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Muchos son los detalles que lo proclaman: el callejón de Midaq fue una de las joyas de otros tiempos y actualmente es una de las rutilantes estrellas de la historia de El Cairo. ¿A qué El Cairo me refiero? ¿Al de los fatimíes, al de los mamelucos o al de los sultanes? La respuesta sólo la saben Dios y los arqueólogos. A nosotros nos basta con constatar que el callejón es una preciosa reliquia del pasado. ¿Cómo podría ser de otra manera con el hermoso empedrado que lleva directamente a la histórica calle Sanadiqiya? Además tiene el café que todos conocen como el Café de Kirsha, con muros adornados de coloridos arabescos. De los del callejón, actualmente desconchados, todavía se desprenden los olores de las antiguas drogas, populares especias y remedios de hoy y de mañana…

Aunque el callejón está totalmente aislado del bullicio exterior, tiene una vida propia y personal. Sus raíces conectan, básica y fundamentalmente, con un mundo profundo del que guarda secretos muy antiguos.

Los ruidos del día se habían apagado y se comenzaban a oír los del atardecer, susurros dispersos, un «Buenas noches a todos» por aquí, un «Pasa, es la hora de la tertulia» por allá. «¡Despierta, tío Kamil y cierra la tienda!». «¡Cambia el agua del narguile, Sanker!». «¡Apaga el horno, Jaada!». «Este hachís me duele en el pecho». «Cinco años de apagones y bombardeos es el precio que hemos de pagar por nuestros pecados».

Dos tiendas, sin embargo, la del tío Kamil, el vendedor de dulces, a mano derecha de la entrada del callejón, y la barbería de enfrente, no cerraban hasta después de la puesta del sol. El tío Kamil tenía la costumbre de sentarse a la puerta de su tienda y de dormir con un matamoscas sobre el pecho. No se despertaba hasta que no entraba un cliente, a no ser que Abbas, el barbero, lo hiciera con una de sus bromas. Era un hombre corpulento, con dos piernas como troncos y un enorme trasero redondo como la cúpula de una mezquita: la parte central reposaba en la silla y el resto desbordaba por los lados. Tenía la barriga como un tonel y los pechos parecían melones. El cuello no se veía, pero de entre los hombros salía un rostro redondo, hinchado e inyectado en sangre, con los rasgos desdibujados por la dificultosa respiración. Remataba el conjunto una cabeza pequeña, calva y de piel pálida y rubicunda como la del resto del cuerpo. Jadeaba constantemente, como si acabara de correr un maratón, y no era capaz de vender un solo dulce sin que volviera a vencerle el sueño. La gente le decía que se moriría el día menos pensado, con el corazón asfixiado bajo la grasa. Y él no los contradecía, sino al contrario. ¿Qué más le daba morir, si se pasaba la vida durmiendo?

La barbería, aunque pequeña, era considerada como algo especial. Tenía un espejo y un sillón, además de los instrumentos propios del oficio. El barbero era un hombre de estatura mediana, tez pálida y con tendencia a echar carnes. Tenía los ojos algo saltones y el pelo liso tirando a amarillo, a pesar de que era de piel morena. Llevaba traje y nunca se quitaba el delantal, quizá para imitar a los grandes de la profesión.

Ambos personajes permanecían en sus tiendas después de que el bazar contiguo a la barbería cerrara sus puertas y los empleados hubieran desfilado camino de sus casas. El último en salir era el dueño, Salim Alwan. Elegantemente arropado con un caftán, se dirigía con paso airoso hacia el final del callejón donde le aguardaba un carruaje. Subía a él con agilidad y llenaba el asiento con su rolliza figura, precedida de unos hermosos bigotes caucasianos. El cochero golpeaba con el pie la campana que sonaba con estrépito, y el coche, tirado por un caballo, se ponía en movimiento por la calle de Ghouriya para tomar luego por la de Hilmiya.

En el fondo del callejón dos casas habían cerrado los postigos para protegerse del fresco de la hora. De sus rendijas salía la luz de las lámparas. El callejón de Mi-daq hubiera quedado en completo silencio, de no ser por el Café de Kirsha, iluminado por luz eléctrica, cuyos cables estaban cubiertos de moscas.

