Abbas, el barbero, se miró críticamente en el espejo. Una expresión satisfecha afloró lentamente en sus ojos saltones. Se había rizado el pelo y cepillado cuidadosamente el traje.
Salió de la barbería y se plantó ante la puerta. Era su hora preferida, la del crepúsculo, cuando el cielo se despejaba y su azul cobraba una mayor intensidad. El aire se había caldeado agradablemente después de la fina lluvia de todo el día. El suelo del callejón aparecía recién lavado, cosa que sólo ocurría un par de veces al año. En la calle de Sanadiqiya los hoyos habían quedado llenos de agua fangosa.
El tío Kamil estaba en el interior de su tienda, durmiendo, y el rostro de Abbas se iluminó con una alegre sonrisa. Pero entonces el amor volvió a removerle las entrañas y él se puso a canturrear:
¡Ay corazón! ¿Has finalmente encontrado
el reposo y la unión que deseas?
Tus heridas acabarán curándose
y un día encontrarás el remedio, aunque no sepas cómo ni cuándo.
Como lo hemos oído decir a los que tienen experiencia,
la paciencia, ay de mí, es la llave de la felicidad.
El tío Kamil abrió los ojos y bostezó, luego los posó sobre su joven amigo, todavía plantado delante de la barbería. Este se echó a reír y cruzó la calle para hablar con él. Le pellizcó la grasa del pecho y le dijo:
—Amemos y el mundo nos sonreirá…
El tío Kamil suspiró y dijo, con su voz aguda:
—¡Te felicito, viejo! Pero ¿por qué no me diste la mortaja en vez de vendértela para pagar la dote?
Abbas soltó una sonora carcajada y se alejó del callejón a paso lento. Se había puesto el traje gris, que era el único que tenía. El año anterior lo había hecho girar y zurcir; lo llevaba a limpiar y a planchar con regularidad, de modo que, en cierta manera, podía pasar por elegante. Caminó encendido de entusiasmo y lleno de valor, aunque también un poco angustiado ante la perspectiva de la declaración de sentimientos que se había propuesto hacer. Su amor era un delicado sentimiento mezclado de un deseo insaciable. Amaba los senos de su amada, como amaba sus ojos, y languidecía de ganas de entrar en contacto con el calor de su cuerpo, a la vez que de experimentar la magia y voluptuosidad secretas de su mirada.
Aquella tarde en Darasa, la tarde en que la había abordado, Abbas sintió el sabor de la victoria; había interpretado su esquivez como la forma típicamente negativa con que las mujeres suelen reaccionar a la llamada del amor. Pasó unos días ebrio de felicidad, pero después el ardor se enfrió, no a causa de nada nuevo, sino simplemente porque comenzaron a asaltarle dudas. Llegó a preguntarse cómo había podido tomar la respuesta esquiva de la muchacha como un gesto de coquetería, y no como una verdadera muestra de rechazo.
Claro que ella lo había rechazado con suavidad, sin grosería, pero seguramente porque eran vecinos y había querido conservar las formas. No le cupo ninguna duda de que su alegría había sido desproporcionada y de que se había hecho demasiadas ilusiones. Pero no se dio por vencido. Todas las mañanas salió a la puerta de la barbería, a la hora en que la chica abría la ventana del piso para que entrara el sol, y por las noches, se sentó a la terraza del café, a fumar el narguile y a echar miraditas a la ventana, de nuevo cerrada, pero cuyos postigos dejaban entrever la silueta de la amada. No se contentó con eso y la abordó por segunda vez en Darasa. Ella le rechazó como la primera vez.
Y ahora volvía a intentarlo, lleno de valor, confiado y perdidamente enamorado. Vio acercarse a Hamida, con sus amigas, y se hizo a un lado para dejarlas pasar. Luego se puso a caminar tras ellas, sin prisas. Notó que las chicas lo cosían a miradas maliciosas y se sintió embargado de alegría y orgulloso. Las siguió hasta dispersarse el grupo al llegar a Darasa. Entonces apretó el paso para acercarse a Hamida. Sonrió a la muchacha, con ternura y embarazo, y murmuró tal como lo llevaba pensado:
—Buenas noches, Hamida…
Ella lo había esperado, naturalmente, pero se sentía llena de perplejidad, sin saber qué hacer. No lo amaba, pero tampoco lo detestaba. Tal vez porque era el único partido aceptable del callejón, le daba miedo romper con él brutalmente o rechazarlo con brusquedad y malos modos. La chica optó por no ofenderse ante la audacia de abordarla en plena calle otra vez. Se contentó con un mohín de fastidio, pese a que nada le hubiera costado fulminarlo con una palabra tajante, de haberlo realmente querido.
