4

Durante el primer tercio del día, el callejón permanece sumido en la sombra y es frío y húmedo. El sol no penetra en él hasta que no llega al cénit y logra superar, al mediodía, la barrera que lo cubre. Sin embargo, amanece temprano y el bullicio matinal invade hasta los más recónditos rincones. El primero en levantarse es Sanker, el camarero del café, que comienza el día reordenando los divanes y encendiendo la estufa. Luego, llegan los empleados del bazar de dos en dos o por separado. El siguiente es Jaada, con la masa del pan. Incluso al tío Kamil lo ve uno moverse a esta hora, abriendo la tienda y disponiéndose a desayunar. El tío Kamil y Abbas tenían la costumbre de desayunar juntos. Sobre una fuente colocada en medio, había las habas hervidas, las cebollas crudas y los pepinos con vinagre. Sin embargo, su manera de comer era muy distinta. Porque si Abbas se tragaba el pan en un instante, el tío Kamil lo masticaba lentamente, hasta el punto de esperar a que se le fundiera en la boca. A menudo decía: «Para que la comida te aproveche, hay que digerirla antes en la boca». Por lo tanto, Abbas terminaba siempre de comer cuando el otro estaba todavía entretenido en mordisquear las cebollas. Y como el tío Kamil temía que Abbas se comiera su ración, dividía las habas en dos raciones y vigilaba atentamente para que su compañero no se excediera.

El tío Kamil, a pesar de su corpulencia, no tenía fama de comilón, aunque goloso sí lo era. Era un buen pastelero, pero sólo tenía el prurito de hacerlo muy bien cuando le hacía un encargo algún particular, como Salim Alwan, Radwan Hussainy o Kirsha, el dueño del café. Su fama había traspasado los límites del callejón y llegaba hasta las calles Sanadiqiya, Ghouriya y la de los Orfebres. Pero las ganancias no se desbordaban nunca del marco de su frugal existencia. Y no mentía cuando se quejaba a Abbas de que, después de muerto, no tendría lo suficiente para una sábana con que envolver el cuerpo. Aquella mañana, sin ir más lejos, volvió sobre el tema.

—Has dicho que me has comprado una mortaja. Es una acción que te agradezco mucho. Pero ¿tendrías inconveniente en dármela ahora?

Abbas, que casi se había olvidado de la historia, como suele suceder con las que son falsas, lo miró sorprendido.

—¿Qué harías con ella?

—Venderla —respondió el otro, con su peculiar voz aguda, infantil—. ¿No te has enterado de la subida del tejido?

Abbas se echó a reír a carcajadas.

—¡Qué astuto, a pesar de tu aire inocentón! Ayer te quejabas de que no tendrías con qué envolver tu cuerpo cuando te murieras, y hoy, como sabes que tengo una mortaja para ti, pretendes hacer dinero con ella. Dios me guarde de concederte lo que pides. He comprado la mortaja para honrar tus despojos al cabo de una larga vida, con la venia de Dios.

El tío Kamil sonrió con embarazo y dijo:

—Supongamos que viva el tiempo suficiente para ver cómo los precios vuelven a ser como los de antes de la guerra. ¿No significaría eso que has perdido dinero con la compra de la mortaja?

—¿Y si te murieras mañana?

El rostro del tío Kamil se ensombreció.

—Dios no lo quiera.

Abbas se echó a reír de nuevo y dijo:

—En vano intentas hacerme cambiar de parecer. La mortaja permanecerá en su escondite hasta el día que Dios lo disponga.

Se echó de nuevo a reír con tantas ganas que el otro acabó riéndose con él. El joven le reprochó:

—De ti no puedo esperar nada. Contigo no he podido ganar nunca una perra. Tu barbilla es un erial en el que no crece ni un pelo. No te crece el bigote. Tienes la cabeza pelada. En todo el inmenso mundo que llamas tu cuerpo no crece un solo pelo que yo pueda afeitar. Que Dios te perdone…

El tío Kamil sonrió.

