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El barco salió a mar abierta y, en cuanto dejaron de ver la costa, la tripulación se puso manos a la obra. Los guerreros minotauros y los esclavos humanos trabajaban conjuntamente en la reparación del maltrecho navío. Se izaron las velas del segundo mástil para dar un poco de impulso frontal al barco, pero las lonas gualdrapeaban y restallaban con la poca fuerza del viento. Nadie les prestó demasiada atención, ya que todos estaban concentrados en la reparación de la arboladura rota. Los marineros ni siquiera se preocuparon de dirigir la nave; se limitaron a amarrar el timón en dirección norte.

Los nuevos «enrolados» habían sido reunidos en el castillo de proa y cada uno fue asignado a otro esclavo más experimentado, que empezó por enseñarle los distintos cabos y maromas. De ese modo, los nuevos esclavos se integraban con rapidez en la tripulación.

Nadie prestó atención a Theros, demasiado enclenque para ser de alguna utilidad. Avisado de que si no se mantenía fuera del paso lo arrojarían por la borda, se sentó en un montón de cuerdas enredadas y se dedicó a observar.

Entre los esclavos humanos, había dos que disfrutaban de cierta autoridad en el navío. Theros se fijó en que eran los únicos esclavos que llevaban barba. Hablaban la lengua de los minotauros y dirigían los trabajos de reparación de la nave. Los minotauros los trataban con algo más de deferencia que al resto de los humanos.

Uno de ellos era alto, con la piel de color castaño muy oscuro, y la barba y el bigote encanecidos, parecía fuerte, musculoso y podría ser que hubiera pertenecido al mismo pueblo de Theros, porque al chico le resultaba familiar. En el pasado, se habían producido otras incursiones de minotauros, pero Theros era demasiado joven para recordar ningún detalle. Conocía, sin embargo, los relatos de la gente del pueblo, que ahora tendría una nueva historia que contar.

El otro era un hombre blanco, pero con la piel tan tostada por el sol que más parecía el pellejo de un mulo. Lucía una espesa y enmarañada barba de color rojo dorado y tenía los ojos azules, tan azules que se distinguían desde el otro extremo del barco.

Siguiendo las indicaciones del primer hombre, los minotauros y los esclavos acercaron el palo mayor, tendido hasta entonces en la cubierta central y, con la ayuda de cuerdas y poleas, lo izaron hasta colocarlo en vertical. Cuatro musculosos guerreros minotauros encajaron el extremo más grueso del tronco en el trozo de mástil que había permanecido en su lugar. Siguiendo las instrucciones del hombre de piel negra y barba gris, cuatro humanos se apresuraron a clavar tablillas que unieran las dos partes, mientras procuraban no chocar con los cuerpos de los guerreros. Luego untaron la juntura con una brea de penetrante olor y envolvieron el tronco con cuerda.

Enrollaron la cuerda tan prieta como pudieron, ayudados por los minotauros, que tiraron con ellos hasta conseguir que la espiral de soga cubriera el mástil por encima de la altura de un hombre. A continuación, los minotauros añadieron una verga transversal que, sujeta a los lados de la embarcación, le dio más estabilidad.

Mientras se llevaba a cabo toda esta actividad, los dos vigías del pueblo se apartaron del grupo en dirección a la borda, cerca de donde Theros estaba sentado, y se pusieron a susurrar entre ellos.

—Saltemos —decía uno.

El humano de la barba rojiza se les acercó por detrás.

—¡Volved al trabajo, marineros de agua dulce! —les gritó en tono desabrido.

—Señor, sois un esclavo igual que nosotros. Dejad que saltemos. Todavía no estamos tan lejos que no podamos llegar a nado.

—¡He dicho que volváis! —gruñó el hombre de la barba roja y subrayó la orden dando tal puñetazo en la mandíbula del que había hablado que le hizo rodar por el suelo.

Magullado y ensangrentado, el vigía se levantó del suelo y volvió al trabajo.

Las labores de reparación siguieron su curso. Los minotauros trabajaban igual que los humanos, a excepción del capitán y los oficiales, que permanecieron casi todo el día en los camarotes, situados bajo el castillo de proa, y sólo de tanto en cuanto salieron a comentar algún detalle con los dos capataces humanos. El barco seguía avanzando en dirección norte, hacia mar abierto.

Cuando el sol ya se acercaba a la raya del horizonte, el capataz de piel oscura trepó al castillo de proa. Cogió la taza que colgaba a un lado del barril de agua y bebió un largo trago sin pararse a respirar. Dejó la taza en el gancho y se sentó a inspeccionar el trabajo con aire de satisfacción. Theros, aburrido, se puso en pie.

—¿Y yo qué tengo que hacer? —preguntó con emoción.

El hombre levantó la vista hacia el muchacho, sacudió la cabeza y le indicó con un gesto que se sentara. Theros, decepcionado, hizo como que no le entendía.

—Soy más fuerte de lo que parezco. ¿Qué puedo…?