A pesar de su limitada experiencia de la vida, se daba perfecta cuenta del abismo existente entre aquel pobre y dulce joven y el personaje con que soñaba ella, llevada por la devoradora ambición y por su natural autoritario y agresivo. La provocación y el aplomo en unos ojos ajenos podían excitarla hasta el paroxismo. Era imposible que la mirada bondadosa y humilde de Abbas llegara jamás a satisfacerla. Se sintió presa de ansiedad y angustia, dividida entre el deseo de admitir en matrimonio al único joven aceptable del callejón, y la aversión que le inspiraba, por motivos bien claros y seguros. Por él no sentía atracción ni clara aversión. De no ser por su firme convicción de que el matrimonio era la única salida, no hubiera vacilado en rechazarlo y en tratarlo con dureza. Pero en el matrimonio tenía que pensar a la fuerza, y por eso, jugaba con él, se complacía en verlo correr tras ella. Quizá así llegaría a dar con una solución a su embarazosa perplejidad.
El joven, temiendo que se prolongara el silencio hasta el final de la calle, volvió a murmurar, con voz implorante:
—Buenas noches…
El bello rostro cobrizo de la muchacha se relajó. Hamida aminoró la marcha y con un suspiro que denotaba cierta irritación, le dijo:
—¿Y ahora qué quieres?
Él sólo se fijó en la expresión distendida de su cara, hizo caso omiso del tono irritado de sus palabras, y dijo, esperanzado:
—Vamos hacia la calle Azhar, para estar más seguros… porque anochece…
Sin chistar, la muchacha tomó por la calle de Azhar. Él la siguió, ebrio de alegría. No obstante, las palabras de Abbas «estaremos más seguros… anochece» resonaron en la cabeza de Hamida, la cual no pudo por menos que reconocer que cometía una imprudencia a los ojos de la gente. Una sonrisa de despecho afloró entonces en sus labios. El respeto por las buenas costumbres le traían sin cuidado: ella había sido criada en un ambiente libre de aquel tipo de prejuicios. Su desprecio hacia el qué dirán se había nutrido de su natural indolencia y de la negligencia de una madre que muy poco se preocupaba por lo que pasaba debajo de su techo. La chica estaba acostumbrada a dejarse llevar por su temperamento, a arremeter contra lo que le viniera en gana, sin reflexionar, sin detenerse jamás a tener en cuenta algún principio moral.
Mientras tanto, Abbas se había puesto a caminar a su lado y le decía en tono rebosante de alegría:
—¡Qué simpática eres!
Pero ella le preguntó con expresión enojada:
—¿Qué pretendes de mí?
Entonces el joven hizo un esfuerzo por controlarse la emoción y contestó:
—La paciencia es una cosa muy buena, Hamida. Sé bondadosa conmigo, no me trates con crueldad…
Ella volvió el rostro hacia él, a la vez que se lo recubría con el velo, y le espetó bruscamente:
—¡Todavía no me has dicho qué pretendes!
—La paciencia es una cosa muy buena… Yo quisiera… me gustaría que todo terminara bien…
A lo que ella replicó desdeñosamente:
—No dices nada. Nos estamos alejando del camino. El tiempo pasa y no quiero llegar tarde. Me esperan en casa.
Entonces, él tuvo miedo de dejar escapar la oportunidad y se apresuró a decir:
—No tardaremos en volver, no temas, no te impacientes. Ya encontraremos una excusa para tu madre. No pienses en los minutos que podamos retrasarnos. Yo, en cambio, pienso en la vida que nos espera, en nuestra vida. No paro de pensar en ello. ¿No me crees? Por la vida de Hussain, te juro que es mi única preocupación en este momento…
Habló con sencillez y sinceridad, y ella no pudo evitar sentirse afectada por el calor de su voz. Sus palabras le causaron placer, pese a que el corazón no se le inmutó, y engañándose a sí misma, como olvidándose de la perplejidad que le causaba el joven, decidió escucharlo con atención. Pero como tampoco supo qué decir, se refugió en el silencio. El mozo se envalentonó y prosiguió apasionadamente:
—Hamida, me preguntas qué pretendo de ti. ¿De verdad no lo sabes? ¿No sabes por qué te siguen mis ojos por todas partes? Dicen que al creyente el corazón le revela la verdad. Interrógate a ti misma. Pregúntalo a todos los que viven en el callejón. Todos lo saben.
La muchacha frunció el ceño y murmuró:
—¡Me has cubierto de vergüenza!
