Umm Hamida apresuró el paso hacia su casa y en el camino su imaginación urdió fabulosos sueños. Encontró a Hamida de pie en el centro de su habitación, peinándose. La miró como si la viera por primera vez o como si en ella descubriera la mujer que había sorbido los sesos de un hombre tan importante y rico como Alwan. Llegó a envidiarla. No dudaba de que de cada piastra obtenida por la joven de este matrimonio, la mitad sería para ella, y que las dos compartirían la misma buena vida. Sin embargo, un extraño sentimiento se mezcló con la alegría y la ambición y no pudo por menos de preguntarse: «¿Cómo se explica que el destino tuviera reservada tanta suerte a una chica sin padre ni madre?». Además, se preguntó: «¿No habrá el señor Alwan oído nunca la desagradable voz con que grita a las vecinas? ¿No conoce sus arrebatos de ira?». Sin apartar los ojos de la muchacha, le dijo:
—¡Alabado sea el Profeta, resulta que naciste bajo una buena estrella!
Hamida dejó de peinarse el reluciente pelo negro y se echó a reír, a la vez que preguntaba:
—¿Por qué? ¿Por qué lo dices? ¿Ha pasado algo nuevo?
La casamentera se quitó el velo y lo tiró sobre el sofá. Luego con calma deliberada y sin quitar los ojos de la chica, para ver qué efecto surtían sus palabras, dijo:
—¡Sí, otro marido!
Los ojos de la chica se encendieron de interés y curiosidad:
—¿Lo dices en serio?
—¡Un hombre muy importante, un personaje con el que jamás te hubieras atrevido a soñar, no un soñador cualquiera, maldita sea!
El corazón de Hamida se puso a latir violentamente.
—¿Quién será? —preguntó.
—¡Adivínalo!
—¿Quién es? —insistió la chica con vehemente impaciencia.
Entonces, alzando la cabeza, Umm Hamida dijo:
—¡El señor Salim Alwan en persona!
La mano de la muchacha apretó convulsivamente el peine, clavándose las púas en la carne.
—¡Salim Alwan, el propietario del bazar! —exclamó.
—Sí, el propietario del bazar. Un hombre cuya fortuna no podríamos acabar de contar nunca.
El rostro de Hamida resplandeció de felicidad, al murmurar casi inconscientemente, con sorpresa y alegría:
—¡Vaya noticia!
—¡Una noticia maravillosa! No podría haberla mejor. Me costaría creerlo si no me lo hubiera dicho a mí, personalmente.
Hamida se clavó el peine en el pelo y corrió a sentarse al lado de su madre adoptiva.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó sacudiéndola por los hombros—. Dime todo lo que te ha dicho, palabra por palabra.
Escuchó atentamente a Umm Hamida mientras esta se lo contaba todo. El corazón continuó latiéndole con fuerza, la cara se le había puesto roja y los ojos le brillaban de alegría. Era el sueño de su vida súbitamente convertido en realidad, la riqueza y el lujo que siempre había deseado. Su ambición de fasto y poder era capaz de hacerla enfermar, era un instinto devorador que seguramente sólo la riqueza lograría apaciguar. Deseaba todo lo que implicaba el dinero: respetabilidad, ropa elegante, joyas, orgullo y un mundo nuevo lleno de gente confiada y dichosa.
Su madre se la quedó mirando y preguntó:
—¿En qué piensas?
Umm Hamida no tenía ni idea de lo que sería la respuesta. De lo único que estaba segura era de su deseo de contradecir a la muchacha. Si ella le decía: «En el señor Alwan», ella le replicaría: «¿Y en Abbas no?». Pero si le mencionaba a Abbas, le diría: «¿Y el señor Alwan? ¿Daremos calabazas al señor Alwan?». Pero Hamida, con expresión incrédula, respondió:
—¿Que en qué pienso?
—Sí, en qué piensas. El asunto no es fácil. No te habrás olvidado de que estás comprometida, ¿verdad? ¿Y de que leímos el Corán con Abbas?
La muchacha endureció la mirada hasta cobrar una fea expresión y exclamó, desdeñosamente:
—¡Abbas!
