El atardecer…
El callejón volvió poco a poco a sumirse en la sombra. Hamida se echó el velo alrededor del cuerpo y escuchó el ruido de las sandalias de madera al descender los peldaños para salir a la calle. Atravesó el callejón consciente de su andar y de su figura, porque sabía que dos pares de ojos no cesaban de mirarla: los de Salim Alwan, el dueño del bazar, y los de Abbas, el barbero. Era perfectamente consciente, también, de la pobreza de su atuendo: un ajado vestido de algodón, un velo viejo y las sandalias con la suela gastada. Pero se había puesto el velo de modo que hiciera resaltar la elegancia del talle, la curva de la cadera y la bonita forma de los pechos, además de los tobillos bien torneados, que llevaba ceñidos con un aro. Había también tenido cuidado en dejar al descubierto la raya que partía su pelo negro y en no cubrir los encantos del rostro.
Descendió hacia la calle de Sanadiqiya para tomar, luego, por la de Mousky, resuelta a no volverse. En cuanto se alejó de la vista de los dos pares de ojos que la seguían, sonrió levemente y se puso a observar a los transeúntes. Sin familia ni fortuna, la muchacha nunca perdía la confianza en sí misma. Tal vez su belleza contribuía a su seguridad, aunque tampoco era la única causa.
Era fuerte por naturaleza y la fuerza no le había fallado nunca. En sus hermosos ojos leíase un gran sentimiento de poder, cosa que, al parecer de algunos, mermaba su hermosura, mientras que, según otros, la aumentaba. Vivía constantemente llevada de un intenso deseo de dominar que se manifestaba en sus ganas de seducir a los hombres y en sus esfuerzos por imponer su voluntad sobre la de su madre. Este instinto de dominio mostraba aspectos funestos cuando se peleaba y discutía con las otras mujeres del callejón, las cuales la detestaban y no paraban de hablar mal de ella. La acusaban, entre otras cosas, de odiar a los niños. La describían como una salvaje que carecía de los atributos naturales de la feminidad. La esposa de Kirsha, el dueño del café, que la había criado, esperaba con secreto regocijo el día en que ella también sería madre, cuando amamantara a sus hijos bajo la severa mirada de un esposo tiránico que la pegara sin compasión.
Hamida continuó su camino, disfrutando tranquilamente de su paseo cotidiano, deteniendo la mirada en los escaparates de las tiendas. La contemplación de los lujosos vestidos, de los muebles caros, despertaba en ella codicia, la cual, mezclada con sus ansias de dominio, le inspiraba sueños encantados. Su culto al poder se concentraba en su amor por el dinero, del que ella creía que era la llave mágica del mundo y la fuerza que permitía dominar a los demás. De sí misma sólo sabía una cosa con claridad: que soñaba con ser rica y tener todo el dinero que se necesitara para comprarse ropa y colmar todos los deseos. Era posible que se preguntara si alguna vez llegaría a serlo. Si por un lado se daba perfecta cuenta de su situación, por otro, no olvidaba la historia de aquella chica de la calle de Sanadiqiya, la cual comenzó siendo más pobre que ella hasta que la fortuna le sonrió en la figura de un rico empresario que la arrancó del mísero ambiente en que vivía, transformando así su vida.
¿Acaso no podía repetirse la historia? ¿Qué obstáculo había para que la suerte sonriera dos veces en el mismo barrio? Su belleza no era menor que la de la otra… La ambición de Hamida no pasaba del marco de su mundo, cuyas fronteras se encontraban en la plaza de la Reina Farida. Nada sabía de lo que había más allá, de la gente, ni de los destinos que poblaban la vasta Tierra.
Vio que se acercaban las amigas del taller. Apresuró el paso para ir a su encuentro, desembarazándose de las ideas tristes, sonriendo. Entre saludos y chanzas, Hamida las miró ávidamente a la cara y a sus atuendos, roída de envidia ante su aire libre y próspero. Eran chicas del distrito de Darasa, que se habían aprovechado de las oportunidades de trabajo de la guerra para abandonar la vida tradicional. Se habían puesto a trabajar, imitando a las obreras judías. La transformación tardó poco tiempo en producirse. De flacas habían pasado a ser unas chicas llenitas y con aspecto de estar bien alimentadas; de mal vestidas, habían pasado a ser elegantes. Imitaban a las obreras judías en el cuidado que ponían en arreglarse y en los aires de distinción que afectaban. Cuando hablaban procuraban deformar determinadas palabras. No temían pasear por las calles de más mala fama cogidas del brazo. Seguras de que habían aprendido algo, osaban forzar alegremente las puertas de la vida. En cambio, Hamida, con sus pocos años y su ignorancia, perdía las oportunidades de divertirse. Se comparaba a ellas muerta de envidia. Envidiaba el refinamiento de sus vidas, los bordados de sus vestidos, sus bolsillos repletos de dinero.
