El callejón de Midaq retumbaba, durante el día, con el estruendo del bazar. De él salía y entraba un tropel de empleados que no paraban salvo a la hora del almuerzo; al almacén llegaban las mercancías en una riada continua y el estrépito de los camiones llegaba hasta las calles de Sanadiqiya, Ghouriya y Azhar. Continuo era también el flujo y reflujo de clientes y representantes.
El bazar era un centro comercial dedicado a los perfumes y cosméticos que se vendían al por mayor y al por menor. Pese a la guerra y a la ruptura de las relaciones comerciales con la India, la casa conservaba su reputación y su solvencia. De hecho, la guerra había creado nuevas oportunidades de beneficios, como el del comercio del té, al que Salim Alwan se dedicaba por primera vez. Además, con el estraperlo, había logrado sustanciosos negocios.
Salim Alwan trabajaba sentado tras el gran escritorio colocado en un extremo de la espaciosa sala abierta al patio interior, al que daban los almacenes. Desde allí podía estar al tanto del movimiento general, del de las mercancías y del de los empleados, transportistas y clientes. Por eso, precisamente, nunca había querido encerrarse en un despacho de verdad, como hacían sus colegas, importantes hombres de negocio. Solía decir que un comerciante que se preciara de serlo, tenía que estar siempre ojo avizor. Y no lo decía por decir, porque conocía el oficio como el que más y jamás había dado muestras de no estar a la altura. Alwan no era un nuevo rico de la guerra, sino un «comerciante hijo de comerciante», como le gustaba decir. Durante los primeros tiempos no había nadado en la abundancia, pero los negocios le salieron muy bien parados de la primera guerra mundial, y con la segunda su prosperidad todavía era mayor.
Sin embargo, Salim Alwan era un hombre con preocupaciones. El negocio lo llevaba él solo, sin ayuda de nadie. Afortunadamente, gozaba de una excelente salud y era de una vitalidad desbordante, pero le preocupaba el futuro, cuando comenzaran a fallarle las fuerzas y no hubiera nadie capaz de ponerse a la cabeza del negocio. De sus tres hijos, ninguno había querido ayudarle. Ninguno de los tres se había interesado por el comercio, y los esfuerzos de su padre por hacerlos cambiar de parecer habían sido del todo inútiles. El resultado era que a los cincuenta años, todavía tenía que hacerlo todo él. Aunque tenía que reconocer que el primer culpable de aquella situación también era él. La verdad era que, a pesar de su mentalidad de comerciante, había sido de una generosidad desmesurada con su familia. Vivía en un auténtico palacio, ricamente amueblado y con una tropa de criados. Había dejado su antigua casa de Jamaliya para construirse una mansión en Kilmiya, donde sus hijos se criaron totalmente aparte del mundo comercial y en un ambiente donde se respiraba un cierto desprecio por el tipo de transacciones a que se dedicaba el padre. No era de extrañar, por lo tanto, que cuando él trató de convencerles de que entraran en una escuela de comercio, ellos reaccionaran horrorizados y prefirieran estudiar medicina y derecho. Uno era magistrado, el otro abogado y el tercero médico del hospital de Kasr el-Aini.
Pero no por ello, Salim Alwan dejaba de ser un hombre feliz, como se reflejaba en su cara rosada, su cuerpo robusto y en su exuberante vitalidad. Su vida era feliz porque, en el fondo, todo le iba bien: el comercio prosperaba, los hijos se habían labrado un porvenir y sus cuatro hijas estaban casadas con buenos maridos y eran, las cuatro, madres de familia. Todo hubiera sido perfecto, de no ser aquella duda sobre qué sería del negocio cuando faltara él. A la larga, los hijos habían terminado por tomar conciencia del problema y temer el día en que las riendas de la casa se escaparan de las manos de su padre. Su hijo, el magistrado Muhammad Salim Al-wan, le había aconsejado venderlo todo y disfrutar de un bien merecido descanso. El padre había calado en el temor del hijo y había contestado con indignación: «¿Pretendes enterrarme vivo?».
La respuesta había desconcertado y afligido al hijo, que quería mucho a su padre, y nunca más se había atrevido a abordar el tema. Sin embargo, los hijos le sugirieron que comprar un terreno y edificarlo era mejor inversión que guardar él dinero en un banco, confiados de que este consejo no despertaría la cólera del viejo.
