HABÍAN entrado los conservadores en el poder; llegaba la época de renovar el Ayuntamiento. Era lo acostumbrado en Castro, como en todos los distritos rurales de España, que en período de mando liberal la mayoría de los concejales elegidos fuesen liberales, y en tiempo de gobierno conservador, fuesen conservadores.
El antiguo liberal, García Padilla, se había pasado al campo conservador, e iba a ver si llevaba a sus amigos al Municipio para preparar después su diputación.
Era la primera vez que en Castro Duro se iban a hacer elecciones verdaderas. Los candidatos de Moncada eran casi todos gente de buena posición. Representando la tendencia revolucionaria figuraban en la candidatura el doctor Ortigosa y un tejedor socialista. Los liberales sentían una actividad y una comezón inusitadas. César fundó un periódico, que llamó La Libertad. El doctor Ortigosa fue el alma de este periódico, cuyas doctrinas abarcaban desde la monarquía liberal hasta el anarquismo. A medida que las elecciones se acercaban, la agitación cundía.
En los dos centros electorales establecidos por los partidarios de Moncada, el ir y venir de gente no concluía; algunos moncadistas entusiastas entraban en el Centro cada cuarto de hora para dar cuenta de los rumores que corrían y recoger noticias.
Don Fulano ha dicho esto, el tío Tal piensa hacer tal cosa; y todos eran conciliábulos y maquinaciones. El pintor había pintado gratis un gran cartel con vivas a la libertad, a Moncada, al doctor Ortigosa y a los candidatos liberales; el del café llevó las sillas, sin que nadie se lo pidiese; el otro traía un brasero para los escribientes; todo el mundo estaba deseando hacer algo. La frase hecha de la batalla electoral para ellos, no era un lugar común político, sino una realidad. La cosa más baladí servía de motivo para larguísimas discusiones. La identificación por la idea era tal, que llegaba a borrar los egoísmos. Todos se sentían honrados y entusiastas, por lo menos en aquellos momentos.
La gente soñaba con las elecciones.
Cuando llegaba César a los centros electorales, era una de exclamaciones, de abrazos y de advertencias que no concluía.
—Don César, que pasa esto… Don César, no se fíe usted de Tal.
—Hay que acabar con ellos.
—Que no quede ninguno.
Él sonreía, porque al verse así realmente querido por la gente, le había limpiado de su amargura habitual y de su amilanamiento. Cuando acababa de recibir recomendaciones y parabienes se iba a un cuarto del fondo, y allí, en compañía de un candidato o del secretario, leía las cartas y disponía lo que tenían que hacer.
El más activo de los candidatos era el doctor Ortigosa.
Ortigosa era un hombre rectilíneo y tenaz. Su odio era el catolicismo, y todos sus ataques los dirigía a la religión de sus mayores, como decía él irónicamente.
Había fundado una logia masónica que se llamaba «El Microbio», cuyo principal carácter era el ser anticatólica.
En cualquier parte, Ortigosa hacía propaganda. Acudía a todos los rincones a perorar, a hablar de sus proyectos.
César utilizaba su automóvil para recorrer los pueblos del distrito, e iban cuatro o cinco y solían hablar desde los balcones, y muchas veces desde el coche, como los vendedores ambulantes de específicos.
En los pueblos pequeños producían estas reuniones un gran efecto. Lo que se decía servía de motivo de conversación para un mes.
César había adquirido una oratoria clara insinuante. Sabía explicar los hechos admirablemente.
Los partidarios de Padilla no se dormían; pero, como era natural, llevaban el trabajo de otro modo; iban de tienda en tienda, haciendo ver a los tenderos los perjuicios de la política moncadista, prometiéndoles ventajas; a los obreros les amenazaban con despedirlos; no había gran entusiasmo; la campaña era menos estruendosa, pero, en parte, más segura.
Todo el elemento liberal de Castro estaba en ebullición: desde los liberales templados, que recordaban a Espartero, hasta los anarquistas; sólo el Patillas, y el Furibis, se reunían en una taberna a hablar de bombas y de dinamita; pero se podía asegurar que ninguno era capaz de nada. Los dos se habían separado de Ortigosa, considerándole como desertor.
—Sois unos imbéciles —les decía el médico con su furor habitual—. Esta lucha va despertando al pueblo. Se van manifestando los instintos, y esto hace al hombre fuerte. Cuanto más dura y violenta sea esta lucha, mejor, más rápido es el progreso.
—Agitación, agitación es lo que necesitamos —gritaba el doctor; y él se agitaba como un condenado.
El triunfo de los liberales fue grande; de diez vacantes obtuvieron ocho puestos.