Un día estaba Salim Alwan, como de costumbre, sentado a su mesa de trabajo cuando entró Umm Hamida a comprar unas cosillas. La mujer siempre había sido bien recibida en la casa, pero aquella vez Alwan no se contentó con ser simplemente amable, sino que la hizo sentar cerca del escritorio y mandó a uno de los empleados a por los perfumes que había pedido la mujer. Estas atenciones conmovieron a Umm Hamida que se las agradeció con una profusión de bendiciones. Pero la verdad era que la amabilidad de Alwan no era espontánea, sino resultado de la firme decisión que recientemente había tomado.
Después de todo no es fácil para un hombre debatirse a diario con un torbellino de problemas sin resolver. Para empezar, la inquietud por sus hijos saltaba a la vista. Le desazonaba, entre otras cosas, qué hacer con el dinero acumulado, el cual, según decían los pesimistas, sería fuertemente devaluado una vez terminara la guerra. Seguía pendiente lo del título de bey: era como un tumor maligno que volvía a aparecer cada vez que él lo daba por desaparecido. Y por añadidura estaba el problema de la relación con su mujer, más el temor de que su propia juventud y vitalidad se marchitaran antes de tiempo. A todo esto se añadía la pasión que lo consumía.
Finalmente había llegado a la conclusión de que alguno de sus problemas tenía que ser resuelto de una vez, pero no sabía por dónde empezar. Movido por la pasión, se decidió por el más candente, convencido de que una vez solucionado este, los otros desaparecerían como por encanto.
Sin embargo no era ciego a las consecuencias. Sabía que si solucionaba este, otros mayores no tardarían en surgir. Pero como se trataba de una cuestión amorosa, creía, en su ofuscación pasional, que el amor allanaría las dificultades del camino. Se decía resueltamente: «Mi esposa está acabada como mujer, yo no soy de los que, a mi edad, echaría una cana al aire. Pero no hay motivo para no satisfacer un deseo que me atormenta. ¿Por qué deberían castigarme por ello? Alá desea que gocemos, no tenemos que ser duros con nosotros mismos». Con este razonamiento llegó a su irrevocable decisión de hacer realidad su deseo. Invitó a Umm Hamida a sentarse a su lado con la intención de abordar el tema con ella. Permaneció unos instantes sin atreverse a hablar, no porque vacilara, sino porque no resultaba fácil bajar de su pedestal para confiarse a una mujer de la calaña de Umm Hamida. En aquel momento entró un empleado con el famoso plato de trigo y palomo. Al verlo Umm Hamida, una sonrisita le afloró a los labios. Salim Alwan se percató de ello y decidió aprovechar la oportunidad para olvidarse de su posición superior y decir con aire contrariado:
—¡Los problemas que me causa este famoso plato!
Umm Hamida, temiendo haberlo ofendido con su sonrisa, se apresuró a comentar:
—¡Cielo santo! ¿Y por qué razón?
Él, todavía contrariado, respondió:
—No me causa más que dificultades…
La mujer, sin comprender de qué hablaba, volvió a preguntar:
—¿Y por qué, señor?
Entonces, Alwan, consciente de que su interlocutora era una casamentera profesional, dijo:
—Mi esposa no lo aprueba…
Umm Hamida se sorprendió mucho al escuchar esto, y recordó cómo en el callejón hubo un tiempo en que todos los vecinos estaban locos por conseguir la famosa receta. ¿De modo que la mujer de Alwan era una mojigata que estaba en contra del plato?
—¡Me sorprende! —dijo sonriendo impúdicamente.
Alwan hizo un gesto resignado con la cabeza. A su mujer nunca le había hecho gracia que lo comiera, ni en su juventud. Era de naturaleza sana y le repugnaba todo lo que se desviaba del curso natural de las cosas. Lo había soportado como una obligación más, por respeto al temperamento de su esposo y por temor a molestarlo. Pero no había desaprovechado ocasión para aconsejarle que renunciara a una costumbre que consideraba peligrosa, principalmente para la salud. Con la edad, su impaciencia se había acrecentado y sus quejas eran mucho más explícitas. Había llegado al extremo de abandonar el domicilio conyugal y refugiarse en casa de sus hijos, simples visitas aparentes, pero que en realidad eran una huida.
Como era natural, Alwan se había irritado y la había acusado de frigidez. Toda suerte de roces y desaires habían comenzado a emponzoñar la vida conyugal de los dos, sin que él se aviniera a renunciar a su hábito, ni a mostrar algo de comprensión por la obvia debilidad de su mujer. Decidió que no era más que rebeldía y, por lo tanto, la excusa para comenzar una nueva vida matrimonial.
Alwan meneó la cabeza melancólicamente y, seguro de que a Umm Hamida no se le escaparía el sentido de sus palabras, susurró:
—Ya está avisada, le he dicho que me volvería a casar. Y lo pienso hacer, con la gracia de Dios.
La mujer aguzó el oído, despertando su instinto profesional. Lo miró como el negociante que descubre ante sí a un extraño cliente:
—¿A este punto ha llegado la cosa, señor? —le preguntó.
El hombre puso cara de preocupación.
—Hace días que te esperaba —le dijo muy serio—. Había pensado hacerte llamar. ¿Qué opinas tú?
Ella suspiró, invadida por una súbita alegría. Más tarde diría que había entrado a por un poco de hena y había topado con un tesoro. Lo miró sonriendo:
—Usted es un personaje importante, no hay muchos como usted. Feliz la mujer escogida por un hombre de su clase. Cuente conmigo. A mi disposición tengo toda clase de mujeres, vírgenes y viudas, jóvenes y maduras, ricas y pobres. Escoja la que usted quiera.