La mujer se asombró de la rapidez con que la joven descartaba la posibilidad de un conflicto en asunto de tal importancia. Como si Abbas jamás hubiera existido. Pensó, una vez más, que su hija no era una persona normal, que era terrible. Cierto que no dudaba de la conclusión del debate, pero hubiera preferido que llegaran a ella con más lentitud. Hubiera preferido ver vacilar a la muchacha, haberla tenido que persuadir y no oírla pronunciar el nombre de Abbas con aquel extraño desprecio. De modo que, con tono crítico, le dijo:
—¡Sí, Abbas! ¿Has olvidado que es tu novio formal?
Por supuesto que no lo había olvidado. Pero qué más daba si se había olvidado o no. ¿Iba su madre a ponerle trabas? La miró atentamente y se percató de que el reproche era mera comedia. Se encogió de hombros y con el mismo tono desdeñoso, exclamó:
—¡Un infeliz!
—¿Qué dirá la gente?
—Que diga lo que quiera…
—Voy a pedir consejo a Radwan Hussainy. Hamida palideció al oírlo y objetó:
—¿Qué tiene él que ver con nuestros asuntos?
—En nuestra familia no tenemos a un hombre a quien consultar. Él será nuestro hombre.
La mujer no pudo esperar más. Se levantó, se cubrió con el velo y salió de la habitación diciendo:
—Voy a pedirle consejo, en seguida vuelvo.
La muchacha la siguió con una mirada torva y luego recomenzó a peinarse, con gestos maquinales, perdidos los ojos en alegres sueños. Al poco rato se levantó y se acercó a la ventana, donde estuvo casi una hora, mirando el bazar por entre los postigos. Después volvió a sentarse.
De Abbas no se había olvidado con la presteza que su madre se había imaginado. Era verdad que durante un tiempo creyó que estaba ligada a él para toda la vida, y que la idea la había hecho dichosa. Le había manifestado su amor ofreciéndole sus labios y aviniéndose a hablar de su futura vida en común. Le había prometido ir a la mezquita a rezar por él, cosa que había hecho, cuando normalmente sólo iba a rezar para pedir que alguna de las mujeres con que acababa de reñir fuera debidamente castigada. Además, gracias a Abbas, su situación había mejorado, ya no era la simple mocosa de la que Umm Hamida podía burlarse diciendo: «Te cortaré el pelo si alguien osa pedir tu mano». Ahora era una joven prometida.
Sin embargo, era consciente de vivir sobre la boca de un volcán. La situación no acababa de satisfacerla. Continuaba aquella devoradora desazón que Abbas había logrado calmar un poco, sí, pero forzoso era reconocer que no era el hombre de sus sueños. Sus ideas sobre cómo debería ser su futuro marido no eran muy definidas y Abbas no la había ayudado a concretarlas. Se había dicho que seguramente, a fuerza de vivir con él, acabaría siendo más feliz de lo que se imaginaba. La muchacha no paraba de reflexionar sobre ello y la reflexión es un arma de dos filos. Más de una vez se había sorprendido preguntándose qué clase de felicidad sería la que iba a experimentar con Abbas, si no sería una fantasía más de las suyas. El joven le había dicho que regresaría convertido en un hombre rico y que abriría una nueva barbería en la calle Mousky. ¿Sería la vida de la mujer de un barbero mucho mejor que la que llevaba entonces?
Estos pensamientos la confundían, a la vez que reforzaban sus sospechas de que tal vez el barbero no fuera el marido ideal. Se daba cuenta de que, en el fondo, la indiferencia y la aversión que sentía por él serían necesariamente obstáculos a una feliz vida en común. Y sin embargo no sabía qué hacer. Se sentía ligada a él eternamente. ¿Por qué no aprendía un oficio como sus amigas? Con un oficio no le haría falta casarse con prisas, o quizá no necesitaría casarse jamás.
Tal era su estado de ánimo cuando le llegó la noticia de que Salim Alwan había pedido su mano. No es de extrañar, pues, que le costara muy poco deshacerse del primer novio.
Su madre no tardó en llegar de la casa de Radwan Hussainy y lo primero que dijo, con voz grave, fue:
—¡No le parece nada bien!
