Las nubes se iban levantando y en el campo que separaba a los minotauros de sus enemigos, los elfos, se veían puntos de luz moviéndose entre la hierba.
Theros era un eslabón sin importancia en la imponente máquina de guerra del ejército minotauro. Mientras él trabajaba en la trastienda, el mecanismo chirriaba disponiéndose al avance.
El adalid minotauro, el comandante Klaf, se apresuró hacia su tienda, cerca de donde formaban las tropas.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué habéis llamado a la batalla? —gritó al portaestandarte y al corneta.
Klaf miró hacia donde le señalaban sus oficiales, al otro extremo del campo. Del bosque salían riadas de elfos que iban formando en torno a sus estandartes.
—¡Por Sargas! Corneta, toca a reunión de oficiales.
El corneta levantó su enorme cuerno e hizo resonar las notas por todo el campo. La llamada a las armas había alertado a los guerreros, pero ya era hora de que entraran en acción y dejaran de mirar a su alrededor como niños esperando a que les den de comer.
Klaf se había cruzado de brazos y observaba los movimientos de su enemigo, a casi un kilómetro y medio de distancia. Como siempre, los elfos se tomaban su tiempo para formar en impecables compañías, alineándose en columnas perfectas. El comandante elfo tenía tres cuerpos de infantería a sus órdenes. Colocó un cuerpo delante y los otros dos, paralelos, detrás. Klaf hizo un gesto al portaestandarte.
—¿Qué opinas, Olik? ¿Dónde crees que estarán los arqueros? Eso es lo que más me preocupa.
El oficial más joven, inseguro, recapacitó unos segundos para estudiar las formaciones enemigas.
—Creo que la tropa de arqueros debe de estar entre los dos cuerpos traseros, señor. No me parece que los elfos sean tan estúpidos para atacarnos sólo con la infantería. Seguramente, habrán pensado en utilizar la superioridad de la que disfrutan en cuanto a arqueros para intentar causarnos bajas. Tampoco veo a la caballería, comandante. ¿Sabemos si tienen caballos?
—Diría que tienen tropas de caballería —asintió el veterano—, pero yo tampoco las veo. ¡Malditos sean! Los elfos siempre juegan con estas niñerías. ¿Es que no pueden limitarse a salir y luchar?
En ese momento, llegaron tres oficiales corriendo, seguidos de otros dos un poco más rezagados. Todos se habían puesto alguna pieza de la armadura, pero ninguno estaba listo para el combate. Bak, el más alto, fue el primero en hablar.
—¿Están formando para atacar ahora? ¡Por los dioses del Abismo! ¡No estamos preparados!
Klaf se giró hacia el imponente guerrero.
—¡Maldita sea! ¡Da ejemplo! Espero que tus tropas estén formadas antes de que el enemigo esté preparado. ¡Venga! ¡Andando!
Los oficiales dieron media vuelta y corrieron de vuelta a las tiendas para impartir órdenes a sus subordinados.
Olik plantó el estandarte en el suelo. Era una pértiga de tres metros y medio de largo, con un travesaño cerca de la punta, del que colgaba un pendón de fondo rojo y naranja, sobre el que se veía un buitre negro con los extremos de las alas brillantes. Al final de la pértiga, había una punta de lanza de oro y dos borlas, también de oro. Normalmente, el pendón se guardaba enrollado en un tubo de cuero, pero al oír sonar el cuerno de guerra, claro como el sol de la mañana, Olik había decidido que era hora de desplegarlo, para que ondeara y mostrara a los elfos el poder del enemigo al que iban a enfrentarse.
Olik había sido especialmente designado para el cargo de portaestandarte del tercer ejército, dado que sacaba una cabeza a cualquier otro minotauro de la hueste. Su misión era mantener el estandarte alzado a toda costa. Dejarlo caer significaría la desgracia para el ejército. Permitir que fuera capturado era el peor de los destinos imaginables, peor incluso que la derrota. Olik lucharía a muerte para defenderlo.
Los elfos habían empezado a cerrar filas para emprender la marcha a través del campo. Los oficiales minotauros gritaban a sus guerreros que formaran en regimientos. Al otro lado del campo, sonó una fanfarria de trompetas y, con gran ostentación, los tres cuerpos de elfos iniciaron el avance.
Los minotauros todavía estaban saliendo de las tiendas, poniéndose las armaduras, buscando armas y apretando correas, mientras los oficiales y suboficiales hacían cuanto podían por imponer orden a la tropa.
Un guerrero se paseaba por el campo borracho como una cuba. Al verlo, un oficial corrió hacia él y lo golpeó en la nuca con la intención de hacerle recuperar la sobriedad. El beodo se derrumbó boca abajo sobre la hierba y el oficial, dándolo por muerto, volvió con su unidad.
Olik, que seguía observando el avance del ejército élfico, sacudió la cabeza y se dirigió a Klaf.
—Si queremos que las tropas tengan tiempo de formar, hemos de retrasar su avance, señor. ¡Ni siquiera está preparada la línea de choque!