A Abbas le dio miedo la acusación y exclamó, lleno de emoción:
—Nada hay de escandaloso en nuestras vidas y yo sólo te deseo el bien. Esta mezquita consagrada a Hussain es testigo de la sinceridad de mis palabras y de mis intenciones. Yo te amo. Te amo desde hace mucho tiempo. Te amo más que tu madre. Te lo juro por mi fe en Hussain, en el abuelo de Hussain y en el Dios de Hussain.
Hamida experimentó un intenso placer al oír estas palabras y se sintió embargada por un sentimiento de orgullo que se avenía perfectamente con su natural caprichoso y su gusto por el poder y el dominio. En ella se constató el hecho de que las palabras de amor son siempre agradables a los oídos, independientemente de lo que sienta el corazón. Son como un bálsamo para las almas cerradas.
Pero la imaginación de la muchacha dio un salto por encima del presente, hacia el futuro. La muchacha se preguntó cómo iba a ser la vida con Abbas, suponiendo que sus deseos se convirtieran en realidad. Era un pobretón que se ganaba el sustento día a día. La obligaría a dejar el piso de la segunda planta del inmueble de la señora Afify para instalarse con él, en la planta baja de la casa de Radwan Hussainy. Y a lo máximo que podía aspirar como dote, de parte de su madre, era a una cama desvencijada, a un sofá y a unos cuantos utensilios de cocina de cobre. Después, su vida consistiría en barrer, cocinar, lavar la ropa y amamantar a los niños. Y seguramente tendría que andar descalza con una galabieh llena de zurcidos. A la chica le cogió miedo, como si de pronto se hubiera visto ante un precipicio. Sintió que en ella revivía su pasión por la ropa. Sintió que se le volvía a despertar la salvaje aversión por los niños, de que la acusaban las vecinas del callejón. De nuevo se sintió presa de la perplejidad y dudó de si no había sido un disparate avenirse a seguir a Abbas hasta aquella calle.
Abbas, con expresión embrujada, la devoraba con los ojos, lleno de pasión y de esperanza. Interpretó su silencio y sus palabras con el significado que le dictó la pasión y, con voz que dio la impresión de surgir del fondo de su corazón, le dijo:
—¿Por qué callas, Hamida? Una sola palabra tuya puede curar mi corazón y cambiar el mundo. Basta con una sola palabra. ¡Habla, Hamida! —Pero ella continuó sin decir nada, presa de la indecisión, por lo que Abbas añadió—: Una palabra bastará para darme esperanza y hacerme feliz. No sabes qué afecto tiene en mí el amor que siento. Me da unos ánimos nuevos, un coraje que nunca había sentido antes. Me ha transformado en un nuevo ser, ahora me atrevo a enfrentarme al mundo sin miedo.
¿Qué significaría todo aquello? Hamida movió la cabeza con gesto interrogante. Al ver que se interesaba por sus palabras, Abbas sintió que se le ensanchaba el pecho y prosiguió, lleno de entusiasmo y orgullo:
—Sí. He puesto mi confianza en Dios y voy a probar la suerte como los demás. Entraré en el servicio del ejército británico, y quizá saldré adelante como tu hermano Hussain.
En los ojos de la muchacha afloró una expresión de auténtico interés y preguntó, como sin darse cuenta:
—¿De veras? ¿Y cuándo será eso?
Sin duda él hubiera preferido oírla hablar de otra manera. Le hubiera hecho más feliz verla emocionarse, en vez de simplemente tomarse interés. De buena gana hubiera escuchado las palabras dulces como la miel por las que de antemano se derretía en su fuero interno. Pero se figuró que aquel interés exterior era sólo el velo bajo el que modestamente cubría unos sentimientos tan ardientes como los suyos. Por lo que, con el corazón loco de alegría, contestó:
—Me marcharé muy pronto a Tell el-Kebir. Al principio me darán un sueldo de piastras diarias. Todo el mundo que ha trabajado allí me ha dicho que eso sólo es una ínfima parte de lo que se gana realmente. Procuraré ahorrar la mayor parte del sueldo y cuando regrese, al terminar la guerra, que dicen que va a durar mucho, todavía abriré una nueva barbería en la calle Nueva o en la de Azhar y nosotros viviremos como reyes, si Dios lo quiere. Confía en mí, Hamida.
Aquello era nuevo, era una posibilidad en la que ella jamás había pensado. Suponiendo que Abbas hablara en serio, había dado un paso importante para satisfacer sus aspiraciones. Una naturaleza como la de la muchacha, por rebelde e indómita que fuera, podía ser sometida por la fuerza del dinero.
