UNOS días después se encontraba César en su despacho, cuando se precipitó hacia él una vieja flaca y vestida de negro, que avanzó en el cuarto y se tendió de rodillas delante de César. César se levantó disgustado.
—¿Qué es esto? ¿Qué pasa? —preguntó.
La Amparito entró en el cuarto y explicó lo que pasaba. Aquella vieja era la madre de Juan el Babas. Le habían dicho a la madre de Juan que el único obstáculo para que su hijo se salvara de la muerte era César, y venía a suplicarle que no le condenara a muerte a Juan.
—Mi pobre hijo es bueno —gimió la anciana; es una mujer la que le ha impulsado al crimen.
César la escuchó silencioso y sombrío, sin decir nada, y salió de su cuarto. La Amparito quedó con la vieja, consolándola e intentando tranquilizarla.
La Amparito volvió a la carga por la noche, y arrancó a su marido la promesa de que no actuaría de acusador en el juicio.
César se encontraba avergonzado y entristecido, no quería ir a ver a nadie; estaba haciendo traición a su causa.
La piedad acabará con mi obra o conmigo —pensaba César, paseando por su cuarto—. Esta pobre vieja es digna de lástima. Es indudable. Cree que su hijo es un buen muchacho, y es un chulo canalla y cobarde. Yo no debía hacer caso de esta súplica, sino insistir en que a ese miserable lo condenen a muerte. Pero ya no tengo energía, ya no tengo dureza. Siento que voy a ceder, me impresiona el dolor de la madre, y no calculo que ese matón, si queda libre, va a trastornar la vida del pueblo, va a malograr nuestra obra. Estoy perdido.