SE celebró la boda y Cesar tuvo que transigir con una porción de cosas. No le preocupó confesarse y comulgarse; lo consideró como costumbres y fue a cumplir estas prácticas a la iglesia de la Vega, con el cura viejo amigo de la Amparito.
En cambio, lo que le molestó a César fue tener que sufrir en su casa al Padre Martín, que le permtió hablar y dar consejos, y le irritó también la presencia de algunas personas que se creían aristócratas y que fueron a verle y a indicarle que ya era hora de que abandonara la gentuza y la pobretería y se elevara hasta ellos.
Si no hubiera estado tan preocupado como estaba, hubiera tenido ocasión de manifestar su humor agresivo; pero toda su atención la tenía puesta en la Amparito. Los primeros días del matrimonio vivieron los recién casados en Castro; luego fueron a Madrid, con intención de marchar al extranjero, y después volvieron al pueblo.
El viejo palacio de los duques de Castro Duro fue testigo del idilio.
Al cabo de algún tiempo César se sentía tranquilo, quizá demasiado tranquilo.
—Esto es, sin duda, lo que se llama ser feliz —se decía—. Y el ser feliz le daba la impresión de un limbo, sentía como si su antigua personalidad fuera muriendo en él. Ya no podía encontrar su manera de ser antigua, todas sus inquietudes habían desaparecido; se sentía con aplomo, sin aquellos vaivenes de valor y de cobardía que antes en él constituían lo característico. Era el oasis después del desierto, la calma tras de la tempestad.
César pensaba si le habrían nacido nervios nuevos. Su instinto de arbitrariedad iba en descenso.
No podía comprender fácilmente el papel que hacía en su vida espiritual su mujer; sentía la necesidad de encontrarse a su lado, de hablarla; pero no comprendía si esta necesidad era sólo egoísmo, por la sedación que producía su presencia o satisfacción de amor propio al ver que ella ponía en él todos sus pensamientos.
Espiritualmente no la sentía ni identificada con él ni extraña a él: marchaba su alma como paralela a la suya, pero por otros caminos.
—Todo lo que dicen los hombres de las mujeres es completamente falso —pensaba César—, y lo que dicen las mujeres de ellas mismas también, porque no hacen más que repetir lo dicho por los hombres. Sólo cuando se emancipen del todo llegaran a comprenderse a sí mismas. Es indudable que no tenemos las mismas nociones centrales ni los mismos puntos de vista. Probablemente no tenemos tampoco un parecido sentimiento moral. Ni la mujer está hecha para el hombre, ni el hombre para la mujer. Hay entre ellos la necesidad, no la armonía.
Muchas veces, al contemplar a la Amparito, se decía:
—Hay en su cabeza una maquinaria que yo no comprendo.
Ella, al notar la mirada escrutadora, le preguntaba:
—¿Qué estás pensando de mí?
Él le explicaba sus dudas y ella se reía.