El hombre frunció el ceño e hizo que Theros se callara al tiempo que le señalaba, con un ademán severo, el montón de cuerdas en el que había estado sentado. Theros nunca había obedecido a su padre, al que tanto le daba una cosa como otra, y ya iba a responder cuando vio la mirada del hombre. Se tragó las palabras y volvió dócilmente a su puesto.

Cuando el sol se hubo hundido en el mar, los guerreros minotauros bajaron a la entrecubierta. A través de la escotilla, a Theros le llegó un apetitoso olor a carne y a pescado guisados. No había comido nada desde la mañana.

—Tengo hambre —anunció—. ¿Cuándo comemos?

El capataz no le contestó. Siguió allí sentado, mirándose las manos. Habría podido pensarse que dormía, si no fuera por los ojos abiertos. El ruido de unas botas que se acercaban pisando con fuerza hizo que Theros se volviera. Un guerrero minotauro se abalanzó sobre él, lo cogió por el hombro y lo alzó de un tirón. Desacostumbrado al escaso peso de un niño humano, poco faltó para que lo lanzara al otro lado de la cubierta, pero enseguida volvió a cogerlo con firmeza y lo levantó en el aire, con las piernas y los brazos colgando.

—¡No hablar! La próxima vez te azoto. ¡No hablar!

Lo soltó y Theros cayó sobre la cubierta hecho un guiñapo. Las lágrimas se le agolpaban en la garganta, pero se contuvo. Las regañinas de su padre le habían enseñado a no dejar que nadie le viera los ojos húmedos y, además, al abandonar la villa, había jurado que no dejaría que nadie lo volviera a maltratar, ni física ni mentalmente.

Las palabras de su madre se repetían una y otra vez en su cabeza. Lo único que recordaba de ella era el momento, justo antes de morir, en que lo llamó junto a su lecho. Le puso la mano en la cabeza y le dijo:

«Los antiguos dioses nos han abandonado. No me gustan estos dioses nuevos que no parecen tener nada que ver con nosotros. Hasta que encuentres un dios que te proteja, Theros, te doy mi bendición. Sé valiente y no desperdicies los dones que te han sido otorgados».

Theros no habría podido decir qué dones eran ésos, pero sabía que los tenía y que hacían que valiera tanto como cualquier hombre, o como cualquier minotauro.

Contuvo las lágrimas y se quedó inmóvil hasta mucho después de que el minotauro desapareciera por la escotilla.

Al caer la noche, los guerreros minotauros empezaron a salir de la entrecubierta, riéndose y charlando entre ellos. Cuando el último de los minotauros salió al exterior, los guardianes comenzaron a conducir a los esclavos hacia la cocina. Finalmente, el capataz se levantó, se acercó a Theros, lo tocó en el hombro y le indicó por gestos que lo siguiera.

Bajaron por la escalera del castillo de proa y luego por la que partía de la escotilla hacia la cocina interior. Theros iba delante, arreglándoselas como podía para bajar aquellos escalones tan altos. Detrás de él, el capataz se detuvo a comprobar que no quedara ningún humano en la cubierta antes de cerrar la escotilla.

Entraron en un recinto caliente y atestado de humanos, entre los que estaba el hombre de la barba roja, que hizo un vago gesto de atención al ver aparecer al capataz. Había una larga mesa de madera con bandejas de pescado, carne y pan.

Theros nunca había olido una comida tan apetitosa, aunque tampoco había tenido nunca tanta hambre. Su padre, un pescador, lo trataba a gritos y se despreocupaba de él, pero al menos siempre traía algo que poner en la mesa. En la corta vida del muchacho, nunca le habían negado una comida. Le rugía el estómago y la boca se le hacía agua.

El capataz hizo un gesto al hombre de la barba roja y todo el mundo se puso a hablar, aunque en susurros. Apoyó la mano en el hombro de Theros y le hizo dar media vuelta para mirarlo de frente.

—¿Cómo te llamas, chico? —le preguntó.

—Theros —respondió, y luego añadió orgulloso—: Soy un nuevo miembro de la tripulación.

El capataz sonrió y le apretó el hombro.

—Entiende esto bien desde el principio, Theros. Tú no eres un miembro de la tripulación. A bordo de este barco, eres un esclavo. Me llamo Heretos Guntoos. Soy el capataz de reparaciones del barco pero, al contrario que tú, yo no soy esclavo, sino un miembro como cualquier otro de la tripulación del capitán. Me pagan por mi trabajo y me pagan bien. Tú, en cambio, eres un esclavo, como todos los otros humanos a bordo de este barco, excepto Timpan el Rojo; aquél de allí. Tienes que entender eso enseguida. Escucha lo que te digo.

A Theros se le fueron los ojos hacia la comida y Heretos le dio un sopapo en la oreja para que le prestara atención.

—¡Te he dicho que escuches!

Con una mueca de dolor, Theros volvió a mirar al capataz.