Hacía esfuerzos por reírse con su misma risa franca y despreocupada. No vacilaba en meterse maliciosamente, aunque siempre en tono de broma, con la más mínima falta que pudiera detectar: que si una llevaba la falda demasiado corta, que si la otra carecía de buen gusto. La tercera se estaba volviendo bizca de tanto mirar a los hombres, mientras que la cuarta parecía no recordar los tiempos en que los piojos le bajaban por la nuca… Sin duda estos encuentros cotidianos daban pábulo a su perpetuo estado de rebelión, además de ser la principal distracción de sus días llenos de tedio.
Una vez dijo a su madre con un suspiro:
—¡Las judías! ¡Ellas saben vivir!
La reflexión pareció desagradar a la mujer, la cual replicó:
—Pareces de la raza del demonio. Nada en común tengo contigo.
Pero la muchacha se encarnizó en sacarla de quicio.
—¿Qué pruebas hay de que no sea la hija de un pacha?
A lo que la otra se encogió de hombros y dijo sarcásticamente:
—¡Que Dios tenga piedad de tu pobre padre que vendía dátiles en Margush!
Caminó al lado de sus compañeras, orgullosa de su belleza, pertrechada detrás de la viveza de su lengua, complacida al constatar que las miradas de los hombres se detenían en ella con mayor frecuencia que en las demás.
Cuando llegaron a la mitad de la calle de Mousky, vio a Abbas que iba detrás, sin dejar de mirarla con su expresión habitual. Se preguntó por qué razón habría cerrado la tienda a hora tan temprana. ¿La estaría siguiendo? ¿No se contentaba ya con los silenciosos mensajes de su mirada? Reconoció que, a pesar de su pobreza, no estaba del todo mal, tenía la elegancia propia de los de su oficio. Su presencia no la molestó. Se dijo que ninguna de sus compañeras contaba con un partido mejor. El joven le inspiraba sentimientos contradictorios, porque si por un lado reconocía en él al único marido posible entre los hombres que moraban en el callejón, por otro no quería renunciar al sueño de topar con un rico empresario como el de la muchacha de Sanadiqiya. A Abbas no lo quería, ni tampoco lo deseaba, pero tampoco lo desdeñaba, y en las miradas llenas de deseo del joven encontraba, quizá, cierto gusto.
Hamida tenía por costumbre acompañar a las jóvenes hasta Darasa y luego volver sola al callejón. Continuó caminando con ellas, lanzando miradas a Abbas. No dudaba ya de que la seguía intencionadamente porque había decidido acabar con su silencio.
La chica no se equivocaba, porque en cuanto se despidió de sus amigas y se dio la vuelta, él fue directamente hacia ella, acelerando el paso y con el semblante mudado por la emoción. Se puso a su lado y dijo con voz temblorosa:
—Buenas noches, Hamida.
Ella se volvió hacia él, fingiendo asustarse, como si acabara de descubrir su presencia. Después frunció el ceño y apresuró el paso sin hablar. Abbas se sonrojó y dijo de nuevo, en tono de reproche:
—Buenas noches, Hamida.
Ante su insistencia, ella temió desembocar en la plaza llena de gente antes de darle tiempo a que él pudiera desembuchar. Se moría de ganas de oírle, por lo que, en tono ligeramente quejoso, le dijo:
—¡Qué vergüenza! ¡Un vecino comportándose como un desconocido cualquiera!
Abbas replicó con voz febril:
—No es como un desconocido que me he comportado, sino como un buen vecino. ¿O es que los vecinos no tenemos derecho a hablar?
Hamida le reprobó:
—Un buen vecino tiene la obligación de proteger a la vecina, no de acosarla.