El café se había empezado a llenar. Era una sala cuadrada, bastante destartalada. Sin embargo las paredes estaban adornadas de arabescos. Los únicos indicios de su gloria pasada eran su antigüedad y los pocos divanes que había repartidos por la sala. En la entrada del café, un operario se aplicaba en fijar un viejo aparato de radio a la pared. En los divanes había unos cuantos clientes fumando el narguile y bebiendo té.

Cerca de la puerta había un hombre sentado, de unos cincuenta años, vestido con una galabieh[1] cuyo cuello prolongábalo una de esas corbatas que gustan de lucir los señores que se precian de vestir a la occidental. Sobre la nariz se posaban unas gafas de montura de oro, de aspecto muy caro. Se había quitado las sandalias y las había dejado a un lado, junto a sus pies. Estaba erecto como una estatua y callado como un muerto. No miraba ni a derecha, ni a izquierda, como absorto en otro mundo.

Entró entonces un viejo decrépito, al que el paso de los años no había dejado un solo miembro sano. Un muchacho lo conducía de la mano izquierda y bajo el brazo derecho llevaba un violín y un libro. El viejo saludó a los presentes y se encaminó al diván del centro de la sala. Se acomodó en él ayudado del chico que se sentó a su lado. Dejó el instrumento y el libro entre los dos y miró a los allí reunidos, como queriéndose cerciorar del efecto de su presencia. Fijó los ojos apagados y enrojecidos en Sanker, el joven camarero, con cierta aprensión. Al poco rato, y después de haber estudiado la indiferencia con que le había acogido el camarero, rompió el silencio gritando:

—¡Un café, Sanker!

El joven se volvió ligeramente hacia él y después de un instante de vacilación, le dio la espalda en silencio, sin hacer caso de su petición. El viejo comprendió el gesto que, en el fondo, ya se había esperado. Pero el cielo acudió en su ayuda, porque en aquel momento entró un hombre que había oído la petición del anciano y observado la indiferencia del camarero. Se dirigió a este con voz autoritaria y le dijo:

—¡Tráele un café al poeta, grosero!

El poeta miró al recién llegado con agradecimiento y en tono ligeramente amargo dijo:

—Dios se lo pague, doctor Booshy.

El «doctor» lo saludó y se sentó junto a él. Iba ataviado con un inadecuado conjunto de galabieh, gorro y zuecos de madera. Era dentista, pero había aprendido el oficio con la práctica, sin haber asistido jamás a una escuela de odontología, ni de ninguna otra clase. A fuerza de observación e inteligencia había llegado a dominar excelentemente el oficio. Se había labrado una reputación por sus sensatos remedios, aunque lo que él prefería era arrancar muelas, porque, en su opinión, era la mejor cura. Y era inevitable que en su clínica dental la extracción de una muela comportase una dolorosa operación, aunque costaba muy poco dinero: una piastra para los pobres y dos para los ricos (los del callejón de Mabeq, se entiende). Si se producía una hemorragia, lo que solía suceder con bastante frecuencia, era atribuido a la voluntad divina, de la que se esperaba que previniera peores accidentes. A Kirsha, el dueño del café, le había puesto una dentadura de oro por sólo dos guineas. En el callejón y por los alrededores lo llamaban «doctor», y seguramente era el primero de su clase que debía su título a la buena voluntad de sus pacientes:

Sanker llevó el café al poeta, tal como se lo había exigido el «doctor». El viejo levantó la taza a los labios, soplando para que se enfriara. Luego se puso a beber con pequeños sorbos. Cuando lo hubo apurado y dejado la taza a un lado, se acordó de la grosería del camarero. Lo miró de reojo y murmuró con indignación:

—¡Maleducado!

Tomó el violín y se puso a afinarlo, evitando las miradas furiosas que le dirigía Sanker. Tocó unas notas introductorias, las mismas que el café de Kirsha había escuchado todas las noches desde hacía veinte años, y meció el cuerpo al ritmo de la música. Acto seguido se aclaró la garganta, escupió y dijo:

—En nombre de Dios. —Y elevando la ronca voz prosiguió—: Hoy empezaremos con una oración al Profeta. A nuestro profeta árabe, del más puro linaje de Adnan. Abu Saada, el Zanaty, dijo…

Fue interrumpido por alguien que acababa de entrar y que le gritó sin contemplaciones:

—¡Cállate! ¡Ni una palabra más!