—Tengo un cuerpo limpio y puro. Cuando muera, no hará falta lavarlo.

Una voz que sonó como un ladrido los interrumpió. Miraron hacia el callejón y vieron a Husniya, la panadera, pegando con un par de zuecos de madera a Jaada, su marido. El pobre hombre retrocedía, incapaz de defenderse, atronando la calle con sus gritos. Los dos hombres se echaron a reír y Abbas gritó a la mujer:

—¡Un poco más de misericordia, mujer!

Pero ella persistió hasta que el hombre se tiró a sus pies, llorando e implorando perdón.

Abbas todavía se reía cuando le dijo al tío Kamil:

—A ti te tendrían que pegar con un par de zuecos de madera, para fundir la grasa de tu cuerpo.

Entonces apareció Hussain Kirsha. Salía de casa, vestido con pantalón, camisa y sombrero. Se miró la hora ostentosamente, en el reloj de pulsera, con ojos que echaban chispas de vanidad y orgullo. Saludó a su amigo, el barbero, y fue a sentarse en el sillón de la barbería, para que le cortara el pelo. Era su día de permiso.

Los dos amigos habían crecido juntos en el callejón. Habían incluso nacido en la misma casa, en la que era propiedad de Radwan Hussainy, Abbas tres años antes que Hussain. Durante los quince años previos a conocer a Kamil, con el que se fue a vivir, Abbas vivió en casa de sus padres. Abbas y Hussain habían pasado juntos la infancia, unidos por una fraternal amistad. Pero el trabajo los había separado. Abbas se había puesto a trabajar de aprendiz en una barbería de la calle Nueva, y Hussain había encontrado trabajo en una tienda de reparación de bicicletas, en la calle Jamaliya.

Ya de niños sus caracteres habían sido muy distintos. Seguramente eso fue lo que tanto los había unido. Abbas era pacífico y dulce, bondadoso y dado a la conciliación, comprensivo e indulgente. No aspiraba más que a pasar el rato con juegos tranquilos o fumando el narguile. Le horrorizaban las discusiones y tenía una especial habilidad para evitarlas, con una dulce sonrisa y un amable «Dios te perdone». Conservaba la costumbre de la oración diaria y del ayuno durante el Ramadán; los viernes acudía siempre a la mezquita de Hussain. Si a veces faltaba a sus deberes religiosos era por negligencia, no por despreocupación o cinismo. Hussain lo provocaba a menudo. Pero cuando el amigo se excitaba demasiado, él no tenía reparo en ceder, sin que jamás llegaran a las manos. Era famoso por la facilidad con que se conformaba y por su alegría. No era de extrañar que hubiera permanecido diez años en el mismo puesto de aprendiz, y que hubiera abierto la barbería hacía tan sólo cinco. A partir de ese día se consideraba llegado al colmo de la ambición. La facilidad para contentarse con poco influía en toda su persona: se le notaba en la placidez de sus ojos saltones, en su tendencia a engordar y en su jovialidad.

Hussain Kirsha, en cambio, era de los espabilados del callejón. Era famoso por su iniciativa, su sagacidad y su audacia. Cuando hacía falta, sacaba las uñas y no vacilaba en dar escarmiento a quien fuera. Había empezado trabajando en el café de su padre, pero con el viejo no congeniaba. Lo dejó para irse a trabajar a una tienda de bicicletas y en ella permaneció hasta estallar la guerra. Entró a servir en los campos militares británicos, en los que ganaba un salario de treinta piastras diarias, en vez de las tres del anterior empleo, y eso sin contar con lo que sacaba de los trapicheos a los que gustaba referirse con estas palabras: «Para ganarse el pan, no vale ser manco». Su situación, por lo tanto, había mejorado mucho y nunca iba con los bolsillos vacíos. Se entregaba a la buena vida con un celo desmesurado. Disfrutaba estrenando ropa, comiendo en restaurantes, en los que solía pedir toda suerte de carnes, porque, según él, era el manjar de los favorecidos por la fortuna, yendo al cine y al teatro, bebiendo vino y saliendo con mujeres. Le daban frecuentes arrebatos de generosidad y, entonces, invitaba a sus compañeros a la azotea de su casa, y les daba de comer y beber, y después fumaban hachís. Cuentan que durante una de estas veladas, había dicho a un invitado: «En Inglaterra, a los que viven como yo se los llama large». Y como en este mundo no faltan envidiosos, no tardaron en llamarlo Hussain el Large, que luego, a fuerza de decirlo mal, pasó a ser Hussain el Garaje.

