La mujer contemplaba el espejo con aprobación, procurando fijarse en los motivos que más satisfacción le producían en el rostro delgado y largo reflejado en él. Los cosméticos habían obrado milagros en las mejillas, las cejas, alrededor de los ojos y en los labios. Lo giró de derecha a izquierda, retocándose el pelo trenzado y murmurando con voz casi inaudible: «No ha quedado mal… Estoy guapa. ¡Sí, por Dios, guapa de verdad!». El hecho era que hacía casi cincuenta años que aquella cara había aparecido en el mundo, y el mundo raramente deja una cara sin marcar durante medio siglo. Su cuerpo era flaco, o seco, como decían de él las vecinas. El pecho, exiguo, quedaba disimulado bajo el bonito vestido.
Se trataba de la señora Saniya Afify, propietaria del segundo inmueble del callejón, en cuya primera planta tenía su morada el doctor Booshy. Se estaba preparando para hacer una visita al segundo piso, donde vivía Umm Hamida. No solía salir de visitas ni acostumbraba a poner los pies en los pisos de sus inquilinos, fuera de comienzos de mes, cuando cobraba el alquiler. Pero un motivo insólito y secreto había convertido la visita a Umm Hamida en imperiosa necesidad.
Salió del piso y bajó la escalera murmurando, esperanzada: «¡Oh, Dios, haz que mis deseos se hagan realidad!». Llamó a la puerta con su mano descarnada y Hamida le abrió. La muchacha acogió a la visita con una falsa sonrisa, invitándola a pasar a la salita. Después desapareció en busca de su madre.
La habitación era de reducidas dimensiones, con dos anticuados sofás, uno frente al otro, y una mesita muy vieja en la que había un cenicero. En el suelo había una estera. La mujer no tuvo que esperar mucho rato, porque Umm Hamida tardó lo justo para mudarse de vestido. Se saludaron efusivamente besándose en las mejillas, luego se sentaron las dos en uno de los sofás.
—Bienvenida. Es como si el Profeta en persona hubiera entrado en la casa, señora Afify.
Umm Hamida era una robusta mujer bastante entrada en carnes, de sesenta años, con la cara marcada por la viruela. Tenía una voz gruesa y fuerte y hablaba a gritos: era su arma principal en las reyertas con las vecinas. Aquella visita no le hacía ninguna gracia, por supuesto, porque la visita de la casera podía acarrear consecuencias nefastas. Pero sabía cómo adoptar la actitud más conveniente a cada circunstancia. Casamentera y guardiana de baños públicos de profesión, había tenido oportunidad de desarrollar al máximo sus dotes de observación. Parlanchina, eran pocas las veces que le daba reposo a la lengua, y raras las que alguien podía entrar o salir de uno de los locales del callejón sin ser visto por ella. Era la crónica viviente del barrio, sobre todo de las malas noticias, y su especialidad eran los escándalos.
Como de costumbre, hizo grandes esfuerzos para que su visita se sintiera bien acogida; primero la colmó de cumplidos, para pasar luego a entretenerla con los chismes del callejón y del barrio. ¿No había oído hablar del nuevo escándalo de Kirsha, el dueño del café? Era lo de siempre, claro. Su mujer se había enterado y en la pelea habían llegado a las manos. Y Husniya, la panadera, había pegado a su marido hasta hacerlo sangrar. Y Radwan Hussainy, el santo varón, le había hecho una violenta escena a su mujer, la cual debía ser una sinvergüenza. ¿Cómo explicar, si no, que un santo como él se pusiera de aquella manera? El doctor Booshy había metido mano a una niña en el refugio antiaéreo durante el último bombardeo, y un respetable señor lo había golpeado. La hija del comerciante de la leña, se había fugado con el criado, y su padre la había denunciado a la policía. Tabuna Kafawi vendía pan negro mezclado con harina blanca en secreto, etcétera.