El anciano alzó sus débiles ojos del instrumento y topó con los adormecidos y sombríos de Kirsha, el alto, flaco y oscuro dueño del café. Lo miró con tristeza y vaciló un instante, como si le costara dar crédito a sus oídos. Tratando de pasar por alto las desagradables palabras de Kirsha, volvió a recitar:

—Abu Saada, el Zanaty, dice que…

El dueño del café gritó con exasperación:

—¿Nos obligarás a que te escuchemos? ¡Es el colmo, el colmo! ¿No te lo advertí la semana pasada?

El rostro del viejo se ensombreció y dijo en tono de reproche:

—Me parece que has abusado del hachís, por eso te descargas en mí.

Pero el otro, sin bajar el tono, replicó:

—Sé lo que he dicho y por qué motivos. ¿Encima de pretender actuar en mi café, me insultas públicamente?

El anciano poeta dulcificó un poco la voz con ánimos de apaciguar al hombre furioso y dijo:

—Este café también me pertenece. ¿No he recitado en él durante los últimos veinte años?

El dueño fue a sentarse a su sitio habitual, detrás de la caja, y contestó:

—Nos sabemos tus historias de memoria y no nos hace falta escucharlas de nuevo. La gente ya no quiere poetas. Hoy me piden una radio y en este momento están instalando una. Así que lárgate y déjanos en paz. Que Dios te ampare…

El rostro del anciano se volvió a ensombrecer al recordar que el café de Kirsha era el último local que le quedaba, su última fuente de ingresos, fuente que no le había ido nada mal hasta entonces. No tenía ningún otro sitio donde ganarse la vida. La noche anterior le habían despedido del Café de la Ciudadela. A sus años y sin medios ¿qué sería de él? ¿De qué serviría enseñarle a su hijo una profesión que se había convertido en inútil, un oficio que ya nadie quería? ¿Qué futuro les esperaba a él y a su pobre hijo? Se descorazonó todavía más al ver la expresión cerrada, impaciente y decidida del dueño. Entonces suplicó:

—Despacio, despacio, señor Kirsha. Los recitadores públicos todavía tienen un papel que desempeñar. La radio no nos sustituirá jamás.

El dueño le respondió con voz cortante:

—Eso es lo que tú dices, pero los clientes piensan algo muy diferente. Estamos hartos de que nos aburras. Las cosas han cambiado.

A lo que el anciano poeta replicó con desesperación:

—¡Generaciones enteras, desde los tiempos del Profeta, han escuchado nuestras historias!

Kirsha golpeó enérgicamente la mesa y gritó:

—¡Las cosas han cambiado!

Entonces, por primera vez, el estatuario individuo de aire absorto, con galabieh y corbata y gafas de oro, se movió y alzó los ojos al techo. Dio un suspiro tan hondo que los asistentes llegaron a temer por la integridad de sus entrañas al paso del aire, y después dijo con voz soñadora:

—Sí, todo ha cambiado. Todo, excepto mi corazón que continúa colmado de amor por los miembros de la familia del Profeta.

Inclinó lentamente la cabeza, haciéndola oscilar a derecha e izquierda, con un movimiento pendular que fue reduciéndose poco a poco hasta volver a su anterior posición. Los asistentes, que lo conocían de sobra, no le habían hecho caso, con excepción del poeta que al ver en él a un aliado, le preguntó:

—¿Y eso le agrada, jeque Darwish?

El otro, sin embargo, permaneció ensimismado y en silencio. Justo en aquel instante entró otra persona que todos acogieron con sumo respeto y admiración, respondiendo con creces a su saludo.

Radwan Hussainy impresionaba por su aspecto. Era alto y de ancha espalda y llevaba el corpachón arropado por un manto negro de amplio vuelo, del que salía su rostro blanco con manchas rojizas, orlado de una barba pelirroja. Su frente irradiaba luz y todo el semblante despedía dulzura y fe. Andaba sin prisas, con la cabeza un poco gacha. En los labios, una sonrisa traicionaba su amor a los hombres y al mundo. Fue a sentarse cerca del poeta, que en el acto comenzó a contarle sus penas. Radwan Hussainy lo escuchó bondadosamente. Conocía la situación y, de hecho, más de una vez había intentado disuadir a Kirsha, el dueño del café, de su intención de despedirlo. Pero siempre inútilmente. Cuando el viejo hubo terminado de quejarse, Hussainy hizo todo lo que pudo por consolarle y le prometió que procuraría encontrar un trabajo para su hijo. Luego le puso unas monedas en la mano y le susurró al oído:

—Todos somos hijos de Adán. En caso de necesidad, no vaciles en pedir ayuda a tu hermano. Nuestro alimento proviene de Dios y a Él pertenece todo lo que nos sobra.

