Una mañana, el callejón de Midaq fue despertado con más estruendo de lo habitual. En un descampado de la calle de Sanadiqiya unos hombres montaban una gran tienda encarada al callejón. El tío Kamil, convencido de que se trataba de un funeral, se incomodó y exclamó con su característica voz aguda y pueril: «¡Todos somos hijos de Dios, de Él venimos y a Él volveremos! ¡Dios Todopoderoso, Omnisciente, Maestro Supremo!». Llamó a un joven que se encontraba por allí cerca y le preguntó:
—¿Quién es el difunto?
El otro se echó a reír y le respondió que no se trataba de un funeral.
—El pabellón es para un mitin electoral. El tío Kamil alzó la cabeza refunfuñando:
—¡Dale de nuevo con Saad y Adli!
La verdad era que de política no entendía nada, conocía sólo un par de nombres de oídas sin tener ni idea de lo que significaban. En su tienda tenía colgado un cartel con una foto de Mustapha Nahas, que le había regalado Abbas, que también había colgado uno en la barbería. No había tenido inconveniente en colgarlo porque se había percatado de que aquel tipo de carteles era el decorado más frecuente en numerosas tiendas. Sin ir más lejos, en la tienda de ultramarinos de la calle Sanadiqiya había dos fotografías de los líderes nacionalistas, de Saad Zaghloul y de Mustapha Nahas. Y en el Café de Kirsha había una de Khedive Abbas.
El pabellón fue cobrando forma. Habían clavado ya los postes, tendido las cuerdas y comenzaban a tender el toldo. Echaron arena en el suelo. Colocaron sillas a un lado y por el otro dejaron una pasarela que conducía directamente a un estrado. Instalaron altavoces en todas las esquinas que había entre la mezquita y la calle de Ghouriya. Pero lo mejor fue que la tienda se abría al callejón, de forma que sus moradores podían ver lo que pasaba en su interior desde las ventanas y balcones. Sobre el estrado colgaba una fotografía del Primer Ministro y debajo, otra más pequeña de Farhat, el candidato, que la mayoría de la gente ya conocía porque tenía un comercio en la calle Nahasin. Dos jovenzuelos iban pegando más carteles por las paredes. En uno se leía, impresas en brillantes colores, las siguientes palabras:
Votad a Ibrahim Farhat. El seguidor de los principios de Saad. Fuera la tiranía y la miseria. Ha llegado la hora de la justicia y la prosperidad.
Fueron a pegar uno en la tienda del tío Kamil, pero este, al verlo, se opuso. De mal humor, como solía estarlo desde la partida de su amigo Abbas, dijo:
—Aquí no, chicos. Me traería mala suerte y espantaría a los clientes.
A los que uno de ellos respondió, riendo:
—¡Al contrario! Si lo viera el candidato hoy, cuando venga, te compraría todos los dulces de la tienda a precio doble.
El trabajo fue terminado a eso del mediodía y el callejón volvió a recobrar la calma. Pero a media tarde llegó Ibrahim Farhat, seguido de su equipo, a inspeccionar el lugar. A pesar de su aparente despilfarro, de hecho no había gastado ni un céntimo al tuntún, al contrario, como buen comerciante, llevaba cuenta exacta del dinero. Apareció seguido de un grupo de jóvenes que gritaban su nombre en coro, en contestación a otro que desde un poco más adelante que ellos iba haciendo preguntas. «¿Quién es nuestro candidato?». «¿Quién es hijo de nuestro distrito?». Y los otros gritaban: «¡Ibrahim Farhat!». La calle no tardó en llenarse de chicos y el candidato avanzó con el brazo levantado en respuesta a los gritos.
Finalmente entró en el callejón, seguido de los jóvenes que en su mayoría eran miembros del club deportivo local. Se acercó al viejo barbero que había sustituido a Abbas y le alargó la mano, diciendo:
—La paz sea contigo, hermano árabe.
El viejo se inclinó respetuosamente sobre su mano. El candidato reanudó el camino y pasó por delante del tío Kamil.
—No te levantes, por favor —le dijo—. ¿Cómo estás? Tus dulces tienen muy buen aspecto.
Continuó avanzando, saludando a diestra y siniestra hasta el Café de Kirsha. Saludó al dueño y rogó a sus seguidores que se sentaran con él. Muchos de los vecinos del callejón estaban ahí, incluso el panadero, Jaada, y Zaita, el deformador de mendigos. El candidato miró a su alrededor con ojos alegres y dijo a Kirsha:
—Sirve té a todo el mundo.
