17

—Mete estas herramientas en un cajón —ordenó Theros a Yuri—. Nos las llevamos. Recoge también aquellas herramientas para el cuero y el material que encuentres. Ata bien todo lo que no vaya dentro de los cajones y éstos ciérralos con clavos.

Theros estaba en el taller del anterior armero del ejército, escogiendo el equipo necesario para el trabajo en el frente. Yuri hacía paquetes siguiendo sus instrucciones.

—Señor, tendré que ir al carpintero a buscar más cajones. Sólo nos quedan dos. Querrá que le pague.

Theros le dio dinero y se puso a inspeccionar el arsenal de armas para decidir cuáles valía la pena llevarse. A medida que las revisaba iba haciendo muecas de disgusto. No le extrañaba que Moorgoth se hubiera tomado la molestia de quemarle la herrería. El barón estaba muy necesitado de un buen forjador de armas. Theros casi se sentía halagado. Casi.

Yuri volvió al cabo de una hora acompañado por dos mozos de la carpintería, cada uno cargado con un cajón grande que dejó en el suelo del taller. Yuri acababa de empezar a meter herramientas en el primer cajón cuando entró el barón Moorgoth.

—¡Bien! Veo que ya casi habéis acabado de embalar. De aquí a dos horas os enviaré un furgón tirado por un caballo.

—¡Yuri, date prisa con esas armas! —le dijo Theros preocupado. Luego miró al barón—. ¿Dónde está acampado el ejército? ¿A las afueras de la ciudad? ¿Cuántos hombres tenéis?

Para sorpresa de Theros, Moorgoth le contestó furioso:

—Hacéis demasiadas preguntas, Ironfeld. De ahora en adelante, tened presente que no sois más que un oficial bajo mi mando. Iréis donde os diga que vayáis y haréis lo que os ordene. Se os dirá dónde tenéis que ir cuando os presentéis con el furgón cargado.

Dicho esto, Moorgoth se marchó rezongando algo acerca de una cita con el oficial de logística.

Theros se quedó mirando cómo se alejaba. Había sido una simple pregunta, nada más. Parecía lógico que el herrero del ejército supiera a cuántos hombres debía equipar. ¿Y por qué no habría de saber dónde estaba acampado el ejército? Se olvidó del tema y volvió al trabajo.

Yuri acabó de embalar las herramientas y las armas. Los cajones eran pesados pero, por suerte, serían transportados en una carreta, no a mano, así que el peso no tenía importancia.

—¿Qué debo hacer ahora, Theros? —preguntó.

Theros no lo habría admitido, pero lo cierto es que le agradó el nuevo tono de respeto que advirtió en la voz de su aprendiz.

El furgón llegó exactamente a la hora que había dicho Moorgoth. Theros estaba preparado. Entre él, Yuri y el carretero, metieron dos de los cajones en el furgón. Luego, él y su aprendiz llevaron dos más a un cuarto trasero que hacía las veces del almacén de la herrería, donde estarían a salvo de ladrones. Quedaba lo peor: cargar el yunque.

Yuri y el carretero palidecieron al ver el enorme pedazo de hierro. Ninguno de los dos se veía capaz de moverlo.

Theros los apartó haciendo un gesto con la mano. Llevó el yunque a rastras hasta donde estaba el furgón. Una vez allí se paró a descansar. Luego, se puso en cuclillas y, lanzando un gruñido, lo levantó a pulso y lo colocó cuidadosamente en la parte trasera del furgón, justo encima del eje. La piel le brillaba de sudor.

El carretero les dijo que tenían que encontrarse con el resto de las fuerzas en el centro de la ciudad. Yuri metió en el furgón la pequeña bolsa donde llevaba sus pertenencias personales. Theros llevaba la suya, un poco más grande, colgada del hombro. Ahora que ya se había recobrado un poco de la pérdida de la forja, empezaba a disfrutar de la idea de un viaje a la aventura. En su mente, ya podía oír el sonido de las trompetas. Subió al furgón de un salto y dio la orden de partir.

En una de las calles que daban a la plaza Mayor de la ciudad, ya se habían reunido cuatro furgones. El carretero que conducía el de Theros se estacionó detrás de ellos. El barón hizo las presentaciones.

—Cheldon Sarger, el encargado de intendencia.

