16

—¿Qué veo? ¡Un hombre perfectamente respetable!

El que hablaba era Zaita y su interlocutor un viejo de porte agradable y digno, plantado delante de él con aspecto humilde y sumiso. Era alto y delgado, y llevaba una galabieh deshilachada que, sin embargo, nada restaba a la dignidad de su aspecto. Su cabeza era grande, el cabello blanco, el rostro alargado, los ojos tranquilos y llenos de humildad. De su aire digno y su buen porte se hubiera podido deducir que era un militar retirado. Zaita lo inspeccionó, atónito, pacientemente, a la mortecina luz de la lámpara. Al poco rato volvió a decir:

—Eres un hombre verdaderamente digno. ¿Por qué quieres hacerte mendigo?

—Ya lo soy —contestó el hombre con voz serena—. Pero no gano nada.

Zaita tosió, escupió y se frotó la boca con la manga negra de la galabieh.

—Eres demasiado débil para aguantar presión en los miembros. De hecho, pasados los veinte años, no es recomendable hacerse una deformación postiza, porque las postizas hacen tanto daño como las auténticas. Mientras los huesos son tiernos, hay garantía de que la deformidad dure. Pero tú eres todo un viejo. ¿Qué podría hacer por ti?

Zaita reflexionó un momento. Abrió la boca y sacó la punta de la lengua varias veces como una serpiente, tal como solía hacer siempre que reflexionaba. De pronto le brillaron los ojos y exclamó:

—¡La dignidad es la mejor deformación de todas!

El otro lo miró con perplejidad y le preguntó:

—¿Qué quieres decir, reverendo?

El rostro de Zaita tomó una expresión encolerizada.

—¿Reverendo? —gritó—. ¿Quién te ha dicho que me dedico a rezar en los entierros?

El viejo pareció sorprenderse ante tal ataque de cólera. Extendió las manos hacia adelante con gesto de pedir perdón.

—¡Dios me libre! —dijo con voz entrecortada—. Mi intención era halagarte.

Zaita escupió dos veces al suelo y dijo, con voz arrogante:

—Los mejores médicos del país serían incapaces de hacer lo que yo hago. Por si no lo sabías, hacer una deformación falsa es mucho más difícil que hacer una auténtica. Deformarte a ti sería más fácil que escupirte a la cara.

Entonces el otro, con exagerada cortesía, le dijo:

—No te ofendas, te lo ruego. Dios es misericordioso.

La cólera de Zaita disminuyó. Lanzó una mirada incisiva al viejo y con voz en la que todavía se detectaba algo de la anterior aspereza le dijo:

—Como te he dicho, la dignidad es la mejor de las deformidades…

—¿Qué quieres decir, maestro?

—Con la dignidad conseguirás lo que quieras. Serás un mendigo fuera de serie.

—¿Con la dignidad, maestro?

Zaita metió la mano dentro de un pote que había sobre el estante. Sacó una colilla que encendió con la llama de la lámpara. Entornó los ojos aspirando una bocanada de humo y prosiguió:

—A ti no te conviene ser deforme. Al contrario, tú lo que tienes que hacer es mejorar el aspecto. Lávate la galabieh, busca un fez un poco usado y ponte a caminar con el porte digno, humildemente. Acércate tímidamente a los clientes de un café y tiende la mano en silencio. Habla con los ojos. Algo sabrás del lenguaje de los ojos, ¿verdad? Te mirarán con sorpresa. La gente dirá: «Este hombre debe de haber valido mucho». Dirán: «No es un mendigo profesional». ¿Comprendes ahora lo que quiero decir? Con tu dignidad, ganarás tres veces más que los otros con sus deformidades.

Le ordenó que ensayara los gestos mientras él lo observaba fumando la colilla. Después reflexionó un momento y dijo, frunciendo el ceño:

—Ahora no te figures que puedes escatimarme el sueldo, bajo el pretexto de que no te he hecho ninguna deformidad. Eres libre de hacer lo que quieras, pero desgraciado de ti si te atreves a salir del barrio.

El hombre hizo un gesto de horror y dijo:

—Dios me libre de traicionar a mi bienhechor.

Y con estas palabras se acabó la entrevista. Zaita acompañó al hombre hasta la calle y, al volver a su cuartucho, se dio cuenta de que la panadera estaba sola, de cuclillas sobre una estera. A Zaita le agradaba intercambiar unas palabras con la mujer, en parte porque le interesaba estar bien con ella y en parte, también, para tener una oportunidad de expresar la secreta admiración que sentía por ella.