En realidad el señor Farhat había ido al Café de Kirsha para ganarse las simpatías de este. Unos días antes lo había hecho llamar para convencerle de que actuase a su favor e hiciera lo posible para influir en el mismo sentido a la gente, patronos o empleados, sobre los que tuviera un cierto ascendiente. Le había ofrecido quince libras a cambio, pero Kirsha las había rechazado, argumentando que no se consideraba inferior al dueño del Café de Da-rasa, un tal Al-Fawal, del que se decía que había cobrado veinte libras por el mismo servicio. Farhat logró hacerle aceptar las quince libras, con la promesa de completar la cantidad. Pero al verlo partir, Farhat comprendió que no podía confiar en la lealtad de Kirsha. La verdad era que Kirsha hablaba con irritación de los «políticos» y era obvio que su irritación no desaparecería hasta que no cobrara lo que él consideraba justo.
De hecho, Kirsha parecía otro desde que había comenzado la campaña electoral. De joven había tenido cierto renombre en el campo de la política. Había tomado parte activa en la rebelión de 1919 y se decía que él había planeado el gran incendio que devastó la compañía judía de tabacos de la plaza de Hussain. Se había destacado por su valentía en las luchas entre el bando revolucionario y el de los armenios y judíos. Una vez apaciguada la revuelta, sus energías habían sido canalizadas en las subsiguientes luchas electorales. Su celo fue muy apreciado durante las elecciones de 1924 y 1925, aunque se rumoreó que había aceptado un soborno del candidato gubernamental, a pesar de su declarado partidismo a favor del partido de Wafd. También se dijo que había intentado hacer un juego similar durante la campaña electoral del Sidqy, es decir, embolsarse dinero para luego boicotear las elecciones. Pero los agentes del gobierno se lo impidieron. El día de la contienda le obligaron a montar en un coche para transportarlo, junto con otros, al colegio electoral, viéndose obligado a dejar en la estacada, por primera vez, al partido de Wafd. La última vez que se había metido en política había sido en 1936. A partir de entonces se dedicaba por entero al comercio.
Para él la política se había convertido en una transacción comercial: se ponía a favor del que más le pagara. Su excusa era lo que él consideraba la «corrupción general». Alegaba que si el dinero es el objetivo de los que se disputan el voto, lo más razonable era que también lo fuera para los pobres electores. Se había abandonado a la corrupción, dejándose embrutecer por ella y por las pasiones que lo dominaban. De su antiguo fervor revolucionario sólo guardaba un vago recuerdo. Tal vez en contados momentos de lucidez, en torno al brasero, en compañía de sus colegas, le retornaba el recuerdo con mayor viveza, pero en general prefería no tener en cuenta ninguno de los viejos principios y sólo vivía para el hachís y el «amor», el resto eran desechos, escombros decía él. Ya no odiaba a nadie, ni a los judíos, ni a los armenios, ni a los propios ingleses. La verdad es que tampoco amaba a nadie. Por eso sorprendía que, en la actual guerra, se hubiera entusiasmado de nuevo y hubiera abrazado la causa del partido alemán. Le preocupaba la situación de Hitler y se preguntaba por la fuerza real de los rusos, y si no deberían hacer las paces por separado. Su admiración por Hitler era totalmente ingenua y sólo estaba basada en lo que había oído contar de su fuerza y osadía. Se lo imaginaba como un caballero andante y le deseaba la victoria como, de niño, se la había deseado a los héroes de las leyendas populares, Antar y Abu Zaid.
Pese a todo esto, Kirsha mantenía cierta reputación en el mundo de la política. En parte porque era el mandamás del gremio de propietarios de locales como el suyo, grupo que solía reunirse regularmente por la noche alrededor de su brasero. Por esta razón el señor Farhat había procurado obtener su favor y había decidido pasar una hora de su valioso tiempo en el café del callejón.
No paraba de lanzar miradas a Kirsha hasta que se decidió a hablarle directamente.
—¿Está usted contento, señor Kirsha? —le preguntó.
Los labios de Kirsha esbozaron una sonrisa mientras respondía:
—Alabado sea Dios. Es usted un dechado de bondad y generosidad, señor Farhat.
El otro le susurró al oído:
—Te recompensaré satisfactoriamente.
Kirsha tomó una expresión complacida y, mirando a la concurrencia, dijo:
—Espero, con la gracia de Dios, que no nos defraude, señor.