Y efectivamente, Salim Alwan era lo bastante ducho en negocios para reconocer que tenían razón. Sabía perfectamente que si el comercio era capaz de producir inmensas ganancias, también lo era de llevarle a la ruina en menos de una hora. Sin embargo, la guerra no permitía aquel tipo de operación. Hacía falta aplazar el plan, dejar que la idea madurara en su mente hasta cuando llegara la ocasión propicia. Pero apenas había llegado a esta conclusión, cuando su hijo, de nuevo el magistrado, le aconsejó que solicitara el título de «bey». «¿Cómo es que no eres un "bey" cuando el país está lleno de pachas y de beys que no tienen ni tu fortuna ni tu posición social?».
El padre se sintió halagado. La verdad era que, a diferencia del tipo de comerciante eminentemente pragmático, los honores le hacían ilusión. Comenzó a preguntarse, ingenuamente, qué podría hacer para conseguir el título. La pregunta se convirtió en una importante cuestión familiar. Todos se entusiasmaron por la idea, pero no se pusieron de acuerdo sobre la mejor manera de llevarla a cabo. Unos le propusieron que se dedicara a la política, de la que Salim Alwan no entendía nada, porque sus opiniones sobre la cuestión eran de una simplicidad pareja, por ejemplo, a la de un Abbas, el barbero: como él, iba regularmente a rezar a la tumba de Hussain y veneraba al jeque Darwish, que consideraba un santo varón. En resumen, Salim Alwan, debajo de su suntuoso caftán, no escondía más que un estómago fuerte. Aunque a menudo, eso es, precisamente, lo que exige la política, y no mucho más.
El asunto le había comenzado a preocupar en serio, cuando su otro hijo, el abogado, le desaconsejó meterse en política, advirtiéndole:
—La política puede ser la ruina de una familia. El partido al que tendrás que afiliarte, te obligará a gastar diez veces más que lo que gastas para los tuyos, y en el comercio. Si llegaras a presentarte como candidato a unas elecciones, tendrías que gastar millones de libras esterlinas sin ninguna garantía de ganar. ¿Qué es nuestro parlamento sino un pobre infeliz que sufre de insuficiencia cardíaca, a punto, en el momento menos pensado, de que le falle definitivamente el corazón? Además ¿a qué partido te afiliarías? Si escoges un partido que no sea el Wafd[3], reforzarás tu situación en el medio en que trabajas. Pero si te adscribes al Wafd, te arriesgas a que un presidente del consejo te arruine.
A Salim Alwan estas palabras le hicieron profunda mella, como solía sucederle con los consejos de sus «instruidos» hijos. Su determinación de dejar de lado la idea de dedicarse a la política se reforzó al darse cuenta de que en aquel campo no entendía absolutamente nada.
Entonces otro hijo le propuso que contribuyera a financiar alguna obra benéfica. De momento la idea no le gustó, porque su instinto de comerciante rechazaba este tipo de prodigalidades. Generosidad no le faltaba, por supuesto, pero era una cualidad que ejercía sobre todo con su familia. Si no se opuso a la idea de una manera tajante, fue por la ilusión que le seguía haciendo conseguir el título de «bey». Pero ¿cómo? Eso le obligaría a aflojar cinco mil libras, por lo menos. No sabía qué hacer. A los hijos, de momento, les había dicho que no, pero en secreto, la idea continuaba atormentándolo, hasta el punto de añadirse a las preocupaciones de la dirección del negocio y de la compra del terreno.
Por importancia que todo esto tuviera, no tenía la suficiente para mermar la serenidad de la existencia de Salim Alwan, demasiado ocupado en la rutina del trabajo cotidiano y en la necesidad de colmar sus deseos de placer nocturno. La verdad era que cuando lo enfrascaba el trabajo, era incapaz de pensar en otra cosa. Sentado detrás de su escritorio, parecía un cortesano judío, afable, pero siempre al tanto. Actuaba lleno de admiración por la fingida amabilidad de su interlocutor, que un extraño hubiera fácilmente tomado por uno de sus más entrañables amigos. De hecho, Alwan era un tigre, presto a saltar, que se hacía el manso para poder acorralar mejor a su presa. Desgraciado del que caía en sus garras. La experiencia le había enseñado que su interlocutor, como los otros de su clase, eran enemigos de los que convenía hacer ver que eran amigos. Eran, según él mismo decía, «demonios útiles».
Alwan discutía sobre un contrato de té que prometía producirle cuantiosos beneficios y comenzó a retorcerse el bigote y a eructar, como solía cuando le absorbía totalmente un pensamiento importante. Concluido el negocio del té, el otro, informado de su intención de invertir en terrenos, le propuso la compra de uno, pero Alwan contestó que había decidido aplazarlo hasta después de la guerra. Se negó a seguir escuchándole y su interlocutor tuvo que marcharse con un solo contrato. A este lo siguieron otros que Alwan despachó con similar habilidad y tiento.
