Un asunto muy serio ocupaba a Kirsha, el dueño del café. De hecho era raro que pasara un año entero sin que no le ocupara un asunto de esta clase, a pesar de los conflictos que le causaban. Y era que, a fuerza de fumar hachís, ya no tenía voluntad. Además, al contrario de lo que suele suceder con los traficantes de droga, era pobre, y no porque el café no le aportara beneficios, sino porque prodigaba el dinero, fuera de su casa, por supuesto, y se lo gastaba todo para conseguir sus placeres, el principal de los cuales era la atracción por los hombres jóvenes, una de las pasiones más caras que existen.
Aquella tarde, antes de ponerse el sol, salió del café sin avisar a Sanker, envuelto en su capa negra, apoyándose en su bastón, con paso pesado y lento. Parecía mentira que con aquellos ojos adormecidos, semivelados por sus párpados gruesos, alcanzara a ver el camino. Le latía con fuerza el corazón. Porque el corazón continúa latiendo incluso en los cincuentones. Kirsha se había entregado toda la vida a la aberrante pasión, aunque él, a fuerza de revolcarse en el fango, estaba convencido de que no tenía nada de anormal. Como traficante de narcóticos, tenía el hábito de moverse en la noche. Ya no distinguía entre lo normal y lo anormal, y se había convertido en víctima de sus vicios. Se entregaba sin reparos a sus apetitos, sin freno y sin remordimiento. Más bien osaba reprochar al gobierno que persiguiera el tráfico de hachís y maldecía a las personas que despreciaban a los homosexuales. Del gobierno solía decir: «Permite el vino que Dios prohibió y prohíbe el hachís que Dios permite». A menudo sacudía tristemente la cabeza y se preguntaba: «¿Qué tiene de malo el hachís? Proporciona paz a la mente y es un consuelo para la vida, además de ser un excelente afrodisíaco».
Respecto a otro vicio decía con su impudicia habitual: «Vosotros tenéis vuestra religión, yo tengo la mía». Sin embargo, la costumbre y el endurecimiento no impedían que cada nueva aventura le hiciera, al principio, latir el corazón violentamente.
Descendió lentamente por la calle Ghouriya, dando rienda suelta a sus pensamientos y preguntándose lleno de esperanza: «¿Qué pasará esta noche?». Y aunque anduviera absorto en sus pensamientos, no se le escapaba ninguna de las tiendas por entre las que pasaba, respondiendo mecánicamente al saludo de los conocidos. Saludos de los que él nada bueno auguraba, al contrario, sospechaba de ellos como tapadera de alusiones injuriosas. La gente no para nunca de criticar, aunque no les sirva de nada. Él, por su parte, daba la impresión de que gozara provocándola y haciendo en público lo que, en un principio, se había propuesto esconder.
Continuó su camino hasta llegar a la última tienda de la izquierda, cerca de la calle Azhar. El corazón se le puso a latir todavía con mayor violencia y dejó de hacer caso a los saludos de la gente. Un brillo maligno se reflejó en sus ojos casi apagados. Se acercó a la tienda con la boca abierta y el labio colgando. Entró. Era una tienda pequeña, en medio de la cual estaba sentado un anciano detrás de una mesa escritorio. Al fondo, apoyado contra una estantería llena de artículos, se veía a un joven dependiente con la deslumbrante fuerza de los veinte años. En cuanto vio entrar al cliente, se enderezó y lo recibió con la sonrisa típica del vendedor espabilado. Los pesados párpados de Kirsha se levantaron para posar los ojos sobre el joven, al que saludó con cortesía. El muchacho, al darse cuenta de que ya era la tercera vez en tres días seguidos que le veía entrar, no pudo por menos que preguntarse por qué no se compraría lo que le hiciera falta de una sola vez.
Kirsha le pidió:
—Muéstreme lo que tenga en calcetines.
El joven fue a buscar los calcetines y los esparció sobre el mostrador. Mientras los examinaba, Kirsha lanzaba miradas a la cara del joven, que se daba perfecta cuenta de todo y procuraba reprimir la sonrisa que había comenzado a aflorar a sus labios. Kirsha prolongó interminablemente su examen y luego dijo en voz baja al joven:
—Perdóneme, joven, no veo muy bien. Escoja usted por mí, me fío de su buen gusto…
Se interrumpió un instante, devorándolo con la mirada, luego prosiguió con los labios caídos:
—… según se deduce de su bello rostro…
El joven le indicó un par de calcetines, fingiendo no haber oído el cumplido. El otro añadió:
—Póngame seis pares. —Y esperó a que el joven se los empaquetara. Pero corrigió—: Póngame una docena. No ando corto de dinero, gracias a Dios.