Un coro de voces se hizo eco exclamando:
—Dios nos libre de ello, señor Farhat.
El político sonrió confiadamente y les aseguró:
—Soy independiente, como ya sabéis. Pero no rechazo los principios de Saad. ¿De qué nos han servido los partidos? ¿Habéis oído hablar de sus disputas continuas? No son más que… —iba a decir unos «hijos de puta» pero se lo pensó mejor al recordar que seguramente había muchos de esos entre los presentes—. En fin, dejémonos de metáforas. He decidido independizarme de los partidos para poder decir la verdad sin trabas. No pienso convertirme en el niño mimado de ningún ministro o líder político. Si Dios nos concede el éxito, cuando esté en el Parlamento me acordaré de que hablo en nombre de los vecinos del callejón de Midaq, de las calles Ghouriya y Sanadiqiya. Los tiempos de los discursos vacíos y de los sobornos han pasado, ahora estamos en un período en que nada puede distraernos de nuestros intereses más vitales: los cupones de ropa, azúcar, queroseno, y aceite han de aumentar, hemos de terminar con el pan adulterado y exigir que baje el precio de la carne.
Una voz, vivamente interesada, preguntó:
—¿De verdad obtendremos todo eso mañana?
El candidato respondió sin titubear:
—Claro que sí. Este es el secreto de la presente revuelta. Ayer fui a ver al ministro… —pero al recordar que acababa de decir que él era independiente, añadió—: Recibía a todo tipo de candidatos. Nos dijo que el próximo período será un tiempo de abundancia y prosperidad. —Tragó saliva y prosiguió—: Veréis cosas asombrosas. Y no os olvidéis de la gratificación que tendréis si salgo elegido.
El doctor Booshy preguntó:
—¿La gratificación llegará sólo después de los resultados oficiales?
El candidato fue presa de una viva inquietud, se volvió hacia él y le dijo:
—También antes.
Entonces el jeque Darwish salió de su sopor para romper el silencio y decir:
—Es parecido a la dote. Antes y después. En cambio Tú, Reina de las Reinas, eres la única que no traes dote, porque descendiste de los cielos atraída por mi espíritu.
El candidato se volvió bruscamente hacia el que acababa de hablar, pero al ver su atuendo, la vieja galabieh, la corbata y las gafas de oro, comprendió en seguida que se trataba de un «santón» y sonrió. Luego le dijo afablemente:
—Bienvenido, reverendo.
Darwish no se dignó contestar y regresó a su habitual estado. Entonces uno de los seguidores del político gritó:
—Cada uno es libre de hacer lo que quiera, pero nosotros vamos a jurar sobre el Corán.
Varias voces se elevaron para contestar:
—De acuerdo.
El señor Farhat inquirió sobre las tarjetas de voto de los presentes. Al llegar el turno del tío Kamil, este respondió:
—No tengo tarjeta. Nunca he participado en ninguna elección.
El candidato le preguntó:
—¿Dónde has nacido?
El otro respondió con indiferencia:
—No lo sé.
Todos se echaron a reír, incluido el señor Farhat, que sin descorazonarse, le prometió:
—Te lo arreglaré en seguida con el jefe del barrio.
En aquel instante llegó un joven con un fajo de pequeños folletos bajo el brazo que se puso a repartir entre la concurrencia. Muchos pensaron que se trataba de propaganda electoral y los cogieron con avidez, por cortesía hacia el candidato. El señor Farhat también cogió uno y leyó lo siguiente:
Algo falta en tu vida conyugal. Toma SANTOURY. Fabricado sin ningún ingrediente tóxico y bajo el control del Ministerio de Sanidad, número registrado 128.
SANTOURY te dará fuerzas y te rejuvenecerá en cincuenta minutos.
Modo de empleo:
Toma un pequeño puñado, no mayor que un grano de trigo, y viértelo en un vaso de té muy azucarado. El producto circula por las venas como una corriente eléctrica. Pide una muestra gratis.
Su precio: 30 milésimos. Se admiten todo tipo de observaciones por parte de los consumidores.
El jolgorio fue de nuevo general. El candidato se sintió ligeramente molesto, pero alguien de su séquito tuvo la buena idea de gritar:
—¡Esto nos traerá suerte! —Luego se acercó a su oído para añadir—: Es hora de irse. Nos espera mucha gente.
