La señora Saniya Afify oyó que llamaban a la puerta. Fue a abrir y tuvo una gran alegría al ver ante sí la cara picada de viruela de Umm Hamida.
—¡Bienvenida! ¡Pase, pase, queridísima amiga!
Las dos mujeres se besaron con cariño, o por lo menos lo fingieron, y la señora Afify condujo a su vecina al salón, a la vez que mandaba a la criada que les hiciera té. Se sentaron juntas en un pequeño sofá. La señora Afify sacó dos cigarrillos de una cajetilla y ambas se pusieron alegremente a fumar.
Desde el día en que Umm Hamida le prometió encontrarle marido, la señora Afify vivió consumida por la impaciencia. Sorprendía que, después de tantos años de vivir sola, no pudiera esperar con calma unas semanas más. Había repetido sus visitas a la casamentera y esta la había tenido al corriente de la marcha del asunto, que según ella prometía tener muy buen fin. Pero la señora Afify había comenzado a sospechar que la otra lo alargaba expresamente para poderla explotar mejor, a pesar de la generosidad que ya le había demostrado.
No solamente no le cobraba el alquiler, sino que le había dado varios cupones de queroseno y de tela, y había encargado al tío Kamil que le llevara una fuente de dulces. En esas Umm Hamida le había dado la nueva del noviazgo de su hija con Abbas. Ella había fingido alegrarse, pese al temor de verse obligada a contribuir al ajuar de la muchacha, antes de poder ocuparse del suyo. La verdad era que Umm Hamida le inspiraba una mezcla de simpatía y miedo.
La conversación entre las dos mujeres desembocó en Abbas, del que la señora Afify se apresuró a decir:
—¡Qué chico más bueno! Estoy segura de que Dios le ayudará a salir adelante para poder dar una vida feliz a su joven esposa.
Umm Hamida sonrió y dijo:
—Pues ya que hablamos de eso, he de anunciarle que he venido a pedir su mano.
El corazón de la señora Afify se puso a latir violentamente al acordarse, súbitamente, de que ya había presentido que aquella visita iba a traerle algo especial. Se sonrojó y se sintió rejuvenecer, como si la sangre se le hubiera renovado en las venas. Sin embargo, hizo un esfuerzo por disimular.
—¡No me haga sonrojar! —exclamó simulando pudor—. ¡Qué cosas dice, Umm Hamida!
La casamentera sonrió con expresión triunfal y satisfecha.
—Pues sí, he venido a pedir su mano —repitió.
—¿De veras? Recuerdo que hablamos de ello, pero no deja de sorprenderme. Me hace sonrojar.
Umm Hamida decidió seguirle la corriente y dijo:
—Dios la guarde de su sonrojo si no tiene nada que reprocharse. Se casará según la ley divina y la tradición del Profeta.
La señora Afify suspiró, como obligada a aceptar lo irremediable. Aquel «se casará» le sonó a gloria.
Umm Hamida lanzó una bocanada de humo, levantó la cabeza y anunció:
—Es un funcionario…
La señora Afify se quedó estupefacta y miró con incredulidad a su amiga. ¡Un funcionario! Los funcionarios escaseaban, sobre todo en el callejón de Midaq, en que no parecía que hubiera ninguno. Preguntó:
—¿Un funcionario?
—Sí, un funcionario.
—¿Del gobierno?
—Del gobierno.
Umm Hamida se calló unos instantes para saborear mejor su triunfo. Después añadió:
—Del gobierno. Trabaja en el departamento de la policía.
—¿En la policía? Pero si sólo hay oficiales y soldados.
Umm Hamida la miró protectoramente:
—También hay funcionarios. Sé lo que digo. Conozco el gobierno, los empleos y el escalafón de sueldos. Es mi oficio.
Entonces la señora Afify exclamó, sin salir de su sorpresa:
—¡Es un señor! ¡Con traje!
—Un señor que lleva americana, pantalón, fez y zapatos.
—Que Dios la colme de bendiciones, señora Umm Hamida.
—Sé escoger como es debido. Conozco lo que valen mis hombres y en qué grado del escalafón se encuentran. Para usted no me hubiera contentado con uno inferior al grado noveno.
—¿El grado noveno?
—Cada funcionario tiene un grado. El noveno es uno de ellos. Hay otros ¿sabe usted?
Entonces, con los ojos brillantes, la señora Afify dijo:
—¡Qué buena amiga es usted!
Umm Hamida siguió, con voz llena de confianza y satisfacción:
—Trabaja en una gran oficina, con las paredes cubiertas de estanterías llenas de papeles. No paran de tomar café. Y entra gente a presentar instancias o a preguntar algo. Él riñe, insulta. Los soldados lo saludan y los oficiales lo respetan.
La señora Afify sonrió a la vez que sus ojos cobraban una expresión ensoñadora. Pero Umm Hamida continuó hablando:
—Su sueldo son diez libras, exactamente.
La señora Afify la creyó y con un suspiro, repitió:
—¡Diez libras!
—Esto no es más que una pequeña parte de lo que realmente gana. Un funcionario puede llegar a ganar, si es hábil, el doble de esta cantidad. Además, cobran suplementos por el coste de vida, de matrimonio, hijos…
Al oír eso, la señora Afify soltó una risita nerviosa:
—Dios me perdone, Umm Hamida, pero no veo qué tengo yo que ver con un suplemento para los hijos.
—Para Dios nada es imposible.
—Al que alabamos, agradecidas en todo momento.
—Me olvidé de decirle que tiene treinta años. La señora Afify gritó horrorizada:
—¡Válgame Dios! ¡Yo tengo diez años más que él!