La señora Afify escuchó todo eso con aire distraído, ocupada como estaba con otras cosas. Su única preocupación era abordar la cuestión que la había llevado allí, en el momento oportuno, que se presentó al preguntarle Umm Hamida:
—¿Y usted cómo está, señora Afify?
Ella frunció el entrecejo y contestó:
—La verdad, muy cansada, Umm Hamida.
La otra alzó las cejas y repitió, fingiendo inquietud:
—¿Cansada? Dios le guarde de todo mal.
La señora Afify guardó silencio al ver entrar a Hamida con una bandeja con café, que dejó sobre la mesita para desaparecer acto seguido. Entonces dijo con aire contrariado:
—Cansada, sí. Umm Hamida. ¿Cómo no voy a estarlo teniendo que ir de tienda en tienda cobrando alquileres? Imagínese una pobre mujer, indefensa como yo, teniendo que enfrentarse con hombres extraños para pedirles el alquiler…
A Umm Hamida el corazón le había dado un vuelco al oír la palabra alquiler. Pero logró adoptar un tono compasivo para decir:
—Tiene usted razón, señora. Que Dios la ampare.
Era la segunda o tercera vez que la señora Afify la visitaba sin ser primero de mes y no entendía el motivo. Pero en este tipo de casos, precisamente, se agudizaba su genial intuición. Decidió salir inmediatamente de dudas y sondear a la visita. Le dijo, pues, con malicia:
—Son los inconvenientes de vivir sola. Está demasiado sola, señora Afify. Vive sola, sale sola, se acuesta sola. Debería poner fin a tanta soledad.
La señora Afify se puso muy contenta al oír estas palabritas que tan bien venían a su propósito. Sin embargo, optó por disimular su alegría:
—¿Y qué puedo hacer yo, pobre de mí? Mis parientes tienen sus propias familias y yo en mi casa estoy mejor que en cualquier otro sitio. Doy gracias al cielo por haberme dado un carácter tan independiente.
Umm Hamida, que la observaba astutamente, decidió atacar por lo sano.
—¡Alabado sea el cielo! Pero dígame: ¿por qué ha permanecido soltera tantos años?
El corazón de la señora Afify latió violentamente al verse confrontada con lo que ella tantas veces se había secretamente preguntado. Suspiró y, con fingido disgusto, dijo:
—¡No quiero volver a padecer las amarguras del matrimonio!
De joven, la señora Afify se había casado con un comerciante de perfumes, pero el matrimonio había sido un fracaso. El marido la había maltratado y se había gastado todo su dinero. Finalmente enviudó, hacía aproximadamente diez años. No se había vuelto a casar, porque tal como había dicho, no le apetecía volver a probar las amarguras de la vida matrimonial. Y no lo decía para disimular el poco éxito que tenía con el sexo masculino. Verdaderamente había detestado la vida conyugal; se alegró de veras al poder recobrar la libertad y la tranquilidad, y la aversión a la idea de un nuevo matrimonio le duró un largo tiempo. Pero con los años, se borró este sentimiento hasta el punto que no hubiera vacilado en aceptar, de presentarse alguien pidiéndola en matrimonio. A fuerza de esperar, se impacientó y descorazonó y con el tiempo decidió no continuar viviendo de falsas ilusiones y aceptar la vida tal como era. Y puesto que a un ser humano le es necesario tener algo en que volcar sus esperanzas, algo que le dé a la vida un valor, se apasionó por el café, los cigarrillos y los billetes de banco nuevos.