Abbas cogió la navaja de afeitar y se entregó a la tarea de retocar la nuca y las sienes de su amigo. Tuvo mucho cuidado en no tocarle la mata de pelo encrespado de la parte superior, que, de tan espeso, casi se mantenía tieso. Le embargaba siempre una cierta tristeza cuando se encontraba con él. Seguían siendo amigos, por supuesto, pero ya no era lo de antes. Hussain ya no iba a las veladas del café de su padre, como en otros tiempos. Los dos amigos tenían pocas oportunidades de verse, una cierta envidia invadía el alma de Abbas cuando reflexionaba sobre el abismo que separaba sus vidas. Y sin embargo, incluso en la envidia lograba conservar la placidez y la calma, no hablaba nunca mal del amigo y en sus sentimientos por él no había asomo de malicia ni de celos. Por supuesto que a menudo se decía, a modo de consuelo: «La guerra se acabará, y entonces Hussain tendrá que volver al callejón sin un real en el bolsillo, tal como partió».

Hussain Kirsha, charlatán como siempre, se puso a contar al barbero cosas de la vida en el campamento, de sus colegas, de los sueldos, de los robos que se cometían, divertidas anécdotas de los ingleses, y a jactarse del cariño y la admiración con que era tratado por los soldados.

—El sargento Julián me dijo un día que sólo me distinguía de los ingleses por la piel. Me recomendó que ahorrara dinero, pero el brazo —y al decir eso exhibió orgullosamente los bíceps— que es capaz de sacar unas perras durante la guerra, podrá sacar el doble en tiempo de paz. ¿Y cuándo crees tú que terminará la guerra? No te dejes impresionar por la derrota de los italianos, esos no cuentan para nada. Hitler, en cambio, hará la guerra veinte años. El sargento Julián me admira por mi coraje. Confía ciegamente en mí y, por eso, me ha metido en el tráfico de tabaco, tenedores y cuchillos, sábanas, calcetines y zapatos. ¡Qué bien! Abbas repitió melancólicamente:

—¡Qué bien!

Hussain se contempló en el espejo con una mirada inquisitiva y dijo:

—¿Sabes adónde voy ahora? Al parque zoológico. ¿Y sabes con quién? Con una chica dulce como la miel. —Envió un sugestivo beso al aire y añadió—: La llevaré a ver los monos. —Se rio con voz aguda y continuó—:

Tú te preguntarás: «¿Por qué los monos?». Claro, por que no has visto más monos que los que amaestra el domador. Pero has de saber, tonto, que en el parque zoológico los monos viven en grupos dentro de las jaulas y se parecen mucho a los hombres, tanto por la forma como por sus malas costumbres. Se los ve cortejándose y riñendo en público. Si llevo la chica a verlos, la situación se pondrá más fácil.

Absorto en su trabajo, Abbas murmuró:

—¡Qué bien!

—Las mujeres la saben mucho más larga que tú y tus peinados.

Abbas se echó a reír y se miró el pelo en el espejo. Luego dijo con voz entrecortada:

—¡Soy un desgraciado!

Hussain le lanzó una mirada a través del espejo y le preguntó, con sarcasmo:

—¿Y Hamida?

El corazón de Abbas comenzó a latir violentamente ante la inesperada mención del nombre de su amada. La imagen de Hamida apareció ante sus ojos. Se sonrojó y murmuró sin darse cuenta:

—¡Hamida!

