14

Era Hussain Kirsha el que había convencido a Abbas de la excelente idea de entrar a servir en el ejército británico. Al poco de haber partido el joven para Tell el-Kebir, y de haber dejado un vacío en el callejón (la barbería había sido retomada por un viejo), Hussain no pudo más y estalló en rebeldía, lleno de odio hacia el callejón y sus habitantes. Cierto que hacía ya tiempo que sentía tal aversión y que hablaba de comenzar una nueva vida. Pero nunca había tomado la firme decisión de convertir el sueño en realidad. Hasta el día en que vio partir a Abbas. Aquel día reventó. Le pareció insoportablemente duro ver como Abbas cambiaba de vida, alejándose de aquel inmundo callejón, mientras que él, Hussain, permanecía allí, incapaz de romper de una vez. En aquel momento decidió partir, al precio que fuera, y con su acostumbrada brutalidad, le espetó un buen día a su madre:

—Escúchame. He tomado una decisión que nadie me hará cambiar. Encuentro la vida aquí insufrible y no veo por qué he de continuar soportándola.

Umm Hussain estaba habituada a los ataques de irascibilidad de su hijo, ya que más de una vez le había oído denostar al callejón y a los vecinos, que ella se tomaba, como en el caso del padre, como ataques de mal humor de un infeliz, del que no valía la pena hacer caso. De modo que no se dignó contestar, limitándose a refunfuñar:

—¡Señor! ¡Qué vida esta!

Pero Hussain, con los ojos echando chispas en su rostro sombrío, volvió a la carga:

—Estoy harto de esta vida. Yo ya no aguanto más.

La mujer era de las que no pueden guardar silencio por mucho rato ante la agitación ajena. De pronto se le agotó la paciencia y, con voz que a las claras demostraba de dónde había sacado el hijo la suya, le preguntó:

—¿Qué te pasa ahora? ¿Qué mosca te ha picado, desgraciado?

El joven contestó desdeñosamente:

—Tengo que salir de este callejón ahora mismo.

Ella lo miró, encolerizada:

—¿Estás loco, hijo de loco? —le gritó.

Hussain se cruzó de brazos y dijo:

—Al contrario, he recuperado la razón después de largo tiempo de estar loco. A ver si me entiendes. No hablo por hablar, sé lo que me digo. Ya he recogido la ropa y sólo me falta encomendarme a Dios. ¡Una casa sórdida, un callejón maloliente, una gente como bestias!

Ella le miró inquisitivamente, tratando de leer en sus ojos. En ellos detectó una expresión resuelta que la alarmó:

—Pero ¿qué dices? —exclamó.

A lo que él repitió, como hablándose a sí mismo:

—Una casa sórdida, un callejón maloliente, una gente como bestias.

La mujer meneó la cabeza y dijo en tono de burla:

—¡Hola, hijo de gran señor, hijo del pacha Kirsha!

—Kirsha, el negro como el carbón. Kirsha el hazmerreír de todo el mundo. ¡Qué asco! ¿Acaso no sabes que el escándalo de nuestra familia es tema de las habladurías de todo el barrio? Vaya adonde vaya noto que me señalan. La gente dice: su hija se fugó con un hombre, su padre se fugará con otro. —Dio una patada contra el suelo con tanta fuerza que temblaron los cristales y, fuera de sí, gritó—: ¿Qué me obliga a continuar viviendo así? Voy a por la ropa y me largo.

La mujer se golpeó el pecho con la mano y dijo:

—¡Dios mío, estás loco! El condenado fumador de hachís te ha contagiado su locura. Pero voy a llamarlo para que te haga entrar en razón.

Entonces, Hussain exclamó, en tono desdeñoso:

—Llámalo si quieres. Llama a mi padre. Por mí, puedes llamar al Profeta en persona, yo me largo…

Al comprobar que lo decía en serio, que estaba decidido a irse, la mujer entró en la habitación y vio el gran paquete de la ropa. Entonces le dio un ataque de desesperación y decidió ir en busca de su esposo, sin pensar en las consecuencias. Su hijo era el único consuelo de su vida y no podía imaginarse vivir sin él en la casa. Esperaba incluso poder tenerlo a su lado cuando se casara. Incapaz de sobreponerse a la desesperación que la embargaba, mandó llamar a su esposo, entre gritos y gemidos.