—¿Has visto al hombre que acaba de salir? —le preguntó.

La panadera contestó con indiferencia:

—Otro que quería ser lisiado, ¿no?

Zaita se echó a reír y le contó toda la historia. La mujer se rio con él, maldiciéndole por sus diabólicas ocurrencias. Entonces, él avanzó unos pasos hacia la pequeña puerta de su cuartucho, pero al llegar al umbral se detuvo.

—¿Dónde está Jaada? —preguntó.

—En los baños —contestó la mujer.

La primera reacción de Zaita fue creer que la mujer le tomaba el pelo, porque la suciedad de Jaada era algo proverbial. Pero al volverla a mirar, comprendió que lo había dicho en serio. Comprendió que Jaada realmente había ido a los baños de Jamaliya, cosa que acostumbraba a hacer un par de veces al año, y que, por lo tanto, no volvería hasta la medianoche. Entonces se le ocurrió que podía sentarse a charlar un rato con la panadera, aprovechando la ocasión de que acababa de hacerla reír. Se sentó en el umbral de la puerta del cuartucho, apoyando la espalda contra el batiente y estirando sus negras piernas como dos palos de carbón, sin hacer caso de la sorpresa y la desaprobación con que lo miró la panadera. La mujer acostumbraba a ignorarlo como hacían los otros vecinos, fuera del saludo que difícilmente podía negarle cuando lo veía entrar y salir del cuartucho. Jamás se le había ocurrido cambiar la naturaleza de la relación que tenía con él, ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que él estuviera al corriente de todos los detalles de su vida íntima. De hecho, Zaita había encontrado un agujero en el muro entre su cuarto y el horno por el que espiar y satisfacer su sed de voyeur y de soñador lascivo.

Con el tiempo la llegó a conocer íntimamente, como a alguien de su familia: la observaba a cualquier hora, cuando trabajaba y durante las horas de reposo, aunque el mayor placer lo sentía cuando la veía moler a palos al panadero, cosa que hacía con la excusa del más mínimo pecadillo. Jaada cometía varios durante el día, de manera que a diario era castigado por ella. De hecho los palos eran parte de la vida cotidiana de la pareja. A veces los recibía silenciosamente, otras gritando y gimiendo. Era frecuente que se le quemara un pan durante la cocción, o que robara uno para comérselo en secreto; de vez en cuando incluso hacía trampas con el cambio de los panes que repartía por las casas y se compraba un dulce. Este tipo de cosas las hacía todos los días, sin haber aprendido, no obstante, la manera de que pasaran desapercibidas, ni de evitar las duras consecuencias.

Zaita se asombraba ante la servidumbre y estupidez de aquel hombre, aunque lo verdaderamente sorprendente era que, además, lo encontrara feo y sucio y se zafara de su apariencia, de sus piernas y brazos desmesuradamente largos y de la mandíbula salida. Zaita lo detestaba y le envidiaba el hecho de que pudiera gozar con su mujer, a la que él no dejaba de admirar y desear. Más de una vez había soñado con arrojar a Jaada dentro del horno. No es de extrañar, por lo tanto, que Zaita aprovechara la oportunidad de la ausencia del panadero para pararse a charlar un rato con Husniya.

Esta, desenvuelta como de costumbre, le espetó con voz grosera:

—¿A qué viene ahora sentarse así?

Zaita se dijo a sí mismo: «¡Oh, Dios! ¡Aparta de mí tu cólera!».

Luego miró a la panadera y con tono muy amable le dijo:

—Soy tu huésped, patrona. A los huéspedes hay que tratarlos con deferencia.

La mujer replicó hoscamente:

—¿Por qué no te metes en tu agujero y me ahorras el espectáculo de tu fea cara?

Pero Zaita contestó con delicadeza y con una risa que puso al descubierto su horrible dentadura:

—No puedo pasarme la vida entre mendigos, basura y gusanos. De vez en cuando necesito ver espectáculos más alegres y estar en compañía de personas más nobles.

—¿Quieres decir con eso que hemos de aguantar que nos inflijas el repugnante espectáculo de tu cuerpo maloliente? ¡Uf! ¡Métete de una vez en tu agujero y no te olvides de cerrar bien la puerta!

Zaita dijo entonces con malicia:

—Y sin embargo hay espectáculos todavía más repugnantes.