Siempre había sido algo avara de natural y era una de las más antiguas clientes de las cajas de ahorro. Su nueva pasión reforzó, por tanto, una tendencia ya arraigada en ella, tendencia que la mujer reafirmó a la vez que se nutría de ella. Conservaba los billetes nuevos en un cofrecito de marfil que tenía escondido en el fondo del armario. Los liaba en fajos de cinco y de diez y se entretenía en contemplarlos, contarlos y reordenarlos. Los billetes tenían la ventaja de ser silenciosos y de no hacer ruido como las monedas y la hacían sentirse segura y protegida de la curiosidad de los más linces del callejón, que, a pesar de su gran sagacidad, nada sabían de su existencia. El manejo de los billetes se había convertido en consuelo y justificación de su soledad. Se decía que un marido le robaría el dinero, como había hecho el primero, y se gastaría en un santiamén lo que ella había tardado tantos años en recoger. Y sin embargo, la idea del matrimonio acabó por echar raíces en su alma, barriendo excusas y temores.
La culpable del cambio había sido, intencionadamente o no, Umm Hamida, al contarle cómo había arreglado el matrimonio de una viuda mayor. Ella comenzó a pensar en la posibilidad de hacer algo parecido. La idea no tardó en dominarla. Se dijo que se había olvidado del matrimonio, que ahora veía como la única y verdadera esperanza, insustituible por el dinero, los cigarrillos o el café. Se preguntó con tristeza cómo había podido echar a perder su vida, dejando pasar los años en aquella soledad, hasta casi los cincuenta. Se convenció de que era un disparate y de que el culpable había sido su marido. Decidió pensar en ello seriamente y no dejar para mañana lo que pudiera emprender hoy.
La casamentera se había dado perfecta cuenta de la falsedad de su actitud desdeñosa y decidió no hacer caso. «Se le ve el plumero», se dijo. Luego, en tono un poco más vulgar, osó regañarla:
—No hay para tanto, señora Afify. El que a usted le saliera mal, no quiere decir que no haya matrimonios muy felices. La señora Afify dejó, dando las gracias, la taza de café en la bandeja, y respondió:
—No es de sabios persistir, cuando las cosas vienen mal dadas.
Pero Umm Hamida la atajó:
—¿Qué es esa forma de hablar? Hace demasiados años que está sola. Demasiados.
Pero la otra, oprimiéndose el pecho con la palma de la mano izquierda, replicó con hipocresía:
—¡Qué horror! ¿Pretende que digan que estoy loca?
—¿Quién dirá una cosa así? Mujeres más viejas se casan todos los días.
A la señora lo de «mujeres más viejas» no le cayó en gracia y, bajando la voz, dijo:
—No soy tan vieja como piensa.
—No me ha entendido, señora Afify. La considero joven. Pero me sacan de quicio sus reparos.
La otra se sentía ya a sus anchas, y sin embargo, no quiso dar el brazo a torcer, prefirió continuar haciendo ascos a la idea del matrimonio. Por fin, después de unos instantes de titubeo, preguntó:
—¿No sería indecente casarse después de tantos años de vivir sola?
«¿Para qué ha venido, entonces?», se preguntó para sus adentros Umm Hamida, quien en alta voz respondió:
—¿Cómo puede ser indecente lo que es justo y legítimo? Usted es una mujer sensata y buena, como todos saben. El matrimonio es media religión, querida. Dios con su sabiduría lo instituyó, y el Profeta, que en oración y paz repose, lo ordenó.
—Que en oración y paz repose —repitió piadosamente, la señora Afify.
—¿Por qué no, mi querida señora? ¡Si incluso un profeta árabe… y Dios ama a sus fíeles!
La señora Afify se había ruborizado un poco y una leve embriaguez le embargaba el corazón. Sacó dos cigarrillos de la pitillera a la vez que preguntaba:
—¿Quién querrá casarse conmigo?
Umm Hamida dobló el índice de la mano izquierda y lo puso sobre la ceja en señal de protesta:
—¡Pero vamos! ¡Mil y un hombres! A lo que la señora Afify respondió riendo:
—Con uno basta.