—Bien. Otra cosa: nunca jamás hables en presencia de un minotauro, a no ser que él te dirija la palabra en primer lugar. Aquí abajo, ahora podemos hablar porque no hay ningún minotauro. Si entrara uno de ellos, todas las conversaciones deberían interrumpirse. El capataz de navegación, Timpan, aquél de allí —dijo señalando al hombre de la barba roja—, y yo podemos hablar en cubierta para dirigir el trabajo, pero tú no gozas de ese privilegio. Te habrás dado cuenta, chico, de que no he hablado contigo en el castillo de proa. Te habrían azotado por una transgresión así. ¿Lo entiendes?

—Sí… señor —contestó Theros.

—Parece que aprendes rápido —prosiguió Heretos asintiendo con la cabeza—. Lo que te he dicho es por tu propio bien. Nunca había visto un esclavo tan joven como tú. Normalmente sólo cogen hombres hechos y derechos. ¿Por qué te habrán subido a bordo? ¿Qué pueden querer de ti?

Theros vio un interés sincero en los ojos de aquel hombre, más del que su padre había demostrado nunca por él.

—Todavía no sé cuál es mi trabajo, señor, así que no puedo decirle qué hago aquí.

Heretos sonrió.

—Te mantendrán ocupado, de eso estoy seguro, pero ahora vamos a ver si hay un poco de comida y de agua para ti.

El capataz llevó al chico junto al hombre que servía la comida, un humano de escasa estatura y apariencia endeble que olía a pescado. En voz baja, Heretos dijo:

—Éste es Theros, uno de los nuevos. Me parece que te ayudará aquí abajo de vez en cuando. Ocúpate de él cuando tengas tiempo. —Se volvió hacia Theros y continuó—: Éste es Aldvin, el cocinero. Sirve una comida a los minotauros, y luego otra para nosotros. Timpan y yo solemos comer con los minotauros pero durante toda esta semana lo haremos con vosotros para enseñaros cómo os debéis comportar. A los esclavos normalmente sólo se os dan las sobras pero, si cocina Aldvin, siempre es buena comida. Se come al amanecer y justo después de que anochezca. Puedes beber agua en el castillo de proa a cualquier hora del día, siempre que tu trabajo lo permita.

Theros asintió, pero estaba mucho más interesado en la escudilla de humeante guiso de pescado que le habían puesto entre las manos, y en el pequeño mendrugo de pan negro con el que el cocinero acababa de coronarlo.

—Venga, chico. Ve a comer.

Theros se sentó en un banco y devoró la comida en un abrir y cerrar de ojos. En cuanto acabó, le llevó la escudilla al cocinero.

—Estaba muy bueno. Tomaré un poco más.

Sorprendido, oyó que todos se echaban a reír, incluido el cocinero.

—Lo siento, chico. Te toca lo que se te sirve y nada más. El resto es para la comida de la mañana y la mayor parte les corresponderá a los que hacen el trabajo duro. Cuando necesites más, ya te lo daré, pero de momento no lo necesitas.

Theros tomó aire para protestar, pero notó que las risas cesaban bruscamente y se hacía el silencio. Dos minotauros habían bajado a la cocina.

—Soy Kavas, el capitán de este barco de guerra —dijo el minotauro en Común—. El barco se llama Blatvos Kemas y nos ha proporcionado grandes honores, a mí y a mi tripulación. Éste es mi segundo, Rez.

Kavas superaba en talla al resto de minotauros y Theros se preguntó si eso tendría algo que ver con el hecho de que fuera el capitán.

—Capataz de reparaciones —continuó Kavas—, coge seis de los nuevos. Capataz de navegación, coge el resto. Cuando las reparaciones más importantes estén acabadas, que pasen cuatro de reparaciones a navegación. Quiero que el barco esté dispuesto para la batalla en dos días. Cada día, durante dos horas después de mediodía, la cubierta debe quedar libre para que los guerreros practiquen. Eso es todo.

Los minotauros hicieron ademán de marcharse y Theros se puso a agitar el brazo derecho como un loco. El capitán se giró hacia Heretos.

—¿A qué viene todo ese meneo de brazos?

—Es una costumbre que se les enseña a los niños humanos —respondió Heretos bajando ligeramente la cabeza—. Intenta captar vuestra atención para haceros una pregunta, señor. Sabe que no debe hablar sin permiso.

—Tienes permiso para hablar, chico.

—¿Qué hago yo, capitán? —preguntó Theros—. ¿Qué me toca hacer?

El capitán Kavas dudó unos instantes, como si se estuviera haciendo la misma pregunta. Luego, dijo:

—He decidido que no necesito un esclavo personal. Serás el esclavo de mis guerreros. Cuando necesiten algo, tú se lo harás. Capataz de reparaciones, al amanecer lleva al chico al comandante de los guerreros.

Sin esperar respuesta, el capitán subió por la escalerilla y salió de la cocina. El segundo minotauro lo siguió. En cuanto estuvieron fuera, los esclavos volvieron a hablar y a comer. Theros, todavía hambriento, los observaba.