El dependiente le hizo un paquete de doce pares de calcetines sin chistar, y se lo entregó diciendo:
—Gracias, señor.
Kirsha sonrió o, mejor dicho, abrió levemente la boca, con un gesto maquinal acompañado de un leve estremecimiento de los párpados. Luego dijo con malicia:
—Gracias a usted, joven. —Y añadió en voz más baja—: Gracias a Dios.
Después de haber pagado, salió de la tienda embargado de la misma emoción con que había entrado. Se encaminó hacia la calle de Azhar y se apresuró a cruzar a la acera de enfrente. En ella se detuvo junto a un árbol que quedaba frente a la tienda de la que acababa de salir, medio escondido por la oscuridad de la noche que comenzaba a caer. Con una mano apoyada en el bastón, la otra aguantando el paquete, no apartó los ojos de la tienda. El joven dependiente había vuelto a la postura anterior, con los brazos cruzados. Kirsha lo contempló. No veía más que su silueta vaga, pero el recuerdo y la imaginación suplían a su escasa vista. Se dijo: «¡Me he hecho entender, no lo dudo!». Recordó la amabilidad y educación del joven. Le pareció que de nuevo oía sus palabras: «Gracias, señor». Se le esponjó el corazón y respiró profundamente. Permaneció allí una hora, inmóvil, tenso y a la espera. Por fin vio cerrar la tienda, alejarse al viejo propietario hacia la calle de los Orfebres y al joven dependiente hacia la de Azhar. Se alejó del árbol y tomó en la misma dirección del joven. Este le vio cuando ya había andado tres partes del recorrido hacia él, pero no le dio, al parecer, ninguna importancia, y hubiera pasado por su lado sin hacerle caso de no ser porque Kirsha lo abordó, diciendo afablemente:
—Buenas noches, joven.
El joven le miró, sonrió levemente con los ojos y respondió:
—Buenas noches, señor.
El otro, para iniciar la conversación, le preguntó:
—¿Ya ha cerrado la tienda?
El joven se fijó que Kirsha disminuía el paso como invitándole a hacer lo mismo. Prosiguió al mismo ritmo diciendo con sencillez:
—Sí, señor.
Kirsha se vio obligado a arreciar el paso para mantenerse a su misma altura. Caminaron al lado uno de otro sin que Kirsha le quitara los ojos de encima:
—La jornada de trabajo es larga —dijo.
El joven suspiró y respondió:
—¡Qué remedio! Hay que cansarse para comer.
Kirsha se alegró de ver que no rehuía la conversación y se felicitó por ello. Prosiguió:
—Que Dios le pague el esfuerzo.
—Gracias, señor.
El viejo volvió a tomar la palabra febrilmente:
—Verdaderamente la vida es un largo esfuerzo. Pero raras veces uno obtiene la recompensa debida a sus penas. Cuántos trabajadores oprimidos hay en el mundo.
Había tocado una cuerda sensible porque el joven se apresuró a contestar, con voz preocupada:
—Tiene razón, señor. Cuántos trabajadores oprimidos hay en este mundo…
—La paciencia es la llave de la liberación. Sí, cuántos trabajadores hay oprimidos, lo cual significa que hay muchos opresores. Pero también, gracias a Dios, en el mundo hay personas comprensivas y misericordiosas.
—¿Dónde están estas personas comprensivas y misericordiosas?
A lo que el otro estuvo a punto de responder: «Yo soy una de ellas». Se contuvo y dijo con voz de reproche:
—No sea tan pesimista, joven. La Comunidad musulmana cumple con su deber. —Y cambiando de tono añadió—: ¿Por qué camina tan rápido? ¿Tiene prisa?
—He de volver a casa para cenar.
El otro le preguntó con interés:
—¿Y después?
—Iré al café.
—¿A qué café?
—Al Ramadán.
Kirsha sonrió maquinalmente, enseñando la dentadura de oro, y preguntó, con voz tentadora:
—¿Por qué no viene a mi café?
—¿Cuál, señor?
