EN el mes de Junio César y la Amparito fueron a Castro Duro. Una tarde en que César estaba sólo en el jardín se le presentó una mujer muy guapa, de mantilla, vestida de negro.
—He entrado sin que me viera nadie —dijo—. El guarda, el Jabato me ha dejado pasar. Ya sé que la Amparito no está aquí.
No decía su mujer o su señora, sino la Amparito.
—Usted me dirá lo que quiere —dijo César, mirando a la mujer con cierto asombro.
—Yo soy la mujer que vive con Juan el Babas.
—¿Usted es…?
—Sí, la Cachorra.
—César la contempló detenidamente. Tenía ese tipo aguileño de las monedas ibéricas, la nariz arqueada, los ojos grandes y negros, la boca de labios finos y el mentón saliente; ella notó aquel examen y quedó como en guardia.
—Siéntese usted, hágame usted el favor, y dígame lo que desea.
—Estoy bien —contestó ella, permaneciendo de pie; luego, atropelladamente, dijo—: Lo que quiero es que no le castiguen a Juan más de lo que sea justo.
—No creo que se le castigará injustamente —replicó César.
—Todo el pueblo dice que si usted habla en el juicio contra él, el castigo será mayor.
—Y usted quiere que yo no hable.
—Eso es.
—Me parece pedir demasiado. Yo no haré más que insistir en que le castiguen justamente.
—¿No habría medio de evitarlo?
—Ninguno.
—Si usted quisiera… Yo le serviría después de rodillas, haría cualquier sacrificio por usted.
—¿Tanto le quiere usted a ese hombre?
—La Cachorra, contestó negando con un enérgico movimiento de cabeza.
—Pues entonces, ¿qué espera usted de él?
—Espero la venganza. A la Cachorra le brillaron los ojos.
—¿Es cierto lo que cuentan de usted? —dijo César.
—Sí.
—Ese muchacho muerto ¿era hijo del hombre que a usted la vendió?
—Sí.
—Pero vengarse en el hijo de la maldad del padre es horrible.
—El hijo era tan malvado como el padre.
—¿De manera que usted le mandó matar?
—Yo, sí.
—¿Y viene usted a decírmelo a mí, que he de ser el acusador?
—Mande usted que me prendan, me es igual.
La Cachorra se plantó delante de César, provocativa, con los ojos brillantes, en un ademán de reto.
—¿Tanto odio tenía usted a ese muchacho muerto?
—Sí, a él y a toda su familia.
—Yo comprendo que a su padre, si viviera…
—¡Si viviera! Yo daría mi vida por sacarle de la tumba para hacerle sufrir todo lo que él me hizo sufrir a mí.
César había oído contar vagamente la historia de aquella mujer, a quien su padre adoptivo, después de forzarla, la había abandonado en un prostíbulo de la capital. En general, en estas tragedias aldeanas reina la más absoluta inconsciencia, y ni la víctima se entera de que es víctima, ni el verdugo de que es verdugo.
Pero allí, por lo que contaba la Cachorra, no había pasado esto; el Compadre había obrado con una maldad refinada, cebando en ella sus deseos y luego vendiéndola, llevándola a una casa infame. El verdugo había sido cruel e inteligente; la víctima se había dado cuenta de serlo, hasta tal punto, que su alma estaba repleta de deseos de venganza.
Aquel hombre —concluyó la Cachorra sollozando—, me quitó el nombre, dándome un apodo; me quitó la honra, la vida, todo, y yo, ya que no puedo vengarme en él vivo, me vengaré en su familia.
César escuchó atento la explicación de aquella mujer, sin interrumpirla; luego, cuando concluyó de hablar, dijo.
—¿Por qué no huir?
—Huir, ¿adonde? —preguntó ella sorprendida.
—A cualquier parte. ¡El mundo es tan grande! ¿Por qué se empeña usted en vivir en el único sitio en que la conocen y tienen mala opinión de usted? Váyase usted de aquí. Hay países en donde los sentimientos son más generosos que en estos rincones viejos del mundo. Usted no se cree infame ni envilecida.
—No, no.
—Pues váyase usted de aquí. A América, a la Australia, a cualquier parte; quizá pueda usted rehacer su vida. Por lo menos, nadie la llamará a usted por su apodo, nadie la tuteará. Vencerá usted o será usted vencida en la lucha por vivir. ¡Claro! Tendrá usted la suerte común, pero no el envilecimiento. ¡Váyase usted!
La Cachorra escuchaba a César con los ojos bajos. Cuando dejó de hablar, se le quedó contemplando atentamente, y luego, sin decir nada, desapareció.