—No podemos utilizar el cuerpo de arqueros —repuso Klaf preocupado—. Todavía no se han colocado. Y un ataque incluso podría hacerles acelerar el paso. Pero, en cambio, si… —Dudaba y miró a Olik, su amigo y portaestandarte.
—¿Si qué, señor?
—¿Qué pasaría si nos ofreciéramos a parlamentar? —contestó Klaf.
—No habláis en serio ¿verdad, señor? —Olik estaba estupefacto—. ¿Parlamentar… con elfos? —preguntó casi escupiendo la última palabra.
—Eso los entretendría —le hizo notar el comandante.
—Cierto… —Olik no estaba muy convencido.
—Rápido, ve hacia las tiendas —le indicó Klaf tomada ya la determinación— y coge un trozo de lona y una lanza. Tú y yo, junto con algunos guerreros, nos adelantaremos bajo una bandera de paz. La respetarán. ¡Tienen que respetarla!
Sacudiendo la cabeza, Olik salió trotando. Un momento más tarde, salía de una de las tiendas con una lanza y un trapo blanco, y corría de nuevo junto al grupo de mando.
—¿Os proponéis realmente salir bajo una bandera de paz, señor? —Olik lo miraba desolado.
Klaf apartó la vista del enemigo y miró hacia atrás, donde vio a sus soldados que corrían de un lado para otro entre la confusión general.
—Si los elfos nos alcanzaran ahora, nos harían pedazos. ¿Se te ocurre alguna otra manera de detenerlos?
Olik permaneció en silencio.
—Bien, acompáñame.
Klaf avanzó entre sus desordenadas tropas. Al pasar junto a sus guerreros, los iba saludando, llamándolos por el nombre, con el objetivo de levantarles el ánimo.
—¿Preparado para matar a unos cuantos elfos, Rajan?
»Un buen día para la batalla ¿eh, Bratag?
»Mosex, especie de lombriz gigante, hoy estarás en tu salsa con todo este cenagal, ¿no?
Los soldados agitaban las manos y le respondían a gritos. Mientras, Klaf y su reducido séquito siguieron avanzando entre sus propias líneas y luego a campo abierto, hacia el enemigo. A medio camino, Klaf ordenó que izaran la bandera blanca.
—No hay ninguna necesidad de exponerse a un flechazo —dijo Klaf echando una ojeada a sus tropas. Las unidades se empujaban entre ellas en un intento de alinearse. Los arqueros humanos, contratados para dotar a la hueste de algún tipo de arma de largo alcance, se habían situado demasiado hacia la izquierda, y la línea de choque aún no se había desplegado.
El silbido de una flecha hizo que los guerreros del grupo de Klaf atendieran a su propia situación y vieran estupefactos cómo ésta se clavaba en el blando suelo a un palmo de Olik. Tres elfos a caballo se adelantaron desde su posición central, al tiempo que los comandantes de todas las unidades daban el alto. En unos segundos, todo el ejército élfico se había detenido. Los tres oficiales de los elfos avanzaron. Uno de ellos llevaba una lanza con un pañuelo blanco atado en la punta.
Los cuatro minotauros esperaron donde estaban. Los diminutos caballos de los elfos parecía que avanzaran bailando por el campo de batalla. A unos treinta metros, el grupo se detuvo.
El jefe de los elfos se puso en pie sobre los estribos y gritó en Común.
—¡Guerreros minotauros! ¿Qué significa esto? ¿Es una artimaña o realmente deseáis parlamentar?
Klaf se puso a reír, pero enseguida se reprimió y gritó:
—Venimos a negociar. Parlamentemos.
Los elfos avanzaron con prudencia, todos ellos con una mano en el arma, al igual que los minotauros, conocedores de que debían de estar siendo apuntados por algún diestro arquero o, más probablemente, por toda una unidad. Los elfos, por su parte, sabían que si se violaba la tregua, tendrían que enfrentarse a aquellos cuatro experimentados minotauros armados hasta los dientes, uno de los cuales medía más de dos metros y medio de alto.
Cuando estuvieron a una distancia conveniente para oírse sin tener que gritar, dos de los elfos se apartaron ligeramente a un lado y el tercero desmontó.
—Soy Harinburthallas, hijo de Harinbutthal, y estoy al mando del ala norte del ejército imperial.
—Yo soy Klaf, hijo de Klak, hijo de Krak, y estoy al mando del tercer ejército minotauro. He venido a discutir los términos de vuestra rendición.
—¿Mi rendición? —El elfo lo miraba atónito—. ¿Estáis ciego? Os superamos en número hasta prácticamente doblaros. Mis arqueros son muy superiores a esa chusma humana que se agolpa en tu flanco izquierdo y ni siquiera habéis desplegado todavía la fuerza de choque. ¿No deberíais ser vos quien se rindiera?
Klaf puso cara de fingida perplejidad y miró por el rabillo del ojo a Olik, que sacudió la astada cabeza indicándole que necesitaban más tiempo. Klaf dio un paso hacia adelante, acercándose al elfo.