Cheldon Sarger era un humano de mediana edad con una cara que se diría que habían untado con aceite de cocinar. Era tan voluminoso como Theros, pero su envergadura se debía más a la grasa que a los músculos. El trabajo de Cheldon consistía en el abastecimiento del ejército. Se ocupaba de las provisiones de comida, ropa, uniformes, armas y armaduras. Estas últimas se las proporcionaría Theros. El resto de suministros Cheldon tendría que adquirirlos por el camino, ya fuera haciendo trueques, comprando o, como dijo haciendo un guiño, robando.

Theros creyó que bromeaba.

Belhesser Vankjad era el nuevo encargado de logística, el oficial a las órdenes del que estarían tanto Cheldon como Theros. Belhesser era un hombre alto y delgado, con el rostro puntiagudo como un hurón. Por su aspecto se habría dicho que era un semielfo, pero él siempre lo negaba con vehemencia. Anteriormente había sido oficial de la guardia del puerto. Su trabajo tenía dos vertientes. Por una parte se encargaba del reparto de material entre la tropa, de la conservación de armas y armaduras, y de la adquisición de materiales nuevos. Pero también desempeñaba una función semejante a la de Huluk, ya que era responsable de la compañía encargada de defender la retaguardia en caso de ataque sorpresa. Otro de sus cometidos era organizar el transporte; tener a punto los furgones y caballos que permitirían el avance del ejército.

El último hombre que le presentó Moorgoth se llamaba Uwel Lors. Si Belhesser parecía un semielfo, Uwel parecía un semigoblin. Theros nunca se habría imaginado que alguien pudiera ser tan feo. Era un hombre mayor, que ya debía de estar rozando los cincuenta, y parecía ser todo él tan recio como la malla de acero que le cubría el pecho. Sin embargo, demostró tener un carácter afable. Lo saludó con deferencia y le estrechó la mano.

—Buen día, señor. Es un placer tener a un nuevo armero entre nosotros, señor. —Hablaba de una manera entrecortada, muy peculiar—. Soy el responsable de la pulcritud de los uniformes, la instrucción, la formación y, por encima de todo, de la disciplina de los soldados de este ejército. No tengo grado de oficial como vos, señor, pero soy el soldado más veterano del ejército. Si tenéis algún problema de disciplina, acudid a mí.

»Me han dicho que hasta ahora siempre habíais luchado en ejércitos minotauros, pero nunca en un ejército humano. ¿Es eso cierto?

Theros asintió frunciendo el ceño. Se había molestado al pensar que Uwel pretendía insultarlo de algún modo.

—¡No os preocupéis, señor! —le dijo Uwel con semblante alegre—. Funcionamos de manera algo distinta, con una disciplina mucho más estricta que la de esas enormes bestias, pero igualmente conseguimos hacer el trabajo.

Uwel saludó militarmente y se fue hacia la cabeza de la comitiva para dar instrucciones a los carreteros.

—Creo que no quedan más presentaciones que hacer. ¡Ya es hora de ponerse en marcha! —dijo el barón Moorgoth dando una palmada a Theros en la espalda. El malhumor que había demostrado unas horas antes en la herrería había desaparecido al encontrarse con sus hombres.

El comandante del ejército le hizo una señal a Uwel, que ya estaba al frente de la caravana. Los carreteros subieron a los furgones y Uwel dio la orden de marcha con una voz que pareció retumbar en toda la ciudad. El primer furgón se puso en movimiento.

Todo el mundo iba a pie, excepto los carreteros. Eran cuatro oficiales, incluyendo al comandante y a Theros, y veinte hombres más, aparte de los conductores de las carretas.

La caravana de furgones dobló una esquina y pasó frente a la posada de La Furia Desbocada. Al verlos, las mozas salieron a la calle e intercambiaron chanzas con los hombres.

Theros buscó a Marissa con la mirada. Ella lo saludó desde el interior con la mano, y luego salió corriendo hacia la formación de hombres. Todos intentaron atraparla, incluido el barón Moorgoth, que evidentemente creía que había salido corriendo a despedirse de él, pero ella los esquivó y fue directa hacia Theros. Le echó los brazos al cuello y le dio un cálido y largo beso.

—Ya me han dicho lo que ha pasado con tu forja. No te preocupes. Reharás tu fortuna con el barón. Cuando vuelvas, ven a buscarme —le dijo y, riéndose, volvió al interior de la posada.

Los hombres la vitorearon y Theros notó que se sonrojaba, pero no era tanto de vergüenza como de placer. El barón miraba hacia atrás, a todas luces disgustado. Hizo una señal a Uwel Lors para que se acercara y luego le murmuró algo al oído. El semigoblin asintió y se separó de la caravana. Theros, que todavía saboreaba el beso que Marissa le había plantado en los labios, no reparó en nada.

