11

«Que Dios te perdone y tenga compasión de ti».

Estas son las palabras que la señora Kirsha murmuró cuando cruzó el umbral de la casa en que moraba Radwan Hussainy. Pidió a Dios que le perdonara y compadeciera por su desesperación y cólera. Las tentativas de reformar a su esposo la habían agotado y, además, habían sido en vano. No veía más salida que la de acudir a Radwan Hussainy: abrigaba la esperanza de que él, gracias al temor y al respeto que generalmente inspiraba, pudiera hacer algo. Era la primera vez que hablaba con Hussainy sobre aquel escabroso problema. Pero su desesperación, por un lado, y su temor a convertirse de nuevo en víctima del malicioso regocijo y del chismorreo de la gente, si permitía que saliera a la luz pública su drama conyugal, la llevaron a llamar a la puerta del santo varón.

Fue recibida por su esposa, que la hizo pasar y le dio conversación durante unos minutos. La esposa de Hussainy tenía entre cuarenta y cincuenta años, estaba en la edad más respetada por las mujeres, que la consideraban como la del cénit de la madurez y la feminidad. Sin embargo, se trataba de una mujer flaca, ajada, en cuyo físico y en cuya mente era fácil detectar las heridas no cicatrizadas de la tragedia de la muerte de todos sus hijos. En el ambiente tranquilo de la casa había un aire de tristeza y melancolía que la profunda fe de su marido no lograba barrer. Su figura delgada y macilenta contrastaba con la robusta, abierta, segura y risueña del esposo. Era una mujer a la que las fuerzas le fallaban con facilidad y que no poseía la energía para, a pesar de poseer gran fe religiosa, superar la tristeza que la consumía. Umm Hussain la conocía bien y no vaciló en confesarle el motivo que la había llevado allí, segura de que la mujer la escucharía con simpatía. Después pidió una entrevista con Radwan Hussainy. Su esposa fue a buscarlo y a los pocos minutos volvió para conducir a la mujer a su presencia.

Radwan Hussainy estaba sentado sobre una piel, con el rosario entre los dedos. Tenía el brasero enfrente y la tetera a la derecha. El cuarto era acogedor y elegante, con pequeños sofás en los rincones y un tapiz persa en el suelo. En el centro había una mesa redonda, cubierta de libros amarillentos, iluminada por una gran lámpara de gas que colgaba del techo. Radwan llevaba una galabieh gris e iba tocado de un gorro de lana negra, debajo del cual brillaba como una luna su rostro blanco y rojizo. En aquel cuarto solía refugiarse a meditar, pasar las cuentas del rosario o leer.

En aquella pieza solía, además, recibir a sus amigos, personas que, como él, se interesaban por la religión. Se contaban anécdotas y leyendas acerca del Profeta y discutían sobre su significado. Radwan Hussainy no se consideraba un gran sabio, ni un entendido en la ley sagrada y el Islam, pero su profunda fe y su devoción atraían a los demás, a los que cautivaban su generosidad, su rectitud y su compasiva ternura. Todos estaban de acuerdo en que era un santo.

Radwan Hussainy se levantó para recibir a la señora Kirsha con los ojos modestamente gachos[5]. Ella se acercó a él, cubriéndose el rostro, y le tendió la mano teniendo cuidado de envolvérsela con una punta del velo para no quebrar la pureza ritual del santo varón.

—Bienvenida seas, respetable vecina —le dijo él, indicándole donde sentarse.

El hombre volvió a acomodarse con las piernas cruzadas sobre la piel tendida en el suelo, mientras la mujer se deshacía en bendiciones:

—Que Dios te honre y te conceda una larga vida.

Radwan Hussainy supuso el motivo de la visita y no le preguntó por el estado de salud de su esposo, como requería la costumbre. Como los demás, estaba al corriente del género de vida del dueño del café y de las riñas entre los dos esposos. Comprendió que, sin él quererlo, lo habían metido en un conflicto. Se resignó generosamente a ello, como solía hacer cuando algo le causaba cierto fastidio. Sonrió con amabilidad y dijo:

—No hay malas noticias, espero.

Umm Hussain era una mujer decidida, que no se dejaba arredrar por los respetos humanos. Era osada, muy capaz de hablar sin pelos en la lengua, en el callejón sólo la panadera la vencía en indomitez. Con voz gruesa comenzó a hablar:

—Radwan Hussainy, tú eres el hombre más virtuoso del callejón, eres una persona bondadosa. Por eso he venido a verte, para pedirte ayuda. He venido a quejarme de la vida disipada que lleva mi esposo.

