TRASTADAS

NO era posible hacer una campaña de agitación popular, y César se decidió a abrir un centro de propaganda al lado de cada colegio electoral.

Los mítines se habían suprimido en los pueblos, porque al menor grito, o sin motivo alguno, el jefe de la Policía, con los de la Guardia civil, entraba en medio de la gente y la dispersaba a empujones y a culatazos.

El periódico nada podía decir sin ser inmediatamente denunciado y recogido. César no mandaba telegramas de protesta, sino que trabajaba silenciosamente. Pensaba emplear todas las armas, hasta el engaño y el soborno.

García Padilla y los agentes del Gobierno encontraban más peligroso este procedimiento que el anterior. César ofreció veinte duros a todo el que denunciase algún chanchullo electoral comprobado. La semana de las elecciones él y sus amigos no descansaron.

En uno de los colegios del Carrascal en donde César tenía mayoría habían cambiado, de noche, el azulejo con el número de la casa. Los electores verdaderos tendrían que esperar para votar en un punto, y, mientras tanto, en otro irían llenando la urna con papeletas del candidato adicto.

En el poblado Val de San Gil intentaron otra trastada: señalaron para colegio electoral un pajar, al cual había que subir por una escalera de mano. En tanto que los aldeanos aguardasen a que colocaran la escalera, se llenaría la urna; cuando se pusiera la escalera y fueran subiendo los votantes, se encontrarían que todos habían votado ya. Como la escalera era estrecha, tendrían que presentarse uno a uno, y no era fácil que se atrevieran a protestar; además, habría en el local unos cuantos matones, armados de palos y de pistolas, dispuestos a dar un garrotazo o un tiro al protestante.

A pesar de todo, César tenía asegurada la elección, siempre que el Gobierno no extremase las cosas; pero, a última hora, se supo que iba a llegar a Castro más Guardia civil, y que los agentes del Gobierno llevaban la orden de impedir el triunfo de Montada por cualquier medio.

Al anochecer del sábado, le dijeron a César que el delegado, con otros de la Policía, estaba en una taberna repartiendo talones para los electores falsos. César fue solo y entró en la taberna.

El delegado, al verle, quedó confuso.

—Sé lo que está usted haciendo —le dijo César—. Pero tenga usted cuidado, porque le puede costar a usted el ir a la cárcel.

—A quien le puede costar el ir a la cárcel es a usted —replicó el inspector.

—¡Venga usted a detenerme, miserable, y le abro la cabeza de un tiro!

El inspector de Policía se levantó de la mesa en donde estaba sentado, y al salir dejó caer uno de los talones. César contempló a los hombres que estaban con el inspector de Policía; uno de ellos era el Chispín. Días antes se había presentado en el centro de Moncada a ofrecerse a trabajar por él, y era el director de la gente maleante enviada por el Gobierno a Castro.