LA FATALIDAD

EN el centro principal de los partidarios de Moncada se notaba un fenómeno extraño; los días anteriores estaba lleno de bote en bote; aquella noche no había más que diez o doce hombres del Centro Obrero, congregados ante una mesa iluminada por un quinqué de petróleo. Presidía el farmacéutico Camacho.

Las noticias de la elección eran cada vez peores; los padillistas, a última hora, sabiendo que Moncada estaba herido, hacían horrores; en los colegios de Villamiel los presidentes habían huido con las actas en blanco, y el cacique conservador disponía desde su casa el resultado de la elección.

Al volver con los papeles desde el poblado de Santa Inés, al presidente, que era un pobre maestro de escuela liberal, le habían atracado seis hombres, le habían arrancado las actas, cambiando las cifras y enviado al Ayuntamiento de Castro llenas de borrones.

Al presidente de Peralejo le habían disparado más de veinte tiros; muchos emisarios de Moncada, al saber que César estaba herido y que su partido marchaba mal, se habían pasado al bando contrario.

Sólo Moncada hubiera podido contener aquella fuga. Los más fieles de César se miraban intranquilos, esperando que uno dijera: ¡Vámonos!, para marcharse todos. Camacho únicamente sostenía el espíritu de la reunión.

A las nueve de la noche entró en el centro el jefe de la Policía, acompañado de dos guardias civiles.

—Hagan el favor de cerrar —dijo el inspector.

—¿Por qué? —preguntó el farmacéutico.

—Porque lo mando yo.

—Usted no es quién para mandar eso.

—¿No? Hala, fuera todo el mundo, y usted queda detenido.

Los congregados echaron a correr, el farmacéutico fue a la cárcel a hacer compañía a San Román y a Ortigosa, y el Centro quedó cerrado…

Las elecciones estaban ganadas por Padilla.