La señora Kirsha vivía presa de una inquietud devoradora. Su marido había interrumpido una de sus más caras costumbres, la de pasar las noches en la azotea, en compañía de sus colegas toxicómanos. La razón debía de ser grave, necesariamente. Pasaba las noches lejos de allí, lo que a la pobre mujer le recordaba pasados tragos muy amargos, cuyo sabor volvía, de nuevo, a atormentarla. ¿Por qué pasaba las noches fuera de casa? ¿Por el motivo habitual? ¿El horrible vicio? El miserable pretendería que era simplemente para cambiar de aires, distraerse un poco en otro barrio en el que el invierno resultara más agradable. Excusas que ella no podía creer. Sabía lo que sabían todos. Y estaba decidida a tomar cartas en el asunto.
La señora Kirsha era una mujer enérgica, a pesar de que ya se acercaba a los cincuenta. En el callejón era conocida por su fuerte genio, parecido al de la panadera y al de Umm Hamida, y era especialmente célebre por las riñas que tenía con su marido, a causa, precisamente, del vicio de este. Célebre era, también, por su nariz, grande y ancha.
Había sido una esposa fértil, que había dado a luz a seis hijas y a un hijo, Hussain Kirsha. Todas las hijas estaban casadas, con vidas más bien turbulentas, aunque ninguna de ellas había llegado al extremo del divorcio. La pequeña había sido la que más había dado que hablar en el callejón. Al comienzo de casada, se había fugado para ir a vivir con un hombre a Boulaq. El asunto había terminado trágicamente con los dos en la cárcel. La desgracia pesaba en la vida familiar, aunque no era la única. Lo de Kirsha también era un problema, un problema viejo y nuevo a la vez, que no parecía tener fin.
La señora Kirsha sonsacó hábilmente al tío Kamil y a Sanker, el mozo del café, y se enteró de la presencia del muchacho que, en los últimos tiempos, frecuentaba el café, donde era servido por Kirsha, el dueño, en persona. Espió a los clientes del local hasta localizar al joven, sentado a la derecha del dueño, que lo colmaba de atenciones. Se puso furiosa y la vieja herida comenzó de nuevo a sangrar. Pasó una noche infernal y, al día siguiente, se levantó de un humor de mil diablos. No sabía qué hacer, estaba furiosa y a la vez indecisa sobre cuál sería el mejor método. En el pasado, había armado grandes escándalos a Kirsha, sin ningún resultado. No temía volver a montar una escena, pero prefirió esperar un poco, porque tampoco deseaba dar pábulo, inútilmente, a las malas lenguas. Fuera de sí, fue a hablar con su hijo Hussain.
El chico se estaba preparando para ir a trabajar. Ella se le acercó con el aliento cortado por la indignación y exclamó:
—¡Hijo! ¿Sabes que tu padre nos prepara un nuevo disgusto?
Hussain comprendió en seguida a qué se refería; aquellas palabras sólo podían significar una cosa, de todos sabida. Presa de cólera, echó chispas por los ojos. ¿Qué vida era aquella, que no le dejaba pasar un solo día sin nuevas dificultades y escándalos? Estaba harto de aquel ambiente. Seguramente por eso había entrado a trabajar en las fuerzas armadas británicas. Pero, en vez de encontrar la calma deseada, su nueva vida había redoblado el asco que le daba la familia y el callejón. Las palabras de su madre, por lo tanto, lo irritaron indeciblemente. Furioso, gritó:
—¿Qué quieres ahora? ¿Y a mí qué me cuentas? Cuando trato de intervenir, mi padre y yo acabamos a golpes. ¿Pretendes que le dé una paliza a mi propio padre?
La verdad era que el vicio de su padre le tenía sin cuidado. Pero no soportaba los escándalos, ni las escenas y riñas en el seno de la familia. La primera vez que había oído hablar de las aventuras de su padre, se había encogido de hombros desdeñosamente y había dicho: «Es un hombre y, como tal, es libre de hacer lo que le plazca». Sin embargo, al ver que la familia se convertía en el blanco de las habladurías de todo el mundo, acabó también furioso con el viejo. Las relaciones entre los dos siempre habían sido tensas, como suele ocurrir entre dos caracteres que se parecen demasiado: ambos eran brutales, hoscos, con mal genio. El vicio del padre había agravado la situación hasta el punto de convertirlos en enemigos, en declarada guerra, a veces, en una especie de tregua, otras. Era una guerra que sorda o declarada, jamás remitía.
La señora Kirsha no supo qué decir, por miedo a ser la causa de un nuevo conflicto entre padre e hijo. Dejó que se marchara sin añadir nada más y pasó un día espantoso. Pero a pesar de todo, no estaba dispuesta a darse por vencida y se decidió a darle una buena lección a su marido, aunque volviera a convertirse en la chacota de las malas lenguas del callejón.