Dichas estas palabras, se le iluminó aún más el rostro, como suele ocurrir con los seres nobles y virtuosos que aman y practican el bien, fuente inagotable para ellos de felicidad y hermosura. Procuraba que no pasara día sin hacer una buena acción, o acoger en su casa a una persona desgraciada o víctima de una injusticia. De su amor por el bien y de su generosidad se hubiera podido deducir que era rico en dinero y propiedades, cuando la realidad era que no poseía nada, salvo la casa de la derecha del callejón y un trozo de tierra en el campo. Sus inquilinos, Kirsha, en el tercer piso, y el tío Kamil y Abbas en el primero, tenían en él un casero tolerante y comprensivo, que había incluso renunciado al derecho de aumentarles el alquiler, conferido por un reciente edicto militar. Donde se hallara él, se hallaba siempre caridad y misericordia. Su vida, en particular sus primeras etapas, había sido especialmente dura, llena de fracasos y de dolor. Pasó largos años encerrado en la Universidad de al-Azhar sin conseguir obtener el título. Además, había perdido a todos sus hijos. Había apurado la copa del dolor, de la amargura y la tristeza, y su corazón había llegado al fondo de la desesperación. Poco le faltó para irse a pique…

La fe le había rescatado de la penosa oscuridad llevándolo a la luz del amor. Su corazón había dejado de entristecerse y sufrir. Todo él se había transformado en amor, en deseo del bien, en paciencia. A paso ligero peregrinaba por entre las sordideces del mundo, con el corazón elevado constantemente al cielo, lleno de amor universal.

Cuanto más numerosas fueran las tragedias de su vida, mayor era su paciencia y su amor. Cuentan que una vez lo vieron camino del cementerio, acompañando a su hijo a su última morada. Leía el Corán con la cara resplandeciente, y la gente corrió a él para consolarlo. Pero él sonrió y dijo:

—Él da y Él nos quita. Todo pasa según Sus deseos y sería una blasfemia apenarse.

Así consolaba a los demás.

El doctor Booshy dijo un día de él: «Si enfermáis, iros a curar con el señor Hussainy. Si os desesperáis, contemplad la luz de su frente y recobraréis la esperanza. Si os apesadumbráis, escuchad sus palabras y no tardaréis en recobrar la alegría». Su rostro, imagen de su alma, reflejaba una majestuosa hermosura.

El poeta se había tranquilizado un poco. Se levantó del diván, seguido de su hijo con el violín y el libro. El anciano estrechó afectuosamente la mano de Radwan Hussainy y se despidió de los otros clientes, fingiendo no darse cuenta de la presencia de Kirsha, el dueño. Lanzó una mirada desdeñosa a la radio que ya casi habían terminado de colgar, tomó la mano del muchacho y salió a la calle. Pronto los perdieron de vista.

El jeque Darwish pareció despertarse de nuevo y, volviendo la cabeza en la dirección por donde acababan de desaparecer el viejo y el niño, suspiró y dijo:

—Se ha ido el poeta y la radio ha venido. De este modo trata Dios a sus criaturas. Ya se habló de ello, tiempo ha, en la historia, que en inglés se llama History y se deletrea H-I-S-T-O-R-Y.

Antes de que terminara de deletrear, llegaron Kamil y Abbas, que acababan de cerrar sus respectivas tiendas. Abbas entró primero; se había lavado la cara y peinado el pelo rubio. Le siguió el tío Kamil, meciéndose como un palanquín. Saludaron a los presentes y tomaron asiento. Pidieron té. Incapaces de estar juntos sin tirarse de la lengua, el ambiente se animó con su irrefrenable parloteo. Abbas dijo:

—Escuchadme. Mi amigo, el tío Kamil, se ha quejado de que espera morirse de un momento a otro. Dice que si se muere, no dejará lo suficiente para pagarle la mortaja[2].

A lo que uno de los clientes murmuró sarcásticamente:

—¡La Hermandad del Profeta lo sacará del apuro!

Otro exclamó:

—¡Sólo con los dulces ha ganado el suficiente dinero para enterrar a todo el país!

El doctor Booshy rio y le preguntó al tío Kamil:

—¿Todavía hablas de morirte? ¡Por Dios, si serás tú el que nos enterrarás a todos!

