DE NOCHE

SALIÓ César de la taberna, se encasquetó el sombrero y se embozó en la capa. No había llevado el automóvil para que no le conocieran. La noche estaba nublada, pero hermosa y tranquila.

Antes de salir del pueblo un chico se acercó a César.

—De parte de la Cachorra, que vaya usted a su casa, que le tiene que hablar.

—Ya iré mañana.

—No; que vaya usted ahora, que es muy importante lo que le tiene que decir —gritó el chico.

—Pues ahora no puede ser.

El chico protestó y César siguió su camino.

El Cojico y el tío Chino le siguieron. Iba César por en medio de la carretera, cuando a la mitad del camino pasó un hombre corriendo por delante de él. Sin duda iba a dar alguna señal.

El Cojico y el Chino gritaron repetidas veces:

—¡Don César! ¡Don César! César se paró, y el Chino y el Cojico corrieron tras él.

—¿Qué pasa? —preguntó César.

—Que le vienen a usted acechando —dijo el Cojico—. ¿No ha visto usted pasar un hombre corriendo?

—Sí.

—Le vamos a acompañar. Dormiremos en su casa —dijo el Chino—, y si nos atacan nos defenderemos.

Y enseñó una pistola que llevaba en la faja. Siguieron los tres andando, y al pasar junto a un bosquecillo que había antes del palacio, una sombra pasó agachándose y huyó.

—Estaba ahí —dijo el Chino.

Entraron los tres en la casa. La Amparito, con su vieja nodriza, rezaba delante de una imagen iluminada.