Umm Hamida dijo convencida:
—En el fondo, a todos los hombres les gusta el matrimonio. Sólo se quejan los casados. Conozco muchos solteros que fingen no querer casarse. Pero basta con que yo les diga: «Tengo una novia para ti» para que les brillen los ojos, sonrían y me pregunten con avidez: «¿De veras?… ¿Quién es?». El hombre, a no ser que esté totalmente acabado, desea siempre a la mujer. Así lo ha dispuesto la sabiduría divina.
—Su sabiduría es infinita —dijo la señora Afify sacudiendo la cabeza con satisfacción.
—Sí, señora Afify, por eso Dios creó el mundo. Lo hubiera podido llenar de hombres únicamente, o de mujeres. Pero creó el varón y la hembra y nos dio inteligencia para que comprendiéramos sus designios. Del matrimonio no podemos escapar.
La señora Afify sonrió y dijo afablemente:
—Sus palabras me saben a miel, Umm Hamida.
—Que Dios la acompañe. Y que su corazón llegue a conocer el matrimonio perfecto.
Entonces la señora Afify cobró ánimos para decir:
—Si Dios quiere y usted me ayuda.
—Gracias a Él soy una mujer de suerte. Mis matrimonios son sólidos. ¡Cuántos hogares he creado, cuántos hijos han nacido gracias a mí, cuántos corazones he hecho felices! Confíe en Dios y en mí.
—Su ayuda no podrá pagarse con dinero.
«¡Ah, no! Eso no, querida —se dijo entonces Umm Hamida—. Con dinero tendrás que pagarla. Y con no poco. Corre a la caja de ahorros a sacarlo. Y no me lo escatimes». Luego puso la voz grave del hombre de negocios que se prepara, terminados ya los preámbulos para abordar las cuestiones serias:
—Me imagino que preferirá un hombre ya maduro, ¿verdad?
La otra no supo qué contestar. No tenía ninguna intención de casarse con un jovencito, entre otras cosas porque demasiado joven no le hubiera servido de mucho. Pero lo del «hombre maduro» tampoco le acabó de gustar. De todos modos, como la conversación ya había tomado un aire de familiaridad, osó decir con una risita azorada:
—¡Después del ayuno no querrá que me coma una cebolla!
Umm Hamida lanzó una desagradable risotada y comprendió que no había motivo para dudar sobre los beneficios que iba a sacar de la transacción. Con una punta de malicia respondió:
—Tiene toda la razón, señora. La experiencia me ha enseñado que los matrimonios son más felices cuando la mujer es mayor que el hombre. A usted le conviene uno de treinta años.
A lo que la otra dijo con voz ansiosa:
—¿Aceptará alguno?
—No lo dude. Usted es hermosa y rica.
—Gozo de perfecta salud.
El rostro picado por la viruela de Umm Hamida se concentró:
—Le pienso decir: «Es una mujer de mediana edad. Sin hijos y sin suegra. Bien educada. Propietaria de tiendas y de un inmueble de dos pisos en el callejón de Midaq».
Entonces la otra sonrió y se dispuso a rectificar el aparente error.
—Querrá decir tres pisos.
Pero la vieja se apresuró a replicar:
—Sólo dos. Porque en lo que respecta al tercero, en el que estoy yo, no pretenderá cobrar alquiler mientras viva, ¿verdad?
La señora Afify respondió alegremente:
—De acuerdo, lo que usted diga, Umm Hamida.
—Le tomo la palabra. ¡Dios haga que todo le salga bien!
La otra volvió a sacudir la cabeza, con aire sorprendido:
—¡Quién lo iba a decir! ¡He venido a visitarla para charlar y salgo de su casa prácticamente casada!
Umm Hamida también se rio, fingiendo sorpresa, pero diciéndose: «¿No te da vergüenza, mujer? ¿De verdad te crees que puedes engañarme?». Después en voz alta añadió:
—Es la voluntad de Dios. ¿No están todas las cosas en sus manos?
La señora Afify volvió a su casa muy contenta. Pero no pudo por menos que decirse: «¡El alquiler de un piso mientras viva! ¡Cómo se aprovecha!».