13

El encuentro de la calle Azhar había cambiado la vida de Abbas. Estaba perdidamente enamorado. Una antorcha ardía en su pecho, una mágica embriaguez irrigaba su espíritu, unas nuevas ganas de vivir derretían sus nervios. Exultaba de alegría y confianza, como un caballero seguro de su victoria en el torneo.

La pareja se había vuelto a encontrar varias veces para hablar de su futuro. Sí, Hamida ya no lo negaba: tenían un futuro en común y ella lo reconocía, a solas y con él. A menudo se preguntaba cuál de sus amigas encontraría mejor partido que ella. Le gustaba salir de paseo con él a las horas en que sabía que las iba a encontrar, y espiaba sus miradas inquisitivas, satisfecha, al parecer, de la impresión que les causaba el joven. Un día le preguntaron:

—¿Quién es este chico?

Y ella respondió con orgullo:

—Es mi novio, el dueño de la barbería.

Hamida se decía que a lo más que podían aspirar las otras chicas era a un camarero o a un aprendiz de herrero. Abbas, en cambio, era todo un señor, propietario de una barbería y miembro de la clase media. Estaba constantemente sopesando los pros y los contras, calculando, reflexionando, sin abandonarse al mundo de sueños en que parecía vivir Abbas. Sólo a veces, muy de vez en cuando, se emocionaba tanto como él hasta el punto de que podría pensarse que estaba también enamorada.

En una de estas ocasiones, él le pidió un beso. Ella ni aceptó ni rehusó. En el fondo se moría de curiosidad por saborear el beso famoso de que tanto había oído hablar, el tema de muchas de las canciones que ella sabía. Abbas miró a los transeúntes y, amparándose en la oscuridad, posó sus labios sobre los de la muchacha. Envueltos en el embriagador aliento, cerraron los ojos y los de ella temblaron.

Al ver que se aproximaba el día de la partida, Abbas quiso dar el paso definitivo. Como mensajero escogió al doctor Booshy porque, gracias a su profesión, tenía fácil acceso a todas las casas del callejón. Umm Hamida lo recibió encantada, convencida de que el barbero era el único partido aceptable para su hija. De hecho siempre había pensado en él como «el propietario de la barbería y un hombre de mundo». Pero le había dado miedo el carácter difícil de la muchacha, tan rebelde y recalcitrante a todo lo que se le proponía. Se sorprendió, por lo tanto, de ver que la chica recibía la noticia con satisfacción y no pudo por menos que decir:

—De modo que os habéis hecho novios por la ventana y a mis espaldas.

Abbas encargó al tío Kamil un pastel de nueces para Umm Hamida, le pidió que se lo llevara y que le preguntara si se avenía a recibirlo. Acordaron una fecha y Kamil lo acompañó, a pesar de sus dificultades para subir la escalera: a cada dos peldaños tuvo que pararse para recobrar el aliento, apoyado en la barandilla. Bromeando, dijo a Abbas:

—¿Por qué no aplazaste la petición de mano hasta después de la guerra?

Umm Hamida los recibió con los brazos abiertos. Los tres tomaron asiento deshaciéndose en cumplidos.

Finalmente el tío Kamil dijo:

—Te presento a Abbas Hilu, nacido y criado en nuestro callejón, hijo tuyo y mío. Pretende la mano de Hamida.

La mujer sonrió y respondió:

—Bienvenido, dulce Abbas. Mi hija será tuya y viviremos como si nunca se hubiera separado de mí.

El tío Kamil pasó a enumerar las buenas cualidades de su amigo, y después las de Umm Hamida para finalmente anunciar:

—El joven está a punto de partir. Que Dios le ayude. Pronto mejorará su posición y el matrimonio podrá contraerse a satisfacción de todos, con la voluntad de Dios.

Umm Hamida elevó una breve plegaria para el joven y después se dirigió al tío Kamil, para preguntarle en tono de broma:

—¿Y tú? ¿Cuándo te casarás tú, Kamil?

El tío Kamil se echó a reír, rojo como un tomate. Se frotó la barriga y contestó:

—Esta fortaleza me lo impide.

Entonces recitaron los primeros versículos del Corán, según la costumbre en estas ocasiones, y bebieron un refresco.

Dos días después, Abbas y Hamida se encontraron en la calle Azhar. Caminaron un rato en silencio. Abbas sintió que se le empañaban los ojos.