La caravana de furgones siguió avanzando a través de la ciudad, en dirección norte.

Theros no podía apartar a Marissa de su pensamiento.

¿Por qué será —murmuró para sus adentros— que siempre que me pasa algo bueno tengo que marcharme y dejarlo atrás?

El grueso del ejército y los furgones que transportaban todo el bagaje militar emprendieron el camino que conducía hacia el paso del norte a través de las montañas Vigilantes para continuar luego a través de las montañas Khalkist, hasta una ciudad llamada Neraka, de la que Theros nunca había oído hablar.

La caravana tardó cuatro días en cruzar las montañas. Cuando llegaron a Neraka, Theros pensó que parecía un lugar muy normal, muy semejante a cualquier otra ciudad, con casas de piedra, puestos de venta y más gente de la que podía albergar, pero no tardó en cambiar de opinión. Neraka le provocaba una extraña sensación, la de que alguien lo vigilaba y un escalofrío en la sangre que no podía explicar.

Al poco de llegar, se fue a pasear por las calles en compañía de Yuri y, mientras andaban, no podía evitar mirar hacia atrás pensando que alguien los seguía. Cada vez que se volvía, comprobaba que no había nadie y, sin embargo, el pelo de la nuca se le erizaba a cada momento.

Yuri debía de estar sintiendo algo similar, ya que se sobresaltaba con cualquier sonido, y no consintió perder de vista a Theros.

—He oído que hay un templo del Mal en esta ciudad. ¿Creéis que es cierto? —le preguntó en un susurro.

Theros se rió, pero su risa sonó hueca.

—¿Cómo podría ser cierto? ¿No has oído lo que dicen los Buscadores? Dicen que ya no hay dioses. Sé que se equivocan, por supuesto, pero en Neraka no hay ningún templo de Sargas.

—Si hubiera dioses perversos, morarían aquí —contestó Yuri con voz queda, muy poco convencido por las palabras de Theros.

El herrero no estaba dispuesto a alimentar el miedo del muchacho, pero entendía muy bien cómo se sentía. Algo terrible sucedía en aquella ciudad, aunque nadie hablara de ello en voz alta. Se notaba en las miradas vacías y heladas de sus habitantes, en las voces que se callaban en cuanto alguien se acercaba, en los rostros que se retiraban hacia las sombras.

Todos los hombres estaban igualmente inquietos, excepto Uwel y el barón Moorgoth, sobre todo el barón, que parecía sentirse a sus anchas en aquella ciudad. Les había ordenado que acamparan al norte de la villa, y por la noche convocó una reunión.

—Sé que os habéis estado preguntando adonde nos dirigimos. Por cuestiones de seguridad, no os lo he dicho a ninguno. No se trata de que no confíe en vosotros, pero la cerveza suelta las lenguas, o eso dicen. El ejército está acuartelado en Gargath, a unos ochenta kilómetros de aquí en dirección noroeste. Nos uniremos a ellos y nos prepararemos para emprender el camino hacia el norte. La temporada de campaña empezará pronto.

—¿Hacia el norte? ¿Cuánto hacia el norte? —preguntó alguien.

—Avanzaremos unos ciento cincuenta kilómetros más al norte de Gargath. En aquella zona hay algunos pueblos que se han mostrado bastante reacios a pagarnos por protegerlos de los bandidos. —Moorgoth se rió, como si recordara alguna broma—. Tengo razones para creer que encontraremos abundantes riquezas y será un buen año.

Tras conocer el plan, los hombres bebieron por el éxito de la campaña.

Al día siguiente, dejaron Neraka y emprendieron el camino hacia Gargath. Durante dos días atravesaron un terreno montañoso. Al iniciar la tercera jornada, dejaron atrás Taman Busuk y empezaron a cruzar el valle que se extendía al otro lado de las montañas. A mediodía de la cuarta jornada llegaron a Gargath.

Al divisar la ciudad, todos los guerreros respiraron aliviados. Había sido un largo viaje. Salió a recibirlos una tropa de caballería, compuesta por veinte fornidos jinetes, todos equipados con lanzas y cotas de malla.

El jefe de la tropa saludó al barón.

—¡Salve, comandante! Nos alegramos de tenerlo ya de vuelta. Veo que vuestra misión en Sanction ha sido un éxito.

—Sí, en efecto. Decid al comandante Roshenka que se prepare para recibir a los nuevos oficiales y reclutas. Que haga algo especial para la cena de esta noche. Quiero presentar a los nuevos guerreros al resto del ejército.