Estas últimas palabras las dijo agudizando la voz y con mayor dureza de expresión. Radwan Hussainy volvió a sonreír y dijo, en tono apesadumbrado:

—Descarga el corazón libremente, Umm Hussain. Te escucho.

Ella suspiró y volvió a tomar la palabra:

—¡Que Dios te lo pague! Mi marido no tiene vergüenza y no está dispuesto a enmendarse. Cada vez que me parece que ha tomado por el recto camino, vuelve a darme un disgusto. Es un libertino. Se deja llevar por sus apetitos y todo lo demás le trae sin cuidado, la edad, la esposa, los hijos. Habrás oído hablar del sinvergüenza que viene a verlo por las noches al café, ¿verdad? Es el nuevo escándalo.

Los ojos claros de Radwan Hussainy se ensombrecieron. Bajó la cabeza con gesto meditabundo, preocupado. Permaneció silencioso, invocando a Dios contra las tretas del diablo. La mujer se aprovechó de la pesadumbre del santo varón para redoblar su cólera y cargar las tintas:

—Es un perdido que ha llenado de oprobio a la familia. ¡Dios! Si no fuera por los años que he vivido con él y por los hijos que hemos tenido, me marcharía de casa para no volver. ¿Te parece bien su desfachatez? ¿Qué me dices de su asquerosa conducta? Me he hartado de darle buenos consejos, pero él no me escucha. Lo he amenazado, pero no me ha hecho caso. No he tenido más remedio que venir a verte. Hubiera preferido no afligirte con nuestras miserias, pero tú eres nuestra única salvación: eres el hombre más respetado del callejón. Todos te obedecen. Quién sabe, quizá tú podrías conseguir lo que mis palabras no han conseguido. Pero si resulta que ni tus palabras hacen mella en él, entonces tendré que tomar otro tipo de medidas. De momento me esfuerzo por contenerme. Pero si viera que no hay nada que hacer, sería capaz de prender fuego al callejón y echar en la hoguera su inmundo cuerpo…

Radwan Hussainy la miró con expresión de reproche y le dijo, sin perder la calma:

—Tranquilízate, Umm Hussain. Piensa en Dios. No te dejes llevar por la cólera. No te conviertas en el blanco de las burlas de los que piensan mal. La mujer honesta debe ser como un velo que cubre y tapa lo que Dios quiere encubrir. Vuelve a casa, ten confianza en mí, yo trataré de arreglarlo. Dios está de nuestra parte.

La infeliz mujer hizo un esfuerzo por dominarse y dijo:

—Que Dios te lo pague y te haga feliz. Tú eres un refugio y un consuelo. Dejo el asunto en tus manos y me dispongo a esperar. Dejo a Dios entre yo y este pervertido…

Radwan Hussainy trató de apaciguarla con buenas palabras. Y a cada consejo, la pobre mujer invocaba a Dios para inmediatamente después deshacerse en injurias contra su marido, dándole a Hussainy más detalles de su libertinaje. Hasta que el buen hombre perdió la paciencia. Se despidió de ella cortésmente y volvió a su sitio con un suspiro de alivio.

Permaneció pensativo en su cuarto, el asunto no auguraba nada bueno y de buena gana se hubiera desentendido de él. Pero había dado su palabra y tenía que cumplirla. Llamó al sirviente y lo mandó en busca de Kirsha. Mientras esperaba, se le ocurrió que era la primera vez que invitaba a su casa a un libertino. Hasta entonces sólo pobre gente o ascetas habían entrado en su cuarto.

Volvió a suspirar y se dijo: «El que enmienda a un pecador vale cien veces más que el que sólo habla con creyentes». Aunque dudaba mucho de poder enmendar a Kirsha. Meneó la cabeza y recitó un versículo del Corán: «Tú no tienes poder para guiar por el recto camino a quien quieres, pero Dios guía a los que ama». Se asombró del poder de seducción que el diablo tenía sobre el hombre, del poder de descarriarlo de su natural armonía.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la entrada del sirviente anunciándole la presencia de Kirsha. Kirsha entró, alto, y más delgado que nunca, y por debajo de sus gruesos párpados miró con respeto al santo varón. Se inclinó sobre su mano y lo saludó. Hussainy le dio la bienvenida y lo invitó a tomar asiento. Kirsha se sentó en el sofá que acababa de desocupar su esposa. Se le ofreció una taza de té. Kirsha parecía muy confiado, sin muestras de sospechar el motivo por el que había sido llamado. Era una demostración del grado de embrutecimiento y desvarío a que había llegado, del embotamiento de la intuición y la capacidad de presentir.