—¿Vas a estar fuera mucho tiempo? —le preguntó ella.

El joven respondió con una mezcla de ternura y tristeza:

—Un año o dos. Pero te vendré a ver siempre que pueda.

En un arrebato de auténtico sentimiento, la muchacha murmuró:

—¡Dos años! ¡Cuánto tiempo!

A pesar de la pena, él se puso muy contento al oírlo y dijo, emocionado:

—Es la última vez que nos vemos antes de mi partida. Sólo Dios sabe cuándo podremos encontrarnos de nuevo. Estoy triste y alegre a la vez, Hamida. Estoy triste porque no te veré, y contento porque el largo camino que voy a emprender es el único que puede llevarme hasta ti. Mi corazón se quedará aquí, en el callejón, de eso puedes estar segura. Mañana estaré en Tell el-Kebir y cada día pensaré en la ventana querida tras la que estabas tú, quitando el polvo o peinándote. Echaré de menos nuestros paseos por la calle de Azhar y Mousky. Su recuerdo partirá mi corazón en dos, Hamida. Dame la mano, déjamela apretar y aprieta tú la mía. ¡Cuánto me gusta sentir su contacto! Siento que me derrito por dentro. Mi corazón está en tu mano, amor mío. ¡Hamida! ¡Cómo me gusta tu nombre! Pronunciarlo me vuelve loco.

La muchacha se sintió mecida al son de sus ardientes palabras. Lo miró con ternura y susurró:

—Si te vas es porque quieres.

A lo que él contestó con voz quejumbrosa:

—¡Me voy por ti, Hamida! El callejón me gusta y doy gracias a Dios por los medios de ganarme la vida que he encontrado en él. No me gusta tener que alejarme de la mezquita de Hussain, al que rezo todos los días. Pero aquí no puedo ofrecerte una vida digna y no tengo más remedio que irme. Dios me ayudará y hará que un día podamos vivir juntos y ser felices.

Entonces Hamida dijo, presa de la emoción:

—Rezaré para que todo te vaya bien. Visitaré la tumba del Señor Hussain y le pediré que te ampare y te dé suerte. La paciencia es una virtud y moverse es bueno.

Él suspiró profundamente:

—Sí, moverse es bueno. Pero qué desgraciado me sentiré en una tierra en que no hay huellas de ti…

Ella murmuró tiernamente:

—No serás tú el único en sentirse solo.

Abbas se volvió hacia ella, emocionado por lo que acababa de escuchar. Le tomó la mano y se la llevó al corazón.

—¿De verdad? —preguntó suspirando.

Hamida sonrió dulcemente y sus ojos brillaron a la luz de las tiendas iluminadas. Entonces, él perdió conciencia de donde estaba, atento sólo al rostro de la muchacha.

—¡Qué hermosa eres! —murmuró—. ¡Qué tierna! ¡Qué dulce! Así es el amor. Hermoso y tierno. Sin él, el mundo no vale nada.

La chica no supo qué decir y se refugió en el silencio. Las palabras de Abbas le supieron a gloria y los dos se sintieron embriagados de dulzura. Ella no se hubiera cansado nunca de escucharlo. Abbas prosiguió, ebrio de felicidad:

—Esto es el amor. Es nuestro único tesoro. Con él nada puede faltarnos. Es la alegría de estar juntos, la tristeza de separarnos, es una vida dentro de otra vida que es más que la misma vida. —Se calló un instante y luego añadió—: Me marcho en nombre del amor. Gracias a él volveré cuando haya ganado mucho dinero.

La chica, dijo sin pensar:

—Esperemos que sea mucho, con la ayuda de Dios.

—Con la ayuda de Dios y la bendición de Hussain. ¡Cómo te envidiarán las otras chicas!

Hamida sonrió.

—¡Qué agradable es todo esto! —dijo.

Habían llegado al final de la calle sin darse cuenta. Se rieron los dos al percatarse de ello y dieron la vuelta. Sintieron que la separación se acercaba. Abbas pensó que tenía que despedirse de ella y dejarla. Había disminuido su alegría y comenzó a sentir tristeza. A mitad del camino, le preguntó apasionadamente:

—¿Dónde nos despediremos?

La chica comprendió lo que quería decir y se turbó.

—¿Por qué no aquí? —preguntó.