Ella comprendió en seguida que aludía a su marido. Su cara se ensombreció y con voz amenazante le preguntó:

—¿De quién hablas, gusano?

El otro contestó, sin arredrarse:

—Me refiero a nuestro hermano Jaada.

Ella lo atajó con un terrible grito:

—¡Cuidado, hijo de perra, que te parto la cara!

El hombre tomó conciencia del peligro que corría y dijo, implorando indulgencia:

—Ya te he dicho que era tu huésped. A los huéspedes no se les pega. Además, si me he atrevido a hablar mal de Jaada ha sido después de constatar el menosprecio que te inspira. Te he visto pegarle a la más mínima falta…

—¡Una sola uña de Jaada vale más que tu cuello!

A lo que Zaita protestó:

—Una uña tuya vale mil cuellos míos. Pero en cuanto a Jaada…

—¿Te crees que vales más que Jaada?

Una expresión de despecho apareció en el rostro de Zaita, el cual quedó boquiabierto, no solamente porque estaba convencido de que valía mil veces más que Jaada, sino porque el simple hecho de que lo compararan con él, lo consideraba como un insulto inaudito. ¿Cómo podía nadie compararlo, a él, hombre poderoso y autoridad internacional en su oficio, con un bruto infeliz carente del más mínimo vestigio de cultura en su carácter o personalidad?

—¿Qué opinas tú, Husniya? —preguntó con sorpresa.

A lo que la mujer replicó, desafiante y despreciativamente:

—Opino que una sola de sus uñas vale más que tu cuello.

—¿Qué? ¿Ese animal?

Ella gritó:

—¡Cara de diablo! No es un cualquiera.

—¿Ese infeliz que tratas como a un perro callejero?

La mujer se dio cuenta de que hablaba llevado por la ira y los celos y la cosa le hizo gracia. Por eso se abstuvo de pegarle, como había estado a punto de hacer, y con la intención de provocar un poco más sus celos, le dijo:

—Es una cosa que tú no puedes comprender. De envidia deberías morir a cada golpe que recibe…

Furioso, Zaita dijo:

—A lo que parece no alcanzo a comprender el honor de tus golpes…

—¡Es un honor al que tú no puedes aspirar, gusano!

Zaita se quedó un largo rato reflexionando. ¿De veras le gustaba la compañía de aquel animal? Hacía tiempo que se lo preguntaba, incapaz de creerlo posible. La mujer había dicho todo aquello para defenderlo, porque, al fin y al cabo, era su marido, pero seguramente había gato encerrado en ello. Miró de reojo sus carnes bien puestas, y aumentó su obstinación e incredulidad. Dio rienda suelta a su lasciva imaginación, la cual, asistida por las circunstancias, le hizo creer en la posibilidad de un brillante futuro.

Husniya, por su parte, estaba encantada con sus celos, sin que le preocupara lo más mínimo el hecho de encontrarse a solas con él, tanta era la confianza en su fuerza física.

—De modo que, puñado de polvo… —le dijo burlonamente—. A ver si antes de ponerte a hablar con las personas, te quitas la mugre de encima.

No estaba enfadada. De haberlo estado, se hubiera abalanzado sobre él y lo hubiera molido a golpes, con su salvajismo acostumbrado. Era evidente que hablaba para provocarlo y que no era cuestión de desaprovechar la oportunidad. Por lo tanto, él le contestó:

—¿No sabes distinguir entre el polvo y el oro?

Ella contestó, retadora:

—¿Me negarás estar hecho de lodo?

Zaita se encogió desdeñosamente de hombros y replicó con sencillez:

—De lodo lo somos todos.

La mujer dijo riendo:

—¡Anda ya! Tú eres lodo sobre lodo, basura sobre basura. Por eso no sabes hacer otra cosa que deformar a las personas. Cualquiera diría que lo haces por el demoníaco motivo de rebajar a los otros a tu inmundo nivel.

Zaita fingió reírse, a la vez que sus esperanzas aumentaban secretamente.

—A las personas no las rebajo, sino que las ensalzo. ¿Qué vale un pordiosero sin deformidad? Nadie le daría un céntimo. En cambio, después de que yo le produzca una deformidad, su peso se paga en oro. Es el valor de una persona lo que vale, no su apariencia. En cambio, Jaada no tiene ni valor ni apariencia…

—¿Vuelves a la carga? —le regañó la mujer amenazadoramente.

