20

A partir de aquel día el hombre apareció regularmente en el callejón de Midaq. Llegaba por la tarde y se sentaba siempre en el mismo sitio, en el Café de Kirsha donde fumaba un narguile y tomaba té. Al principio la presencia de una persona elegante y distinguida sorprendió un poco, pero pronto se acostumbraron a ella y le dejaron de prestar atención. Al fin y al cabo el café estaba abierto a todo el mundo y no había nada de extraño en que un señor como él lo frecuentara. Pero al dueño le irritaba un poco con sus billetes que con frecuencia no eran inferiores a una libra. Sanker, en cambio, estaba encantado con las propinas, las más generosas que jamás había recibido. Hamida observaba sus idas y venidas diarias con impaciencia y excitación. Al principio prefirió renunciar a sus paseos diarios porque le daba vergüenza salir mal vestida, pero el forzoso encierro acabó cansándola y se irritó consigo misma por lo que a su naturaleza rebelde pareció una humillante cobardía. Además, le resultaba enojoso ver como sus costumbres cambiaban a causa de una voluntad ajena, de modo que muy pronto se encontró metida en un nuevo combate interior. Le fascinaban los billetes de banco que le veía ofrecer a Sanker, y no se le escapaba su significado. En otro sitio no hubieran querido decir mucho, pero en el callejón de Midaq su lenguaje era muy elocuente. Aunque él tuviera mucho cuidado en no revelar el motivo real por el que frecuentaba el local, no perdía ocasión para lanzar miradas a la ventana. O se metía el tubo del narguile en la boca moviendo los labios como si lo besara y luego exhalaba el humo al aire como enviándolo a la figura pegada detrás de los postigos entornados. Ella lo observaba con una mezcla de placer e indignación.

Se moría de ganas de recomenzar los paseos. En el caso de que se encontraran y de que él la abordara (de lo que ella no dudaba) le haría bajar los humos a fuerza de insultos, decíase confiada en su capacidad de deslenguarse. Le daría una lección que no olvidaría en su vida. ¡Al diablo con el señorito! Así aprendería a no tratarla como a una cualquiera. El polvo le haría morder al muy canalla. Estaba impaciente por bajar al café e insultarlo públicamente. Lástima que no tuviera un velo mejor y un par de sandalias nuevas.

El desconocido había entrado en su vida en un momento crítico, cuando la muchacha se sentía presa de la desesperación causada por el disgusto que había tenido con Salim Alwan, confinado en su lecho, debatiéndose entre la vida y la muerte, después de haberle hecho creer, durante el espacio de un día, en la inmediata materialización de sus sueños más preciados. Se veía condenada definitivamente a un futuro con Abbas.

Demasiado orgullosa para reconocer con sencillez su mala suerte, la había tomado con su madre, a la que acusaba de envidiosa e interesada. Tal era el estado de ánimo de la chica cuando aquel hombre irrumpió en su vida. Su arrogancia la irritó y fascinó simultáneamente. Se sintió atraída por su aire distinguido y su apuesta masculinidad. En él vio fuerza, dinero, agresividad, cosas que no había encontrado en los hombres que habitualmente trataba. Pero no conseguía ver claro en sus propios sentimientos: se sentía dividida entre su atracción y las ganas de retorcerle el pescuezo para castigar su insoportable arrogancia. Si salía de casa, se libraría del encierro y saldría de dudas. Caminando lograría aclararse y tal vez tendría la oportunidad de plantarle cara, de dar libre curso a su indignación y a la secreta fuerza que la atraía hacia él.

Una tarde se arregló con más esmero del habitual, se envolvió en el velo y salió de casa. En menos de un minuto bajó por el callejón hasta la calle de Sanadiqiya. Al tomar por esta, se le ocurrió, de pronto, que él iba a interpretar mal sus intenciones. Creería que había salido en su busca, sin saber que tenía la costumbre de salir diariamente a dar un paseo. Claro, hacía muchos días que no salía a darlo. Rápidamente, sin embargo, se desembarazó de estas ideas y continuó decidida, confiada en que iba a topar con él y tendría la ocasión de despacharse a gusto.