Entonces el tío Kamil dijo con voz aguda, que recordaba la de un niño:

—No pronuncies en vano el nombre de Dios. Soy un hombre pobre…

Abbas prosiguió:

—¡Amigos! Las palabras de Kamil me han afectado en lo más hondo. A fin de cuentas, nadie negará la excelencia de sus dulces y lo mucho que hemos gozado comiéndolos. Por eso le he comprado una bonita mortaja, que he guardado en un sitio seguro para cuando llegue el día fatídico. —Se volvió hacia el tío Kamil y añadió—: Lo he mantenido en secreto deliberadamente. Hoy lo digo delante de todos para que seáis testigos.

Los clientes del café se divertían de lo lindo, pero procuraron disimularlo para engañar al tío Kamil, famoso por su credulidad. Elogiaron la generosidad del gesto de Abbas y dijeron: «Es lo menos que podía hacer para una persona a la que quiere y con la que convive como si fuera de su misma carne y de su misma sangre». Incluso Radwan Hussainy sonrió a gusto, y el tío Kamil contempló a su amigo cándidamente estupefacto y le preguntó:

—¿Es verdad eso, Abbas?

El doctor Booshy contestó por él diciendo:

—No lo dudes, tío Kamil. Yo he visto la mortaja con mis propios ojos. Es de calidad y ya me gustaría a mí tener una igual.

El jeque Darwish se despertó por tercera vez de su sopor y dijo:

—Has tenido suerte. La mortaja es el velo de la otra vida. Disfrútala, tío Kamil, antes que ella disfrute de ti. Los gusanos encontrarán en ti sano alimento. Te despacharán como si tu carne fuera un dulce, engordarán y se pondrán como ranas, que en inglés se dice frog. Se deletrea F-R-O-G.

El tío Kamil se convenció de que era verdad. Comenzó a interrogar a Abbas sobre la mortaja: cómo era el tejido, de qué color, cuántos pliegues tenía. Después invocó largamente la misericordia divina para su amigo y alabó a Dios.

Entonces, de la calle, llegó la voz de un joven que pasaba por delante del café.

—Buenas noches —dijo.

Se dirigía hacia la casa de Radwan Hussainy. Era Hussain Kirsha, el hijo del dueño del café. Joven, de unos veinte años, esbelto, de piel oscura como el padre, casi negra. Sus finos rasgos denotaban vigor, salud, brío. Iba vestido con camisa de lana azul, pantalón caqui, sombrero y botas gruesas. En su aspecto adivinábase la prosperidad de que gozaban los que trabajaban para el ejército británico. Era la hora en que solía volver del campamento y los hombres del café lo miraron con admiración y una cierta envidia. Su amigo Abbas lo invitó a tomar un café, pero él, ignorándolo, continuó su camino.

El callejón se había sumido en la oscuridad y sólo la luz del café trazaba un recuadro que se reflejaba sobre el muro del bazar. Las lucecitas que atravesaban las rendijas de los postigos de los dos inmuebles se fueron apagando una tras otra y, en el café, los clientes que todavía quedaban jugaban al dominó o a las cartas. El jeque Darwish, no obstante, continuaba sumido en su ensueño y el tío Kamil dormitaba con la cabeza apoyada sobre el pecho. Sanker, el camarero, continuaba ajetreado, sirviendo consumiciones y yendo de los clientes a la caja. En cuanto al dueño, Kirsha, observaba la escena con ojos pesados, entorpecido y sin otra ocupación que la dé digerir el hachís y abandonarse a la voluptuosa somnolencia.

Pero la noche avanzaba y Radwan Hussainy salió del café para irse a casa. Al poco rato salió también el doctor Booshy, que vivía en un piso de la primera planta del segundo inmueble del callejón. Los siguientes en marcharse fueron Abbas y el tío Kamil.

Los divanes se fueron vaciando hasta que a medianoche sólo quedaron tres personas: Kirsha, el dueño, Sanker, el camarero, y el jeque Darwish. Llegó entonces un grupo de amigos de Kirsha y juntos subieron a la caseta de madera que había en la azotea del inmueble de Radwan Hussainy, donde se sentaron alrededor de un brasero encendido. Comenzaron una nueva tertulia que no terminaría hasta que el alba no aclarara lo suficiente para distinguir entre un hilo blanco y otro negro.