Hussainy leyó en sus ojos y se puso a hablar con voz confiada:

—Tu presencia honra nuestra casa, Kirsha.

El otro se llevó la mano al turbante y dijo:

—Que Dios te pague tu amabilidad, señor.

Hussainy prosiguió:

—No te molestarás por que te haya hecho venir durante tus horas de trabajo. Quiero hablar contigo de un asunto muy serio, como con un hermano. Por eso he pensado que lo mejor era hacerte venir a mi casa.

Kirsha bajó la cabeza y dijo con voz respetuosa:

—Estoy a tus órdenes.

Hussainy no quiso perder más tiempo con cumplidos, porque a Kirsha no se lo podía entretener demasiado rato fuera del café. Se propuso ir directamente al grano. Con valor, franqueza y seriedad dijo:

—Quiero hablarte como un hermano, como un hermano que te quiere de verdad. Como el hermano que recoge al otro hermano en sus brazos si lo ve caer, o que trata de ayudarlo si lo ve tropezar, o como el que está siempre a punto de dar un buen consejo si ve que el otro lo necesita.

El entusiasmo de Kirsha disminuyó considerablemente al escuchar estas palabras. Comprendió, de pronto, que había caído en una trampa. Una mirada de perplejidad afloró en sus ojos adormecidos y, sin saber muy bien lo que decía, murmuró:

—Claro que sí, señor.

A Hussainy no se le escapó su turbación y sorpresa. Nuevamente con voz grave, dulcificada un poco por una mirada amistosa, prosiguió:

—Te diré francamente lo que pienso, hermano. No te enfades, recuerda que sólo me mueve un afecto sincero. La verdad es que en tu conducta he observado ciertas cosas que me apenan y que considero indignas de ti…

Kirsha frunció el ceño con contrariedad y se dijo entre dientes: «¡A ti qué te importa lo que yo hago!». Pero fingiendo sorpresa dijo en alta voz:

—¿De veras te apena mi conducta, señor? ¡Que Dios no lo permita!

Hussainy pasó por alto aquella manifestación de sorpresa y añadió:

—El diablo se aprovecha de las puertas abiertas de la juventud y penetra en ellas secreta y públicamente para sembrar el mal. Pero nosotros nos esforzamos para que los jóvenes mantengan la puerta bien cerrada al diablo y les exhortamos a que no se las abran. Piensa en los hombres mayores y respetables. ¿Qué sucedería si dejáramos que abriesen las puertas para invitar al diablo?

¡La juventud, los hombres mayores! ¡Las puertas y el diablo! ¿Por qué no se ocupaba de sus cosas y dejaba a los demás tranquilos? Movió la cabeza con turbación, y en voz baja dijo:

—No sé de qué me hablas…

Hussainy le lanzó una mirada preñada de sentido, y con voz de reproche preguntó:

—¿De veras?

Kirsha, que comenzaba a sentirse molesto y ligeramente atemorizado, murmuró:

—De veras.

Entonces Hussainy dijo con mayor brío:

—Creo que sabes muy bien a qué me refiero. Pero ya que me obligas, te diré que hablo del joven sinvergüenza…

Kirsha vio que se le cerraban todas las salidas. Se indignó, pero como un ratón caído en la trampa, se lanzó contra las puertas obturadas y preguntó, con voz que se daba por vencida:

—¿De qué joven me hablas, señor?

Hussainy respondió con suavidad, tratando de no provocarlo:

—¡De sobra lo sabes! ¡No hablo de él para molestarte, ni para humillarte! ¡Dios me guarde! Mi única intención es que vuelvas al buen camino. Es por tu bien. ¿Por qué te empeñas en negarlo? Todos están al corriente de ello, todo el mundo lo comenta. Eso es lo que más me apena. Me aflige ver cómo hablan de ti.