A pesar de su paso lento, no tardó en llegar a la calle Nueva. Se lo imaginó abandonando precipitadamente el café para no perderla de vista; seguramente bajaría en aquel momento hacia la calle Ghouriya, buscándola como un loco. Semiciega a los transeúntes que pasaban junto a ella, lo veía sin embargo a él, a sus espaldas, acercándosele a paso vivo. ¿La habría visto ya? ¿Sonreiría de aquella manera tan insoportablemente provocadora? El muy bruto no sabía lo que le esperaba. Tenía que ir con mucho cuidado para no caer en la tentación de mirar atrás. Si se volvía una sola vez, todo estaba perdido. Tal vez ya lo tenía pegado a sus talones. ¿Se contentaría con seguirla como un perro callejero? ¿O pasaría delante de ella para hacerse ver? Quizá se le pondría al lado y trataría de entablar conversación.

La muchacha prosiguió el camino muy alerta y lista a saltar, mirando a todos los que la adelantaban con los oídos atentos a los ruidos de detrás. Su tensión era aguda y comenzó a sentir imperiosas ganas de volver la cabeza. Continuó, no obstante, mirando obstinadamente hacia adelante y vio que sus amigas venían en dirección contraria. Reanimada, sonrió, las saludó y dio media vuelta para caminar con ellas. Las muchachas le preguntaron dónde se había metido aquellos días. Ella se inventó el pretexto de una indisposición, constantemente al acecho. Charló y bromeó con sus compañeras mientras sus ojos iban de un lado a otro de la acera. ¿Dónde se habría metido? Tal vez la estaba espiando desde un sitio que ella no alcanzaba a ver. Estaba claro que la oportunidad de darle una buena lección se había perdido. ¿Estaría siguiendo al grupo? Esta vez no pudo resistir más y se volvió. Examinó atentamente la calle y no lo vio por ninguna parte. Quizá se había entretenido en el café y la había perdido. Quizá la estaba buscando como un loco por las calles. Cuando llegaron a la calle Darasa, le asaltó la esperanza de encontrarle allí, como había ocurrido con Abbas. Se despidió animadamente de sus compañeras y se puso a caminar despacio de regreso a casa. Al no verlo por ninguna parte, se desanimó definitivamente y continuó el camino vencida y decepcionada. Al entrar en el callejón, miró hacia el café. Vio a Kirsha, el borde de su manto primero, su hombro izquierdo después y por fin divisó la cabeza anhelada. Allí estaba, fumando tranquilamente el narguile. El corazón le comenzó a latir violentamente y se precipitó dentro de su casa, roja como un tomate, totalmente ciega. Sin darse cuenta cómo, entró en su habitación, se quitó el velo y se desplomó sobre el sofá presa de un ataque de furia.

¿A qué iba entonces cada tarde al café? ¿Por qué lanzaba aquellas miraditas a su ventana y le tiraba silenciosos besos con la boca? ¿Era posible que todo hubiera sido figuración suya? O habría querido darle un chasco, atormentarla deliberadamente. ¿Jugaría con ella al juego del gato y el ratón? De buena gana le hubiera tirado un jarro de agua a la cara. Estaba más furioso que nunca, pero por lo menos estaba segura de una cosa: que quería que la siguiera por la calle.

Esperó con angustia el atardecer del día siguiente, insegura de si volvería a aparecer. Pasó la tarde observando el paso del sol por los muros del callejón, esperando a verlo subir lentamente por la pared del café. Se sintió inquieta al descubrir su temor a que no apareciera.

La hora en que solía llegar pasó. Esperó unos minutos más y entonces estuvo segura de que no iría. Su ausencia la tranquilizó; la vio como una prueba irrebatible de que no se había equivocado. Lo había hecho ex profeso. Una sonrisa afloró a sus labios, a la vez que se le escapó un suspiro de alivio. No había motivo claro para sentir tal satisfacción, pero el instinto le decía que si no iba al café aquella tarde, la tarde anterior también había permanecido en él, sin seguirla, deliberadamente.