El joven oficial saludó y emprendió el galope de vuelta a la ciudad. El resto de jinetes se quedó con la caravana y, media hora más tarde, atravesaban las puertas de Gargath.

Theros se quedó estupefacto. La ciudad entera no parecía tener más razón de ser que el apoyo y alojamiento del ejército. Las calles estaban atestadas de soldados que, acompañados de sus mujeres e hijos, se habían reunido para vitorear a su comandante y darle la bienvenida. A ambos lados de la calle mayor, se alineaban las cuadras y los alojamientos de los soldados y, en el centro de la ciudad, se abría una plaza, presidida por el cuartel general.

Moorgoth reunió a los nuevos oficiales.

—Señores, aquí es donde os hospedaréis —les dijo señalando el edificio del cuartel general.

Mientras tanto, Uwel Lors se apartó con Yuri y el resto de hombres y les mostró sus alojamientos. Los hizo formar y marcharon a buen paso, moviéndose según las órdenes que Uwel les gritaba. Theros miró a Yuri con cierta preocupación. El joven no estaba acostumbrado al paso militar.

Tal como había temido, Yuri tropezó y de poco no tira al hombre que marchaba delante de él.

Con un movimiento tan rápido que el ojo no pudo captarlo, Uwel hizo restallar el látigo que llevaba en el cinturón y la punta alcanzó a Yuri en los riñones. El muchacho gritó y se salió de la formación. De inmediato, Uwel lo empujó a su puesto.

—¡Estate atento a lo que haces, patoso! —le ordenó Uwel.

Yuri tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir las lágrimas. Theros vio que tenía sangre en la espalda y estuvo a punto de decir algo, pero se detuvo al recordar los golpes que él mismo había recibido de los minotauros. Sobreviviría. Un poco de disciplina no hacía mal a nadie.

Los carreteros cruzaron la plaza con los furgones y desaparecieron por el otro extremo. Se dirigían hacia la zona de reunión del ejército, donde se guardarían los furgones durante la noche.

Theros y el resto de oficiales cogieron sus pertenencias y también cruzaron la plaza, pero en dirección al cuartel general, en el que entraron por la puerta principal, custodiada por dos guardias.

Un tercer soldado, sentado tras un escritorio, se levantó a recibirlos.

—¡Buenos días, señores! Soy el cabo Vincens, asistente del cuartel general. Si necesitan cualquier cosa, me encontrarán aquí en mi puesto. Ahora los acompañaré a sus habitaciones.

El grupo siguió al cabo. Subieron dos tramos de escalera y entraron en un largo pasillo. Frente a la tercera puerta, el guía se detuvo y la abrió.

—Capitán Ironfeld, ésta es vuestra habitación. Al anochecer, deberéis bajar para la cena de oficiales. Yo mismo os conduciré al comedor.

Theros entró en su nueva habitación y el resto del grupo siguió pasillo adelante.

Era espaciosa. Junto a la ventana, había una cama individual. En Gargath se respiraba un aire limpio, un buen cambio respecto a Sanction. Theros abrió la ventana para que entrara la luz y el aire.

Los efectos de la presencia del ejército en la ciudad eran evidentes. Por todas partes se veían grupos de soldados. Frente al cuartel general, al otro lado de la plaza, las tiendas y los puestos ambulantes estaban muy concurridos. Debía de ser día de mercado.

El sol se estaba poniendo y refrescaba. Una llamada en la puerta lo sacó de sus cavilaciones.

—Hora de cenar, señor.

Antes de que el sol acabara de ponerse, todos los oficiales se habían reunido en el vestíbulo. Era fácil distinguir a los nuevos, ya que todavía no llevaban la chaqueta granate de uniforme, el distintivo que identificaba a los hombres de Moorgoth. Todos los demás oficiales iban con pantalones negros metidos dentro de las botas, también negras, camisas blancas y justillos de cuero negro, sobre los que se ponían las chaquetas con la insignia bordada. El arma reglamentaria era una espada colgada a un costado.

Theros estrechó la mano de muchos de ellos, al tiempo que se presentaba y los observaba. Justo cuando el sol acababa de esconderse detrás del edificio situado en la esquina oeste de la plaza, el barón Moorgoth entró en la estancia.

—¡Caballeros! Veo que ya habéis conocido a los nuevos oficiales. ¡Excelente! Ahora, vayamos a cenar.