Pero él se rebeló diciendo:

—No puedo dejarte así, bruscamente…

—¿Dónde, entonces?

—Adelántate y espérame en la escalera de tu casa.

Ella apresuró el paso y él la siguió lentamente. Cuando llegó al callejón, las tiendas ya habían cerrado. Continuó sin vacilar hasta el inmueble de la señora Saniya Afify. Subió la escalera con tiento, porque estaba totalmente a oscuras. Subió sin atreverse ni a respirar apoyándose con una mano en la barandilla y palpando con la otra las tinieblas. En el segundo rellano sus dedos toparon con un pliegue de velo. El corazón le comenzó a latir violentamente y por sus venas se desató el deseo que durante tanto tiempo había contenido. La cogió del brazo y la atrajo hacia sí con dulzura, luego la abrazó, apretándola fuertemente contra el pecho. La buscó con la boca. Lo primero que encontró fue su nariz, descendió un poco hasta dar con sus labios entreabiertos. Se sintió transportado por una ola de amor de la que no se libró hasta que ella no se apartó de él, deshaciéndose de sus brazos, para reemprender la subida de la escalera.

—Adiós —le susurró Abbas.

Hamida jamás había sentido una emoción tan intensa como aquella. En un minuto había experimentado toda una vida de emociones, de sentimientos y de pasión. Se marchó convencida de que su existencia estaba ligada eternamente a la de él.

Aquella misma noche, Abbas fue a visitar a Umm Hamida para despedirse. Después fue al café, con su amigo Hussain Kirsha, con el que pasó su última velada en el callejón. Hussain exultaba de satisfacción al ver que sus consejos habían sido tomados en serio. Con voz desafiante le decía a su amigo:

—Deja esta vida sórdida y aprovéchate de la vida verdadera.

Abbas sonrió. No le había dicho nada de la melancolía que sentía ante la idea de abandonar el callejón y de separarse de la muchacha a la que amaba. Estaba sentado en medio del grupo de los más allegados, secretamente turbado, escuchando las palabras de despedida y los buenos consejos. Radwan Hussainy le había dado su bendición y había elevado una larga plegaria para él. Además, le había dado el siguiente consejo:

—Ahorra todo lo que puedas. Evita los gastos inútiles, el vino y la carne de cerdo. Y no te olvides de que eres hijo del callejón de Midaq al que un día has de regresar.

El doctor Booshy le dijo riendo:

—Volverás rico, si Dios quiere. Y te harás arrancar la dentadura podrida para ponerte una de oro.

Abbas sonrió. Sentía un especial agradecimiento por el doctor que había hecho de mensajero entre él y Umm Hamida. Además, él le había vendido, a un buen precio, el material de la barbería por lo que ahora contaba con una cantidad para el viaje.

El tío Kamil no decía nada, embargado de angustia al comprender que perdía la compañía de su amigo. No sabía cómo iba a soportar la soledad, después de la partida del chico con el que había compartido la vida tantos años, y al que amaba como a su propia carne. Cada vez que alguien decía algo bueno de Abbas o se lamentaba de su marcha, se le llenaban los ojos de lágrimas provocando la risa de los demás.

El jeque Darwish recitó el versículo del «Trono» del Corán y comentó:

—A partir de ahora eres soldado voluntario de las fuerzas armadas británicas. Si demuestras que eres valiente, es posible que el rey de Inglaterra te de un pequeño reino y te nombre vicerrey. Que en inglés se dice viceroy y se escribe V-I-C-E-R-O-Y.

La mañana siguiente, Abbas salió de su casa temprano con el hatillo de la ropa. El aire era fresco y húmedo. En el callejón dormían todavía todos, excepto la panadera y Sanker, el mozo del café. Abbas levantó la cabeza hacia la ventana santa y la vio herméticamente cerrada. Se despidió de ella con una tierna mirada. Luego se puso a caminar sin prisas, con la cabeza gacha. Al llegar delante de su barbería, la miró suspirando. Sus ojos se posaron un instante sobre el nuevo rótulo que decía: «Se alquila». Se le encogió el corazón y le entraron ganas de echarse a llorar.

Apretó el paso para huir de sus sentimientos. Al llegar al cruce con la otra calle, tuvo la sensación de que el corazón intentaba saltar del cuerpo y quedarse en el callejón.