—Sí, Hamida, la hija de Umm Hamida.

El barbero se refugió en el silencio, con el rostro alterado. El otro se puso a hablar ásperamente:

—Estás atontado, muerto, con esa vida que llevas. Tienes los ojos dormidos, la barbería dormida. Tu vida es sólo sueño y atontamiento. Eres un muerto, me fatiga despertarte. ¿Te parece a ti que con esa vida harás realidad las esperanzas? ¡Qué va! Por mucho que trabajes, no conseguirás ganar más que para un trozo de pan al día.

Los plácidos ojos de Abbas se pusieron pensativos y dijo, ligeramente turbado:

—El bien está en la voluntad de Dios.

El otro prosiguió en el mismo tono:

—¡El tío Kamil, el Café de Kirsha, el narguile, las cartas!

El barbero dijo algo molesto:

—¿Por qué te burlas de la vida que llevo?

—¿A eso lo llamas vida? ¡Si en este callejón sólo hay muertos! Si no te vas, no hará falta que te entierren. ¡Dios tenga piedad de ti!

Abbas titubeó unos instantes y preguntó, a pesar de que estaba seguro de la respuesta de su amigo:

—¿Qué quieres que haga?

El otro le gritó:

—¡Te lo dije hace mucho tiempo! ¡Te lo advertí! ¡Sácate de encima la mugre de esta vida! Cierra la barbería. Abandona el callejón. Deja de embobarte en la contemplación de la mole del tío Kamil. Ponte a servir en el ejército británico. Es un tesoro inagotable. ¡Es como el tesoro de Hassan al-Basary! Esta guerra no es una maldición como aseguran los que no saben nada. Es una bendición. Dios en persona nos la ha enviado para que salgamos del pozo de la miseria. Bienvenidos los bombardeos, si nos traen oro. ¿No te aconsejé que entraras en el ejército? Ahora es el momento. Los italianos han sufrido una derrota, de acuerdo, pero Alemania resiste. Y el Japón la respalda. Esta guerra durará veinte años. Te digo por última vez que en Tell el-Kebir hay plazas vacantes. ¡Vete allí!

La imaginación de Abbas se despertó y, un fuego prendió en sus sentimientos, con tal fuerza que a duras penas logró controlarse y llevar a buen fin el trabajo. No solamente por el efecto de las palabras de Hussain, sino por el hecho de que cada vez que se encontraban le dijera lo mismo. De instinto, él vivía contento con lo que tenía, procurando no moverse, desconfiando de la novedad. Detestaba los viajes y, de no ser por los demás, jamás se le hubiera ocurrido abandonar el callejón. En él hubiera podido pasar la vida entera sin aburrirse y sin merma del cariño que le inspiraba. Pero la ambición lo había despertado de un largo sueño y cada vez que volvía a sentir la vida corriendo por sus venas, se le aparecía la imagen de Hamida. O tal vez fuera su recuerdo lo que lo despertaba, lo que lo resucitaba, porque su ambición, sus ansias de vivir, se unían inexorablemente con la imagen de la amada. Y a pesar de ello, le daba miedo confesarlo, revelar el secreto y, como si deseara darse tiempo para reflexionar, dijo, fingiendo horror y rechazo:

—¡Me aburre viajar!

Hussain dio una patada en el suelo y exclamó:

—Antes viajar que pudrirse en este callejón, en compañía del tío Kamil. Viaja y prueba la suerte. ¡Si todavía no has nacido! ¿Qué has comido hasta el presente? ¿Qué has visto? ¿Cómo te vistes? ¿Qué bebes? Créeme, todavía tienes que nacer.

Abbas dijo con voz apesadumbrada:

—Es una pena que no haya nacido rico.