A eso de las doce del mediodía, se levantó para ir a almorzar. Acostumbraba a hacerlo en una espaciosa sala donde había un lecho preparado para la siesta. El almuerzo consistía de legumbres, patatas y un plato de trigo triturado y cocido con mantequilla. Después de comer reposaba un par de horas en la cama. Durante este tiempo, la casa permanecía inactiva y el callejón en silencio.
En torno al plato de trigo existía una historia que todo el callejón conocía. Resultaba que su receta era a la vez un alimento y un afrodisíaco, que le preparaba uno de sus antiguos empleados. Durante un tiempo fue un secreto entre los dos, pero pocos son los secretos que consiguen guardarse en el callejón de Midaq. El trigo que comía Salim Alwan todos los mediodías iba mezclado con trozos de carne de palomo y una cierta cantidad de nuez moscada. Después bebía té dos o tres veces durante la tarde, a razón de un vaso, aproximadamente, cada dos horas. Sus efectos se notaban de noche, durante dos horas en las que nuestro hombre se abandonaba a un placer voluptuoso. El plato fue un secreto entre los dos hombres y la panadera. La gente del callejón, cuando veía la fuente, pensaba que se trataba de un plato de comida ordinaria y si unos le deseaban «Buen provecho», otros gruñían «¡Ojalá se te atragante!». Pero un día la panadera sucumbió al deseo de poner a prueba sus efectos en su marido. Sacó una porción del trigo condimentado que reemplazó por trigo puro. A partir de entonces, satisfecha por el resultado del experimento, tomó la costumbre de quedarse una parte, segura de que Salim Alwan no se daría cuenta. Pero Alwan no tardó en descubrirlo, porque pronto se percató que las noches no eran lo que solían ser. Al principio le echó la culpa al empleado que le preparaba el plato. Pero una vez hubo hablado con este, comenzó a sospechar de la panadera y no tuvo gran dificultad en descubrir el trueque. Riñó a la mujer y no mandó más el plato a cocer a su horno, sino a otro de la calle Nueva.
El secreto salió a la luz y en seguida se propagó por todo el callejón, gracias a los buenos servicios de Umm Hamida. Al principio Salim Alwan se enfureció, pero luego le dio igual. Cierto que había pasado la mayor parte de su vida en aquel callejón, pero nunca había formado parte de la comunidad de sus habitantes, de los que hacía caso omiso y apenas se dignaba saludar, salvo a Radwan Hussainy y al jeque Darwish. El plato de marras estuvo a punto de convertirse en la moda del barrio y, de no haber sido por su precio, pocos lo hubieran dejado de comer. Lo probaron Kirsha, el dueño del café, el doctor Booshy, e incluso Radwan Hussainy, después de asegurarse de que no contenía ningún ingrediente vedado por la santa ley. En cuanto a Salim Alwan continuó tomándolo habitualmente, y pocos eran los días que pasaba sin él. El hecho era que llevaba una vida muy ajetreada, con las horas del día totalmente ocupadas por los negocios y las veladas sin ninguna de las distracciones con las que sus semejantes acostumbraban a descansar: no iba al café, ni a un club, ni al cabaret. Su única distracción era su mujer. No era de extrañar, por lo tanto, que procurara sacar el mejor partido posible de sus relaciones conyugales, a las que no ponía freno, abandonándose a ellas con la máxima voluptuosidad.
Se despertó a media tarde, hizo sus abluciones y rezó. Luego se volvió a poner el caftán y la juba y regresó al escritorio donde ya le esperaba el segundo vaso de té. Lo sorbió lentamente, paladeándolo y acompañándose de sonoros eructos que resonaron en el patio interior. Acto seguido se puso a trabajar con el mismo brío que durante la mañana. Sin embargo, se le veía inquieto por algo. Se volvía a mirar al callejón con excesiva frecuencia, a la vez que echaba nerviosas miradas a su gran reloj de oro, y se tocaba la nariz con gestos mecánicos. Cuando el sol iluminó el muro izquierdo del callejón, hizo girar en redondo la silla para mirar de frente a la calle. Estuvo unos minutos con los ojos fijos en ella. De pronto, sus ojos brillaron y escuchó el ruido de unas sandalias de madera sobre el empedrado en pendiente. Al cabo de unos segundos, pasó Hamida por delante del bazar. Alwan se retorció el bigote pensativamente y volvió la silla de cara al escritorio con una expresión alegre en la mirada, a pesar de su evidente desazón.