—¿Por qué nos envidiará la gente? ¿Serán capaces de envidiar nuestras desgracias? ¿Nuestra miseria?

Kirsha no tardó en aparecer, con cara de pocos amigos. Inmediatamente comenzó a regañar a su mujer:

—¿Qué quieres ahora? ¿Armar otro escándalo? ¿Me habrás visto servir el té a otro cliente?

La mujer dijo, azotando el aire con la mano:

—¡Tu hijo! ¡La desgraciada conducta de tu hijo! Deténlo antes de que se vaya. Yo no puedo más.

Kirsha se golpeó la palma de la mano con el puño y dijo, presa de furia:

—¿Por eso me obligas a abandonar el trabajo? ¿Por eso me haces subir cien peldaños? ¡Hijo de perra! ¿Porqué castigará el gobierno a los que matan a gente como esa? —Lanzó indignadas miradas a la madre y al hijo, alternativamente, y prosiguió—: Es la prueba que me manda Dios como castigo. ¿Qué dice tu madre?

Hussain guardó silencio. Su madre tomó de nuevo la palabra, con toda la calma de que fue capaz:

—Tranquilízate, hombre. Nos encontramos en un momento en que lo que nos hace falta es tu buen sentido, no tu cólera. Ya ha hecho el hatillo de la ropa y quiere irse.

Sin saber si creérselo o no, el hombre lanzó una mirada irritada a Hussain y dijo, a modo de pregunta:

—¡Estás loco, hijo de vieja!

La mujer se había puesto muy nerviosa y no pudo contenerse:

—Te he llamado para que le hagas entrar en razón, no para que me insultes.

Su esposo la miró, furioso:

—Si no fuera por tu chifladura congénita, tu hijo no estaría loco.

—Que Dios te perdone. Bueno, yo estaré loca, seré hija de locos. Deja eso ahora y pregúntale qué intenciones tiene.

El hombre miró con dureza a su hijo y le preguntó, con voz que más pareció un rugido:

—¿Por qué no dices nada, hijo de vieja? ¿De veras te quieres marchar?

Normalmente el hijo evitaba los roces con su padre, excepto en las ocasiones en que era inevitable. Aquella vez estaba firmemente resuelto a cambiar de vida, pasara lo que pasase. No estaba dispuesto a ceder porque, en su opinión, la cuestión de si debía permanecer en la casa o no, sólo le concernía a él. De manera que con voz tranquila y decidida, dijo:

—Sí, padre.

El viejo, procurando controlar la furia, preguntó:

—¿Y por qué?

El joven se paró un instante a reflexionar y contestó:

—Quiero cambiar de vida.

El padre se tomó el mentón con la mano y levantó la cabeza con un gesto irónico:

—Comprendo…, comprendo. Quieres llevar una vida más a la altura de tu nuevo rango: un perro como tú, que se crio en la miseria, enloquece cuando siente que tiene el bolsillo lleno. Y claro, ahora ganas moneda inglesa. Es natural que quieras cambiar de vida, que te apetezca una vida de más postín. ¡Cónsul de gansos!

Hussain dominó la indignación que sentía y dijo:

—Nunca he sido un perro hambriento, porque me he criado en tu casa, en la que, gracias a Dios, no se pasa hambre. Ocurre sencillamente que quiero cambiar de vida. Es mi derecho y nadie me lo puede discutir. No tienes motivo para enfadarte.