La voz de Kirsha se endureció para contestar:
—El Café de Kirsha, en el callejón de Midaq. Pregunta por Kirsha, el dueño.
El joven respondió con agradecimiento:
—Muy amable de su parte, señor. Es un café conocido.
El otro se puso muy contento y preguntó con voz esperanzada:
—¿Vendrás?
—Si lo quiere Dios.
Entonces Kirsha dijo, como perdiendo la paciencia:
—Todo depende de la voluntad de Dios. Pero ¿tienes la intención de venir, o lo dices para quitárteme de encima?
A lo que el joven sonrió afablemente y dijo:
—Mi intención es ir…
—¡Hasta luego, pues! —Y al ver que el joven no chistaba, insistió, con el corazón a punto de estallar—: Vendrás sin falta…
—Si Dios quiere —murmuró el otro.
El viejo suspiró profundamente y preguntó:
—¿Dónde vives?
—En la calle de Wikala.
—Casi somos vecinos. ¿Estás casado?
—No. Vivo con mis padres.
Kirsha dijo con amabilidad:
—Eres hijo de unos padres excelentes, se nota. La buena sangre no miente. Te aconsejo que cuides tu futuro. No puedes pasar toda la vida haciendo de dependiente en una tienda.
El hermoso rostro del joven se ensombreció de codicia. Y no sin un deje malicioso preguntó:
—¿Qué más puedo esperar?
Kirsha hizo un gesto como con intención de barrer los obstáculos y dijo:
—¿Hemos agotado ya los recursos? ¿No comenzaron de la nada todos los grandes hombres?
—Sin duda. Pero no todos los que comienzan sin nada acaban triunfando.
—Falta tener suerte. Marquemos con una piedra blanca el día de hoy por habernos conocido: es un día de mucha suerte. ¿Te espero esta noche?
El joven titubeó y luego dijo sonriendo:
—Haría falta ser muy mezquino para rechazar oferta tan noble. Se estrecharon la mano y se separaron cerca de la puerta de Mutawaly. Kirsha fue a buscar, a trompicones y en la oscuridad, el camino de regreso. Con la cabeza más despejada, sintió un alegre calorcillo en las venas. Sólo el impacto del embate violento de su pasión perversa conseguía sacarle de su crónico embotamiento. Volvió a pasar por delante de la tienda, ahora cerrada, y la miró con los ojos empañados de deseo. Llegó, finalmente, al callejón ya a oscuras; las tiendas habían cerrado y no había más luz que la del café. Afuera hacía fresco, pero en el café la atmósfera estaba caldeada por el humo de los narguiles, la respiración de los clientes y el fuego del brasero. La gente charlaba, cómodamente instalada en los divanes, bebiendo té y café, mientras el aparato de radio escupía lo que le llegaba al vientre en medio de la indiferencia general. Parecía un orador empeñado en arengar a una asamblea de sordos. Sanker no paraba de ir y venir, ajetreado como un abejorro y sin cesar de gritar. El dueño se fue tranquilamente a la caja, evitando las miradas. Al entrar, el tío Kamil estaba pidiendo a sus compañeros que convencieran a Abbas para que le diera la mortaja. Pero los otros rehusaban y el doctor Booshy le dijo:
—No te tomes a la ligera el atuendo de los muertos. En este mundo los hombres a menudo viven desnudos. Pero tienen que arroparse para pasar al otro, por pobres que sean.
El infeliz reiteró su petición inútilmente porque los otros, bromeando, no dieron el brazo a torcer. Desesperado, optó por callar. Entonces Abbas informó a sus amigos de la decisión recién tomada de entrar a trabajar en las fuerzas armadas británicas. Uno a uno fue dando su parecer y le ofreció su consejo. Todos estuvieron de acuerdo en que la decisión era acertada, y le desearon mucha suerte. Radwan Hussainy se había enzarzado en uno de sus largos discursos, llenos de exhortaciones piadosas y reflexiones morales. Se volvió hacia el hombre que conversaba con él para decirle:
—No digas nunca que te aburres. El aburrimiento es señal de falta de fe en Dios. Significa que uno está harto de la vida. Y la vida es un don divino. ¿Cómo puede un creyente encontrarla aburrida o pesada? Me dirás que estás cansado de eso o de lo otro. Pero eso y lo otro vienen de Dios. No te rebeles contra los actos del Creador. Todo posee su belleza y su sabor, pero la amargura de un alma puede echar a perder los más sabrosos manjares. Hazme caso, el sufrimiento tiene su parte alegre, la desesperación también es dulce y la muerte no carece de sentido. Todas las cosas son hermosas, todo sabe bien. ¿Cómo podemos aburrirnos con el cielo azul, la hierba verde, las flores perfumadas, con la maravillosa capacidad de amar que tiene el corazón y ante la infinita fuerza del espíritu para creer? ¿Cómo es posible aburrirse en un mundo en que están los seres que amamos, que admiramos, que nos aman y que nos admiran? Invoca a Dios contra el demonio maligno y no digas que te aburres…
Tomó un sorbo de té con canela y prosiguió:
—A la desgracia hay que enfrentarse con amor: él nos consolará y nos devolverá la alegría. El amor es el mejor remedio. En los pliegues del infortunio se esconde la felicidad, como el diamante en la grieta de la mina. Dejémonos instruir por la sabiduría del amor.