El grupo de veinte oficiales siguió al comandante por un pasillo hasta el comedor. Las mesas estaban dispuestas formando una larga hilera, de manera que los hombres pudieran sentarse a ambos lados.

Al entrar, Theros advirtió que había una mujer vestida muy elegantemente ya sentada a la cabecera de la mesa. Cuando todos los oficiales estuvieron sentados, Moorgoth ocupó su puesto junto a la mujer.

—Caballeros, a todos los que sois nuevos aquí, os presento a mi esposa, Charina Moorgoth.

La dama se levantó, hizo una ligera reverencia y volvió a sentarse.

—Su palabra vale tanto como la mía. Sus deseos deben ser tomados igual que mis órdenes.

Moorgoth dio dos palmadas y en el comedor entró una fila de soldados con jarras de vino, grandes bandejas de carne, fuentes de frutas y verduras, y cestas de pan.

El oficial que se había sentado a la derecha de Theros se presentó como Wirjen Jamaar, comandante del escuadrón de caballería.

—Y bien, Theros ¿qué pensáis del pequeño ejército reunido en Gargath?

Theros, impresionado, contestó:

—Estoy deseando construir la fragua y ponerme a trabajar. Nada me gusta tanto como batir el metal para convertirlo en armas y armaduras.

El oficial de caballería, un hombre alto y ancho de espaldas, se rió con ganas. Levantó la copa de vino y la entrechocó con la de Theros.

—¡Me alegro, Ironfeld! Es bueno estar rodeado de oficiales que disfrutan con su trabajo. Decidme ¿sabéis cómo hacer una armadura para caballo?

—¿Os referís a armaduras para caballos o para hombres a caballo? —preguntó confundido.

—Me hacéis reír, Ironfeld, y eso me gusta. Naturalmente, hablo de bardas para los caballos. ¿Habéis hecho alguna vez ese tipo de piezas?

Theros negó con la cabeza.

Wirjen frunció el ceño y dejó la copa en la mesa dando un golpe.

—¡Maldita sea! Creí haber oído que el barón Moorgoth había contratado a un buen herrero. ¿De qué utilidad podéis serme si no sabéis hacer armaduras para mis caballos? Es vital…

—Ironfeld, no hagáis caso a Jamaar —le interrumpió el oficial sentado al otro lado de la mesa—. Sólo le importan sus caballos. Apuesto algo a que no os ha dicho que nuestra caballería nunca ha dispuesto de bardas para los caballos, ¿verdad?

Theros no estaba muy seguro de qué debía contestar, así que se quedó callado. El oficial continuó.

—Estoy al mando del primer batallón de infantería. Me llamo Gentry Hawkin. Nos hemos conocido antes en el vestíbulo. Estamos deseando tener a un herrero que sepa forjar y reparar armas. Desde luego, no necesitamos a otro como el último. Empuñar una de sus espadas era lo mismo que luchar con un palo. Sabías que se rompería en uno u otro momento. Venid a visitarme mañana y os mostraré a qué me refiero. Necesitamos mejores armas para esta campaña.

El barón Moorgoth se puso en pie y las conversaciones se interrumpieron bruscamente.

—¡Señores! Todos nos alegramos de tener entre nosotros a los nuevos oficiales. Tardarán un poco en acostumbrarse a nuestra manera de hacer las cosas. Seamos pacientes y démosles tiempo para que se adapten. Y ahora, sé que todos os preguntáis cuál es el objetivo de nuestras incursiones.

Los veteranos asintieron con un murmullo. Ninguno sabía cuándo iban a partir ni adonde se dirigirían aquel año.

—Iremos hacia el norte, hacia la región de Nordmaar, con la misión de sofocar algunos núcleos de resistencia. Según tengo entendido, todavía quedan grupos de Caballeros de Solamnia, y todos sabemos los tesoros que guardan en sus castillos. ¡Los desafiaremos y venceremos!

Todos los oficiales se habían puesto en pie y lanzaban vítores.

Horas más tarde, después de muchas copas de vino y muchísimos relatos de guerra, Theros se fue a su habitación tropezando por las escaleras.

Volvía a formar parte de un ejército, pero ahora era maestro forjador y gozaba del grado de oficial. No podía creérselo. ¡Y se disponían a luchar contra caballeros, caballeros solámnicos!

Hran se habría sentido orgulloso de él.

Theros no conseguía averiguar cómo funcionaban los broches del justillo, pero no se preocupó demasiado. Antes de que su mente nublada por el vino pudiera desentrañar el misterio, ya estaba profundamente dormido.