—Es una pena que no hayas nacido chica. Si fueras una chica, vivirías como las chicas de antes: encerradas en casa y consagradas al hogar. No vas nunca al cine, ni al parque zoológico, ni a la calle de Mousky. ¿Sabías que Hamida va todas las tardes?

La mención del nombre de Hamida acabó por turbar a Abbas. Sufría al oír el tono burlón con que lo pronunciaba su amigo, como si se tratara de un palabra sin importancia, sin poder para removerle las zonas más secretas del corazón. Salió en defensa de la muchacha.

—Hamida es una chica de buenas costumbres. No hace ningún mal yendo a pasear por la calle de Mousky.

—Claro que no. Pero la chica es ambiciosa, no te quepa ninguna duda. Y no la conquistarás quedándote tal cual.

El corazón de Abbas se había puesto de nuevo a latir con violencia. Se había vuelto a sonrojar y se sintió desfallecer de nostalgia, de ansiedad, de emoción. Había terminado de cortarle el pelo al amigo. Comenzó a peinárselo sin chistar, presa de una agitación incontrolable. Por último, Hussain Kirsha se levantó y pagó. Al salir de la barbería, descubrió que se había olvidado el pañuelo y corrió a su casa por él.

Abbas se quedó mirándolo y le impresionó su aire de alegría, enérgico, feliz, como si le descubriera estas cualidades por primera vez. «No la conquistarás quedándote tal cual». Probablemente Hussain tenía razón: la vida que llevaba le permitía a duras penas subsistir. El duro trabajo de cada día apenas le bastaba para alimentarse. Si de verdad deseaba construirse un nido, en los tiempos que corrían, tenía que buscar otra salida. ¿Le bastaría con soñar y desear, metido en aquel agujero, con las manos atadas y la voluntad paralizada? ¿Por qué no probar suerte y abrirse camino como los demás?

«La chica es ambiciosa» había dicho Hussain. La verdad era que Abbas apenas la conocía y era probable que Hussain la viera con mayor claridad que él, sin el engañoso filtro del amor y del deseo. Si la chica que él amaba era ambiciosa, él también tendría que serlo. Hussain seguramente creería que había sido él el que lo había sacado de su estado letárgico, convirtiéndolo en otro. La idea le hizo sonreír. Sólo él sabía que, de no ser por Hamida, nada hubiera podido arrancarle de la tranquila y resignada mediocridad en que vivía. En aquel decisivo instante de su vida, Abbas sintió, con una fuerza inusitada, el poder del amor, su increíble dominio, su asombrosa magia. Sintió oscuramente su fuerza creadora, la fuerza que nos empuja a la aventura y a la renovación.

Presa de angustia y de emoción, el joven se preguntó por qué era necesario marcharse. ¿No hacía un cuarto de siglo que vivía en el callejón? ¿Qué había ganado a cambio? El callejón era injusto con sus moradores, jamás los recompensaba en la justa medida del amor que ellos le profesaban. O quizá sonreía a los que le ponían mala cara y ponía mala cara a los que le sonreían. A él le proporcionaba ganancias con cuentagotas, mientras que al señor Alwan lo colmaba de riquezas. A dos pasos de su barbería se amontonaban los fajos de billetes de banco, cuyo mágico olor creía sentir, mientras que para él la jornada se terminaba siempre con un trozo de pan. Sí, era necesario marcharse. Tenía que cambiarle la cara a la vida.

Dejó que sus pensamientos lo llevaran lejos de allí, mientras permanecía de pie en la puerta de la barbería, mirando al tío Kamil que ya volvía a roncar, con el matamoscas sobre el pecho. Entonces oyó unos pasos apresurados que bajaban por el callejón. Se volvió y vio a Hussain Kirsha que pasaba a grandes zancadas. Una extraña desazón embargó a Abbas. Miró al amigo como quien mira girar la bola de la ruleta. El otro llegó a su altura sin intención de detenerse. Abbas le puso la mano sobre el hombro y le dijo, con voz firme y resuelta:

—Hussain, quiero hablarte de una cosa muy seria…