Se hartó muy pronto de permanecer encerrada en casa y salió a la calle, sin preocuparse de su aspecto. El aire de la calle le golpeó a la cara y la reanimó. Se acordó de la angustia que había pasado durante todo el día y se dijo, indignada: «¡Estoy loca! ¿Por qué me torturo de esta manera? ¡Al infierno con él!».

Apresuró el paso, se encontró con las amigas y se puso a caminar con ellas. Le dijeron que una del grupo iba a casarse con un tal Zanfal, que trabajaba en una tienda de comestibles de la calle Saidaham. Una de las chicas comentó:

—Tú encontraste novio antes que ella, pero ella va a casarse antes que tú.

La observación desagradó a Hamida que se apresuró a responder:

—Mi novio se ha marchado a ganar dinero para poder darme una buena vida.

Pese a todo, no pudo dejar de expresar el orgullo que Abbas todavía le inspiraba. Se acordó entonces de cómo Salim Alwan había sido fulminado por Dios. ¡Al diablo con él! Le había pasado por inútil. Tuvo la impresión de que la vida se había encarnizado contra ella.

Al final de la calle Darasa se despidió, como de costumbre, de las amigas y dio media vuelta para regresar a casa. Entonces lo vio, a unos pasos de ella, de pie en la acera, como si estuviera esperando a alguien. Hamida lo miró unos instantes aturdidamente, luego continuó caminando a ciegas. Estaba segura de que lo había planeado todo. De que planeaba las cosas a su manera, silenciosamente, para sorprenderla siempre en el momento en que menos se lo esperaba. Intentó reunir fuerzas para montar en cólera. Lo que más la enfureció era haber salido sin arreglarse.

El sol se estaba poniendo, la calle había comenzado a ensombrecerse y estaba prácticamente desierta. El hombre esperó tranquilamente a que se acercara la chica, con una dulce expresión en el rostro, sin la irritante sonrisa de conquistador. Cuando la tuvo a su altura, le dijo sin levantar la voz:

—El que aguanta la amarga prueba de la espera termina siempre por conseguir…

Hamida no oyó el final de la frase porque él la murmuró con la voz todavía más baja, sin quitar los ojos de ella. Ella no dijo nada y apretó el paso.

Él continuó caminando a su lado.

—Hola —insistió—. Ayer por poco me vuelvo loco. No te seguí por miedo a lo que iba a pensar la gente. Después de haber esperado tantos días a que salieras, cuando se presenta la ocasión, me acobardo sin saber qué hacer…

Hablaba mirándola con ternura, con un rostro muy distinto del que la acostumbraba a exasperar. No tenía aquella expresión desafiante: hablaba como si sólo deseara explicarse, sufriendo y disculpándose.

Hamida se desconcertó. No supo qué hacer, cómo tomárselo. Si tratarlo como a un extraño y apresurar el paso, cosa que hubiera podido hacer fácilmente, pero muy a disgusto. Tuvo la impresión de haber estado esperando el encuentro desde el primer momento. Además, tímida no lo era, al contrario, se sentía muy segura.

En cuanto a él, desempeñaba el papel con suma habilidad y sabía mentir muy astutamente. No había sido el temor lo que le había detenido la tarde anterior, el instinto y la experiencia le habían hecho comprender que era mejor no precipitarse y en aquel momento le aconsejaban que sus mejores armas eran la humildad y la dulzura.

—Espera un poco… —le pidió tiernamente.

Ella se volvió hacia él y le preguntó con brusquedad:

—¿Cómo se atreve a hablarme? Yo a usted no le conozco.

—Somos viejos amigos —replicó él cortésmente—. Esos días pasados te he visto más que tus vecinos durante años. He pensado en ti más que todos tus allegados reunidos. ¿Cómo puedes decir que no te conozco?