—Yo me considero un buen vecino y sé muy bien cuáles son mis deberes. No tengo ninguna intención de acosarte. ¡Dios me libre! Quería hablar contigo, sencillamente. ¿Qué mal hay en que un vecino hable con su vecina?
—¿Cómo eres capaz de decir una cosa así? ¿Te parece bien hablarme en plena calle exponiéndome a un escándalo?
Al oír esto, Abbas se inquietó y contestó apesadumbrado:
—¿Escándalo? ¡Dios me libre, Hamida! Mi corazón es puro. Por la vida de Hussain, que sólo pienso en ti con pureza. Ya verás cómo todo terminará tal como Dios quiere sin ningún escándalo. Escúchame un momento. He de hablarte de una cosa importante. Vayamos hacia la calle de Azhar para que no nos vea ningún conocido.
Ella puso cara de escandalizarse.
—¿Para que no nos vea ningún conocido? ¿A eso llamas la voluntad de Dios? ¡Buen vecino estás tú hecho!
El celo del joven se redobló al ver la obstinación de la chica y dijo acalorado:
—¿Qué mal he hecho yo? ¿Acaso se espera que un buen vecino se muera sin declarar lo que siente en el corazón?
Ella replicó burlonamente:
—Qué puras son tus palabras…
A lo que Abbas dijo, con una angustia que traicionó su temor de llegar a la plaza llena de gente:
—Te juro por Hussain[4] que mis intenciones son puras. No corras así, Hamida. Metámonos por la calle de Azhar. He de decirte una cosa muy seria. Tienes que escucharme. Seguro que ya sabes lo que te quiero decir. ¿No lo intuyes? Cuando se tiene fe, el corazón te hace de guía…
Hamida lo atajó, fingiendo cólera:
—¡Basta! Te estás pasando de la raya. Déjame.
—Hamida…, yo quiero…
—¡Qué vergüenza! Si no me dejas, armaré un escándalo en público.
Habían llegado a la plaza. Ella se apartó de él para cruzar a la otra acera y apretó el paso. Después tomó por la calle de Ghouriya, sonriendo llena de satisfacción. Hamida sabía ya lo que quería Abbas y no se olvidaba de que el joven era el único partido aceptable de su callejón. Acababa de descubrir señales de amor en sus ojos saltones, las mismas que ya había visto desde su ventana, en los últimos tiempos. Pero ¿se había conmovido su corazón duro e ingrato? La situación económica de Abbas, que ella no podía ignorar, no era precisamente para entusiasmarla. Sin duda, su temperamento apacible, la docilidad de su mirada, su aire sumiso, satisfacían el instinto de dominio de la muchacha. Pero sin comprender el motivo, el joven le inspiraba aversión. ¿Qué quería ella? ¿Qué hombre la colmaría, si aquel tan bueno y pacífico no lo lograba? Por supuesto, la chica no daba con la respuesta. Atribuyó su aversión a su pobreza. Por lo visto su pasión por dominar era inferior a la que sentía por las disputas. Los caracteres tranquilos no la inspiraban y las victorias demasiado fáciles no le causaban alegría. Pero no conseguía ver suficientemente claro en su interior y eso la desazonó.
Abbas renunció a seguirla, por temor a lo que diría la gente. Giró y rehízo el camino hacia su casa con el corazón lleno de decepción y pena, aunque no de desesperación. Se dijo, mientras caminaba sin prisas, que la chica le había hablado y no poco. De haber querido hacerlo callar, lo hubiera hecho.
Saltaba a la vista que no lo detestaba. Seguramente había obrado con coquetería, como suelen hacer las chicas. O tal vez con pudor. Se sintió ebrio de alegría, como si hubiera tomado una mágica poción desconocida.
Al ir a tomar por la calle de Sanadiqiya, vio al jeque Darwish que salía de la mezquita. Se encontraron a la entrada del callejón y Abbas se dispuso a saludarlo cuando el otro, mirándole desde detrás de los lentes con montura de oro, alzó un dedo y dijo:
—¡No deberías salir sin sombrero! Guárdate de salir con la cabeza desnuda en este mundo en que vivimos. Corres el peligro de que se te evapore el seso. Es un accidente bien conocido en la tragedia. Que en inglés se dice tragedy y se escribe T-R-A-G-E-D-Y.