Y pasó a contarle toda la conversación con él. Radwan había comparado a los dos hombres con las siguientes palabras: «Abbas es joven y Alwan es viejo; Abbas pertenece al mismo ambiente social que la chica, el señor Alwan pertenece a otra clase superior. El matrimonio entre un hombre como él y una chica como Hamida provocará problemas serios que harán sufrir a la muchacha». Y había concluido diciendo: «Abbas es un buen muchacho. A Hamida le gusta. Se ha ido a ganar dinero con vistas al matrimonio. Si regresa sin haberlo logrado, Dios no lo quiera, no tienes más que casar a Hamida con quien mejor te parezca».
La joven la escuchó echando chispas por los ojos. Con voz dura respondió:
—Radwan Hussainy es un santo, o por lo menos cree serlo. Cuando da una opinión, lo único que le preocupa es mantener el respeto que se ha merecido como un santo. ¡Y en lo último que piensa es en mi felicidad! Seguramente le impresionó eso de que hayamos leído el Corán, como es natural en un hombre que se deja crecer dos metros la barba. No le consultes sobre mi matrimonio, consúltale, si quieres, sobre la interpretación de un versículo del Corán. Además, si fuera tan santo como dicen, Dios no habría permitido que se le murieran todos los hijos.
A Umm Hamida la osadía de su hija le infundió temor.
—¿Te parece bien hablar de esta manera de uno de los hombres más santos y virtuosos de la ciudad? —preguntó contrariada.
La chica exclamó con irritación:
—Será todo lo virtuoso y santo que tú digas, un profeta si quieres, pero no permitiré que se interponga, como una piedra, en mi camino a la felicidad.
A la mujer la desfachatez de su hija le hizo sufrir. No porque estuviera de acuerdo con el parecer de Radwan Hussainy, al contrario. Pero sin poder dominar el deseo de llevar la contraria a su hija, dijo:
—Tienes novio formal…
Hamida la atajó con una risita burlona:
—La joven es libre hasta el día de la boda. Entre él y yo sólo ha habido unas palabras y una fuente de dulces.
—¿Qué me dices del Corán?
—Es de sabios saber perdonar…
—Abusar del Corán es una falta grave.
—¡Me importa un comino!
Umm Hamida se golpeó el pecho y gritó:
—¡Hija de serpiente!
Hamida había detectado la secreta aprobación de su madre adoptiva, por lo que se echó a reír diciendo:
—Cásate tú con él.
La mujer disimuló su regocijo y dijo, dando una palmada:
—Supongo que estás en tu derecho de intercambiar un plato de dulces por otro de trigo condimentado.
Pero su hija la miró con expresión de desafío y replicó:
—He rechazado a un joven por un viejo.
Umm Hamida soltó una carcajada:
—Para que el gallo engorde hay que esperar a que se haga viejo.
Dicho esto, se acomodó en el sofá olvidándose de la fingida oposición a los argumentos de la chica. Tomó un cigarrillo, lo encendió y se puso a fumar con un placer que hacía tiempo no había experimentado.
Hamida le lanzó una mirada de irritación y le dijo:
—Cualquiera diría que estás más contenta tú que yo de mi nuevo esposo. Te opones a él por orgullo, porque eres una testaruda y porque te gusta hacerme enfadar. Que Dios te perdone…
—Cuando un hombre como el señor Alwan se casa con una chica joven, se casa en realidad con toda su familia. Es como el Nilo que, cuando crece, inunda todo el país. ¿O es que te has creído que te ibas a instalar tú sólita en tu nuevo palacio, dejándome a mí a merced de la señora Afify y de otras almas caritativas como ella?
Hamida, que había comenzado a trenzarse el pelo se echó a reír y con afectado orgullo dijo:
—A merced de la señora Afify y de la señora Hamida Alwan.
—Claro… Claro…, huérfana, hija de padre desconocido.
Pero Hamida continuó riéndose:
—¡De padre desconocido, eso es! ¡Cuántos padres conocidos hay que no valen un comino!
Al día siguiente, Umm Hamida, risueña y relajada, se fue al bazar dispuesta a leer de nuevo los primeros versículos del Corán. Pero no encontró a Alwan en su mesa de trabajo. Preguntó por él. Le dijeron que no había aparecido. Regresó a su casa de mal humor. Al mediodía llegó al callejón de Midaq la noticia de que Salim Alwan había sufrido un ataque cardíaco durante la noche. Guardaba cama, debatiéndose entre la vida y la muerte.
Una ola de tristeza barrió el callejón. En casa de Umm Hamida la noticia cayó como un rayo.