Decidió que lo mejor era abordar el asunto mientras todavía le duraba el impacto de la ira, de modo que, aquella noche, esperó a que el café se vaciara y el marido se dispusiera a cerrarlo. Entonces se asomó a la ventana y lo llamó. El viejo alzó la cabeza, obviamente irritado, y gritó:
—¿Qué quieres, mujer?
—Sube un momento, por favor —le contestó ella desde arriba—. Tengo que decirte una cosa importante.
Kirsha hizo una señal a su joven amigo, indicándole que esperara unos instantes, y subió pesadamente la escalera. Se detuvo, sin aliento, en el rellano del piso y preguntó con voz brutal:
—¿Qué quieres, Umm Hussain? ¿No puedes esperar hasta mañana?
Ella notó que había plantado los pies ante el umbral, resistiéndose a franquear la entrada. No pudo por menos que estallar, encolerizada. Lo miró con los ojos enrojecidos por el insomnio y la ira. Pero consiguió contenerse y rogarle:
—Haz el favor de entrar.
El viejo se preguntó por qué no hablaba de una vez y si verdaderamente tenía algo que decirle. Después preguntó con grosería:
—¿Qué quieres? Habla de una vez.
¡Qué impaciente! Era capaz de pasar noches enteras fuera de casa sin aburrirse, pero no mantener una conversación de dos minutos. De todos modos, se trataba del padre de sus hijos, de su marido delante de Dios y de los hombres y, a pesar del mal que le hacía, como esposa no podía odiarlo ni tratarlo con indiferencia. Era su esposo y señor, y lo quería enteramente para ella. Cada vez que lo veía presa por el vicio, le entraban unas ganas locas de recuperarlo y acapararlo. Además estaba orgullosa de él, orgullosa de la posición social que disfrutaba en el callejón, del ascendiente que tenía sobre sus colegas.
Sin embargo, allí estaba, impaciente por entregarse una vez más al demonio. Con ganas de escapar corriendo y de no escucharla. La ira de Umm Hussain se reavivó.
—Entra primero —le dijo ásperamente—. ¿Por qué te quedas ahí plantado como si fueras un extraño?
El viejo resopló ruidosamente. Entró al recibidor y volvió a preguntar con la voz ronca:
—¿Qué tramas? Ella cerró la puerta y dijo:
—Descansa un poco… He de hablarte.
Él la miró con recelo. ¿Qué quería la muy pesada? ¿Osaría de nuevo entremeterse en su vida? Gritando, le dijo:
—¡Habla! ¡No me hagas perder el tiempo!
Ella preguntó irritada:
—¿A qué viene tanta prisa?
—¿No lo sabes?
—¿Por qué tienes tanta prisa? —insistió.
La desconfianza del viejo aumentó y se puso fuera de sí. ¿Hasta cuándo iba a soportarla? Sus sentimientos hacia ella eran contradictorios. Pasaban del odio al afecto. Pero cada vez que el vicio lo arrastraba al abismo, la odiaba. Y cuando la veía de aquella manera, a punto de descargar su furia, todavía la odiaba más. En el fondo, lo que deseaba era que su esposa adoptara una actitud razonable y que lo dejara en paz.
Lo extraño era que al viejo nunca se le hubiera ocurrido sospechar que tal vez no tuviera razón, que siempre se extrañara de los intentos de la mujer por atajarle en el camino hacia el vicio. ¿No tenía derecho a hacer lo que le viniera en gana? ¿No era la obligación de la mujer obedecer y darse por satisfecha con lo que tenía, puesto que no pasaba apuros de primera necesidad? Su esposa se le había convertido en una necesidad cotidiana, como el sueño, el hachís y el techo debajo del cual se cobijaba. Nunca había pensado seriamente en deshacerse de ella. Como esposa le interesaba conservarla. Y sin embargo, cuando se enfurecía, no podía evitar preguntarse hasta cuándo iba a soportarla.
—¡No seas estúpida! —le gritó—. Habla de una vez y déjame volver a mis asuntos.
A lo que ella inquirió, rabiosa:
—¿Eso es todo lo que tienes que decirme?
El viejo rugió al replicar:
—Yo sé bien que no tienes nada que decirme. Vete a la cama como una mujer razonable.
—¡Acuéstate tú también, como hacen los hombres razonables!
El hombre se golpeó la palma de la mano con el puño y gritó:
—¿Cómo quieres que me duerma a esta hora?
—¿Por qué creó Dios la noche, entonces?
El hombre hizo un gesto de sorpresa mezclado de cólera.
—¿Desde cuándo duermo yo por las noches? ¿Acaso estoy enfermo?