Kirsha estaba desconcertado. En el fondo no comprendía qué quería su hijo. Le habían dejado en total libertad de ir y venir a sus anchas, jamás le preguntaban qué hacía. ¿Por qué querría irse a vivir por su cuenta? A pesar de las diferencias entre ambos, el padre amaba a su hijo, aunque era un amor sumergido bajo frecuentes arrebatos de cólera y de insultos. De hecho se había olvidado de que lo amaba. E incluso entonces, en el momento en que su hijo único le anunció su intención de marchar, la cólera y el rencor encubrieron el afecto que le inspiraba. En la partida del joven no vio más que provocación y voluntad de herirlo. Por lo tanto, en tono amargamente sarcástico, le dijo:

—Tienes dinero en el bolsillo y nadie te puede impedir que te lo gastes como te dé la gana. Enriquece si quieres a los comerciantes de vino, de hachís y de mujeres. ¿Cuándo hemos osado pedirte un céntimo?

—Nunca…, ya lo sé. No me quejo de eso.

Kirsha prosiguió en el mismo tono:

—Ni tu madre, a pesar de su rapacidad, no te ha pedido nunca nada.

Hussain, incómodo, refunfuñó:

—Ya te he dicho que no me quejo de eso. Quiero cambiar de vida, eso es todo. Muchos de mis amigos tienen luz eléctrica en sus casas.

—¡Luz eléctrica! ¿Por la luz eléctrica te marchas de casa? Gracias a Dios, bastante electricidad tenemos con los escándalos que nos arma tu madre.

Entonces la mujer rompió en gemidos:

—¡Qué injusticia, Dios mío! ¡Qué martirio!

Hussain prosiguió:

—Todos mis compañeros han comenzado una nueva vida. Todos se han convertido en gentlemen, como dicen los ingleses.

Kirsha abrió la boca, mostrando la dentadura de oro.

—¿Qué dices?

El joven hizo una mueca y guardó silencio.

—¿«Gelman» has dicho? —prosiguió Kirsha—. ¿Y eso qué es? ¿Un nuevo tipo de hachís?

Entonces Hussain dijo, cargándose de paciencia:

—Quiero decir personas correctas, limpias.

—Con lo sucio que eres no podrás transformarte en una persona limpia… ¡En un «gelman»!

Hussain a duras penas consiguió contener su ira:

—Padre, quiero cambiar de vida. Es así de sencillo. Quiero casarme con una chica de buena familia.

—¿Con la hija de un «gelman»?

—Con la hija de una familia de clase elevada.

—¿Y por qué no te casas con una hija de perro, como hizo tu padre?

Umm Hussain volvió a gemir al oír el insulto.

—¡Dios ten piedad de mi padre que era un sabio! —dijo.

Kirsha la miró sombríamente.

—¡Un sabio! ¡Rezaba en los entierros! ¡Recitaba medio Corán por cuatro céntimos!

La mujer contestó, herida:

—Se sabía de memoria la palabra de Dios. ¡Basta!

El viejo le dio la espalda y volvió a dirigirse a su hijo, al que preguntó con voz terrible:

—Ya hemos hablado bastante. No quiero perder más tiempo con locos. ¿De verdad quieres irte de casa?

Hussain se armó de valor y respondió:

—Sí.

Su padre se lo quedó mirando un rato, hasta que, de pronto, presa de furia, le pegó en la cara. El joven no pudo evitar el bofetón, que encajó muy mal.

Se alejó gritando:

—¡No me pegues, no me toques! ¡A partir de hoy no volverás a verme!

Su padre se abalanzó sobre él, pero la mujer, desesperada, se interpuso entre los dos, recibiendo ella los golpes del viejo, en el pecho y en la cara. Kirsha se detuvo sin dejar de gritar:

—¡Desaparece y que no te vea más, perro! ¡No vuelvas a poner los pies en esta casa! ¡A partir de hoy te daré por muerto y en el infierno!

El joven entró corriendo a su habitación, cogió el paquete de la ropa y se lanzó escalera abajo. Recorrió todo el callejón sin mirar atrás ni una sola vez. Al llegar a la calle Sanadiqiya, escupió violentamente en el suelo. Con voz temblorosa de ira, gritó:

—¡Que Dios maldiga el callejón y a todos los que viven en él!