Abbas murmuró, en tono de reproche:
—¿No confías en mí?
A lo que ella contestó en voz baja, en un tono que a él le sonó a gloria, a pesar de que la voz era uno de los puntos débiles de la muchacha:
—Dios te ayude para que todo te salga bien.
Él suspiró gozosamente y exclamó:
—¡Que Alá oiga tu plegaria! El mundo nos sonreirá, con la gracia de Dios. Acepta, y todo me parecerá bien. Yo sólo quiero hacerte feliz.
Ella se sintió salir lentamente de su perplejidad. En la noche en que se debatía, comenzó a ver una luz. Una luz de oro reluciente. Si la persona de Abbas no la cautivaba, ni conmovía el elemento femenino que existía en ella, cabía esperar que de él se desprendiera el brillo del oro que la podía fascinar, que el mozo fuera capaz de satisfacer su gusto por el lujo y el poder. Al fin y al cabo, y eso era muy importante, él era el único partido aceptable del callejón. Sí, de eso no cabía ninguna duda. Embargada por un nuevo sentimiento de satisfacción, puso mayor atención a sus palabras.
—¿No me escuchas, Hamida? ¡Sólo te pido que seas feliz!
Una leve sonrisa se dibujó en los labios de la chica, la cual murmuró:
—Que Dios te ayude a salir adelante…
A lo que él replicó muy contento:
—No hace falta que esperemos hasta que acabe la guerra. Podremos ser muy felices en el callejón.
Ella frunció el ceño con un espontáneo mohín de disgusto. Y sin poder contenerse, espetó:
—¡El callejón de Midaq!
Él la miró con aire turbado, sin atreverse a defender el callejón por el que no podía evitar sentir afecto, y que, en el fondo, prefería a todas las otras calles. Contrariado, se preguntó: «¿Desprecia ella también, como su hermano Hussain, nuestro entrañable callejón? Claro, han mamado la misma leche…». Para borrar el mal efecto de sus palabras, dijo:
—Escogeremos el sitio que más te guste. Están Darasa, Jamaliya, Bait al-Qadi… Escoge el sitio que más te guste para tu casa.
A la chica no se le escapó el significado de estas palabras y se mordió los labios, al comprender que se había excedido, que su lengua la había traicionado. Inmediatamente dijo:
—¿Mi casa? ¿De qué casa hablas? ¡A mí qué me cuentas!
A lo que él exclamó en tono de reproche:
—¿Cómo puedes decir eso? ¿No te basta con lo que te he ofrecido hasta ahora? ¿De verdad no sabes de qué casa te hablo? Dios te perdone, Hamida. Me refiero a la casa que los dos escogeremos, o la que escogerás tú, tú sola, porque será tuya. Si yo me marcho, como te he dicho, es para tener esta casa. Me has deseado buena suerte y no dudo de que tus deseos serán cumplidos. Nos hemos puesto de acuerdo, Hamida, y todo saldrá bien.
¿De verdad se habían puesto de acuerdo? ¡Qué duda cabía! De lo contrarío, ella no hubiera aceptado seguirle, hablarle y embarcarse con él a soñar en el futuro. ¿Qué mal había en ello? ¿No había convenido que era el único partido aceptable? Pese a ello, se sintió embargada por una sensación de angustia y vacilación. ¿Se habría convertido en otra, en alguien que no era dueña de sí misma? Y mientras Hamida se hacía estas reflexiones, la mano de Abbas buscaba la de ella, se la apretaba, comunicaba a sus dedos un dulce calor. Estuvo a punto de retirar la mano y de decir: «¡No…, yo no tengo nada que ver en todo eso!». Pero no lo hizo y guardó silencio. Continuaron caminando juntos, cogidos de la mano. Ella sintió que él le apretaba los dedos con ternura, y le oyó decir:
—Nos veremos con regularidad, ¿verdad?
Ella prefirió no responder y él, satisfecho con este silencio, prosiguió:
—Nos veremos a menudo y hablaremos de nuestros problemas. Después iré a hablar con tu madre. Hemos de ponernos de acuerdo antes de mi marcha.
Entonces ella retiró la mano y dijo con tono de impaciencia:
—Pasa el tiempo y nos hemos alejado mucho… Tenemos que darnos prisa por volver…
Giraron en redondo y él se echó a reír con una risa feliz, eco de la felicidad que colmaba su corazón. Apretaron el paso y en pocos minutos llegaron a la calle de Ghouriya. Allí se separaron y Hamida siguió por ella hasta su casa, mientras que Abbas tomó por la de Azhar para dar la vuelta por la mezquita de Hussain, hasta el callejón.