Alwan se retorció el bigote con expresión embarazada. Se inclinó hacia ella y en voz baja, con una sonrisa, le dijo:
—No hace falta que busques mucho. La que yo quiero está en tu casa.
Ella abrió los ojos e, inconsciente de lo que decía, exclamó:
—¡En mi casa!
Entonces él, muy contento al ver la sorpresa de la mujer, dijo:
—Sí, en tu casa. Está hecha de tu propia carne y tu propia sangre. Me refiero a tu querida Hamida.
La mujer, atónita, no lograba dar crédito a sus oídos. Ya sabía, porque la propia Hamida se lo había comentado, que Alwan seguía a la muchacha con ojos encendidos. Pero jamás se hubiera imaginado que aquel señor, el propietario de una importante casa comercial, fuera a pedir la mano de Hamida.
Con voz agitada le dijo:
—No somos dignas de este honor, señor.
Él contestó delicadamente:
—Eres una mujer respetable y amo a tu hija. Basta con eso. ¿Son sólo dignas las personas ricas? ¿Qué necesidad tengo yo de dinero, cuando es dinero lo que me sobra?
Ella escuchaba sin salir de su estupor. De pronto se acordó de una cosa en la que no había pensado. Se acordó de que Hamida estaba comprometida y se le escapó una exclamación de contrariedad que en Alwan provocó la siguiente pregunta:
—¿Qué te sucede?
La mujer contestó nerviosamente:
—¡Dios mío! Me había olvidado de decirle que Hamida tiene novio formal. Abbas Hilu pidió su mano antes de partir para el campamento de Tell el-Kebir.
La cara de Alwan enrojeció de rabia.
—¡Abbas Hilu! —gritó como si pronunciara el nombre de un vil insecto.
—¡Recitamos los primeros versos del Corán para con firmarlo! —exclamó Umm Hamida con voz apenada.
—¿Con ese barberito? —preguntó desdeñosamente el hombre.
Umm Hamida añadió, excusándose:
—Dijo que se alistaba en el ejército para ganar dinero y se fue después de que leyésemos los primeros versículos.
La cólera de Alwan aumentó al verse tratado al mismo nivel que Abbas.
—¡El estúpido se imagina que el ejército es el paraíso! —dijo furioso—. Me sorprende que te hayas acordado de esta historia.
—Es que me vino súbitamente a la memoria. No podíamos imaginarnos un honor como este, por eso no vi razón ninguna para rechazarlo. No se enfade conmigo, señor. Los deseos de una persona como usted son órdenes. Es que no soñamos una cosa así, eso es todo. Me marcho, pero volveré pronto. No se enfade conmigo.
El rostro de Alwan se aclaró al darse cuenta de que se había excedido en su cólera, como si Abbas Hilu lo hubiera atacado personalmente.
—¿No tengo derecho a enfadarme? —dijo, sin embargo. Su rostro volvió a ensombrecerse. De súbito se acordó de otra cosa desagradable—: ¿Ha dado su consentimiento la muchacha? —preguntó—. Quiero decir si la chica lo quiere.
La mujer se apresuró a contestar:
—Mi hija no pinta nada en esta historia. Lo que pasó fue sencillamente eso: Abbas Hilu nos vino a visitar un día, acompañado del tío Kamil, y luego leímos el primer versículo del Corán.
—¡Qué rara es la juventud! Casi se mueren de hambre pero no ven inconveniente en casarse y llenar el barrio de niños que tendrán que recorrer las calles buscando comida en los cubos de la basura. Olvidémonos de esta historia.
—Será lo mejor, señor. Ahora me voy, pero volveré. Que Dios nos ayude.
La mujer se puso de pie y se inclinó sobre su mano a modo de saludo. Tomó el paquete de hena que el empleado había dejado sobre la mesa y se marchó.
Alwan permaneció turbado, con la cara hosca, nervioso, irritado, encendida la mirada. Había tropezado al primer paso. Escupió al suelo como si quisiera expulsar al mismo Abbas del cuerpo. ¡Un barbero muerto de hambre atreviéndose a hacerle la competencia! Se imaginó las malas lenguas comentando el asunto, las acusaciones de su mujer. Cómo todo ello llegaría a los oídos de sus hijos, de sus amigos y enemigos. Reflexionó largo rato sobre ello, sin que ni por un instante se le ocurriera echarse atrás. La batalla ya había sido librada días antes y él había tomado la decisión de llevar el asunto a buen final, con la ayuda de Dios. Se retorció el bigote repetidas veces, sacudiendo la cabeza con expresión de abatimiento. Conseguiría a Hamida y no haría caso de lo que dijera la gente. A fin de cuentas, bastante mal habían hablado ya de él. Con el pretexto del dichoso plato de trigo mezclado con carne de palomo, por ejemplo. Allá ellos con sus chismes. Él no iba a arredrarse.
En cuanto a su familia, bueno, tenía suficiente dinero para ponerlos a todos contentos. Una nueva boda no le costaría más que el título. Comenzó a sentirse más tranquilo, de mejor humor, satisfecho de ver el curso que tomaban sus reflexiones. Lo importante era no olvidar que era un hombre de carne y hueso. De lo contrario, corría el peligro de pasar por alto sus derechos y de acrecentar, inconscientemente, sus preocupaciones. De qué le servía tanto dinero si no osaba materializar su más preciado deseo, si dejaba que se le consumiera el cuerpo antes de tiempo.