Sanker se acercó al jeque Darwish para advertirle que era medianoche. El viejo levantó los ojos. Se quitó las gafas y las limpió con una punta de la galabieh. Se las volvió a poner, se ajustó la corbata y se levantó, metió los pies dentro de las sandalias y abandonó el café sin decir una palabra. Afuera el silencio era total, la noche cerrada, las calles estaban desiertas. Él, sin techo bajo el que cobijarse, siguió su camino sin objetivo, y desapareció en la oscuridad.

De joven, el jeque Darwish había sido profesor en una escuela de las Fundaciones religiosas. ¡Profesor de inglés! En aquella época era apreciado por su diligencia y sus ganas de trabajar. La fortuna le había sonreído y era cabeza de una próspera familia. Pero cuando las escuelas de las Fundaciones religiosas se integraron en el Ministerio de la Enseñanza, le cupo la misma suerte que a los compañeros que, como él, carecían de títulos superiores. Bajó a la categoría de funcionario, mejor dicho, fue descendido del sexto al octavo grado del escalafón, con la consiguiente reducción de sueldo. Como era natural, se sintió profundamente ultrajado por la injusticia y se rebeló.

Su rebelión tomó, a veces, forma manifiesta; otras, en cambio, había optado por replegarse en sí mismo y disimular. Removió cielo y tierra, cursó peticiones, fue a ver a los superiores para exponerles la situación de su familia, pero en vano. Entonces, destrozados los nervios, al borde de la crisis, se dejó vencer por la desesperación. En el ministerio se ganó fama de importuno, irascible, obstinado, susceptible, provocador de disputas diarias. En las discusiones adoptaba una actitud petulante y agresiva y acababa hablando en inglés al adversario. Y si alguna vez el otro se atrevía a reprocharle por usar innecesariamente una lengua extranjera, él replicaba en tono desdeñoso:

—¡Instrúyete antes de discutir conmigo!

Con el tiempo, sus superiores acabaron enterándose de su mal carácter y de sus sempiternas escenas, pero por simpatía y compasión no tomaron cartas en el asunto. De este modo fueron pasando los meses, sin más consecuencias que alguna reprimenda o suspensión de sueldo por un día. Hasta que, al cabo del tiempo, llegado al colmo del orgullo y la petulancia, comenzó a redactar la correspondencia en inglés. Como justificación adujo que él no era un funcionario como los demás, sino un redactor técnico.

Su trabajo se deterioró hasta tal punto que su superior no tuvo otro remedio que optar por medidas más serias. El destino, sin embargo, se le adelantó, porque Darwish solicitó una entrevista con el director general del Ministerio.

Darwish Effendi, como todavía era llamado en aquel tiempo, entró con aire grave en el despacho, saludó al director general como a un igual y le dijo, sin ningún remilgo:

—Señor Director General, Dios ha escogido su hombre.

Al rogarle el otro que se explicara, añadió:

—Dios me ha enviado para que le importunara.

Y así fue cómo se despidió del Ministerio y cortó todas sus relaciones con la clase social a la que había pertenecido. Abandonó la familia, los amigos, para vivir a la buena de Dios. De su pasado no conservó más recuerdo que las gafas de montura de oro. Y se marchó a un nuevo mundo en que no contaba con amigos, dinero o casa. Su vida demostraba que determinadas personas de esta tierra, tan llena de amargura y conflictos, pueden subsistir sin techo, dinero, ni amigos, libres de preocupaciones, sin pasar miseria ni extrema necesidad. Él no había conocido el hambre, ni el frío ni el abandono. Al contrario, vivía en un estado de paz y beatitud insólitas. No tenía hogar, pero el mundo entero se había convertido en su casa. No cobraba sueldo de ninguna clase, pero se había liberado de la preocupación del dinero. Había perdido la familia y los amigos, pero la gente con que se topaba se convertía en su familia. Cuando se le ajaba la galabieh o la corbata, le caía una galabieh nueva del cielo, o una nueva corbata. Era bien recibido en todas partes y el propio Kirsha, a pesar de su torpeza habitual, le echaba de menos si pasaba un día sin aparecer por el café. Sin embargo, no obraba ninguna de esas cosas que el pueblo da en llamar milagros, ni tampoco predecía el futuro. Pero inspiraba afecto y la gente tomaba su presencia como señal de buen augurio. Se decía de él que era un santo y que la revelación le llegaba en dos lenguas simultáneamente. ¡En árabe y en inglés!