—SI, la primavera florece —dijo César—. Yo quitaré todos los obstáculos y las fuerzas saldrán a su vida, que es la acción. Este pueblo, luego otros, y después España entera… Que no quede nada oculto ni encerrado, que salga todo a la vida, a la luz del sol. Soy un hombre fuerte, soy un hombre de hierro, para mí ya no hay obstáculos. Las fuerzas de la naturaleza me ayudarán. ¡César! He de ser César.
Comenzó el automóvil a marchar en línea recta hacia Castro.
Las tierras de ambos lados de la carretera huían rápidamente.
El automóvil aminoró la marcha al pie del cerro y comenzó a subir una cuesta.
Atravesó una puerta antigua de la muralla que se llamaba de los Carros.
Le calle de este mismo nombre, una calle del arrabal pobre, era estrecha y de casas bajas; el suelo estaba empedrado de cantos. Cerca había una encrucijada de callejuelas.
Este barrio era de burdeles y de gitanos que hacían fiestas.
Al llegar a la encrucijada, en la parte más estrecha, había un carro interceptando la calle. El automóvil se detuvo.
—¿Qué pasa? —dijo César poniéndose de pie.
En aquel momento sonaron dos tiros y César cayó herido en el fondo del coche.
El cochero vio que los disparos partían de las ventanas bajas de un telar, y retrocediendo con el automóvil rápidamente volvió a pasar por la Puerta de los Carros, con peligro de estrellarse, salió a la carretera y marchó a gran velocidad a casa de César.
Un momento después, Juan el Babas y el Chispín salían del telar y desaparecían por una callejuela. El juez que fue a tomar declaraciones supo por el cochero que César había recibido una carta al subir al automóvil. Mandó registrar las ropas del herido y encontraron la carta de la Cachorra, en que esta advertía a César el peligro que corría. La fatalidad había hecho que César no la leyese.