¡No podría ni sonreír tranquilamente! Todo el mundo sabía, en el callejón, que el doctor Booshy cobraba unos precios muy moderados, que conseguía dentaduras baratas que revendía por un precio muy ajustado. Nadie se había preocupado de averiguar de dónde las sacaba, lo que importaba era su módico precio.
—¿Qué me costaría una dentadura? —preguntó ella con aire de no dar demasiada importancia al asunto.
El doctor Booshy no se dejó enredar por su fingida indiferencia y le contestó:
—¡Diez libras!
La mujer, que no sabía el precio real de una dentadura de oro, quedó desagradablemente impresionada y repitió:
—¡Diez libras!
Él dijo con irritación:
—Un médico que comercie con su oficio le pediría cincuenta libras, por lo menos, pero en este barrio somos, desgraciadamente, unos pobres desgraciados.
Se enzarzaron en una agria discusión sobre el precio, que acabaron fijando en ocho libras. El dentista salió del piso maldiciendo el infantilismo de la vieja.
Desde hacía unos días la señora Afify veía la vida de otra manera. La felicidad tan esperada se encontraba a dos pasos de ella, las sombras de la soledad comenzaban a retirarse y el frío de su alma estaba a punto de fundirse en agua tibia. Pero la felicidad, antes de dejarse saborear, exigía un precio. La señora Afify ya había comenzado a pagarlo, exorbitantemente, en las tiendas de muebles de la calle Azhar y en las de ropa de la calle Mousky. Había comenzado a echar mano de sus ahorros y no llevaba las cuentas de los gastos. Umm Hamida no la dejaba ni a sol ni a sombra. Su habilidad y buenos consejos se habían convertido en imprescindibles para la viuda que la consideraba un tesoro muy preciado, pese a que, indudablemente, le estaba costando bastante caro. La propia Umm Hamida, consciente de que pronto se le secaría la fuente, no la dejaba tomar ninguna decisión en su ausencia.
Los gastos no eran sólo los de la casa y el ropero porque lo que también necesitaba un buen arreglo era el cuerpo de la viuda. Un día le había dicho a Umm Hamida, riéndose histéricamente a causa de la aprensión:
—¿Has visto qué blancas tengo las sienes con tantas preocupaciones?
Y Umm Hamida, que sabía de sobra que no estaban blancas a causa de las preocupaciones, le había respondido:
—Esto se arregla con tinte. Hoy en día todas las mujeres se tiñen.
La otra se había reído de nuevo:
—¡Bendita seas! ¿Qué sería de mi sin tu ayuda? —Al momento se pasó la mano sobre el pecho y exclamó—: ¡Dios mío! ¿Con ese cuerpo tan flaco cómo podré gustarle al joven novio? No tengo ni pecho, ni caderas, ni ninguna de las redondeces que gustan a los hombres.
—No exagere. Ahora está de moda estar flaca. Pero si quiere le puedo elaborar unas pastillas que la harán engordar en seguida. —Luego, levantando orgullosamente su cara picada por la viruela, prosiguió—: Con Umm Hamida a su lado todo se arreglará. Umm Hamida tiene la llave mágica que abre todas las puertas. Mañana, si vamos a los baños juntas, verá de qué soy capaz.
Así fueron pasando los días, entre febriles preparativos, emprendidos con alegría y esperanza. La señora Afify se hizo teñir el pelo, se dejó recetar drogas, mandó que le arrancaran los dientes estropeados y se hizo poner una dentadura de oro. Todo lo cual le costó muy caro, pero la mujer logró superar su avaricia y sacrificó el ídolo del dinero en aras a un mañana glorioso. Con la esperanza de aquel mañana tan anhelado, comenzó a frecuentar la mezquita de Hussain y a repartir limosnas entre los mendigos del barrio.
Umm Hamida observaba asombrada la transformación que se operaba en la viuda.
—¿Tanto se merece un hombre? —se preguntó—. ¡Alabada sea tu sabiduría, Señor, al disponer que las mujeres adoren a los hombres!