—No os atreváis a insultar a mi ejército ni a ningún guerrero minotauro. ¡Somos servidores de Sargas! ¡Jamás nos rendiremos! Entre todos vosotros no reunís bastante honor ni para atarme las correas de la bota y menos todavía para aceptar mi rendición, aun cuando tuviera alguna intención de ofrecérosla.
Volvió a mirar hacia Olik. El portaestandarte observaba los movimientos del ejército minotauro por encima del hombro. Al cabo de un segundo, se giró hacia su comandante y asintió.
—Ya veo que parlamentar con vosotros los elfos no tiene sentido —concluyó Klaf—. Os deseo que conservéis el honor en el combate.
Se dio la vuelta y lo mismo hicieron los otros tres minotauros que lo acompañaban. Juntos volvieron hacia sus líneas. A medio camino, Olik se dirigió a Klaf.
—¿Creéis que se han tomado en serio lo de la rendición?
—Ya había oído hablar de ese general Harinburthallas —respondió Klaf negando con la cabeza—. Es uno de sus mejores guerreros. Sabía que estábamos ganando tiempo y podía haberse negado a parlamentar, pero hasta los elfos demuestran a veces tener una pizca de honor. De todos modos, por eso han venido a caballo, para no entretenerse. Date cuenta de que el general elfo ya está de nuevo junto a su ejército.
Klaf apretó el paso y su séquito con él. Al cabo de un minuto, ya habían superado la línea de choque y seguían avanzando por el espacio libre entre ésta y la línea principal de infantería. La línea de choque estaba compuesta por guerreros equipados con armas y armaduras ligeras, y su misión era retrasar el avance de los elfos, obligándolos a formar en líneas de combate antes de lo que les convendría. Aprovechando el cambio de formación, la infantería pesada tomaría su lugar y los atacaría.
Klaf se detuvo y revisó sus tropas con la mirada. Los guerreros, sintiéndose observados por su comandante, guardaron silencio. Klaf se adelantó, cogió la lanza con el trapo blanco de manos de Olik y la hundió en el barro con todas sus fuerzas. El trapo quedó completamente enterrado.
Una oleada de vítores recorrió las tropas, y se extendió desde el centro, desde donde todos los guerreros podían ver a su comandante, hacia los flancos. Incluso los arqueros humanos lanzaron vivas. Klaf sacó el hacha que llevaba colgada del tahalí atado a su espalda y la blandió en el aire mientras Olik levantaba el estandarte por encima de su cabeza; volvieron a oírse aclamaciones.
El reducido grupo pasó entre las líneas del frente y se situó en un montículo entre las unidades de ataque y las de reserva. El resto del cuerpo de mando, cuatro oficiales y una falange compuesta por los veinte mejores guerreros, se unió al comandante.
Klaf miró hacia el frente y vio que la fuerza de choque corría a enfrentarse con la primera línea de la infantería élfica. El ala frontal del ejército élfico se abrió por la mitad en un movimiento evidentemente ensayado. Por detrás, apareció la caballería ligera de los elfos, que cargó contra la infantería de choque.
La batalla había comenzado.
Theros oía el fragor de la batalla pero, desde su situación en la retaguardia, no podía ver nada. Entre él y el campo de batalla, se interponían las tiendas de intendencia y las de la tropa.
Sólo sabía que de alguna manera alguien había conseguido ganar tiempo a su favor. Él y Hran trabajaban a un ritmo febril recogiendo las herramientas, los bancos, los yunques y otras piezas de la forja. La fragua de piedra se quedó donde estaba, con los carbones todavía al rojo vivo.
A su alrededor, las otras unidades de la retaguardia también recogían sus cosas preparándose para la marcha, ya fuera hacia adelante o hacia atrás. Los ocho esclavos humanos de la intendencia, situada al otro lado del camino, cargaban la carne y otras provisiones en furgones cubiertos.
Hran detuvo a Theros cuando éste recogía la última de las puntas de flecha en las que había estado trabajando esa mañana, y le tendió una pala.
—Hasta ahora sólo has visto al ejército minotauro en la victoria, pero nunca has presenciado una derrota. No me gustan los augurios que Sargas ha mostrado para la batalla de hoy, así que haz lo que te digo.
»Cava un hoyo aquí junto a la fragua y, si las cosas se ponen feas, escóndete en él. Careces de armadura y de armas. Si el combate se extiende hasta aquí y te coge en medio, eres hombre muerto. Yo me ocuparé de que la fragua esté cargada de madera y preparada para volver a trabajar en caso de que ganemos. Empieza a cavar.
Theros odiaba la idea de esconderse en un hoyo, pero era preciso enfrentarse a los hechos. No tenía medios para defenderse, así que se puso a cavar.
Hran prestaba poca atención al trabajo de cargar la fragua; cada pocos instantes levantaba la cabeza para otear en la dirección de la batalla.
—¿Qué ocurre, Hran? ¿Qué os preocupa? —preguntó Theros.
—¡Tú trabaja! ¡Cava!
Hran buscó por el suelo las herramientas o piezas de armadura que hubieran podido quedar olvidadas.
Tras ellos, la tierra empezó a retumbar.
¿Tras ellos?