El candidato se levantó y dijo:
—Nos despedimos de vosotros, de momento. Volveremos a vernos pronto, si Dios quiere. Que Él nos ayude a convertir en realidad nuestras esperanzas.
Al salir del café dirigió una amable mirada hacia el jeque Darwish:
—Reza por mí, reverendo.
El jeque Darwish extendió el brazo y contestó:
—¡Vete a la m…!
La hora del crepúsculo apenas había llegado cuando la gente comenzó a amontonarse en el interior de la tienda. La noticia había corrido como la pólvora: un gran político iba a dar un discurso. Se decía también que recitarían poetas y actuarían comediantes. La espera no fue larga, porque un hombre no tardó en saltar sobre el estrado para ponerse a leer el Corán. Fue seguido por un conjunto de música, constituido por unos cuantos viejos andrajosos, que tocaron el himno nacional. La música de los altavoces atrajo numerosa gente joven de las calles y callejones vecinos que invadieron la calle de Sanadiqiya.
El aire se llenó de voces y aplausos y cuando terminó el himno, los músicos no bajaron de la tarima, como si esperaran que el político fuera a hacer el discurso acompañado de su música. Uno de los músicos dio unos fuertes golpes contra el suelo del estrado para pedir silencio y acto seguido apareció un famoso recitador, vestido con el traje típico de su pueblo. La muchedumbre calló, sorprendida y encantada, llena de expectación. Terminado el monólogo del recitador, salió una danzarina medio desnuda que acompañó sus contoneos y medias vueltas con gritos de «Para Ibrahim Farhat… más… más». El hombre que se encargaba de los altavoces y micrófonos la coreó diciendo: «Ibrahim Farhat es el mejor candidato… Los micrófonos de Bahlul son los mejores del mundo». El canto, el baile y los aplausos continuaron hasta que todo el barrio se sumó a la fiesta.
Cuando regresó Hamida de su habitual paseo, la fiesta se encontraba en su punto álgido. Como los demás vecinos del callejón había creído que sería un simple mitin electoral lleno de discursos en árabe literario. Pero al ver toda aquella alegría, se puso muy contenta y se apresuró a buscar un hueco por el que meterse entre la multitud y desde donde ver a los músicos y el espectáculo. Contadas eran las veces que había tenido la oportunidad de ver nada parecido. Logró abrirse paso entre la multitud de chicos y chicas que abarrotaban la calle hasta el callejón. Se pegó contra el muro de la barbería, se encaramó a una gran piedra que había allí y apasionadamente, llena de entusiasmo, se dispuso a disfrutar del espectáculo que veía perfectamente.
Estaba rodeada de chicos y chicas por todas partes. Había también mujeres con los niños en brazos o montados sobre los hombros. Al canto se mezclaban las palmas, las voces, los gritos, las risas y los berridos. Hamida se dejó cautivar por el espectáculo. Sus ojos brillaron de entusiasmo. Una dulce sonrisa se dibujó en sus labios habitualmente secos. Se mantenía muy erguida envuelta en su velo del que sólo salía su rostro moreno, unos rizos negros y, por debajo, la parte inferior de las piernas. El corazón le saltaba siguiendo el ritmo de la música, la sangre le corría excitadamente por las venas, toda ella estaba presa de excitación. El recitador le hizo soltar grititos de admiración; la hostilidad que le inspiró la bailarina no logró aminorar su entusiasmo.
Permaneció totalmente absorta en el espectáculo de la tarima, sin darse cuenta de que comenzaba a caer la noche. De pronto algo tiró de ella con fuerza obligándola a mirar hacia su izquierda.
Apartó la vista del estrado y giró los ojos hasta topar con los de un hombre joven que la miraban insolentemente. Los ojos de Hamida se posaron un instante en los del joven para volverlos a fijar apresuradamente en el espectáculo. Pero sin conseguir de nuevo sentir el interés de hacía tan sólo unos momentos. La venció un intenso deseo de volver a mirar hacia la izquierda. La insolencia de la mirada del hombre la sobrecogió de pánico. Él sonrió entonces de un modo extraño. Presa de cólera, volvió a dirigir la mirada al estrado. La expresión de aquella mirada la había enfurecido. La extraña sonrisa expresaba una ilimitada confianza en sí mismo y era toda una provocación, algo exasperante que la tocó en lo más vivo de su carácter rebelde y peleón. Sintió un fuerte deseo de clavar las uñas en alguna parte, en el mismo cuello del personaje, por ejemplo. Decidió no hacerle ningún caso, aunque detestaba no plantarle cara, sobre todo teniendo en cuenta que el tipo continuaba mirándola con la misma expresión. Su alegría y buen humor desaparecieron y su lugar fue ocupado por la furia.