Era el único momento del día en que podía verla, fuera de las visiones fugaces que de ella obtenía en la ventana, cuando osaba salir a la calle con la excusa de estirar un poco las piernas. Como era natural, por nada del mundo hubiera arriesgado su dignidad y reputación. Al fin y al cabo, él era Salim Alwan, mientras que la chica era una pobre desgraciada y el callejón estaba plagado de miradas y lenguas indiscretas. Paró de trabajar y tamborileó nerviosamente con los dedos sobre la mesa. Sí, era una pobre muchacha, pero el deseo no perdonaba. Era una pobre muchacha, pero su tez morena, su mirada, su cintura fina y esbelta superaban con creces la diferencia de clases. ¿De qué servía el orgullo? Le fascinaban sus ojos, deseaba su rostro y su cuerpo seductor y encontraba irresistible el gracioso contoneo de la cadera, con que parecía burlarse de las piadosas reservas de los ancianos. Su precio era muy superior al de todos los perfumes y especias de la India.
La conocía desde que de niña iba al bazar para comprar la hena que le encargaba su madre. Le había visto los senos cuando todavía no pasaban de ser dos flores de loto, los había visto transformarse en dos pequeños frutos de palmera y finalmente en dos bellas granadas. Le había visto la cadera cuando todavía era plana, que había visto redondearse suavemente y madurar hasta convertirse en aquella curva tan llena de gracia y feminidad.
Salim Alwan había admirado todo esto hasta que, por fin, se había declarado el deseo, deseo que reconoció sin intentar negarlo. Desde hacía un tiempo, se decía a menudo: «¡Si fuera viuda como la señora Afify!». Si hubiera sido viuda, el problema hubiera tenido fácil solución. Pero todavía era virgen y el asunto era muy delicado. No sabía muy bien qué podía hacer con ella.
Se puso a pensar en su mujer y en su familia. Su esposa era una buena mujer, colmada de todas las cualidades que desean los hombres: era femenina, maternal, fiel, excelente ama de casa, de una familia socialmente superior a la suya. Reconocía sin dificultad todas sus cualidades y la amaba de verdad. Pero ya no era joven y no tenía fuerzas para gozar, como antaño, de sus orgías nocturnas. Comparado con ella, y gracias a su extraordinaria vitalidad, él parecía aún un joven insaciable que ella ya no era capaz de satisfacer. La verdad era que no sabía a ciencia cierta si era eso lo que le hacía desear a Hamida, o su pasión por Hamida lo que le hacía encontrar insulsa a su mujer. Fuera como fuese, él sentía el irresistible deseo de una sangre joven. Y se preguntó: «¿Por qué he de privarme de lo que Dios ha permitido?». Sin embargo, no podía olvidar que era un personaje respetable, pendiente de la estima de los demás. Le horrorizaba la idea de convertirse en centro de las habladurías de la gente. Era de los que a menudo se decía: «Come lo que te plazca y vístete como plazca a los demás». Por eso no dudaba en comer su ración diaria de trigo condimentado. En cuanto a Hamida… ¡Dios mío! Si la chica hubiera sido hija de una buena familia, no hubiera vacilado en pedir su mano. Pero era impensable que Hamida se convirtiera en compañera de su mujer. Ni que Umm Hamida fuera su suegra como lo había sido la señora Alifat, que Dios la tuviera en su gloria. Hamida no podía convertirse en la esposa del padre del magistrado Muhammad Salim Alwan, del abogado Alif Salim Alwan y del doctor Hassan Salim Alwan. Había otras cosas, además, que no podía olvidar. El gasto de poner una nueva casa y de mantenerla, que seguramente llegaría a doblar la cantidad que le costaba mantener la que ya tenía. Luego la cuestión de los nuevos parientes con derecho a la herencia, que seguramente destruirían la unidad y la paz familiar. ¿Y todo por qué? ¡Por el capricho de un cincuentón, casado y padre de familia, por una chica de veinte años! Era perfectamente lúcido en cuanto al precio de las cosas. Reflexionó sobre ello, incapaz de tomar una decisión. El sentimiento que sentía por Hamida se juntó a sus otras preocupaciones, aunque la de Hamida era la que más fuerza tuvo.
Cuando estaba solo era capaz de pensar y meditar sobre ello con claridad, pero en cuanto aparecía Hamida ante sus ojos, o cuando la veía en la ventana, la reflexión se convertía en obsesión.