A Umm Hamida no se le escapó el hecho de que la señora Afify se quitaba diez años. No obstante, la regañó diciendo:
—Todavía es usted joven, señora Afify. Yo le he dicho que estaba usted en los cuarenta y a él no le ha importado, al contrario.
—¿Lo dice de veras? ¿Cómo se llama?
—Ahmad Effendi Talbat. Es hijo de Hajjy Talbat Issa, dueño de una tienda de ultramarinos en Umm Ghalam. Es de buena familia y su linaje desciende del mismo Señor Hussain.
—Muy buena familia, pues. Como usted sabe, yo también provengo de la nobleza.
—Sí, ya lo sé. Es el tipo de persona que sólo se trata con lo mejor de lo mejor. Por eso todavía no se ha casado. Las chicas modernas no le gustan, las encuentra poco pudorosas. Se puso muy contento cuando me oyó hablar de usted, de su estilo de vida y de su virtud, y de que era rica y noble. Pero me ha pedido una cosa que es perfectamente correcta, quiere una foto de usted.
El delgado rostro de la señora Afify subió de color.
—Hace mucho tiempo que no me han hecho una foto —dijo con aprensión.
—¿No tiene una foto antigua?
En silencio señaló una fotografía que estaba sobre una mesa colocada en medio de la habitación. Umm Hamida se inclinó hacia adelante, la tomó y se puso a examinarla atentamente. Era una foto de hacía seis años, de una época en que la señora Afify estaba mucho menos flaca. Umm Hamida comparó la foto con la figura de carne y hueso y dijo, en tono decidido:
—Exactamente igual al original. Parece de ayer mismo.
A lo que la señora Afify contestó con voz temblorosa:
—Que Dios la colme de bendiciones…
Umm Hamida se metió la foto enmarcada en el bolsillo, encendió otro cigarrillo y dijo en tono serio:
—Hablamos un largo rato y pude descubrir muchas de las cosas que espera de usted.
La señora Afify la miró, por primera vez, con aire circunspecto. Esperó a que reanudara el discurso, pero al ver que el silencio se prolongaba, preguntó con una inerme sonrisa:
—¿Qué espera de mí?
¿De verdad no lo sabía? ¿Creía que iba a casarse con ella por su cara bonita? Umm Hamida se irritó un poco, pero conservó la calma y dijo en voz baja:
—Supongo que no tendrá inconveniente en preparar el ajuar usted sola…
La señora Afify lo entendió en seguida: el hombre no quería contribuir a la dote y deseaba que ella sola se ocupara del ajuar. En realidad ya se lo esperaba. Desde el instante en que reconoció que deseaba volver a casarse, sospechó que las cosas serían así. La propia Umm Hamida se lo había dicho, a medias, y a ella jamás se le ocurrió poner ninguna objeción. Por lo tanto se limitó a decir, con tono sumiso:
—Que Dios nos asista.
Umm Hamida sonrió y dijo:
—Pidamos a Dios que todo salga bien y que sean felices.
Se levantó, dispuesta a partir, y las dos mujeres se besaron efusivamente. La señora Afify salió con ella al rellano, en el que permaneció unos momentos, apoyada en la baranda de la escalera, viendo como Umm Hamida bajaba hasta su piso. Antes de que esta desapareciera de su vista, le gritó:
—¡Muchas gracias! ¡Un beso para Hamida!
Después volvió a meterse en su piso, con el ánimo rejuvenecido por la nueva esperanza. Se sentó y pasó mentalmente revisión al diálogo que acababa de tener con la casamentera. La señora Afify era un poco avara, pero no dejaba que la avaricia se interpusiera en su dicha. Desde hacía años el dinero había obrado de consuelo en su soledad, tanto el dinero que tenía ahorrado en el banco, como los fajos guardados en la caja del ropero. Sin embargo, el dinero no podía reemplazar al hombre que, por la gracia de Dios, sería su marido. «¿Le gustará la foto?», se preguntó. Inmediatamente se sonrojó y notó cómo se le subía el calor a la cara. Se levantó y fue a mirarse al espejo. Giró la cara a izquierda y derecha, buscando el ángulo que más le favorecía, y una vez encontrado, permaneció inmóvil contemplándose. Una expresión satisfecha asomó a sus ojos y murmuró, con esperanza:
—Que Dios me cubra con su manto.
Volvió a sentarse, diciéndose: «El dinero tapa los defectos». ¿No le había dicho Umm Hamida que era rica? Claro que lo era. Y cincuenta años no era edad para desesperar: todavía tenía diez años de vida en perspectiva. Y cuántas mujeres de sesenta años vivían todavía felices, si conservaban la salud. Además, el matrimonio revitalizaba los huesos y desentumecía el cuerpo.
De pronto una inoportuna idea atajó sus agradables reflexiones. Frunció el ceño y se preguntó con irritación: «¿Qué dirá la gente mañana?». De sobra lo sabía. La primera en hablar será la misma Umm Hamida. Dirán que una mujer de cincuenta años se casa con un hombre que podría ser su hijo, y comentarán sobre el dinero que arregla los desperfectos de los años. Y seguramente dirán más cosas que ella no podía ni imaginarse. Allá ellos. ¿No habían hablado mal de ella durante su viudez? Se encogió de hombros desdeñosamente. Luego rogó a Dios intensamente.
—¡Dios mío! ¡Guárdame del mal de ojo!
Entonces se le ocurrió una idea que le pareció muy oportuna y que se propuso poner en práctica lo antes posible. Iría a ver a la vieja Rabah, la que vivía en la Puerta Verde, para que le dijera la buenaventura. Le pediría unos cuantos amuletos. En la situación en que se encontraba, no estaría de más contar con un velo mágico o un incensario protector.