Kirsha se encolerizó. Se dio un puñetazo en el muslo y con voz ronca y grosera, comenzó a quejarse:

—¿Por qué se mete conmigo la gente? ¿De verdad los has oído hablar mal de mí? Esa gente no tiene remedio. Se meten en la vida de los demás, no porque les parezca mal, sino porque disfrutan criticando; cuando no saben qué criticar, se inventan un vicio. ¿Crees tú que hablan así llevados del asco o la indignación? ¡No! ¡La envidia es la que los corroe!

Hussainy se asustó al darse cuenta de la actitud que tomaba el viejo, y no pudo por menos que decir, sorprendido:

—¡Una curiosa manera de pensar la tuya! ¿Crees realmente que tu vicio causa envidia?

El viejo se echó a reír y dijo desdeñosamente:

—¡No lo dudes! Se trata de una pandilla de infelices que no vale la pena tener en cuenta. —Comprendiendo, sin embargo, que sus palabras equivalían a un reconocimiento de su falta, trató de enmendarlo—: ¿Sabes quién es el chico? Es un pobre muchacho al que trato de ayudar.

Hussainy se turbó ante su cinismo y lo miró a los ojos como queriendo decir: «¿Cómo te atreves?». Luego, dijo:

—Escucha, Kirsha. Da la impresión de que no me comprendes. Mi intención no es juzgarte ni atosigarte. Todos necesitamos la misericordia de Dios y nadie está exento de falta. Pero no trates de negarlo. Si este chico está sumido en la miseria, abandónalo, de indigentes estamos más que sobrados.

—No sé por qué no puedo ayudar a ese muchacho. Siento que no me creas, porque soy inocente.

Hussainy alzó los ojos a su sombría cara y, tratando de disimular su disgusto, le dijo con dulzura:

—Es un sinvergüenza de mucho cuidado. No trates de engañarme. Más te hubiera valido seguir mi consejo y hablarme con sinceridad.

Kirsha comprendió que Hussainy estaba irritado y que trataba de disimularlo. Optó por callar y contenerse. A partir de este momento sólo le preocupaba cómo iba a salir de allí. Pero Hussainy prosiguió:

—Es por tu bien y por el de tu casa que trato de convencerte. No pierdo la esperanza de lograrlo y llevarte por el buen camino. Deja este chico, no es puro, ha salido de las manos del diablo. Arrepiéntete y vuelve al Señor que lo perdona todo, porque es misericordioso. Si fueras virtuoso, serías rico. Pero por mucho dinero que ganes, lo pierdes todo en esta inmunda cloaca. Sigues siendo pobre, sin defensas.

Kirsha ya no trataba de negar nada; se había dicho que era libre de hacer lo que le viniera en gana. Nadie podía obligarle a acatar su autoridad, ni el propio Radwan Hussainy. Pero tampoco quería encolerizarlo, ni provocarlo. Cerró los ojos y con voz desagradable dijo:

—Que se haga la voluntad de Dios.

El agradable rostro de Hussainy se ensombreció y exclamó:

—¡Que se haga la voluntad del diablo, querrás decir! ¿No te da vergüenza?

Kirsha murmuró entre dientes:

—Dios guía en la buena dirección.

—No sigas al diablo y Dios te guiará. Abandona al chico o déjame que hable yo con él.

Kirsha se impacientó. Sin poder disimular sus sentimientos, dijo vivamente:

—No, no lo hagas.

Hussainy lo miró con expresión de desprecio y dijo con tristeza:

—¿Te das cuenta de que prefieres perderte que tomar por el buen camino?

—Sólo Dios puede guiarnos por el buen camino.

Hussainy comenzó a desesperar.

—¡Te lo pido por última vez! Abandona al chico o déjame que le hable yo.

Kirsha hizo un movimiento con intención de levantarse y replicó:

—No, te ruego que te olvides del asunto y que lo dejes en manos del Señor.

Hussainy se sorprendió de su obstinación y desfachatez y le preguntó:

—¿No te da vergüenza el descontrol con que corres detrás del vicio?

Kirsha se puso de pie. Estaba harto de Hussainy y de sus sermones.

—Los hombres cometen muchos pecados —dijo—. Este es uno de ellos. No te empeñes en querer mostrarme el buen camino y no te enfades conmigo. Acepta mis excusas. Lo siento de veras. ¿Qué culpa tienen los hombres de lo que les sucede? —Le alargó la mano—. Hasta luego —se despidió.

Kirsha salió de la casa de Hussainy, gruñendo y echando pestes contra todo el mundo, contra el callejón y contra Radwan Hussainy.