Y como si no tuviera bastante con lo que había conseguido, o como si el fuego que acababa de encender le tuviera sin cuidado, el hombre se acercó a la tarima, situándose en un punto de la línea recta de su campo de visión, como con la intención de interponerse entre ella y el espectáculo. Se plantó de espaldas a la muchacha. Era alto y delgado, ancho de hombros, llevaba la cabeza descubierta y el pelo era abundante. Iba vestido con un traje verdoso. Parecía una persona elegante y distinguida y su presencia sorprendía en aquel ambiente tan popular. La sorpresa hizo que Hamida pronto se olvidara de la furia que acababa de provocarle. ¡Era todo un señor, como raramente se veía en el callejón! ¿Volvería a mirarla de nuevo, en medio de toda aquella gente? Por lo visto nada era capaz de contenerlo y el hombre volvió a girarse para lanzar una mirada llena de intención a Hamida.
Tenía el rostro delgado, los ojos almendrados y las cejas espesas. Su mirada era a la vez astuta y atrevida. No contento con la inspección anterior, esta vez la miró de pies a cabeza, desde sus gastadas sandalias hasta el cabello. Ella esperó inmóvil a ver su reacción. Sus miradas volvieron a encontrarse y en la de él volvió la misma expresión de insolencia y seguridad en la victoria. Hamida sintió que le hervía la sangre. De buena gana le hubiera humillado e insultado delante de todos. Pero reprimió el impulso. De súbito se cansó del juego, bajó de la piedra a la que estaba encaramada, se dirigió apresuradamente hacia el callejón y en pocos segundos atravesó la distancia que la alejaba de su casa. Subió la escalera de cuatro en cuatro, furiosa y arrepentida de la indulgencia que había mostrado con el extraño, al que más hubiera valido haber vuelto la espalda inmediatamente.
Se metió en su habitación, arrojó el velo sobre la cama y se colocó junto a la ventana, a mirar a la calle a través de la rendija de los postigos. El hombre estaba allí, mirando fijamente las ventanas, sin la sonrisa provocadora de antes. Ahora más bien parecía preocupado.
La muchacha permaneció junto a la ventana, encantada del obvio desconcierto del hombre y preguntándose por qué se habría puesto tan furiosa. Saltaba a la vista que era una persona educada, totalmente diferente de sus otros admiradores. Además, le había causado una fuerte impresión, de lo contrario no estaría allí, con aquella expresión preocupada. En cambio, la expresión insolente de antes la ponía fuera de sí. ¿De dónde sacaba el tipo aquella seguridad en sí mismo? ¿Se creía acaso el héroe de alguna epopeya o un príncipe?
El hombre comenzó a dar señales de cansancio al no ver nada esperanzador en ninguna ventana. Hamida temió que se marchara y se perdiera en la multitud. Vaciló unos instantes y después giró el pomo de la ventana consiguiendo entreabrirla un poco, y se puso detrás de la abertura a mirar la fiesta. El hombre ya le daba la espalda y había comenzado a alejarse, pero ella estaba segura de que antes de salir del callejón, volvería a girar la cabeza. Y en efecto: volvió la cabeza una vez más y recorrió con la mirada las ventanas. Sus ojos se detuvieron en la abertura astutamente conseguida por Hamida. Permaneció unos instantes vacilando y luego… luego la insolente sonrisa volvió a dibujarse en sus labios. Su expresión de arrogancia fue mayor que nunca. La muchacha comprendió que había cometido un disparate dejándose ver de nuevo. Lo vio avanzar hacia su casa con paso tan decidido que temió que entrara en ella.
El hombre, sin embargo, entró en el Café de Kirsha y se sentó entre donde estaba el dueño y el jeque Darwish, en el lugar donde solía sentarse Abbas. Desde allí volvió a buscar la silueta de Hamida. Al hombre no le faltaba audacia. Ella, no obstante, no se apartó de la ventana, sino que continuó mirando el espectáculo del pabellón, aunque no supiera a ciencia cierta qué era lo que veía. Sentía la mirada del hombre clavándose en ella a intervalos, como relámpagos o descargas eléctricas.
El hombre no se fue hasta que no terminó la fiesta y no se hubo cerrado la ventana. Hamida no olvidó nunca aquella noche.