Habló con calma y sin titubear. Ella le escuchó atentamente, procurando retener sus palabras. Con cuidado en limar las asperezas de su voz, le preguntó:

—¿Por qué me sigue?

—¿Que por qué te sigo? —repitió él con fingida sorpresa—. ¿Por qué en vez de trabajar me siento en el café mirando a tu ventana? ¿Por qué lo abandono todo para pasar horas en el callejón de Midaq? ¿Por qué te he esperado tanto tiempo?

Ella frunció el ceño y dijo desdeñosamente:

—No se lo he preguntado para que me responda con tonterías. Encuentro de muy mal gusto que me siga y ose hablarme.

A lo que él contestó, con un tono diferente, en el que se evidenció la confianza en su habilidad de conquistador:

—Es natural que los hombres sigan a las mujeres guapas. Si no las siguiera nadie, sería una monstruosidad. Mejor dicho, si cuando sales a pasear no te sigue nadie, señal de que pronto se va a terminar el mundo.

Pasaban entonces cerca de una calle en que vivían muchos conocidos de la muchacha. Le hubiera encantado que la vieran siendo cortejada por todo un señor. A lo lejos vio la plaza de la mezquita.

—Váyase… Pasamos por un barrio en que me conocen…

Él la examinaba atentamente percatándose de que disfrutaba de lo lindo con la intriga. En sus labios afloró una sonrisa que, de haberla visto la muchacha, la hubiera enfurecido de nuevo.

—Tú no perteneces a este barrio y la gente que vive en él no es de tu clase. Tú eres distinta. Aquí tú eres una extranjera. —Estas palabras llenaron de confianza a Hamida que se sintió extrañamente feliz. Él prosiguió con voz contrariada—: No entiendo cómo puedes caminar en compañía de aquellas chicas. Eres tan distinta de ellas. Una princesa cubierta de un viejo velo, mientras sus súbditos se pasean con sus trajes nuevos…

—¿A usted qué le importa? Déjeme en paz.

—No pienso irme.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó ella enfadada.

—Te quiero a ti, simplemente —respondió él audazmente.

—Se merece la horca.

—Que Dios me perdone. ¿Por qué te enfadas? ¿No estás en el mundo para ser cautivada? ¿Y no existo yo para cautivarte?

Pasaron por delante de varias tiendas cuando ella, de pronto, le miró y le dijo:

—No dé un paso más, de lo contrario…

—De lo contrario me pegarás —dijo él suspirando.

El corazón de la chica latió violentamente.

—Usted lo ha dicho —dijo con ojos encendidos.

Entonces él sonrió maliciosamente y replicó:

—Eso ya lo veremos. Te dejo ahora, aunque me pesa hacerlo. Te esperaré mañana. No volveré al café para no despertar sospechas en el callejón, pero te esperaré todos los días… siempre. Adiós, hermosa, eres la más hermosa de todas…

Hamida continuó su camino con la expresión extasiada, llena de felicidad. «Tú eres distinta», le había dicho. Sí, era verdad. «Aquí tú eres una extranjera». «¿No estás en el mundo para ser cautivada? ¿Y no existo yo para cautivarte?». ¿Qué más? «Me pegarás», le había dicho. Tuvo la impresión de que iba a estallar de alegría. Ciega a todo lo que pasaba por su lado, llegó a su casa. Se metió en su cuarto y cuando se hubo recuperado de la emoción, se dijo, satisfecha, que había hecho un buen papel. Había demostrado que sabía conversar con extraños, que era capaz de hacer lo que le viniera en gana sin cortarse. Se echó a reír. Luego se acordó de cómo se había prometido que le retorcería el pescuezo y se entristeció. Pero en seguida se disculpó diciéndose que no la había abordado con la expresión de insolencia habitual, sino con dulzura y cortesía. Aunque no era una dulzura natural y en el fondo sabía que era un tigre al acecho del momento idóneo para saltarle encima… Más valía esperar…, esperar a que revelara su auténtica naturaleza… Entonces vería…