Entonces Umm Hussain, con un tono especial cuyo sentido no podía escaparse al marido, exclamó:
—¡Arrepiéntete! ¡Arrepiéntete antes de que sea demasiado tarde!
Él comprendió la alusión y no obstante optó por hacerse el desentendido.
—¿Qué mal hay en pasar la noche en vela del que haga falta arrepentirme?
La obstinación en no querer darse por aludido exasperó a su mujer, que volvió a la carga.
—¡Arrepiéntete de tus noches!
Él preguntó entonces, con gesto hosco:
—¿Me quieres hacer cambiar de vida?
—¡Tu vida! —gritó ella.
Él afirmó socarronamente:
—Sí, mi vida es el hachís.
Los ojos de la mujer echaron chispas al decir:
—¿Y el otro hachís?
El hombre bromeó:
—Sólo prendo fuego a una clase de hachís.
—A mí es a quien prendes fuego. ¿Por qué no pasas las noches en la tertulia de la azotea, como de costumbre?
—¿Por qué no puedo pasarlas dónde me plazca? En la azotea, en comisaría, en una oficina del gobierno… ¿A ti qué te importa?
—¿A qué viene este cambio?
El hombre alzó los ojos al techo exclamando:
—¡Dios, Tú eres testigo! Hasta este momento has tenido a bien ahorrarme los tribunales del gobierno, pero ahora me obligas a presentarme ante el tribunal permanente de mi propio hogar. —Luego bajó de nuevo los ojos para decir—: Entérate de que sospechan de nuestra casa y que la merodea la policía.
A lo que ella replicó con amarga ironía:
—¿No será este desvergonzado joven uno de los policías que te han forzado a abandonar el nido?
Esta vez la alusión era demasiado clara. El rostro oscuro de Kirsha se ensombreció aún más y preguntó, con voz contrariada:
—¿A quién te refieres?
—Al joven al que sirves el té tú mismo, en vez de Sanker.
—No veo qué hay de malo en ello. El dueño puede servir a sus clientes, si quiere.
Pero ella le preguntó, burlonamente, con voz temblorosa a causa de la ira:
—¿Por qué no sirves nunca al tío Kamil, entonces? ¿Por qué sólo sirves a este sinvergüenza?
—Nunca está de más mimar a los nuevos clientes.
—Es fácil decir eso, pero la verdad es que vuelves a escandalizar a la gente. ¡Sinvergüenza!
A lo que él la amenazó con la mano, diciendo:
—¡Cuidado con tu lengua, loca!
—La gente con los años sienta la cabeza, en cambio tú…
Él apretó los dientes y se puso a maldecirle los huesos. Pero ella no pareció inmutarse y prosiguió:
—Todo el mundo acaba sentando la cabeza con los años, en cambio tú, cuanto más viejo, más ligero de cascos.
—¡Estás loca, mujer, loca, lo juro por el Profeta!
Entonces ella se puso a gritar con voz ronca y entrecortada por la indignación:
—¡Los hombres como tú se merecen ser torturados! ¡Eres la vergüenza de la casa! ¡Por tu culpa somos el hazmerreír de todos! —Sin control ya sobre la ira y la rabia que la embargaban, le amenazó—: Hoy sólo nos oyen estas cuatro paredes, pero mañana nos oirá el mundo entero.
A lo que él alzó sus pesados párpados y preguntó, alertado:
—¿Me estás amenazando?
—Te amenazo a ti y a tus amigos. ¡Verás de lo que soy capaz!
—¡Te voy a partir la cabeza, loca!
—¡Anda ya! Si con el hachís y la vida que llevas ya no te queda fuerza en el brazo. ¡Si ni la mano levantar puedes! ¡Estás acabado, acabado!
—Acabado por culpa tuya. ¿Qué es lo que acaba con la vida de un hombre? ¡La mujer!
—¡Pobre de mí! ¡Soy la más desamparada de las mujeres!
—¿Cómo te atreves? Has tenido seis hijas y un hijo, sin contar los abortos.
A lo que ella replicó furiosa:
—¿Y tú cómo te atreves a mencionar a tu hijo? ¡Sólo con pensar en él debería bastarte para alejarte del borde del abismo al que te arroja tu mala vida!
Kirsha golpeó la pared con el puño y se encaminó a la puerta, diciendo:
—¡Vieja chiflada!
Ella todavía le gritó:
—¿Ya se te ha agotado la paciencia? ¿Ya no puedes hacer esperar más al pobre chico? ¡Pagarás por tu conducta, sinvergüenza!
Kirsha cerró la puerta violentamente a sus espaldas, rompiendo el silencio que reinaba en el callejón. Umm Hussain, presa de ira e indignación, apretó los puños, con el alma rebosando de deseo de venganza.