Su rostro blanco y rosa despedía una luz alegre y la barba lo envolvía de un halo lunar. En contraste con la solidez de su calma, todo el entorno daba la impresión de ajetreo e inquietud. La pureza de su mirada inspiraba fe, bondad, amor y desinterés. Podría argüirse que después de su fracaso en la universidad, y ante la forzada renuncia a labrarse una carrera, y después de ver morir a todos sus hijos, no había tenido más remedio que refugiarse en el reino del amor y la generosidad para cobrar ascendiente sobre el corazón del prójimo. Pero el mundo está lleno de desgraciados que han sufrido parecidos reveses y se han hundido en la locura o en la desesperación, y ensombrecen la Tierra y la religión con su amargura y su rencor. Fuera cual fuese el secreto drama de su alma, su sinceridad era indudable. Era sincero en su fe, en su amor y en su generosidad. En cambio, resultaba extraño que hombre de bondad y generosidad tan reputada (y su reputación había llegado muy lejos) se comportara con tanta dureza y brusquedad, con tanta aspereza y grosería en su propia casa. Se dirá, sin duda, que obligado a renunciar al poder en el mundo, lo ejercía sobre el único ser sometido a su voluntad, sobre su esposa. Que compensaba su impotencia mostrándose duro con ella. Pero hay que tener en cuenta las circunstancias de su medio social y de su época, las costumbres y los prejuicios que regían, en su ambiente, la condición femenina. La mayoría de las personas de la clase social a la que pertenecía Hussainy creían que a la mujer había que tratarla como a una niña, que esta era la única manera de hacerla feliz. Y lo cierto era que su esposa era la primera en estar convencida de que no tenía motivos de queja; estaba muy orgullosa de su marido, pero la pérdida de sus hijos le había dejado una herida incurable…
Kirsha permanecía algo ausente. La espera lo hacía sufrir. No paraba de levantarse y de estirar el cuello para mirar al callejón. Se sentaba de nuevo con el propósito de tener más paciencia, diciéndose: «Claro que vendrá. Vendrá como vinieron los otros».
Le parecía que ya le veía el rostro, y miraba la silla que había entre donde estaba él y el diván del jeque Darwish, y lo veía sentado allí, confiado en él. En el pasado nunca hubiera osado invitar a uno de sus muchachos al café. Pero una vez descubierto su vicio, él mismo había optado por no disimular más. Su mujer le armaba terribles escenas y la gente lo ponía de vuelta y media, escandalizada, sobre todo el doctor Booshy y Umm Hamida. Pero a él le daba lo mismo. No dejaba que el fuego de un escándalo se apagara del todo sin alimentarlo de nuevo, volviendo a las andadas.
Al verlo ahí, sentado, sin conseguir disimular su ansiedad, el doctor Booshy no pudo por menos de comentar:
—Me huelo que se acerca la hora…
Entonces el jeque Darwish rompió su silencio y se puso a declamar:
—¡Oh, señora! ¡El amor vale millones! Por vos he gastado, señora, cien mil libras, suma en verdad nada desdeñable.
Finalmente el doctor Booshy notó que Kirsha fijaba los ojos en la entrada del callejón. Vio que se incorporaba en su asiento a la vez que una sonrisa le aclaraba el rostro. Booshy vigiló con la mirada la puerta del café y no tardó en ver aparecer la cara del muchacho, que, con expresión azorada, lanzaba una mirada sobre los presentes.