Él fingió no haberla oído y decidió dejar correr el tema. En cambio dijo:

—Mis clientes son mendigos profesionales. ¿Qué quieres que haga con ellos? ¿Que los recubra de joyas, de telas hermosas y que los mande a la calle a seducir a las buenas almas?

—¡Eres un demonio! Tienes la lengua y el cuerpo de demonio.

Él suspiró ruidosamente, y con aire sumiso, como implorando su buena voluntad, le dijo:

—Sin embargo, también un día yo fui rey… Ella levantó la cabeza.

—¿Rey de los demonios? —inquirió.

—De los hombres —contestó él con la misma voz sumisa—. A todos nos acoge la luz del día como a un rey. Después ya se encarga la suerte de hacernos dar tumbos. Pero la vida es muy sabia y comienza por engañarnos, porque si desde el primer día nos dijera lo que nos tiene reservado, nos negaríamos a nacer.

—¡Es la voluntad de Dios, zoquete!

Zaita prosiguió lleno de entusiasmo:

—Un día yo también fui un recién nacido feliz, acogido gozosamente por las manos de las mujeres que me colmaron de cuidados y ternura. ¿Todavía dudas de que he sido rey?

—¡Ni por un momento!

Embriagado por su propia retórica y sin dudar de su éxito, Zaita continuó:

—Mi nacimiento fue recibido como una bendición para muchos. Mis padres eran mendigos profesionales. Alquilaban un niño que mi madre llevaba en brazos por las calles. Gracias a mi llegada, pudieron ahorrarse el alquiler de los niños de los demás y ser felices conmigo.

Husniya no pudo evitar soltar una gran carcajada que acabó de enardecer a Zaita.

—¡Ay! ¡Qué felices son los recuerdos de mi niñez! —reanudó—. Todavía me acuerdo del sitio en que me ponían en la calle. Me arrastraba gateando hasta el borde de la acera, donde había un charco de agua de lluvia, o de las mangueras de regar, o de orina de algún animal de carga. El fondo era de barro y las moscas revoloteaban por la superficie, mientras que en los bordes se pegaban los desechos. Era un espectáculo fascinante. Los desechos eran restos de muchos colores: peladuras de tomate, restos de perejil, tierra y lodo mezclados. Con las moscas por alrededor. Yo levantaba los párpados también recubiertos de moscas, y dejaba errar mis ojos por aquel maravilloso espectáculo; mi alegría desbordaba los límites de aquel mundo.

La panadera exclamó, burlonamente:

—¡Un niño afortunado de verdad!

Zaita se envalentonó al ver el entusiasmo de la panadera y cómo se dignaba tomar parte en la conversación.

—Este es el secreto de mi gusto por lo que equivocadamente llaman basura —prosiguió—. El hombre es capaz de acostumbrarse a lo que sea, a lo más extraño y anormal. Por eso temo que te acostumbres a la compañía de ese bruto.

—¿Cómo te atreves a volver sobre el tema?

Él contestó, cegado por el deseo:

—Claro que sí. No se gana nada no reconociendo la verdad.

—A lo que parece, has renunciado al mundo para consagrarte a ella.

—Ya te lo he dicho, en mi cuna de recién nacido fui amamantado con la leche de la misericordia. —Señaló con la mano el inmundo cuarto en que moraba, y añadió—: Presiento que voy a disfrutar de una nueva oportunidad de saborearla… ahí dentro.

Hizo un gesto con la cabeza, como queriendo decir: «Ven conmigo».

Ante tanta audacia, la panadera se puso fuera de sí y le gritó:

—¡Vete con tiento, hijo del demonio!

—¿Cómo quieres que el hijo del diablo haga remilgos con la tentación de su padre? —inquirió él con voz temblorosa.

—¿Quieres que te rompa los huesos?

—¡Quién sabe! Quizá me gustaría…

El hombre se puso de pie y reculó un poco. Estaba convencido de haber obtenido lo que buscaba y de que la panadera era suya. Parecía haber enloquecido, haber perdido el mundo de vista. Clavó los ojos en la mujer con expresión bestial. De pronto le cogió una punta de la galabieh y, rápido como una centella, la levantó, dejando al descubierto la pierna de la mujer. Esta permaneció unos instantes atónita, luego alargó la mano hacia el cazo que había más próximo y se lo tiró con violencia. El cazo dio contra el vientre del hombre que soltó un grito como un berrido. Después se tiró al suelo retorciéndose de dolor.